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INTRODUCCIÓNLa perspectiva psicológica del estudio del lenguaje se centra en su actividad, en el proceso por el que alguien lo elabora, en el proceso de hacerse. Así los psicólogos, independientemente del modelo teórico al que recurran, se ocupan de las actividades humanas de construcción del lenguaje, de los cimientos cognitivos y de las facultades mentales en que éstas se asientan. De ahí la importancia que tuvo la definición del lenguaje de Wilhelm von Humboldt como energeia (potencia activa) y no como ergon (producto terminado y estático). Por eso el enfoque particular del psicólogo hacia el estudio del lenguaje (verlo en su uso), le compromete con la necesidad de dar cuenta de la naturaleza funcional de la actividad que realizamos los humanos cuando usamos el lenguaje para significar o querer decir algo (en la producción), o para descifrar o asignar significados (en la compresión). ¿Para qué hacemos algo tan complicado? ¿Para qué nos sirve? El lenguaje implica la actividad integrada, compleja y parcialmente específica de subsistemas funcionales que, en parte, son exclusivos de nuestra especie. ¿Qué funciones cumple esa actividad? Pinker y Bloom señalan que el lenguaje cumple la finalidad adaptativa de “comunicar ideas”. Sin embargo esta observación no es suficiente, pues es necesario definir qué significa y qué implica esa función esencial. Las preguntas sobre las funciones del lenguaje son, en realidad, muy complejas. Ello se deba a: la ambigüedad con que suele utilizarse en psicolingüística la noción de “función”; y al hecho de que tales preguntas tienden a conducir, de forma casi inevitable, al empleo de un plano descriptivo intencional que tiene sus propias dificultades para hacerse compatible con las explicaciones científicas: ¿qué sentido preciso, y en términos científicos, puede darse por ejemplo a la afirmación de Pinker y Bloom de que el lenguaje es un sistema diseñado, por la selección natural, para comunicar ideas, o lo que es lo mismo estructuras proposicionales? En casi cualquier ejemplo de conversación vemos que los hablantes hacen algo más que comunicar ideas o nuevas estructuras proposicionales. Es necesario observar pues la coexistencia de 2 planos en la conversación:
Es más, en muchas ocasiones, las ideas sólo se utilizan como vehículo para definir al interlocutor nuestras intenciones, partiendo del supuesto de que el interlocutor al que dirigimos el mensaje es capaz de inferir nuestras intenciones a partir del procesamiento de nuestras ideas. El análisis de las funciones del lenguaje debe pues partir de los 2 planos que se dan en la emisión del lenguaje:
Unas afirmaciones que se derivan de lo anterior y que son esenciales para comprender las funciones del lenguaje. son:
Saber usar el lenguaje es algo más que “conocer el lenguaje”. Para ser un usuario competente del lenguaje natural no basta con conocer un conjunto de reglas de construcción gramatical, semántica, fonológica, etc., sino que es preciso usar un amplio conjunto de conocimientos de “sentido común” y de inferencias y principios acerca del mundo interno e intencional de las personas. Por esto, los trastornos importantes en las capacidades de atribución intencional se acompañan de deficiencias muy profundas en las capacidades de usar funcionalmente el lenguaje y, en general, de alteraciones en los aspectos pragmáticos. Vemos pues que las funciones del lenguaje, como cualquier otro instrumento, no residen en el instrumento mismo, sino que se hacen patentes a través de su uso para algo, así también las funciones del lenguaje no residen en el lenguaje mismo, (en el código formal de relación entre significados y sonidos), sino en las complejas (e incluso indirectas) relaciones entre el código y el contexto, siendo precisamente en esta relación donde el lenguaje adquiere significado y sentido. La noción de contexto debe pues, ocupar un lugar central en cualquier indagación funcional del lenguaje. Pero suele suceder que el contexto inmediato del lenguaje, no es un contexto físico, ni un conjunto de estímulos de naturaleza proximal, sino el contexto establecido por un sistema cognitivo que representa el mundo y que no solo posee estados mentales, sino que es capaz de atribuírselos a aquellos con los que se comunica. Así, desde una perspectiva funcional, la actividad lingüística es, en realidad, una actividad cooperativa que implica intercambios entre objetos intencionales, tales como creencias, conocimientos y deseos. Los enfoques más recientes acerca de las funciones del lenguaje se basan principalmente en esta idea; pero el enfoque más influyente es el de Sperber y Wilson con la Teoría de la Relevancia como principio básico que guía la comunicación ostensiva (su finalidad es mostrar y compartir experiencias o creencias). Esta teoría se basa en el concepto de contexto cognitivo: conjunto de supuestos que un individuo es capaz de representarse mentalmente y evaluar en un determinado momento. La comunicación ostensiva se dirige a ese contexto mental con el fin de modificarlo máximamente, al hacer manifiestas las intenciones del emisor, mediante el empleo de un mínimo de recursos. La relevancia del mensaje es la razón entre la magnitud de la modificación del contexto mental y la magnitud de los recursos lingüísticos. (A mayor magnitud de la modificación y menor magnitud de los recursos lingüísticos, mayor relevancia del mensaje). El supuesto común de los interlocutores de que comparten y se atribuyen de forma recíproca mundos mentales, de naturaleza intencional, crea las formulas más elaboradas y frecuentes de comunicación humana. Será esta intuición la que se elaborará en este capítulo, y de la que parte el modelo de Sperber y Wilson: las funciones esenciales del lenguaje se derivan de su inserción en la actitud intencional, que es la estrategia de comprender y predecir la conducta de los congéneres mediante la imputación de ciertos estados de naturaleza intencional (creencias, deseos). Así, el lenguaje ocupa una delicada posición central en esa actitud intencional, a modo de clave de arco, de manera que, por una parte, toma su sentido de la misma estrategia intencional; y por otra, esa potencia de la estrategia intencional de atribución y comprensión interpersonal, no sería posible sin un instrumento tan poderoso para la convivencia como el lenguaje. Debido a que el lenguaje se inserta en la actitud intencional, define sus funciones inmediatas sobre contextos cognitivos y no sobre contextos externos. Esto significa que los símbolos del lenguaje remiten, antes que nada, a objetos intencionales e internos que le dan significado (conceptos, ideas o proposiciones, intenciones). Son intencionales según la definición de la propiedad esencial de los fenómenos psicológicos para Brentano: propiedad de referirse a algo que no son ellos mismos. La capacidad del lenguaje de transformar el medio humano se deriva de su capacidad para cambiar primero los objetos intencionales que contienen las mentes de los hombres que los usan. Y esta función interna del lenguaje está profundamente encarnada en cualquier uso lingüístico. Un ejemplo es la interacción lingüística que se realiza entre el lector y sus autores. Su lectura no produce modificaciones apreciables en el ambiente físico; pero produce transformaciones en su contexto cognitivo:
El lenguaje permite al hombre hacerse a sí mismo explícitas intenciones, estabilizarlas, convertirlas en regulaciones muy complejas de la acción humana, y acceder a un plano propositivo, de autorregulación cognitiva y comportamental al que no se puede llegar sin lenguaje. Para explicar cómo se produce este desarrollo es necesario situar en su terreno ontogenético las 2 nociones fundamentales que explican las funciones del lenguaje: la noción de intención y la noción de símbolo (en principio son recursos de relación que sirven para cumplir funciones comunicativas previas a ellos. Sin embargo, los símbolos modifican sustantivamente las relaciones humanas, y terminan por convertirse en la sustancia de la conciencia reflexiva). Abren además la posibilidad de establecer explícitamente intenciones previas a la acción, y que regulan la conducta y la actividad cognitiva con mayor poder que los recursos presimbólicos de regulación que usan los animales. Así, los símbolos humanos, muy en particular el mensaje, establece un plano de conciencia, deliberación e intención que implica una trasformación cualitativa fundamental con respecto a los planos inferiores, que son requisitos para el desarrollo de los propios sistemas simbólicos al hombre. LENGUAJE Y FUNCIÓN SIMBÓLICA. EL PERIODO CRÍTICO. Uno de los aspectos del lenguaje que más ha llamado la atención, es la velocidad y eficiencia con que se desarrolla en el niño. Piaget denominó periodo preoperatorio a la fase (de los 12-18 meses hasta la edad escolar) en la que el niño adquiere los aspectos fundamentales del lenguaje. Este fenómeno refleja la existencia de una fase crítica para la adquisición del lenguaje, en que se produce un desarrollo explosivo de las capacidades lingüísticas. Estas evidencias son favorables a la suposición de que el lenguaje es semejante a un órgano mental (o funcional) cuyo desarrollo implica la maduración de las facultades específicas, nuevas y previstas en la dotación genética del hombre. El desarrollo del lenguaje en el periodo preoperatorio es muy favorable a esta idea: el desarrollo ontogenético del lenguaje es muy rápido. Sin embargo, el lenguaje no es el único sistema simbólico que el niño desarrolla en la fase crítica: a lo largo de ella, elaborará constantemente forma simbólicas diversas, que permiten hablar de un periodo crítico de formación simbólica en general, y no solo del lenguaje en particular. El lenguaje se inserta, de hecho, en el marco más global de la función simbólica, lo que implica el empleo de significantes diferenciados para representar significativamente objetos, situaciones, acontecimientos y propiedades ausentes. El periodo básico de adquisición del lenguaje se caracteriza por una necesidad del niño de situarse en el modo simulado, de ejercitar y elaborar su nuevo instrumento de relación con la realidad en general, y sobre todo con las personas: el símbolo. Así la fase crítica de desarrollo lingüístico es también un periodo crítico de desarrollo simbólico. De tal forma que los trastornos globales de la función simbólica se acompañan de alteraciones y deficiencias específicas del lenguaje, ya que los mecanismos simbólicos constituyen el substrato sobre el que se desarrollan los mecanismos más específicamente lingüísticos. Desde el punto de vista estructural el lenguaje representa la formación de formas simbólicas nuevas, discontinuas respecto de las organizaciones simbólicas no lingüísticas. Desde el punto de vista funcional, existe una cierta continuidad entre el lenguaje y esas otras organizaciones. El análisis de los símbolos infantiles es un buen camino para adentrarse en los recovecos estructurales y funcionales de la función simbólica; por ello merecen un análisis detallado, y debido a que trasparentan con especial claridad tanto la naturaleza de los mecanismos simbólicos como de las funciones a las que sirven. Tales mecanismos y funciones son aún más claros en los primeros símbolos enactivos (usan como significante la acción misma) del niño que en sus primeras palabras. Esto se debe a la naturaleza esencialmente arbitraria de las palabras, pues éstas son símbolos importados por el niño de su cultura, lo cual hace que no sean los mejores instrumentos para comprender la naturaleza de la función simbólica en sus aspectos más esenciales. Por el contrario, los símbolos enactivos, que el niño emplea en sus juegos e interacciones, y que frecuentemente acompañan a las palabras, poseen la virtud de hacer especialmente manifiestas los procedimientos simbólicos que el niño inventa de forma genuina, así como sus mecanismos subyacentes y papeles funcionales. ANÁLISIS DE ALGUNOS SÍMBOLOS EN NIÑOS En el ejemplo se da un símbolo enactivo que el niño crea, de forma genuina, como forma comunicativa con una finalidad esencialmente “imperativa”: la de obtener de nuevo el globo que estaba en casa de sus abuelos. Asimila esquemas de acción e interacción de tal manera que se hace capaz de transmitir una intención que se refiere a un objeto, el globo, no presente. Y precisamente porque el patrón simbólico que realizó el niño (soplar-golpecito-paf) representa por medio de la acción, a ese objeto no presente, la producción simbólica puede satisfacerse con su fin deseado. De esta forma vemos que los símbolos son signos que se hacen capaces de evocar objetos o significados ausentes, en la medida en la que los representan. Apuntan a algo que no son ellos mismo en virtud de que mantienen con respecto al objeto apuntado una relación codificada de representación. La producción activa de estas representaciones es una conducta intencionada y que permite establecer en otros intenciones que previamente no poseían. Es el niño, mediante su acción simbólica, el que establece la intención en sus abuelos de darle un globo. Al mismo tiempo la acción simbólica del niño no es significativa “en el vacío” sino en tanto que es interpretada por otras mentes simbólicas (la de sus abuelos). Cuando el niño produce sus primeros símbolos, posee ya por su experiencia, cuando menos, los rendimientos de la noción de que está en un mundo de interpretes; con lo cual empieza así a desarrollar la actitud intencional que tendrá después una importancia decisiva en su desarrollo simbólico. Sin embargo, este saber mentalista del niño que le hace producir símbolos es más un “saber cómo” que un “saber qué”, un saber más implícito que explícito, lo cual se manifiesta claramente cuando los símbolos en lugar de tener la función imperativa de lograr algo a través de otros, tiene una función declarativa muchos más desinteresada, a saber, la de compartir experiencias, intereses y estados mentales con otros. En el segundo ejemplo la acción de del niño no parece tratar de conseguir algo externo; es más bien un “comentario” en el que viene a decir que las farolas son (como) el globo. Se trata de una acción especial que cumple una acción comunicativa muy especializada de nuestra especie: la función declarativa. Así como las pautas que tratan de lograr algo a través de la comunicación pueden no requerir la actitud intencional por parte de sus usuarios, las pautas declarativas sí requieren, cuando menos, una actitud intencional rudimentaria y se satisfacen por los cambios en los estados mentales de otros o, como mínimo, por los cambios expresivos en otros, indicativos de sus estados mentales. En el ejemplo la conducta se satisfará en tanto sus padres miren a las farolas y expresen sus intereses por ellos. En el tercer ejemplo aparece el mismo significante (soplar) con la misma función (función declarativa), pero con significado diferente. El contexto de la conducta del niño impide interpretarla como imperativa: no puede ser que esté “pidiendo” jugar a encender y apagar la vela. Más bien expresa al otro un acto de reconocimiento. Es el contexto el que permite desambiguar la interpretación intencional –o funcional— de la conducta del niño. Esto conduce a la formulación de un principio importante. Hemos visto como los símbolos lingüísticos afectan a un contexto cognitivo e interno, y sólo de forma mediada por el contexto externo, en tanto que producen cambios en las conductas de las personas a las que se dirigen. Sin embargo, desde un punto de vista ontogénico, los símbolos van despegándose poco a poco de los contextos externos, en la medida en que se organizan en formas cada vez más complejas y autónomas del medio inmediato, y son producidos por organismos más explícita y elaboradamente mentalistas. Así pues los primeros símbolos infantiles están fuertemente enraizados en sus contextos de producción o interpretación. Lo que hace que su información predicativa sea una amalgama de “palabras y contextos”. En la compresión del lenguaje, los niños comienzan por interpretar también emisiones-en-contextos y sus competencias receptivas son muy dependientes de la información contextual. Luria ha elaborado la idea anterior, al establecer un primer periodo en el desarrollo del lenguaje infántil al que denomina sinpráxico. En él, el niño descansa los procesos productivos y receptivos del lenguaje en los contextos y las acciones. A medida que los significantes se desarrollan, se hacen más capaces de tener una interpretación basada en su organización interna, y no en el contexto inmediato, lo cual hace que el lenguaje se haga sinsemático. Ese proceso progresivo de descontextualización, que en realidad es un proceso de interiorización de contextos, es característicos de todas las formas simbólicas del niño, en especial del juego, y no solo del lenguaje. Por otra parte, el contexto externo, en el que se sustentan en un principio los símbolos infantiles, nunca es del todo externo en un sentido literal, sino que está cargado de intenciones percibidas por el niño. De este modo, los procesos de desarrollo psicolingüístico pueden servirse de las ventajas que implica su procesamiento que va “de arriba abajo” (top-down) de las intenciones a las palabras, y que facilita el desciframiento del lenguaje a partir del conocimiento de las intenciones con que se emite. A nivel microgenético un dato que apoya indirectamente esta idea es las emisiones sarcásticas, irónicas, indirectas… En el análisis de los significantes que emplean los niños para representar los objetos, se observa:
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