Las memorias de un ufólogo




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fecha de publicación20.02.2016
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Las memorias de un ufólogo

Prólogo

Como los recuerdos suelen ser emotivos, intentaré un distanciamiento para analizar los hechos. No importará tanto lo que me ocurrió o busqué como la serena interpretación de lo que pasó.

Eludí situarme en una primera fila del mundillo ufológico por una razón: la naturaleza del asunto resultaba –y persiste– inasequible para el público, necesitado de la adquisición de una base para colocar posteriores andamiajes. Y también por otear, un placer, y de vivir el anonimato, gozo que ni los reyes poseen.

Una experiencia similar la tuve recientemente con la mecánica cuántica: del interés inicial pasé a leer libros y artículos relativamente digeribles para lograr una opinión que, supongo, continuaré enriqueciendo. Los fenómenos cuánticos resultan inexplicables, tampoco pueden visualizarse, pero para ello está el paso previo de los modelos matemáticos. ¡Las matemáticas, la olvidada gran señora de las ciencias! ¡El lenguaje conceptual más elevado y aristocrático!

La enigmática física cuántica tiene ‘parentescos’ con la mística y la parapsicología, y en el fascinante universo atómico habitan las claves de la realidad total. «La materia –lo dijo Pauwels– es, tal vez, únicamente una máscara entre todas las máscaras». Hago estas referencias marginales por la esperanza de que algún día “la otra física” dé respuestas al enigma que nos ocupa.

Reconduciendo el motivo de las presentes memorias, intentaré abordarlas eludiendo la mitificación, pero adornándolas con comentarios pasados y recientes. Carecerán de rigurosidad estructural porque unos sucesos me concatenarán a otros, seguro. La ufología constituye una más de mis predilecciones, afortunadamente, al comprobar en otras personas el reduccionismo de la unificación. Sin pretenderlo, me coloqué en un buen lugar para evitar los apasionamientos y, mucho más, en tan pantanoso terreno. Con el tiempo comprendí que el conocer requería el enorme esfuerzo de aprender a dudar: sin un espíritu dubitativo resultaba imposible acercarse a la verdad. Escapar a los modos de pensar adquiridos dejó sentimientos trágicos y las nostalgias de los primeros tiempos, en que las certezas llenaban un paraíso regalado, siguen reclamando su pérdida.

Si peculiar es la teología –el entregarse al estudio detallado de una ciencia sin pruebas– no muy atrás quedamos algunos al rechazar la ufología como un conjunto de creencias. ¿Somos unos enamorados de una causa perdida? ¿Tantos años bebiendo los vientos de una coqueta moza que enseña y tapa en ciclos imprevisibles? Me da igual: siento que viví porque intenté penetrar en aquello que ignoraba.

No incluiré los casos investigados –recogidos en un catálogo– porque extenderían demasiado estas memorias, aunque alguna anécdota expondré con relación a ellos, experiencias vividas a lo largo de una romántica etapa, propia de una juventud que pasó.

Los primeros tiempos

I

Mis ojos permanecieron más tiempo pegados al respaldo de la butaca que a la proyección dirigida por Byron Haskin La Guerra de los mundos. El impacto perduró. Una noche, asomado al balcón, una persistente lluvia reproducía en los cristales las serpenteantes gotas, ocelos del gran ojo que salía de los artefactos marcianos y, al elevar la cabeza, me pareció ver una de las naves: alucinaciones, deseos apasionados de un adolescente matriculado desde entonces a un gimnasio mental y del cual aún no solicitó la baja.

A la ufología le debo mucho más de lo esperado por la atención que necesité prestarle a otras ciencias: comencé a indagar desde otras perspectivas –digamos menos ortodoxas– en cuestiones religiosas, físicas, químicas, biológicas, políticas, antropológicas, astronómicas, ambientales, espaciales, matemáticas, filosóficas, económicas, psíquicas… Ahora recuerdo las atrevidas palabras de Casas-Huguet: «Los ovnis están para ayudar a determinados seres humanos para conseguir una apertura mental». No milité en el grupo de los creyentes, ni tampoco observé en los cielos o en la tierra un fenómeno netamente anómalo, pero la certeza apoyada en numerosos testimonios me llevó a una conclusión: objetos volantes con comportamientos intencionales invaden los cielos, seguramente desde épocas ancestrales. Aunque siempre quedarán latentes otras muchas cuestiones a su alrededor disputándose relevos y primacías.

Los años serenaron mi centro de interés, acompasándolo con la fascinación por la aviación. Recuerdo las acaloradas discusiones escolares –entre las declinaciones de los verbos latinos–por concretar si los Mig-15 soviéticos tenían más tecnología que los F-86, los famosos Sabre made in USAF que sobrevolaban Sevilla dejando truenos que erizaban vellosidades. Las avionetas de doble ala y los vetustos aparatos alemanes con domicilio en Tablada sentirían paralizantes complejos de inferioridad.

Proliferaron noticias periodísticas sobre los “platillos volantes”. Muchos testigos daban su nombre, posiblemente arrepentidos después porque la ironía del respetable encontraba campo abierto hasta la saturación. Mi gratitud hacia ellos: plantaron simientes para que más tarde floreciesen lógicas deducciones, porque tanta gente dispersa y polifacética no podía estar loca. Descartados los visionarios o iluminados –nuestra especie los produce en cualquier época– quedaban testigos cualificados, incluidos pilotos militares y civiles, cuyos testimonios ocuparon mi atención. Me crispaban la proliferación de chistes, filón para las páginas de humor, las llamadas “serpientes de verano”, los hombrecillos saciados de clorofila marciana como si en nuestro vecino Marte regalaran las verduras.

A los políticos de la época les llegaron muy bien los “platillos” al desviar la atención hacia otros problemas de especial gravedad. Con el paso del tiempo cambiaron las tonalidades y hoy, en parte por el omnipresente fútbol, droga social por excelencia, los ovnis cedieron la vez. Sin embargo, algunos señores formularon preguntas en los parlamentos y los contribuyentes norteamericanos exigían aclaraciones a los candidatos en las campañas presidenciales. Otros, los poseedores de moderados escepticismos, pensamos en la razonable existencia de pactos secretos entre los alienígenas con las distinguidas agencias de inteligencia.

Comencé a mirar al cielo; compré un prismático barato, apaño que sirvió para sobrecogerme ante una Vía Láctea imponente; comencé a disfrutar del mayor espectáculo gratuito y comprendí que somos una parte minúscula de un Cosmos donde quedará escrito el presente, el pasado y el futuro. Tuve que aceptar que sólo la fantasía posee probabilidades para ser verdadera. La visión celestial nocturna en una noche invernal constituyó mi mejor texto para reflexionar y abandonarme al más colosal de los misterios. Creo que los hombres quedamos ciegos por la perturbadora iluminación de las ciudades y perdimos referencias fundamentales para potenciar nuestra privilegiada condición de pensadores.

La curiosidad me introdujo en ese grupo de gente cuyo pasatiempo favorito consiste en preguntarse los muchos porqués que nos interrogan más allá de esta modesta Tierra, vivienda situada en un barrio marginal de una de las millones de galaxias que, alocadas, sobrecogidas y obedientes se expanden. Y con la aceptación de lo inevitable, acepté la famosa frase de Einstein: «Tú mismo debes ser tu único modelo, aunque resulte espantoso».

Caminé por un sendero de cautelas dada mi profesión: maestro de un famoso colegio religioso de serias hechuras, y más en aquellos años sesenta. Alguna vez elegí a interlocutores para manifestarles mis cuitas, llevándome algún reproche con miradas significativas: «Hombre, amigo Manolo, me dejas bloqueado, ¿cómo una persona tan formal puede creer en cuestiones inconsistentes? Sabrás la imposibilidad de que vengan del Sistema Solar, suficientemente explorado y…, entonces, ¿acaso de un planeta que orbite en la estrella más cercana que está a cuatro años-luz? ¿tan estúpidas pueden ser unas inteligencias extraterrestres como para recoger muestras, hacer cuatro pantomimas y aparentemente estudiarnos?».

Bueno –o mejor, malo, me decía–, que arrío el velamen y dejo el barco atracado hasta la llegada de alisios favorables, reconociendo que en un mar embravecido todos los barcos se zarandean. O, dicho de otro modo: en un contexto ‘estúpido’ actividades inteligentes pueden resultar bobaliconas. Una sensata impotencia me envolvía junto a la pereza para construir convincentes silogismos. «Amigo, claro que comprendo tus razonamientos pero el hecho existe, no se trata de creencias, ni pretendo convencerte de que raros y muy veloces objetos nos sobrevuelan, los captan los radares, son vistos por pilotos, agricultores, pescadores y hasta por los ilusionados curritos que van en busca de sus novias por anónimos y oscuros senderos…Trato de conversar, interrogarte y preguntarnos si tiene sentido la existencia de una sola especie inteligente…».

La amistad con Joaquín Mateos

Mis archivadores aumentaban con los artículos, noticias y observaciones, tarea realizada en solitario, sin poder compartirla por carecer de personas afines. Pero al casarme con una mujer nacida en la cercana Gerena me enteré de que un técnico de televisión, Joaquín Mateos Nogales, llevaba desde el año 1954 tras los ovnis. En cuanto tuve ocasión le manifesté mi interés y ambos congeniamos, también por la electrónica, otra afición común. Tenía fama de extravagante, como todo profeta en su tierra, solo amortiguada la excentricidad por su reconocida capacidad profesional. Su talante, indomable ante el desaliento e impasible ante las críticas, lo impulsaba a investigar cualquier indicio. Muchas veces pensé quien iba al encuentro del otro: si Joaquín a por los avistamientos o los ovnis en busca de él. Aun conserva un don especial para intimar rápidamente y desbloquear lógicas resistencias en aquellas personas temerosas de un protagonismo no deseado.

Reparaba los televisores llegados de los pueblos limítrofes, ocasión para preguntarles a los clientes si tenían noticias, aunque muchos anticipaban novedades para informarle de algún caso local o conocido. La zona abarcaba principalmente Aznalcóllar, Olivares, El Castillo de la Guardas y El Garrobo llamándola en algún medio el “pentágono magnético”. Unas irrepetibles tertulias surgían en su taller teniendo como testigos a televisores, aparatos de medida, soldadores, una gran caja con el rótulo ‘Telescope’, algún trípode sosteniendo un foco, una elegante bandera con el signo de Ummo, una batería siempre cargada para alimentar los aparatos usados en el campo… Sus vecinos reconocieron con el paso del tiempo su “razonable locura”: acontecían demasiados testimonios para admitir una epidemia demencial. Alguna vez, cuando le preguntaba a Ignacio Darnaude la causa por la que no entrevistaba decía con su habitual sentido del humor: «¿Pero tú crees que con esta cara alguien me va a contar un suceso extraño? Seguro que lo espantaría. Joaquín, nadie mejor que tú para hacerlo, seguro».

Aprendí con avidez, devoraba una revista editada en Cataluña llamada Stendek, observaba el entusiasmo de mi amigo, su vitalidad al vencer inconvenientes. A bordo de su inconfundible furgoneta de color marrón oscuro visitamos a los habitantes de cortijos y viviendas, componiendo casos, comprobándolos después, estudiando las personalidades: ya dicharacheras, reservadas, o temerosas… Mantuvimos la tensión para instalarnos en el imprescindible escepticismo en pro de la objetividad, tan necesaria para evitar los desbarros. Resultó una época llena de actividad, como surfistas en la cresta de una gigantesca ola.

Curiosamente, y a lo largo de cuarenta años, formamos parte de un anárquico dúo en estrecho contacto con Ignacio, el intelectual maestro que nos surtió con férrea constancia de una documentación actualizada, no solo por su correspondencia a nivel mundial y estar suscrito a revistas inglesas, francesas o norteamericanas, sino por una producción propia de teorías y planteamientos. Permanezco en deuda económica por la enorme cantidad de fotocopias regaladas y por un contenido singular.

Recuerdo que un señor, el ATS del pueblo, llamó al taller de Joaquín para enseñarle una fotografía de unas luces desenfocadas, de atrayente aspecto por las mezclas de colores. Joaquín las observó sin darle importancia, dándole las gracias. «Me has dejado sin palabras, ¿cómo no le has pedido que te la deje para analizarla con tranquilidad?, ¿acaso no tienes la suficiente confianza?». Se sonrió para decirme: «Hace unos días que quedó en traérmela, pero me di cuenta del engaño». Al cabo de un tiempo me comunicó que habló con él: «Te diré la verdad, Joaquín, la saqué cuando conducía, enfocando la cámara hacia las luces de una fábrica. Al revelarla pensé en gastarte una broma». Fue un episodio más, extraño placer, propio de individuos llenos de ganga y con poca mena.

La electrónica nos sirvió para construir algunos “inventos”. Acoplé al motor de un coche de mi hijo un gran disco con una serie de ventanas redondas tapadas por cristales coloreados. Debajo, un par de lámparas alógenas proyectaban las multicolores luces. Lo usamos en ocasiones, hasta conseguir que la Guardia Civil se personase en el lugar, tranquilizada al conocer al autor y explicarle Joaquín el experimento. ¡Cuánto me hubiese agradado escuchar los comentarios de regreso a su cuartel! Sin embargo, viene a colación comentar que algunos números de tan disciplinado cuerpo le comentaron confidencialmente personales experiencias.

Fabricamos aparatos más sofisticados, como detectores de presencia y magnetómetros, sin resultados. Con simpática resignación aceptamos que fuimos unos “cazadores de ovnis” fracasados, lamentándolo a veces: «Poco sentido de la justicia tienen nuestros “amigos”, para tantos esfuerzos qué escasas recompensas…». Porque nuestra lógica poco parecido debe tener con la exhibida por la gran familia extraterrestre. ¿Quiénes son?, ¿qué parentesco tendrán? , ¿qué pretenden?, ¿acaso un enrevesado sentido del humor les conduce a ofrecer tan disparatado espectáculo? En mutuos consuelos poníamos como parangón el caso de una hormiga, ajena a nuestra tercera dimensión, de encontrarnos nosotros como hormigas y ellos ubicarse en otras dimensiones, ¿qué entendimiento cabría?

Joaquín trabajaba más de diez horas con un ligero respiro los domingos. Su taller tenía centenares de objetos, decenas de cajas, cables, herramientas, libros de consultas… Sus “papeles ufológicos”, guardados en carpetas, constaban de escuetos datos, elementales. Pero su prodigiosa memoria aportaba hasta los más insignificantes detalles para mi asombro y sana envidia. Sin embargo, como solo él entendía sus notas, llevaba algún tiempo diciéndole: «Debemos encontrar unos ratos para ordenar y recomponer tan copioso material: sería un infortunio la imposibilidad de leerlo algún día». Por fin conseguimos reunirnos y elaborar un catálogo que, de manera escueta, recoge lo fundamental de cada caso. No obstante, sigue resultándome sorprendente su capacidad oral para describir escenas, comentarios, nombres, fechas y detalles de cada caso, compartiendo sus sentimientos, viviendo la ilusión de su vida.

Entre las anécdotas recuerdo una noche sin Luna en la que, paseando por un sendero, unas rítmicas pisadas llegaban con rapidez. De inmediato inicié una carrera hacia los coches, seguido del resto de acompañantes. Entre jadeos, sorprendidos, me decían: «¿Qué te pasó?, ¿Acaso escuchaste algo?». A duras penas, con esa risita nerviosa indefinible les interrogaba: «Claro que oí unas pisadas y, entonces, ¿vosotros no?». Pues solo yo las escuché y el resto, sin saber la causa me siguió en una insensata carrera». Ante el ridículo suceso reconocí la ausencia de la imprescindible fortaleza de ánimo para aguantar un deseado encuentro con seres diferentes, de intenciones imprevisibles, quizá procedentes de otros mundos. ¿Tanta mentalización y deseos para huir despavoridos?

La visita a don Enrique López Guerrero

Aquel reportaje del periodista Benigno González en las primeras páginas del ABC de Sevilla en 1968 me dejaron perplejo. Resultaba fuera de toda normativa y discreción que un sacerdote, don Enrique López Guerreo, doctor en filosofía con laureada latina, en plena vigencia de un Concordato con el régimen de Franco, afirmase que una civilización procedente de UMMO nos visitara desde hace años, dispusiese de naves con una tecnología revolucionaria y mandase cartas dirigidas a concretas personas, también a él, donde aclaraban aspectos íntimos de su planeta. Aunque cualquiera sabe que la locura puede anidar en todo sapiens, existen hueveros de distintos tamaños. Supe que recibió alguna advertencia del Palacio Arzobispal (desafortunada denominación para residir un clérigo) referente a la lógica discreción curial. La teología ya aceptaba que la vida inteligente puede existir en otros planetas, aun por simple estadística, aunque, pienso, que a la mayoría de las iglesias no les agrade demasiado eso de navegar en un río con demasiados afluentes.

Su invariable porte con clergyman, sombrero negro y maleta de documentos a juego, irradiaba la elegancia de un diplomático vaticano. Peregrinamos a la casa contigua de su parroquia de Mairena del Alcor un grupo de amigos con la ilusión de intercambiar opiniones en los temas de nuestros anhelos. Aunque debo rectificar: quien acaparó la palabra fue él, parsimoniosamente, ajeno al paso de las horas. Tanto pontificó que el auditorio comenzó a sentir el hambre y los ummitas quedaron aparcados para una segunda o tercera fase. Charló sobre lo divino, lo humano y casi nada sobre el principal objetivo de nuestra visita: leer o saber qué le decían sus lejanos amigos en sus epístolas. Ante la imposibilidad del diálogo, dado el monumental monólogo, me dediqué a observarlo, deduciendo que poseía una singular personalidad. Celosamente guardaba el secreto como una señorita de las de antes, que muy poco a poco permitían a sus amantes la conquista jerarquizada de sus lindos cuerpecitos.

Recuerdo a mi amigo Joaquín Mateos devorar una perdiz cuando, por fin, pudimos llegar a un restaurante, verdadero oasis en medio de un desierto informativo. No sé si otros, más perseverantes, lo intentaron con posterioridad y, como prevenidos dromedarios, fueron con los estómagos bien pertrechados. Pero un servidor no lo intentó más. El bueno de don Enrique disfrutará en el paraíso de pacientes auditorios, se lo deseo con la esperanza de que no me eche en falta.

Años después, en 1978, escribió un libro de 618 páginas de muy difícil lectura, según opinión generalizada. Los títulos de algunos capítulos ponen de manifiesto una catequesis camuflada: «Redención y encarnación. Las consecuencias de nuestro pecado original. El mundo angélico y el magisterio de la Iglesia. La Sagrada Escritura y la ubicación del infierno. Un texto desconocido de santo Tomás de Aquino actualizado por Pablo VI. Cristo, centro de todo el universo…». Poco antes de fallecer supe que un personaje de la sociedad sevillana lo invitó a su casa, desviviéndose en atenciones y con la ilusión de que le comunicase un asunto del máximo aliciente. Transcurrido el tiempo, intactas las expectativas de los presentes, y aunque dieron buena cuenta de los manjares culinarios, quedaron con las boquitas intelectuales tan abiertas como al principio. Porque al genuino don Enrique, de pronto, le entró una prisa repentina partiendo raudo hacia su querido pueblo.

Hubo una época en la que sus numerosos seguidores tenían que pedirle cita previa. Uno de ellos, muy amigo de don Enrique, me dijo confidencial y categóricamente: «He llegado a la conclusión de que padece algún trastorno. Dejé de visitarlo». El que suscribe no sería capaz de asegurarlo pero con frecuencia se refería a un Satanás de carne y hueso, habitante entre nosotros. Pienso que una cosa es que hagamos mención al Ángel Caído, raíz de todos los males según la ortodoxia católica, y otra mirar todas las noches debajo de la cama por si Satán se esconde para llevarnos a su candente morada.

Recientemente, mi amigo Moisés lo visitó, siendo recibido con extrema amabilidad. Le manifestó que había estudiado su libro a fondo y accedió a una entrevista para la revista Más Allá, que resultó magnífica –nada extraño al estar en las expertas manos de tan eficaz amigo–. Antes de su publicación la censuró sin objeciones. Pero los encuentros posteriores fueron anulados porque, al aparecer, una colaboradora de don Enrique le advirtió de que Moisés escribió un libro titulado El negocio de la Virgen donde coloca a la Iglesia en discutible lugar, aparte del ateísmo de su autor. Manifiestamente irritado le mandó una carta de absoluta ruptura por sentirse engañado.

Creo que don Enrique olvidó una hermosa recomendación del Maestro de Nazaret cuando afirmó su deseo de redimir a los descarriados, dado que los buenos no lo necesitaban. Son oportunidades o retos –según se mire– que algunos sacerdotes desperdician.
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