Hay que aprender a observar para evitar la venenosa belleza de




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¿Es posible pensar en la carambola psíquica?

El afán de explicar antes de haber comprendido habla de la forma en que una sociedad piensa la condición humana. Desde el comienzo del pensamiento médico, en Hipócrates, la enfermedad se ha venido asimilando a una desorganización de la naturaleza del Hombre. Todo padecimiento del cuerpo o del alma se atribuía bien a un traumatismo, esto es, a una lesión procedente del exterior, bien a un mal, es decir, a una desgracia de origen moral. 6 Todo choque proveniente del exterior provocaba una ruptura, una lesión del tejido vivo, una discontinuidad. Por su parte, las enfermedades provenientes del interior se atribuían a causas dietéticas o humorales, no a causas traumáticas. El trauma físi­co, el que más fácil de comprender resulta, ya había sido correctamente descrito por los cirujanos de aquella primera época. Sin embargo, des­de que el concilio de Letrán prohibiera en el siglo xii el uso del escalpe­lo, la disciplina quirúrgica dejó de progresar. La era de las pestes en la Europa del siglo xiv embruteció a los médicos que, en su frenesí expli­cativo, debieron refugiarse en las causas inaccesibles: «Los que no in­criminaban la ira celestial buscaban sobre todo razones en la astrolo­gía. Para Guy de Chauliac, la conjunción de Saturno, de Júpiter y de Marte en el decimocuarto grado de Acuario, el 24 de marzo de 1345, cambió la luz por las tinieblas... Los vapores deletéreos, nacidos de esa perturbación, habían avanzado lentamente hacia el oeste y continua­rían generando perjuicios mientras el sol permaneciera bajo el signo de Leo». 7 Esta explicación es irrefutable. Ningún experimento podrá des­mentirla. Por consiguiente, se la consideró verdadera y, aún hoy, se cita con frecuencia.

La ventaja del trauma estriba en que revaloriza el acontecimiento. Dado que teníamos ante los ojos la causa del mal, sabíamos sobre qué era preciso intervenir. El siglo xix científico fue pues muy aficionado a la noción de traumatismo: el artillero de Pinel se volvió imbécil por­que había sido fuertemente sacudido por la emoción al ser felicitado

por Robespierre. 8 En aquella época no se concebía el traumatismo co­mo algo grave, puesto que el discurso imperante pretendía que el progreso era continuo: bastaba pues con poner en reposo a un orga­nismo previamente quebrantado y esperar a que todo volviera a su sitio.

A finales del siglo xix, la industria había jerarquizado de tal modo a los hombres que la desigualdad de los traumatismos se explicaba por la degeneración de ciertas personalidades. Charcot, el fundador de la neurología, explicaba las parálisis histéricas por la incapacidad de la mujer para afrontar un choque emocional. Y Pierre Janet, el gran psi­cólogo, evocaba la insuficiencia de las fuerzas emotivas que no permi­tían integrar el choque en la experiencia.

Encontrándose el conocimiento en semejante contexto social, Freud fue el primero en conceder realidad al traumatismo sexual, antes de pensar que el propio sujeto se traumatizaba al imaginarlo. «En 1937 |... ] se expresa de manera explícita y afirma que las causas de la enfer­medad mental eran, bien constitucionales, bien traumáticas. 9» El año de su muerte, en 1939, aún se preocupaba por los efectos del trauma en su obra Moisés y el monoteísmo, pero esta vez añadía una noción de ín­dole más social: la del «traumatismo de masas».

De hecho, la guerra de 1940 impulsó el auténtico trabajo clínico y científico al tratar de evaluarse los efectos físicos y psicológicos que presentaban las víctimas de la Shoah. *

En la década de los cincuenta, esta nueva forma de abordar la no­ción de traumatismo fue seguida por una tempestad de agresiones so­ciales en todos los continentes y en todas las culturas.

Hoy en día, el traumatismo se piensa como un acontecimiento bru­tal que aparta al sujeto de su desarrollo sano previsible. Por consi­guiente, es el propio sujeto el que debe decir lo que le sucedió, y no hay duda de que es preciso emplear un tiempo verbal en pasado, dado que, siendo la identidad humana esencialmente narrativa, es al sujeto a quien le corresponde contar con sus propias palabras lo que le ocurrió, y no a otra persona. En nuestro actual contexto cultural, la metáfora del choque que quebranta ha dejado prácticamente de ser orgánica, y cada vez se vuelve más narrativa. Así pues, una vez que la imagen traumáti* «Shoah» es la voz hebrea que designa al Holocausto, el asesinato de millones de judíos por el régimen nazi. (N. d. t. )

ca se haya convertido en un mero capítulo pasado de la historia perso­nal, serán la acogida de la sociedad, las reacciones de la familia, la in­terpretación de los periodistas y de los artistas lo que oriente la narra­ción -ese impulso que nos lleva a dar testimonio- en la dirección de un trastorno duradero y secreto, en la dirección de una indignación mili­tante o en la dirección de una integración de la herida. «De este modo, y según los casos, el trauma puede conducir la personalidad y el entor­no a situaciones definidas por trastornos duraderos en una atmósfera de prejuicio o, por el contrario, a situaciones definidas por trastornos compensados a los que se añade como aderezo una reflexión estimu­lante sobre el sentido de la vida». 10 Un mismo acontecimiento trauma­tizante puede conducir a un secreto, análogo a una especie de cuerpo extraño en el fondo del alma, a una compensación combativa que no reconocerá jamás por qué se lucha, o a una reflexión enriquecedora so­bre el sentido de la vida.

Ya no es posible pretender que un trauma provoque un efecto pre­decible. Es mejor estar dispuesto a pensar que un acontecimiento bru­tal trastorna y desvía el devenir de una personalidad. La narración de semejante acontecimiento, piedra angular de su identidad, conocerá destinos diferentes en función de los circuitos afectivos, los circuitos relacionados con la historia de quienes intervienen en el acontecimien­to, y los circuitos institucionales que el contexto social disponga en tor­no al herido.

Propongo abordar a la luz de este razonamiento los grandes trau­mas planetarios que hoy en día provocan las guerras, la miseria y las heridas íntimas ocasionadas por las agresiones sexuales y el maltrato.

Durante la guerra ruso-japonesa de 1904, Honigmann habló por primera vez de «neurosis de guerra» en los oficiales rusos. Más tarde, los militares británicos describieron la llamada «sacudida de los obu­ses», un principio invocado para explicar mecánicamente los trastor­nos psicológicos, que, según la hipótesis, se deberían «al aire desplaza­do por la bala de cañón», el cual provocaba una especie de «conmoción cerebral» y generaba manifestaciones histéricas. 11 Todas las teorías ex­plicativas de principios de siglo se dan cita en este razonamiento en el que una fuerza mecánica invisible sacude el cerebro que, alterado, pro­duce síntomas pseudomédicos. Los trastornos constatados se «explica­ban» mediante los discursos que estaban de moda y en los que se ha­llaban inmersos tanto los enfermos como los médicos.

La emoción traumática es una conmoción orgánica provocada por la idea que se tiene del agresor

De hecho, Anna Freud y Dorothy Burlinghan fueron las primeras que intentaron comprender las consecuencias psicológicas que pade­cían los niños londinenses sometidos a los bombardeos. Asociaron la observación directa de los trastornos a una prolongada asunción psico­lógica.

Hoy, esta patología afecta a cientos de millares de niños, víctimas de los bombardeos de los kibutz israelíes antes de la Guerra de los Seis Días, a los desterrados por las deportaciones ideológicas de Pol Pot y de los jemeres rojos, a los desgarrados por la guerra en la parte me­ridional del Líbano, a los que padecieron las explosiones que han sa­cudido África, a los sometidos a las agresiones crónicas que sufren los palestinos, a los irlandeses, a los perjudicados por la violencia colom­biana, a los damnificados por las incesantes represalias que se produ­cen en Argelia, y a los afligidos por otras mil violencias de Estado.

¡Las personas más afectadas por esta inmensa violencia política son los niños! ¡Varios millones de huérfanos, dos millones de muertos, cin­co millones de minusválidos, diez millones de traumatizados, doscien­tos o trescientos millones de niños que aprenden que la violencia es una de las formas de las relaciones humanas!

El estallido de las fuerzas políticas y técnicas se convierte en una forma legítima de resolución de los problemas humanos. Cuando el otro se niega a ceder a los deseos o a las ideas de los poderosos de tur­no, la violencia es legal y todo el mundo obedece.

Hoy en día, las consecuencias psíquicas de estas inmensas agresio­nes se hallan bien descritas: los trastornos debidos al estrés postrau­mático12 constituyen una forma de ansiedad que se incrusta en la per­sonalidad como consecuencia del impacto de la agresión. El agente estresante obliga a tener que codearse con la muerte y, por efecto del espanto, se impregna tan poderosamente en la memoria del niño que toda su personalidad se desarrolla en torno a esta aterradora referen­cia. La reviviscencia organiza la continuación del desarrollo cuando el recuerdo y el sueño hacen que el psiquismo reviva la memoria del tormento. El niño, para sufrir menos, debe descubrir estrategias de adaptación que pertenezcan al tipo de evitación: puede aletargarse con el fin de no pensar, esforzarse por sentir desapego, tratar de evitar

las personas, los lugares, las actividades e incluso las palabras que evocan el horror pasado, aún vivo en su memoria. Y como nunca ha podido expresar tanta negrura, porque era demasiado duro y porque le hacían callar, nunca ha aprendido a dominar esta emoción, a darle una forma humana, una forma que pudiera ser compartida en socie­dad. Entonces, sometido a un afecto ingobernable, alterna el embota­miento con las explosiones de cólera, la amabilidad anormal con una repentina agresividad, la indiferencia aparente con una hipersensibi­lidad extrema.

Sin embargo, dado que no se puede decir que un trauma produzca efectos predecibles, es importante analizar la variables de dichos efec­tos. 13

La primera variable que salta a la vista es que somos asombrosa­mente indulgentes con las agresiones de la Naturaleza. A menudo per­donamos lo que nos hacen las catástrofes naturales, tal como las inun­daciones, los incendios, los terremotos y las erupciones volcánicas. Construimos hospitales en Napóles, sobre las laderas del Vesubio, re­construimos ciudades cerca del Monte Pelado en la Martinica, allí don­de sabemos que volverán a ser destruidas. Tratamos de seducir al agre­sor y de canalizar su furia por medio de ofrendas o erigiendo diques y elevadas paredes. Le perdonamos porque nos seduce. Experimenta­mos tanta belleza ante un cielo teñido con los colores de un incendio, tanta fascinación ante el empuje de un torrente que arranca las casas, tanta admiración ante un volcán que arroja su lava, que deseamos, pe­se a todo, codearnos con el agresor. La multitud bloquea las carreteras ante un incendio, se aglutina a lo largo de las riberas inundadas, y es­cala en procesiones familiares las laderas de un peligroso volcán.

En cambio, cuando se trata de relaciones humanas, el agresor pierde su poder de seducción. Nos reunimos para contemplar el incendio que nos transmite euforia, pero si asistiéramos a una escena de tortura, a una escena en la que un grupo de hombres humillara a otro, nos identi­ficaríamos hasta tal punto con uno de los dos que la indignación haría que nos sublevásemos. Ayudaríamos con todas nuestras fuerzas a los verdugos con el fin de perseguir a los torturados, que no cosechan sino lo que merecen, que se han comido nuestro pan, que han insultado nuestras creencias o comprado nuestras casas, cosa que merece algo más que la muerte. O, por el contrario, nos apresuraríamos a socorrer a los torturados cuyo mundo, valores y afecto compartimos.

Nuestra fascinación por las catástrofes naturales (que nunca llama­mos «horrores naturales») explica que el perdón que tan fácilmente concedemos a un volcán contraste hasta tal punto con los efectos de­vastadores y prolongados del horror de los suplicios humanos. 14

Lo que otorga al golpe su poder para provocar traumas es el estilo de desarrollo de la persona herida

La edad también es una variable importante para evaluar el efecto traumatizante de una agresión. El significado que atribuye un niño a un acontecimiento depende del grado de construcción de su aparato psíquico. Un niño de pecho sufre a través del sufrimiento de su madre puesto que habita el mundo sensorial que ella construye, pero no sufre las causas de su sufrimiento. Por el contrario, un adolescente, en el mo­mento en que tiene intención de socializarse, puede resultar conmocio­nado por aquello que causa la depresión de su madre, abatida porque su marido ha quedado en paro.

Sólo podemos relacionarnos con los objetos a los que nuestro desa­rrollo y nuestra historia nos han vuelto sensibles, pues les atribuimos un significado particular.

En la edad preescolar (entre los dos y los cinco años), el trauma se materializa sobre todo en aquellas cuestiones relacionadas con una separación o una pérdida afectiva. 15 El niño herido reacciona con com­portamientos de apego ansioso. Se apega al objeto que tiene miedo de perder y ya no puede separarse de él. Por el contrario, el vínculo de tipo protector le da tal sentimiento de confianza que se atreve a sepa­rarse de esos objetos y partir a explorar otro mundo diferente al de su madre. En este estadio, los efectos del trauma se manifiestan mediante comportamientos regresivos, enuresis, encopresis, pérdida de los aprendizajes, terrores nocturnos, miedo a las novedades. Antes del pe­ríodo comprendido entre los seis y los ocho años, los niños se represen­tan la muerte como una separación, pues todo alejamiento se convierte para ellos en un análogo de la muerte, en una pérdida irreemplazable, una ruina de su mundo.

En la edad escolar, la personalización del niño es más avanzada. Comprende mejor la depresión de sus padres y la causa de su desgra­cia. Ahora bien, el arma principal para afrontar la adversidad es la fan

tasía. El aspecto repetitivo de las reproducciones artísticas constituye un entrenamiento, una especie de aprendizaje que permite integrar el trauma, digerir la desgracia y volverla familiar e incluso agradable una vez que se ha logrado metamorfosear. La reproducción del aconteci­miento que, antes de la fantasía no era más que un horror que no podía representarse, se convierte en hermosa, útil e interesante. ¡Atención! ¡No es la desgracia la que se vuelve agradable! ¡Al contrario! Es la re­presentación de la desgracia la que demuestra el dominio del trauma y su distanciamiento en tanto que obra socialmente estimulante. Al di­bujar el horror que me ocurrió, 16 al escribir la tragedia que debí sufrir, 17 al hacer que otros la representen en los teatros de la ciudad, 18 transfor­mo un sufrimiento en un hermoso acontecimiento, en algo útil para la sociedad. He metamorfoseado el horror, y, en adelante, lo que me habi­ta ya no es la negrura, sino su representación social, una representa­ción que he sabido hacer hermosa para que los demás la acepten y ob­tengan con ella alguna felicidad. Enseño cómo evitar la desgracia. La transformación de mi terrible experiencia podrá permitir que otros al­cancen el éxito. Ya no soy el pobre niño que gime, me convierto en alguien a través del cual llega la felicidad.

La fantasía constituye el recurso interno más preciado de la resilien­cia. Basta con disponer en torno al niño herido unos cuantos papeles, unos lápices, una tribuna, unas orejas y manos para aplaudir, y vere­mos operar la alquimia de la fantasía. Anny Duperey da fe de la resi­liencia de una chica mayorcita cuyo vínculo afectivo era de tipo protec­tor antes de la muerte de sus padres: «[... ] la herida que me han dejado en el lugar en que antes se hallaba su amor». 19 Un vínculo de evitación habría producido obras frías, técnicas, obras cuya forma habría seduci­do a otros espectadores. He conocido a niños obsesivos asombrosa­mente liberados por la presión que imponía la consigna teatral que usaba el realizador para codificar cada gesto, cada palabra y cada pos­tura. Estos niños no se atrevían a hacer una elección en su vida cotidia­na, pero, extrañamente, sobre el escenario de un teatro parecían espon­táneos porque todo estaba dirigido, y eso les hacía felices, ¡eso les daba un sentimiento de libertad!

Incluso los vínculos confusos, al expresar el desorden doloroso de su mundo interno, conseguirán conmover a ciertos adultos.

Lo más asombroso de estos artistas infantiles, es que el hecho de ha­berse codeado con la muerte modifica su representación del tiempo y

les da un sentimiento de urgencia creadora. «Dios mío, permíteme vi­vir hasta los diez años, tengo tantas cosas que ver», rogaba cada noche un niño agnóstico de ocho años, que no conocía la religión de sus pa­dres, puesto que había vivido, sin familia, en campos de refugiados desde la edad de cuatro años.

«Es hoy cuando hay que crear», dicen estos niños que, en condicio­nes materiales indescriptibles, escriben sus «memorias» en la parte no impresa de un periódico sucio, o que escalan montañas de basura a las cinco de la madrugada, sólo para tener el placer de contemplar los co­lores del sol naciente. En Les Quatre Cents Coups [Los cuatrocientos gol­pes] de Francois Truffaut, el niño héroe, Antoine Doinel, se fuga de una institución y corre durante varios días, simplemente para ver el mar. Esta urgencia creadora explica el arrojo anormal de estos niños y su in­tensa necesidad de belleza. Es en el presente donde hay que vivir, es ahora cuando hay que maravillarse, con rapidez, antes de que llegue la muerte, tan próxima.

Hoy en día, los grupos que menos ayudan a sus hijos a poner en marcha sus defensas creadoras son los grupos de refugiados. Los ado­lescentes camboyanos expulsados por Pol Pot y que fueron a parar a los campos de Tailandia han generado muy pocos resilientes (50%). En otros campos, por el contrario, el 90% de los niños superaron los tras­tornos. Sólo un 10% de los afganos, un 20% de los kurdos y un 27% de los libaneses padecieron alteraciones. 20 El porcentaje de síndromes pa­tológicos varía entre el 10% y el 50%. Estas grandes diferencias de res­puestas se explican por la gran variabilidad de las historias y de los medios que acogen a estos niños. Los armenios, ya se refugiaran en un entorno cristiano o en un entorno musulmán, no padecieron este tipo de trastornos. Los padres que sobrevivían a las masacres se callaban como todos los heridos, lo que trastornaba a los niños, pero consiguie­ron organizar un entorno provisto de sentido. La religión y sus rituales constituyeron sin duda el factor de cohesión del grupo, pero los padres que deseaban integrarse y no volver al país de los asesinos transmitie­ron a los niños el gusto por la escuela y por la creatividad. Durante mu­cho tiempo, estas dos palabras, escuela y creatividad, constituyeron los principales factores de integración, y cuando un niño puede alcanzar un desarrollo pleno en su entorno, los procesos de resiliencia se llevan a cabo sin dificultad. Por el contrario, los grupos de refugiados cambo­yanos en Tailandia, desarraigados y separados de su medio, ni siquiera

tenían la posibilidad de inventar una neocultura. Socorridos por la ayuda internacional, sólo disponían para sobrevivir de unos cuantos procesos arcaicos de socialización: el del jefe de grupo al que refuerzan sus lugartenientes de rapiña. 21
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