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Cuando uno está muerto y surge el oculto tiempo de los recuerdos Genet tiene siete años. La seguridad social lo ha entregado en custodia a dos campesinos de la región de Morvan: «Yo morí siendo un niño. Llevo en mí el vértigo de lo irremediable... El vértigo del antes y el después, de la alegría y la recaída, de una vida que apuesta a una sola carta... ». 3 Un simple acontecimiento puede provocar la muerte, basta con muy poco. Pero cuando se regresa a la vida, cuando se nace una segunda vez y surge el oculto tiempo del recordar, entonces el instante fatal se vuelve sagrado. La muerte jamás es una muerte ordinaria. Abandonamos lo profano cuando nos codeamos con los dioses, y al regresar con los vivos, la historia se transforma en mito. Primero morimos: «Terminé por admitir que me había muerto a la edad de nueve años... Y el hecho de aceptar la contemplación de mi asesinato equivalía a convertirme en un cadáver». 4 Después, «cuando para mi completo asombro, la vida comenzó a alentar de nuevo en mí, me quedé muy intrigada por el divorcio entre la melancolía de mis libros y mi capacidad para la dicha». 5 La salida que nos permite revivir, ¿sería entonces un paso, una lenta metamorfosis, un prolongado cambio de identidad? Cuando uno ha estado muerto y ve que la vida regresa, deja de saber quién es. Es preciso descubrirse y ponerse a prueba para probarse que uno tiene derecho a la vida. Cuando los niños se apagan porque ya no tienen a nadie a quien querer, cuando un significativo azar les permite encontrar a una persona -basta con una- capaz de hacer que la vida regrese a ellos, no saben ya cómo dejar que su alma se reconforte. Entonces se manifiestan unos comportamientos sorprendentes: corren riesgos exagerados, inventan escenarios para sus ordalías, como si deseasen que la vida les juzgase y lograr de este modo su perdón. Un día, el niño Michel consiguió escapar del sótano al que le arrojaba su padre tras darle una paliza. Al salir al exterior, le extrañó no sentir nada. Se daba perfecta cuenta de que el buen tiempo hacía que la gente sonriese, pero en lugar de compartir su dicha, se sentía extrañado por su propia indiferencia. Una vendedora de frutas fue la encargada de reconfortar al niño. Le ofreció una manzana y, sin que llegase siquiera a pedírselo, le permitió jugar con su perro. El animal se mostró de acuerdo y Michel, en cuclillas bajo las cajas de frutas, inició una afectuosa riña. Tras unos cuantos minutos de gran deleite, el muchacho sintió una mezcla de felicidad y crispación ansiosa. Los coches corrían por la calzada. El niño decidió rozarlos como roza el torero los cuernos del toro. La frutera le lanzó mil denuestos y le quiso corregir llenándole la cabeza con unas explicaciones tan racionales que en nada se correspondían con lo que sentía el niño. «Conseguí superarlo», dicen con asombro las personas que han conocido la resiliencia* cuando, tras una herida, logran aprender a vivir de nuevo. Sin embargo, este paso de la oscuridad a la luz, esta evasión del sótano o este abandono de la tumba, son cuestiones que exigen aprender a vivir de nuevo una vida distinta. El hecho de abandonar los campos no significó la libertad. 6 Cuando se aleja la muerte, la vida no regresa. Hay que ir a buscarla, aprender a caminar de nuevo, aprender a respirar, a vivir en sociedad. Uno de los primeros signos de la recuperación de la dignidad fue el hecho de compartir la comida. Había tan poca en los campos que los supervivientes devoraban a escondidas todo lo que podían encontrar. Cuando los guardianes de la mazmorra huyeron, los muertos en vida dieron unos cuantos pasos en el exterior, algunos tuvieron que deslizarse bajo las alambradas porque no se atrevían a salir por la puerta y después, una vez constatada la libertad por haber palpado el exterior, volvieron al campo y compartieron unos cuantos mendrugos para demostrarse a sí mismos que se disponían a recuperar su condición de hombres. El fin de los malos tratos no representa el fin del problema. Encontrar una familia de acogida cuando se ha perdido la propia no es más que el comienzo del asunto: «Y ahora, ¿qué voy a hacer con esto?». El hecho de que el patito feo encuentre a una familia de cisnes no lo soluciona todo. La herida ha quedado escrita en su historia personal, grabada en su memoria, como si el patito feo pensase: «Hay que golpear dos veces para conseguir un trauma». 7 El primer golpe, el primero que se encaja en la vida real, provoca el dolor de la herida o el desgarro de la carencia. Y el segundo, sufrido esta vez en la representación de lo real, da paso al sufrimiento de haberse visto humillado, abandonado. «Y ahora, ¿qué voy a hacer con esto? ¿Lamentarme cada día, tratar de vengarme o aprender a vivir otra vida, la vida de los cisnes?» * El autor centra este trabajo en la versión psicológica del concepto de «resiliencia», palabra que el Espasa menciona como voz que usa la mecánica para indi| car la «Propiedad de la materia que se opone a la rotura por el choque o percusión», y que el Larousse define como «índice de resistencia al choque de un material». En este ensayo, resiliencia equivale a «resistencia al sufrimiento», y señala tanto la capacidad de resistir las magulladuras de la herida psicológica como el impulso de reparación psíquica que nace de esa resistencia. (N. d. t. ) Para curar el primer golpe, es preciso que mi cuerpo y mi memoria consigan realizar un lento trabajo de cicatrización. Y para atenuar el sufrimiento que produce el segundo golpe, hay que cambiar la idea que uno se hace de lo que le ha ocurrido, es necesario que logre reformar la representación de mi desgracia y su puesta en escena ante los ojos de los demás. El relato de mi angustia llegará al corazón de los demás, el retablo que refleja mi tempestad les herirá, y la fiebre de mi compromiso social les obligará a descubrir otro modo de ser humano. A la cicatrización de la herida real se añadirá la metamorfosis de la representación de la herida. Pero lo que va a costarle mucho tiempo comprender al patito feo es el hecho de que la cicatriz nunca sea segura. Es una brecha en el desarrollo de su personalidad, un punto débil que siempre puede reabrirse con los golpes que la fortuna decida propinar. Esta grieta obliga al patito feo a trabajar incesantemente en su interminable metamorfosis. Sólo entonces podrá llevar una existencia de cisne, bella y sin embargo frágil, pues jamás podrá olvidar su pasado de patito feo. No obstante, una vez convertido en cisne, podrá pensar en ese pasado de un modo que le resulte soportable. Esto significa que la resiliencia, el hecho de superar el trauma y volverse bello pese a todo, no tiene nada que ver con la invulnerabilidad ni con el éxito social. La mórbida amabilidad del pequeño pelirrojo Me habían pedido que examinase a un chico de 15 años cuyos comportamientos parecían sorprendentes. Vi llegar a un pequeño pelirrojo de piel blanca, vestido con un pesado abrigo azul con cuello aterciopelado. En pleno junio, en Toulon, resulta una prenda sorprendente. El joven evitaba mirarme directamente a los ojos y hablaba tan quedamente que me fue difícil oír si su discurso era coherente. Se había evocado la esquizofrenia. Al hilo de las charlas, descubrí a un muchacho de carácter muy suave y a la vez muy fuerte. Vivía en la parte baja de la ciudad, en una casa con dos habitaciones situadas en pisos distintos. En la primera, su abuela se moría lentamente, víctima de un cáncer. En la segunda, su padre alcohólico vivía con un perro. El pequeño pelirrojo se levantaba muy temprano, limpiaba la casa, preparaba la comida del mediodía y se marchaba después al colegio, lugar en el que era un buen alumno, aunque muy solitario. El abrigo, cogido del armario del padre, permitía ocultar la ausencia de camisa. Por la tarde, hacía la compra, sin olvidar el vino, fregaba las dos habitaciones, en las que el padre y el perro habían causado no pocos estragos, comprobaba los medicamentos, daba de comer a su pequeña tropa y, ya de noche, al regresar la calma, se permitía un instante de felicidad: se ponía a estudiar. Un día, un compañero de clase se presentó ante el pelirrojo para hablarle de una emisión cultural, emitida por France-Culture. Un profesor que enseñaba una exótica lengua les invitó a una cafetería para charlar del asunto. El jovencito pelirrojo volvió a casa, a sus dos cochambrosas habitaciones, atónito, pasmado de felicidad. Era la primera vez en su vida que alguien le hablaba amistosamente y que le invitaban a tomar algo en un café, así sin más, para charlar sobre un problema anodino, interesante, abstracto, completamente distinto de las incesantes pruebas que saturaban su vida cotidiana. Esta conversación, aburrida para un joven inserto en un entorno normal, había adquirido para el muchacho pelirrojo la importancia de un deslumbramiento: había descubierto que era posible vivir con amistad y rodeado por la belleza de las reflexiones abstractas. Aquella hora vivida en un café actuaba en el como una revelación, como un instante sagrado capaz de hacer surgir en la historia personal un antes y un después. Y el sentimiento era tanto más agudo cuanto que el hecho de disfrutar de una relación intelectual no sólo había representado para él la ocasión de compartir unos minutos de amistad, así, de vez en cuando, sino que había su puesto, sobre todo, una posibilidad de escapar al constante horror que le rodeaba. Pocas semanas antes de los exámenes finales de bachillerato, el chico pelirrojo me dijo: «Si tengo la desgracia de aprobar, no podré aban donar a mi padre, a mi abuela y a mi perro». Entonces, el destino hizo gala de una ironía cruel: el perro se escapó, el padre le siguió támbaleándose, fue atropellado por un coche, y la abuela moribunda se apago definitivamente en el hospital. Liberado in extremis de sus ataduras familiares, el joven pelirrojo hoy en día un brillante estudiante de lenguas orientales. Pero cabe imaginar que si el perro no se hubiese escapado, el muchacho habría aprobado el bachillerato a su pesar y, no atreviéndose a abandonar a su miserable familia, habría elegido un oficio cualquiera para quedarse junto a ellos. Nunca se habría convertido en un universitario viajero. pero es probable que hubiese conservado unos cuantos islotes de felicidad triste, una forma de resiliencia. Este testimonio me permite presentar este libro articulándolo en torno a dos ideas. En primer lugar, la adquisición de recursos internos hizo posible que se moldeara el temperamento suave y no obstante duro frente al dolor del muchachito pelirrojo. Quizá el medio afectivo en el que se había visto inmerso durante sus primeros años, antes incluso de la aparición de la palabra, había impregnado su memoria biológica no consciente con un modo de reacción, un temperamento y un estilo de comportamiento que, en el transcurso de la prueba de su adolescencia, habría podido explicar su aparente extrañeza y su suave determinación. Más tarde, cuando el chico pelirrojo aprendió a hablar, se constituyeron en su mundo íntimo algunos mecanismos de defensa, mecanismos que aparecieron en forma de operaciones mentales capaces de permitir la disminución del malestar provocado por una situación dolorosa. Una defensa de este tipo puede luchar contra una pulsión interna o una representación, como sucede cuando experimentamos vergüenza por sentir ganas de hacer daño a alguien o cuando nos vemos torturados por un recuerdo que se impone en nosotros y que llevamos a donde quiera que vayamos. 8 Podemos huir de una agresión externa, filtrarla o detenerla, pero en aquellos casos en que el medio se halla estructurado por un discurso o por una institución que hacen que la agresión sea permanente, nos vemos obligados a recurrir a los mecanismos de defensa, es decir, a la negación, al secreto o a la angustia agresiva. Es el sujeto sano el que expresa un malestar cuyo origen se encuentra a su alrededor, en una familia o en una sociedad enferma. La mejoría del sujeto que sufre, la reanudación de su evolución psíquica, su resiliencia, esa capacidad para soportar el golpe y restablecer un desarrollo en unas circunstancias adversas, debe procurarse, en tal caso, mediante el cuidado del entorno, la actuación sobre la familia, el combate contra los prejuicios o el zarandeo de las rutinas culturales, esas creencias insidiosas por las que, sin darnos cuenta, justificamos nuestras interpretaciones y motivamos nuestras reacciones. De este modo, todo estudio de la resiliencia debería trabajar tres planos principales: 1. La adquisición de recursos internos que se impregnan en el temperamento, desde los primeros años, en el transcurso de las interaccio nes precoces preverbales, explicará la forma de reaccionar ante las agresiones de la existencia, ya que pone en marcha una serie de guías de desarrollo más o menos sólidas.
Este conjunto constituido por un temperamento personal, una significación cultural y un sostén social, explica la asombrosa diversidad de los traumas. La creatividad de los descarriados Cuando el temperamento está bien estructurado gracias a la vinculación segura a un hogar paterno apacible, el niño, caso de verse sometido a una situación de prueba, se habrá vuelto capaz de movilizarse en busca de un sustituto eficaz. El día en que los discursos culturales dejen de seguir considerando a las víctimas como a cómplices del agresor o como a reos del destino, el sentimiento de haber sido magullado se volverá más leve. Cuando los profesionales se vuelvan menos incrédulos, menos guasones o menos proclives a la moralización, los heridos emprenderán sus procesos de reparación con una rapidez mucho mayor a la que se observa en la actualidad. Y cuando las personas encargadas de tomar las decisiones sociales acepten simplemente disponer en torno a los descarriados unos cuantos lugares de creación, de palabras y de aprendizajes sociales, nos sorprenderá observar cómo un gran número de heridos conseguirá metamorfosear sus sufrimientos y realizar, pese a todo, una obra humana. Pero si el temperamento ha sido desorganizado por un hogar en el que los padres son desdichados, si la cultura hace callar a las víctimas y les añade una agresión más, y si la sociedad abandona a las criaturas que considera que se han echado a perder, entonces los que han recibi do un trauma conocerán un destino carente de esperanza. Esta forma de analizar el problema permite comprender mejor la frase de Tom: «Hay familias en las que se sufre más que en un campo de exterminio». Dado que hay que golpear dos veces para que se produzca un trauma, no logramos comprender que el sufrimiento no tiene la misma naturaleza. En los campos de concentración, lo que torturaba era lo real: el frío, el hambre, los golpes, la muerte visible, inminente, fútil. El enemigo estaba allí, localizado, exterior. Se podía retrasar la muerte, desviar el golpe, atenuar el sufrimiento. Y la ausencia de representación, el vacío de sentido, el absurdo de lo real hacía que la tortura fuese aún más fuerte. Cuando el joven Marcel, con diez años, regresó de los campos de concentración, nadie le hizo la menor pregunta. Fue amablemente recibido por una familia de acogida en la que permaneció sin decir palabra durante varios meses. No le preguntaban nada, pero le reprochaban que se callase. Entonces decidió contar su historia. Se detuvo muy pronto, al ver en el rostro de sus padres adoptivos los gestos de disgusto que provocaba su historia. Tales horrores existían, y el niño que hablaba de ellos los hacía revivir en sus mentes. Todos podemos reaccionar de ese modo: vemos un niño, nos parece gracioso, habla bien, hablamos alegremente con él, y de pronto nos espeta: «¿Sabes?, nací de una violación, por eso mi abuela me ha detestado siempre». ¿Cómo podríamos mantener la sonrisa? Nuestra actitud cambia, nuestra mímica se apaga, arrancamos a duras penas unas cuantas palabras inútiles para luchar contra el silencio. Eso es todo. El encanto se ha roto. Y cuando volvamos a ver al niño, lo primero que nos vendrá a la mente serán sus orígenes violentos. Quizá le adjudiquemos un estigma, sin querer. El simple hecho de verle evocará la representación de una violación y el sentimiento que esa visión provoque hará nacer en nosotros una emoción que no lograremos entender. Inmediatamente después de su relato, Marcel constató que su familia de acogida no le miraba ya con los mismos ojos. Le evitaban, le hablaban con frases cortas, le mantenían a distancia. Ese fue el sitio en el que tuvo que vivir durante los más de diez años que siguieron, inmerso en una relación sombría y asqueada. El campo de concentración había durado un año, y el miedo y el odio le habían permitido no establecer lazo alguno con sus verdugos. Esos hombres constituían una categoría clara, fascinante como un peligro al que no se pueden quitar los ojos de encima pero del que es un alivio apartarse. Sólo más tarde descubre uno que incluso cuando por fin nos liberamos de nuestros agresores, nos los llevamos a todos en la memoria. Poco a poco, su familia de acogida se fue volviendo agresiva, o más bien despreciativa. Marcel lo lamentaba y se sentía culpable, no habría debido hablar, era él quien había provocado esta situación. Entonces, para hacerse perdonar, se volvió amable en exceso. Y cuanto más amable era él, más le despreciaban: «Saco de grasa», le decía la abuela al niño esquelético, y le abrumaba con tareas inútiles. Un día en que el niño se lavaba desnudo en la cocina, quiso verificar si, con once años, un chico podía tener una erección. La provocó a conciencia y después se fue, dejando a Marcel alelado. Unos días más tarde, fue el padre el que intentó hacerlo. En esta ocasión Marcel se atrevió a rebelarse y rechazó al hombre. En semejante entorno tuvo que vivir el niño en lo sucesivo Oía a los vecinos cantar alabanzas hacia la familia que le acogía, que «no tenía obligación de hacer todo eso» y que cuidaba mucho al niño: «Lo que ellos han hecho por ti no lo habrían hecho nunca tus verdaderos padres». Marcel se volvía taciturno y lento, él que había sido tan charlatán y vivaracho. ¿A quién podía contarle todo aquello? ¿Quién podría salvarle? La asistenta social era recibida con cortesía. Se quedaba en el descansillo, hacía dos o tres preguntas y se iba pidiendo excusas por las molestias. Marcel dormía sobre un lecho de campaña, debajo de la mesa de la cocina y trabajaba mucho. Ahora le pegaban todos los días, y le insultaban a cada paso, pero lo que más le hacía sufrieran las observaciones humillantes: «Estúpido... Cara de burro... » eran los apelativos con los que sustituían su nombre. En realidad, se trataba de un extraño sufrimiento, o más bien de un abatimiento doloroso: «Eh, estúpido, ve a limpiar el cuarto de baño... Eh, cara de burro, ¿aún no has terminado?». Para no sufrir demasiado y seguir siendo amable con esas personas que tanto hacían por él, era preciso aplicarse y consegir volverse indiferente. Aproximadamente por la misma época, Marcel volvió a pensar en el campo de concentración que creía haber olvidado. Curiosamente, el recuerdo se había reorganizado. Se acordaba del frío, pero ya no lo sen tía. Sabía que había tenido un hambre horrorosa, pero su memoria no evocaba ya la enorme tenaza helada del hambre. Comprendía que había escapado a la muerte, pero ya no tenía miedo y hasta le divertía haberla esquivado. Cada vez que le humillaban con un empujón despreciativo o con un mote envilecedor, cada vez que sentía que su cuerpo se volvía pesado a causa de la tristeza y que sus párpados se hinchaban con lágrimas internas, evocaba el campo. Entonces, experimentaba una sensación de extraña libertad al pensar en los horrores que había tenido la fuerza de superar y en las hazañas físicas que su cuerpo había sido capaz de realizar. El campo que, en la realidad, le había hecho sufrir tanto, se volvía soportable en su memoria, y le permitía incluso luchar contra el envilecedor sentimiento de desesperación que le provocaba en el presente el insidioso maltrato. No se sufre más en determinadas familias que en los campos de la muerte, pero cuando se sufre en ellas, el trabajo de la memoria utiliza el pasado para impregnar el imaginario y hacer que lo real actual se vuelva soportable. La representación del pasado es una producción del presente. Lo que no quiere decir que los hechos de la memoria sean falsos. Son ciertos del mismo modo que son ciertos los cuadros realistas. El pintor, sensibilizado en relación a determinados puntos de lo real, los reproduce sobre el lienzo y los realza. Su representación de lo real habla de una interpretación en la que todo es cierto y sin embargo ha sido reorganizado. |