Hay que aprender a observar para evitar la venenosa belleza de




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La triste historia del espermatozoide de Layo y el óvulo de Yocasta

¡Por supuesto que existen determinantes genéticos! Cuando el es­permatozoide de Layo penetró en el óvulo de Yocasta, era imposible que se produjera un resultado cualquiera. Sólo podía nacer un ser hu­mano. Desde el principio, existe una limitación de nuestro potencial: un niño sólo puede convertirse en un ser humano. Edipo jamás hubie­ra podido convertirse en una mosca drosófila o en un macho de aga­chadiza. Sin embargo, pese a estar condenado a ser un ser humano, habría podido suceder que nunca lo abandonaran, que nunca hubiese llegado a casarse con Yocasta, que jamás hubiese ido a consultar al oráculo de Tebas, y que, por consiguiente, jamás se hubiese vaciado los ojos. En cada uno de los encuentros de su existencia trágica, existía la opción de otro destino. Sólo los mitos confeccionan relatos determi­nistas. En el mundo real, cada encuentro constituye una bifurcación posible.

La expresión «programa genético» que escuchamos a cada paso no es ideológicamente neutra. Esta metáfora informática, propuesta de forma un tanto apresurada por un gran biólogo, Ernst Mayr, 10 ya no se corresponde con los datos actuales. Esta metáfora abusiva está siendo discretamente sustituida por la de «alfabeto genómico», menos equí­voca, pero que sigue sin autorizarnos a pensar que pueda comprender­se la Biblia mediante el simple expediente de realizar un censo de las letras que la componen. 11 De hecho, la increíble aventura de la clona­ción nos enseña que una misma tira de ADN12 puede permanecer mu­da, o expresarse de modo distinto en función del medio celular en el que se la ubique.

Sin la menor duda, existen determinantes genéticos, dado que en la actualidad hay descritas 7. 000 enfermedades genéticas. Pero esos ge­nes responsables de algunas enfermedades no «se expresan» más que en el caso de que los errores hereditarios impidan el desarrollo de una evolución armoniosa. Los determinantes genéticos existen, pero eso no quiere decir que el hombre se encuentre genéticamente determinado.

En la fenilcetonuria, dos padres sanos pueden transmitir un gen portador de una incapacidad para degradar la fenilalanina. Cuando el niño recibe los dos genes, padece un retraso en el desarrollo porque su cerebro alterado no consigue extraer las informaciones de su medio. El

tratamiento ideal consistiría en sustituir el gen defectuoso y restablecer así el metabolismo. 13 Mientras llega ese tratamiento, Robert Guthrie ha propuesto seguir una dieta exenta de fenilalanina. De este modo, el ce­rebro del niño recupera rápidamente la lucidez y, en unos cuantos años, su cuerpo se dota de una serie de metabolismos de compensa­ción que le permiten degradar la fenilalanina. El niño reanuda en ese momento un desarrollo normal.

Este ejemplo desacredita el estereotipo siguiente: «Si es algo innato, no hay nada que hacer. Pero si la alteración es de origen cultural, pode­mos combatirla». Una alteración metabólica es con frecuencia más fácil de corregir que un prejuicio.

Entre los miles de enfermedades hereditarias que concuerdan con este esquema, el síndrome de Lesch-Nyhan nos proporciona un ejem­plo típico: los genes son incapaces de codificar la síntesis de una enzi­ma que degrada el ácido úrico. Los niños que padecen esta enferme dad son de pequeña estatura, vivos de carácter, y sus músculos sufren espasmos con la menor emoción. Su retraso mental es evidente. Sin embargo, lo que les caracteriza es su propensión a las reacciones vio lentas, contra otras personas y contra sí mismos. El único caso que me ha tocado ver agredía a todas las personas que se le acercaban, y se ha­bía mutilado el labio inferior cuando, algún tiempo atrás, lo inmovili­zaron.

La trisomía del par 21 («mongolismo») descrita por Down en 1866, año en que se publicaron los «guisantes» de Mendel, ha de atribuirse a la presencia de un cromosoma supernumerario con sus miles de genes. En el instante en que se acoplan los cromosomas maternos y paternos, hay un cromosoma extra que permanece adherido al par 21. Esta mo­dificación del código conlleva un desarrollo particular. La morfología es típica: cráneo redondo, cuello corto, lengua gruesa, presencia del epicanto (pliegue del párpado superior, en el ángulo interno del ojo, rasgo que normalmente se observa entre los asiáticos) y ausencia de uno de los pliegues de la palma de la mano. *

En las ratas, se ha señalado una trisomía que provoca alteraciones análogas. Y en el mono, cuando la madre es de edad avanzada, no es

* Esta ausencia se debe a la fusión de los pliegues distal y proximal de la palma de la mano, lo que forma un único surco denominado palmar transverso

(N. d. t. )

raro que se produzcan trisomías. 14 Sin embargo, lo sorprendente es que la consecuencia que tienen para la vida de relación estas anomalías ge­néticas es totalmente diferente. Los animales no pertenecientes al or­den de los primates que manifiestan un síndrome de Lesch-Nyhan son tan violentos que su esperanza de vida es breve. Se hieren a sí mismos o encuentran la muerte en una pelea porque su propia violencia provo­ca las respuestas violentas del grupo. Por el contrario, en las trisomías que afectan a los monos superiores, el escenario de interacción es total­mente diferente. La cabeza redonda de los pequeños, su gruesa panza, sus gestos suaves y torpes y el retraso de su desarrollo desencadenan en los adultos un comportamiento maternal. La madre acepta una muy larga y fatigosa dependencia respecto del animal trisómico. Otras hembras acuden en su ayuda, e «incluso aquellos monos que no tienen lazos de parentesco familiar acicalan al pequeño dos veces más que a los miembros de su grupo de edad». 15

Incluso en los casos en que la anomalía genética es de gran enverga­dura, un gen ha de obtener una respuesta del entorno. Esta reacción co­mienza ya en el nivel bioquímico, y se continúa en cascada hasta el pla­no de las respuestas culturales.

Gracias a nuestros progresos, hemos evolucionado, pasando de la cultura de la culpa a la cultura del prejuicio

En las culturas de la culpa, toda desgracia, todo sufrimiento adqui­ría el significado de un pecado. Sin embargo, el acto culpable, que con­denaba al afectado a padecer su enfermedad, contenía en sí mismo su propio remedio: una acción contraria, un ritual de expiación, un casti­go autoimpuesto, un sacrificio de redención, el rescate de la culpa me­diante el dinero o la devoción. La narración cultural de la culpa añadía sufrimiento a los sufrimientos, pero producía esperanza debido a la existencia de una redención posible y al significado moral de esa re­dención. La cultura aliviaba lo que ella misma había provocado. Por el contrario, en las culturas en donde los progresos técnicos sólo conce­den la palabra a los distintos expertos, los individuos han dejado de ser la causa de sus sufrimientos y de sus acciones de reparación. ¡El ex­perto es quien debe actuar, y si sufro es por su culpa! Será que no ha hecho bien su trabajo. La cultura del pecado ofrecía una reparación po

sible a través de una expiación dolorosa, mientras que la cultura tecno­lógica exige que sea otro el que proceda a la reparación. Nuestros pro­gresos nos han hecho pasar de la cultura de la culpa a la cultura del prejuicio. 16

La edad de las pestes de la Europa medieval ilustra claramente el modo en que funcionaban las culturas de la culpa. En el transcurso del siglo XII, la aparición de los troveros (trovadores) testimonia un cambio de sensibilidad en las relaciones entre los hombres y las mujeres. Ya no se pone el acento en excluir y explotar a las mujeres, sino en establecer con ellas lazos amorosos. El amor caballeresco, aristocrático y galantea­dor gana el corazón de la mujer tras la celebración de unas justas de ca­rácter físico. Y el amor cortés sugiere una mística de la castidad en vir­tud de la cual, para probar que se la ama, es preciso alejarse de la dama en vez de saltarle encima. 17

En el contexto técnico de esta época, la inteligencia no es un valor cultural. «Es una virtud secundaria, una virtud de dama. » El va­lor prioritario, el que organiza la sociedad y permite superar los sufri­mientos cotidianos, es una «virtud masculina, la de tener bien cons­tituidos los miembros y ser resistente al dolor». 18 Podría pensarse que en un contexto en el que la única energía social es la proporcionada por los músculos de los hombres y las bestias, el valor adaptativo consiste en sobreponerse al dolor físico. La fuerza y la brutalidad valen más que los madrigales. Y sin embargo, por la misma época, la lengua de Oc alumbra la literatura y las canciones que se adueñan de Occidente, tes­timoniando de este modo la aparición de un nuevo mecanismo de de­fensa: poner en bellas palabras nuestros deseos y nuestros pesares.

Por consiguiente, al irrumpir en escena la edad de las pestes, la pri­mera hecatombe del siglo xiv, los mecanismos de defensa se organizan según dos estilos opuestos. El primero consiste en «evocar a los santos protectores, a san Sebastián o a san Roque, patrón de los apestados, [para] entregarse a la penitencia [... ], desfilar en demenciales procesio­nes de flagelantes [... ] y preconizar como único remedio el arrepenti­miento de las faltas que justificaban la cólera divina». 19 Y el segundo se funda en gozar deprisa, antes de que llegue la muerte. Boccaccio cuen­ta que en Ragusa, los grupos de trovadores inspirados «prefieren dar­se a la bebida y a los placeres, recorrer la villa retozando y, con la can­ción en los labios, conceder toda satisfacción a sus pasiones». 20 El movimiento queda definido: hay que expresar los sufrimientos en for

ma de obra de arte, cueste lo que cueste. Y cuando a finales del siglo xvi aparezca la sífilis, Francisco López de Villalobos describirá perfec­tamente la enfermedad cutánea y su contagioso carácter, pero lo hará publicando en Salamanca 76 estrofas de 10 versos con tan inquietante semiología.

Los hombres de la edad de las pestes no poseían los conocimientos suficientes para actuar sobre lo real en la forma que hoy nos permite la medicina actual. Pero la cultura de la culpa les permitía actuar sobre la representación de lo real, gracias a la expiación y a la poesía.

¡Hace 10 o 15 años, algunos grandes nombres de nuestra disciplina afirmaban que los niños jamás tenían depresiones o que era posible reducir sus fracturas o extirparles las amígdalas sin anestesia porque no sufrían! Por el contrario, otros médicos pensaron que era necesario atenuar sus sufrimientos. 21 Sin embargo, la técnica frecuentemente efi­caz de los medicamentos, de las estimulaciones eléctricas y de las in­filtraciones ha dado poder a los expertos del dolor. Y por tanto, hoy en día, cuando una enfermera despega un vendaje provocando dolor, cuando una migraña no desaparece con la suficiente rapidez o cuando un gesto de pequeña cirugía se convierte en noticia de primera plana, el niño y sus padres miran con malos ojos al especialista y le repro­chan que les haya producido dolor. Aún no hace mucho tiempo, cuan­do un niño se lamentaba, se le recriminaba por no estar comportándo­se como un hombre, y él era el avergonzado. Ayer, el dolor probaba la debilidad del herido, hoy en día revela la incompetencia del especia­lista. 22

En sí mismo, el dolor carece de sentido. Es una señal biológica que se transmite al cerebro o que se puede bloquear. Sin embargo, el signi­ficado que adquiere esta señal depende por igual del contexto cultural y de la historia del niño. Al atribuir un sentido al acontecimiento dolo­roso, modificamos lo que se experimenta. Ahora bien, el sentido se compone tanto de significado como de orientación.

Podemos comprender la forma en que el significado que atribuimos a un objeto o a un acontecimiento nos viene dado por el contexto, ob­servando el ejemplo de la pildora anticonceptiva. El bloqueo de la ovu­lación fue descubierto muy pronto, y habría podido comercializarse a partir de 1954. Sin embargo, en aquella época, el simple hecho de afir­mar que era posible bloquear la ovulación de las mujeres porque los investigadores del INRA23 habían tenido éxito al experimentar este

efecto en vacas y ovejas provocaba indignadas reacciones. Incluso «cuerdo a mujeres sublevadas por la noción de las hormonas, que im­plicaban una imagen vergonzosa de los seres humanos.

Hubo que actuar sobre el discurso social y hacerlo evolucionar, con el fin de que, en 1967, se legalizara la pildora. En este nuevo contexto, el control de la fecundidad adquirió el significado de una revolución de las mujeres. Al dejar de pertenecer su vientre al Estado, podían liberar su cabeza e intentar la aventura de la expansión personal.

Treinta años más tarde, la pildora vuelve a cambiar de significado. Este objeto técnico aparece en el mundo de las adolescentes cuando las madres comienzan a hablarles de él. En esta nueva relación, la pildo­ra representa una intrusión materna. Las jóvenes dicen: «Mi madre quiere controlarlo todo, se mete en mi intimidad». En este tipo de rela­ción, el rechazo de la pildora significa un intento de autonomía y de re­belión contra el poder materno. Esto explica que el número de abortos entre las adolescentes no haya disminuido prácticamente nada. Para que se redujera, habría que atribuir otro significado a la pildora, ha­ciendo, por ejemplo, que la explicación corra a cargo de una hermana mayor, una iniciadora, una enfermera, un confidente externo a la fami­lia no investido con ninguna relación de autoridad.

Al cambiar el contexto de relación y el contexto social, cambiamos el significado atribuido a la pildora: en 1950 quería decir «las mujeres son como las vacas»; en 1970 significaba «las mujeres son unas revolucio­narias»; y en 2000, declara que «las madres son unas pesadas».

De cómo aprenden a bailar los fetos

Así es como me propongo abordar el concepto del nuevo tempera­mento^jSi_adiriitimos^uejun^objetp, un comportamiento o una palabra adquieren un significado que depende de su contexto, entonces ese temperamento, adquiere sentido!

El temperamento es, sin duda, un comportamiento, pero es también un «cómo» del comportamiento, una forma que tiene la persona de ubi­carse en su medio. Este estilo existencial, desde sus primeras manifesta­ciones, se presenta ya completamente configurado. La biología genéti­ca, molecular y del comportamiento viene forjada por las presiones del medio, que son otra forma de biología. Sin embargo, esta biología viene

de los otros humanos, de las personas que nos rodean. Y los comporta­mientos que adoptan respecto del niño constituyen una especie de bio­logía periférica, un elemento sensorial material que dispone en torno del niño un cierto número de guías, guías a lo largo de las cuales deberá desarrollarse. Lo más sorprendente es que estos circuitos sensoriales, que estructuran el entorno del niño y guían su desarrollo, resulten materialmente construidos por la expresión de comportamiento de las representaciones de los padres. Si pensamos que un niño es un pequeño animal que es preciso adiestrar, le dirigiremos comportamientos, mími­cas y palabras que se encontrarán ordenados por esa representación. Si, por el contrario, pensamos que las imposiciones de nuestra infancia nos hicieron tan desdichados que es preciso no prohibir nada a un niño, lo que dispondremos a su alrededor será un medio sensorial totalmente diferente. Lo que equivale a decir que la identidad narrativa de los pa­dres provoca un sentimiento cuya emoción se expresa por medio de los comportamientos que se dirigen al niño. Estos comportamientos, pro­vistos de sentido por efecto de la historia de los padres, constituyen el entorno sensorial que guía los desarrollos del niño.

Al llegar las últimas semanas del embarazo, el feto deja de ser un re­ceptor pasivo. Se convierte en un pequeño actor que va a buscar en su medio las guías que más le convienen. Para analizar un temperamento, habrá que describir por tanto una espiral de interacción en la que el be­bé, que ya ha adquirido sensibilidad hacia determinados aconteci­mientos sensoriales, se desarrolla preferentemente siguiendo dichas guías. Sucede que, materialmente compuestas por los comportamien­tos dirigidos al niño, la forma de esas guías se explica en función de la historia de los padres.

Es probable que este nuevo modelo de temperamento resulte sor­prendente ya que une dos fenómenos de naturaleza diferente: la biolo­gía y la historia. Podemos simplificar esta exposición teórica en una so­la frase: hacer que nazca un niño no basta, también hay que traerlo al mundo. 24

I a expresión «hacer que nazca» describe los procesos biológicos de la sexualidad, del embarazo y del alumbramiento. «Traerlo al mundo» implica que los adultos disponen alrededor del niño los circuitos sen­soriales y de sentido que le servirán como guías de desarrollo y le per­mitirán tejer su resiliencia. De este modo podremos analizar el encade­namiento de las fases en el transcurso del crecimiento del niño v a lo

jareo del proceso de andamiaje de los temperamentos, el cual se levan­ta durante el período de las interacciones precoces. Nadie pensaría en dar comienzo a la historia de un bebé el día de su nacimiento. «El feto no constituye la prehistoria, sino el primer capítulo de la historia de un ser, el primer capítulo del misterioso establecimien­to de su narcisismo primario. »25 Ahora bien, esa historia comienza me­diante un proceso totalmente ahistórico: el de la genética, a la que sigue el desarrollo biológico de las células y los órganos. Desde hace algunos años, nuestros aparatos de exploración técnica, como el que facilita la geografía, nos han permitido observar cómo, a partir de las últimas se­manas del embarazo, los bebés personalizan sus respuestas de compor­tamiento. Hace ya mucho tiempo que se venía planteando esa hipótesis, pero sólo en época muy reciente ha podido confirmarse: «La vida intrau­terina y la primera infancia se hallan mucho más imbricadas en una co­nexión de continuidad de lo que induce a pensar la impresionante cisura del acto del alumbramiento», 26 decía Freud a principios del siglo pasado. Hoy en día, la ecografía permite sostener que las últimas semanas del embarazo constituyen el primer capítulo de nuestra biografía. 27 ¡La observación natural de la vida intrauterina hecha finalmente realidad gracias a un artificio técnico!

El desarrollo intrauterino de los canales de comunicación sensoria­les ha sido bien establecido en la actualidad. 28 El tacto constituye el ca­nal primordial a partir de la séptima semana. A partir de la undécima semana, el gusto y el olfato funcionan como un único sentido cuando el bebé deglute un líquido amniótico perfumado por lo que come o res­pira la madre. 29 Sin embargo, a partir de la vigésimo cuarta semana, el sonido provoca una vibración del cuerpo de la madre y viene a acari­ciar la cabeza del bebé. 30 El niño reacciona a menudo con un sobresalto, una aceleración del ritmo cardíaco o un cambio de postura. A Freud le habría gustado observar en la ecografía, y más tarde a simple vista, tras el nacimiento, que existe, en efecto, una continuidad en el estilo de comportamiento. Pero habría destacado que se trata de una adquisi­ción de comportamiento cuyo efecto no dura lo que duran las primeras páginas de una biografía. Otras muchas presiones intervendrán poste­riormente para proseguir la configuración.

Las hipótesis de la vida psíquica prenatal siempre han provocado por igual reacciones entusiastas o sarcásticas. Hoy en día, la observa­ción pertenece al orden del «no-hay más-que». No hay más que sentar

se en un sillón mientras el especialista, en el transcurso de la segunda ecografía legal, pide a la madre que recite una poesía o que pronuncie algunas palabras. Las cintas que se analizarán más tarde no registra­rán, en beneficio de la claridad del análisis, más que algunos ítems: 3l aceleración del ritmo cardíaco, flexión-extensión del tronco, movi­miento de los miembros inferiores y de los miembros superiores, mo­vimientos de succión y movimientos de cabeza. 32 Da la impresión de que cada bebé manifiesta un tipo de respuesta que le es propio. Algu­nos prefieren brincar como pequeños Zidane; otros se centran en el lenguaje de las manos, apartándolas o apretándolas contra el rostro o contra el corazón como pequeños cantantes; otros aún responden a la voz materna chupándose el pulgar; mientras que una minoría apenas acelera los latidos de su corazón y permanece con los brazos y las pier­nas cruzados. 33 Estos últimos probablemente piensen que aún tienen entre seis y ocho semanas por delante para demorarse sin ningún pro­blema en este alojamiento uterino y que ya tendrán tiempo para res­ponder a estas estúpidas indagaciones de los adultos.

Las respuestas intrauterinas representan ya una adaptación a la vi­da extrauterina. Al final del embarazo se manifiestan incluso mo­vimientos defensivos que prueban que el niño sabe ya tratar ciertos problemas de orden perceptivo: retira la mano al notar el contacto con la aguja de la amniocentesis34 o, por el contrario, viene a pegarse contra la pared uterina cuando el especialista en háptica* aprieta suavemente el vientre de la madre. Mucho antes de que se produzca el nacimiento, el bebé deja de estar dentro de la madre y pasa a estar con ella. Co­mienza a establecer algunas interacciones. Responde a sus demandas de comportamiento, a sus sobresaltos, a sus gritos o a su sosiego me­diante cambios de postura y aceleraciones del ritmo cardíaco.
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