Hay que aprender a observar para evitar la venenosa belleza de




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En donde se aprecia que la boca del feto revela la angustia de la madre

Verdaderamente, hay personas que poseen una misteriosa forma de inteligencia. En los años cuarenta, Rene Spitz había asociado la observa* Se denomina háptica, según un término introducido por el filósofo alemán Max Dessoir, a la rama de la fisiología y la psicología empírica que se ocupa del estudio de las sensaciones táctiles. (N. d. t. )

ción directa de los bebés con una serie de suaves experimentos. Hablar fente al rostro de un bebé provoca su sonrisa. Volver la cabeza mientras se le habla o ponerse una máscara no le divierte en absoluto. 35 Estas ob­servaciones experimentales no excluían el trabajo de la palabra, que confiere a la persona una coherencia interna. ¿Cómo se las arregló este psicoanalista para describir, ya en 1958, los comportamientos de un feto que no podía ver? ¿Cómo hizo para observar el «prototipo de la angus­tia [... ], el origen fisiológico del desarrollo del pensamiento humano», y cómo pudo apreciar el efecto autoapaciguador de los comportamientos de la boca, a la que llamaba «cavidad primitiva»?36 Cincuenta años más tarde, los médicos que realizan ecografías confirman sin dificultad este efecto apaciguador. Cuantos más movimientos hace el feto con la boca, menos se agita su cuerpo. 37 Realiza ya los prototipos de comportamien­to correspondientes a los actos de lamer, comer, besar y hablar que cons­tituirán el eficaz tranquilizante que le acompañará de por vida.

No ha nacido uno aún y ya se está uno tejiendo. La memoria de cor­toplazo que surge en ese momento permite los primeros aprendizajes. Se trata de una memoria sensorial, 38 una especie de sabiduría del cuer­po que conserva las informaciones llegadas desde el exterior y da for­ma a nuestros modos de reaccionar.

Una situación natural permite observar a simple vista de qué modo los fetos de siete meses y medio adquieren las estrategias de comporta­miento que ya empiezan a caracterizarles. Cuando los bebés prematu­ros vienen al mundo con varias semanas de antelación, se constata que no se desplazan al azar en el interior de las incubadoras. Casi todos brincan y ruedan sobre sí mismos hasta lograr algún contacto. Algunos se calman tan pronto han tocado algo, que puede ser una de las paredes de la incubadora, su propio cuerpo o un estímulo sensorial proveniente del entorno humano, como una caricia, el acto de cogerlo en brazos, o incluso, simplemente, la música de una palabra. Otros bebés, poco da­dos a la exploración, apenas se mueven, mientras que algunos son difí­ciles de calmar. Parece que los bebés prematuros capaces de moverse hasta entrar en contacto con lo que les tranquiliza son aquellos que han estado en el seno de una madre sosegada. Por el contrario, los mocosos que se mantienen prácticamente inmóviles o los que se comportan de un modo frenético y resultan difíciles de calmar serían los pertene­cientes a madres desdichadas o estresadas, madres deseosas de aban­donar al niño o, al contrario, tendentes a ocuparse de él en exceso. 39

Por consiguiente, ¿podría actuar un determinado contenido psíqui­co de la mujer encinta sobre el estado del comportamiento psíquico del recién nacido? Formulada de este modo, sin más explicaciones, la cues­tión corre el riesgo de evocar una suerte de espiritismo, si no supiéra­mos que la transmisión psíquica es materialmente posible. Basta con asociar el trabajo de una psicoanalista40 con las observaciones de com­portamiento que realizan los obstetras para hacer visible el hecho de que el estado mental de la madre puede modificar las adquisiciones de comportamiento que efectúa el bebé que alberga.

Por mucho que digamos que el embarazo no es una enfermedad, no por ello deja de ser una dura prueba. Pese a los inauditos progresos del seguimiento de las mujeres encintas, «sólo el 33% de las mujeres emba­razadas están psíquicamente sanas, el 10% sufren trastornos emocio­nales notables, el 25% presenta alguna patología asociada, y el 27% ha tenido antecedentes ginecológicos y obstétricos responsables de situa­ciones ele angustia». 41

El contenido psíquico, ya sea de euforia o desesperación, se halla constituido por una representación mental que pone en imágenes y pa­labras, en el escenario interno, la felicidad de tener un hijo o su dificul­tad. El contexto afectivo y social es justamente el que puede atribuir un sentido opuesto a un mismo acontecimiento. Si la madre está gestando el niño de un hombre al que detesta, o si el simple hecho de convertirse en madre como su propia madre evoca recuerdos insoportables, su inundo íntimo será sombrío. Ahora bien, las pequeñas moléculas del estrés atraviesan fácilmente el filtro de la placenta. El abatimiento o la agitación de la madre, su silencio o sus gritos cuajan en torno al feto un medio sensorial materialmente distinto. Lo que equivale a decir que las representaciones íntimas de la madre, provocadas por sus relacio­nes, ya sean éstas actuales o pasadas, sumergen al niño en un entorno sensorial de formas variables.

Cuando los estímulos biológicos respetan los ritmos del bebé, per­miten el aprendizaje de los comportamientos de apaciguamiento. Sin embargo, cuando la desesperación materna vacía el entorno del bebé o lo inunda con las moléculas de su estrés, el niño puede aprender a ale­targarse o a volverse frenético.

La historia de la madre, sus relaciones actuales o pasadas, partici­pan de este modo en la constitución de ciertos rasgos de temperamen­to en el niño que va a nacer o que acaba de nacer. Antes de la primera

mirada, antes del primer aliento, el recién nacido humano se ve engu­llido por un mundo en el que la vida sensorial tiene ya una historia. Y en ese medio es en el que deberá desarrollarse.

Hacer que nazca un niño no basta, también hay que traerlo al mundo

Para describir cómo son las primeras puntadas del jersey tempera­mental, habrá que seguir un razonamiento que describe una espiral de interacción. Hay que observar lo que hace un bebé (frunce el ceño), el efecto que causa en el ánimo de la madre («tiene mal carácter», o «se siente mal»), cuál es el elemento que organiza las respuestas que se di­rigen al niño («¡Ya te domaré yo, ya!», o «¡pobrecillo, hay que ayudar­le!»), y cuál es el elemento que modifica, en sentido inverso, lo que el bebé hace (llantos o sonrisas).

Freud ya intentó realizar un razonamiento en espiral al asociar la observación directa del «juego de la madeja» con las representaciones mentales del niño. Cuando la madeja se aleja, el niño queda asombra­do, pero cuando reaparece, sonríe... «Combinando ambos métodos llegaremos a un grado de certeza suficiente», decía Freud. 42

Desde esta perspectiva podemos describir el «cómo» del primer en­cuentro. Cuando un bebé viene al mundo, lo que ese bebé es en ese mo­mento provoca un sentimiento en el mundo con historia de la madre. Su apariencia física implica un significado para ella. Y esa representa­ción provoca una emoción que la madre expresará al niño.

El sexo del niño, por supuesto, es un poderoso vehículo de repre­sentaciones. Me acuerdo de una señora que acababa de traer al mun­do un bebé. Cuando el marido, feliz, vino a saludar a su crecida fami­lia, la madre le dijo: «¡Perdóname, perdóname; te he dado una hija!». Semejante frase, y la forma en que había sido formulada, ponía pala­bras a 25 años de historia personal en los que el hecho de ser una niña significaba una vergüenza. Y la madre, en su deseo de colmar de feli­cidad al marido, pensaba que le humillaba al darle una hija, un ser menguado. Es fácil imaginar que, desde la primera frase, el triángulo familiar queda ya constituido. La niña tendrá que desarrollarse en un mundo sensorial integrado por los comportamientos que le habrá de dirigir una madre imaginariamente culpable y que tenderá a redimir

se. ¿Se mostrará quizá excesivamente amable con su marido para ha­cerse perdonar la humillación que cree haberle infligido? ¿Se transfor­mará tal vez en madre obligada, atada a este recién nacido que será la encarnación de su propia vergüenza? ¿Dejará acaso escapar determi­nados gestos y palabras que indiquen a la muchacha la desesperación implícita en el hecho de ser una mujer? Este bebé aún no sabe que de­berá convertirse en una señorita y ya se ve obligado a desarrollarse adaptándose a los gestos y a las palabras que componen su entorno, y que se deben a la idea que su madre se hace respecto de la condición de las mujeres.

En cuanto al marido, tendrá que ocupar su lugar de padre en rela­ción con estas dos hembras. Según cuáles sean sus propias representa­ciones de macho, tal vez se muestre de acuerdo con su mujer, y en ese caso el bebé deberá convertirse en mujer en un contexto saturado de un sentido de vergüenza. O tal vez el padre tenga el coraje de rehabili­tar a su mujer y a toda mujer, en cuyo caso, el bebé tendrá que llegar a ser mujer en un contexto sensorial de gestos, de mímicas y de palabras que serán portadores de un significado fuertemente sexuado. Es fácil imaginar que, 25 años más tarde, la joven que se haya desarrollado en este medio diga lo siguiente: «Mi madre se pasaba la vida expiando la vergüenza que le producía ser mujer, y lo hacía siendo un ama de casa excesivamente buena. Mis hermanos recibían el trato de un pachá, y mis hermanas se sentían exasperadas por ese modelo materno. ¡Menos mal que mi padre nos revalorizaba al admirarnos!». Aunque también se podría escuchar esto: «Le reprocho a mi padre que no nos haya ayu­dado a hacer frente a nuestra madre».

Cada hogar pone en escena su propio decorado y en él, como en el teatro, se asocian e interactúan las representaciones de cada uno de los miembros de la familia, dando como resultado un determinado estilo familiar.

Los rasgos físicos del niño adquieren para los padres un significado privado que les habla de su propia historia. Lo mono que es el bebé, sus mejillas regordetas, la redondez de su tripita y los plieguecillos de sus piernas hacen las delicias de la mayoría de los padres, ya que estas características físicas significan que se han convertido en verdaderos padres porque tienen un verdadero bebé. Sin embargo, esta misma mo­nada rolliza puede adquirir un significado totalmente opuesto cuando su historia personal les ha inculcado el miedo a convertirse en padres.

A veces se da el caso de que algunas madres nieguen el nacimiento del niño que acaban de traer al mundo: «Tuve una ciática muy fuerte... Tenía un fibroma... ». En todos los casos, por así decirlo, se trata de mu­jeres aisladas para quienes el embarazo ha llegado a adquirir el signifi­cado de una tragedia: «Si me quedo embarazada de este hombre, per­deré mi familia y mi vida». Y en esos casos, la negación les permite calmar la angustia, mientras su propio embarazo se desarrolla a su pe­sar. Este conflicto, y, sobre todo, su modo de resolución -que alivia a la mujer obviando su realidad («No me habléis de mi embarazo»)-, le im­piden adquirir el sentimiento de estar convirtiéndose en madre.

¡En la mayoría de las ocasiones, saben perfectamente que acaban de traer al mundo un bebé! Tan pronto se presenta un_niño a sus padres, éstos se ponen a buscar el menor indicio físico que pueda permitirles percibir al récién nacido como hijo suyo: «Tiene el cabello de su abue­lo... Es fuerte como su padre... Tiene la nariz de mi madre... >>, Desde el primer vistazo, la morfología habla de la genealogía. Este relato per­mite acoger al niño y concederle su lugar en la historia de la familia. Durante los primeros días, las características del comportamiento, el «cómo» del comportamiento del recién nacido, adquiere una fun­ción algo más personalizada. «Su estilo de comportamiento [... ] y la forma en que se comporta un bebé [... ] durante las primeras semanas que siguen a su nacimiento, influyen en la forma en que los demás se comportan ante él». 43

Los recién nacidos no pueden ir a parar a ningún otro sitio que no sea la historia de sus padres

Ciertos padres tienen la dicha de acoger a niños de temperamento fácil. Estos recién nacidos manifiestan desde su llegada al mundo unos ciclos biológicos regulares y previsibles. 44 Los padres se adaptan sin di­ficultad, lo que les permite no experimentar el nacimiento del bebé co­mo la llegada de un pequeño tirano. Todo acontecimiento nuevo alegra a este niño que se despierta sonriente y se calma al menor contacto fa­miliar.

Sin embargo, la mayoría de los determinismos humanos no son de­finitivos. Esta trama temperamental es tan fácil de tejer que muchos padres se sienten libres a pesar de la presencia del recién nacido. Al de

sarrollar su intensa vida social de muchachos jóvenes, desorganizan este prometedor punto de partida. Un niño demasiado fácil corre el riesgo de verse solo, lo que altera el eslabón siguiente. Y al revés, un pequeño problemático que obligue a los padres a una mayor vigilancia puede reparar el trastorno y mejorar el tejido del vínculo.

Otros bebés son lentos, linfáticos. Se echan para atrás y se repliegan ante toda novedad. Sólo una vez que se sientan seguros se atreverán a explorar la novedad y a retomar su desarrollo.

Si este rasgo temperamental se expresa en una familia de estilo exis­tencial apacible, el vínculo se tejerá con lentitud y el niño se desarrolla­rá bien. Por el contrario, este mismo estilo de comportamiento en una familia de velocistas podría exasperar a unos padres impacientes: «¡Va­mos, muévete!». Al asustar al niño, estos padres agravarán su lentitud.

Los lactantes difíciles representan el 5% de la población de recién na­cidos. Siempre de mal humor, con despertares ariscos, protestan ante cualquier cambio y se sienten mal cuando no los hay. No pudiéndose­les consolar sino a duras penas, resultan agotadores para los padres. Este temperamento es ciertamente la consecuencia de un tejido prena­tal trabajoso; y, al igual que todos los demás rasgos del comportamien­to, será interpretado por los padres. Si viven en unas condiciones socia­les y afectivas que les concedan una gran disponibilidad, si su sentido del humor les permite desdramatizar esta prueba realmente fatigosa o prestarse la suficiente ayuda mutua como para poder descansar, en unos cuantos meses el temperamento difícil se calmará y el niño, al sen­tirse más seguro, cambiará de estilo de comportamiento. Sin embargo, según cuáles sean las circunstancias de su propio contexto o de su pro­pia historia, los padres no siempre conseguirán superar esta prueba.

Un padre agotado por sus condiciones de trabajo o entristecido por el significado que adquiere el niño («Me impide ser feliz, viajar, conti­nuar mis estudios»), una madre aprisionada por este pequeño tirano, vivirán sus chillidos nocturnos o su carácter intratable como una vo­luntad persecutoria. Exhaustos y decepcionados, se defienden agre­diendo al agresor que, sintiéndose inseguro, chilla y aumenta más aún su temperamento arisco.

Los niños excesivamente activos se lanzan sobre todo lo que pueda constituir un acontecimiento. Tan pronto como aprenden a gatear, tiran de los manteles, meten los dedos en los agujeros peligrosos, se lanzan sin miedo abajo y arriba de los peldaños de la escalera. Algunos años

más tarde, provocarán el rechazo de las personas de su entorno. En el colegio, donde la obligación de permanecer inmóvil es inmensa, se comportan como inadaptados, lo que explica su mal pronóstico social. Sin embargo, en otro contexto, en el campo o en una fábrica, lugares en donde la motricidad posee un valor de adaptación, este frenesí de ac­ción hace de ellos unos compañeros muy solicitados.

La organización cultural interviene muy pronto en la estabilización de un rasgo temperamental. En China, cuándo la vida del hogar es tranquila, ritual e imperturbable, los recién nacidos se estabilizan ense­guida. Por el contrario, en Estados Unidos, unos padres agitados y rui­dosos alternan el huracán de su presencia con el desierto de sus reitera­das ausencias. Los niños se adaptan a esta situación desarrollando unos rasgos de comportamiento que alternan el frenesí de la acción con la ceba a que se los somete, a través de los ojos y la boca, con el fin de colmar el vacío de su desierto afectivo. 45

Las estrategias de socialización se diferencian muy pronto. Un ras­go de temperamento impregnado en el bebé antes y después de su na­cimiento debe encontrar una base de seguridad en los padres. Sobre el cimiento de esta seguridad se levantarán los andamios de la primera planta del estilo de relación.

La base inicial reposa sobre un triángulo. El recién nacido aún no sa­be quién es y quién no es él mismo, ya que en esta fase de su desarrollo un bebé es lo que percibe. Ahora bien, en su primer mundo, percibe un gigante sensorial, una base de seguridad a la que llamamos «madre» y en torno a la cual gravita otra base menos pregnante a la que denomi­namos «padre». En este triángulo, todo recién nacido recibe las prime­ras impresiones de su medio y descubre quién es gracias a los primeros actos que efectúa en él. Este bebé sometido a la influencia de sus cuida­dores habita los sueños y las pesadillas de sus padres. Será la aso­ciación de sus mundos íntimos la que disponga en torno del niño el mundo sensorial de sus guías de desarrollo.

Cuando Carmen vino al mundo, ya se había visto un tanto sacudida por las pruebas médicas de su madre, que había padecido mucho y se había visto obligada a permanecer en cama durante todo su embarazo. «Tan pronto como la vi, me dije: "me gustaría que siempre fuese pe­queña". » Por la misma época, el padre había estado a punto de quedar en bancarrota. Ahora bien, un fracaso social de esa magnitud le habría vuelto a supeditar a su mujer, que poseía un buen nivel universitario

mientras que él sólo había podido contar con su arrojo para montar una empresa. Psicológicamente, su éxito le había colocado en situación de igualdad con su mujer, pero la posibilidad de una quiebra amenaza­ba con ponerle nuevamente en situación de inferioridad. Además, cuando llegó el bebé y la madre, fatigada, tuvo dificultades para ocu­parse de él, el padre restableció el precario equilibrio haciéndose cargo de la recién nacida. Los que observaban la escena decían: «Qué padre tan amable y protector. Ayuda a su mujer a pesar de sus dificultades económicas». En realidad, este comportamiento del padre transmitía a la madre lo siguiente: «Ni siquiera eres capaz de ocuparte de ella. Yo te enseñaré lo que hay que hacer. Tú limítate a cuidarte». La madre se vio muy sorprendida al constatar la hostilidad que sentía hacia este bebé que le acaparaba al marido y hacía surgir en ella un sentimiento de in­competencia. «No sé por qué Lucien (mi primer hijo) fue tan fácil de criar. Aquel bebé me dio confianza en mí misma, mientras que Carmen me hizo vulnerable. »

Los actores de este triángulo representan unas escenas permanente­mente cambiantes que definen unos entornos bien perfilados y quedan impregnados en la memoria del niño, constituyendo el andamiaje cu­yas líneas maestras seguirá el temperamento del bebé para construir la siguiente planta.

He aquí algunos ejemplos de andamiaje: «Yo no quería ese niño. Lo hice por mi marido. Tan pronto lo vio, dio media vuelta y huyó como un ladrón. El sereno tuvo que salirle al paso... En ese momento, todo se vino abajo, quise estampar contra el suelo la cabeza de mi hija. Él me lo impidió». Veinte años después, el marido vuelve a marcharse, esta vez definitivamente, abandonando a la madre y a la hija, que habían establecido una deliciosa complicidad.

«El primer día fue maravilloso», me dice otra señora. «Pero tan pronto volví a casa, comprendí que por causa de esa niña, jamás podría abandonar a mi marido. Sólo quise a mi hija unos pocos días. » Diez años más tarde, la chiquilla decora toda la casa con dibujos y declara­ciones de amor a su madre.

«Marietta siempre ha tratado de rebajarme. Cuando era un bebé, se negaba a aceptar el pecho pero tomaba el biberón con una gran sonrisa en brazos de su padre. Tenía celos de ella. No conseguía que nuestra re­lación fuese más próxima. » Hoy en día, la muchacha no deja pasar una sola ocasión de humillar a su madre.

«Quiero al bebé para mí sola. Detesto a los hombres. Sueño con vi­vir encerrada con mi hija. Nos haríamos compañía en nuestra sole­dad. » Cinco años más tarde, la fusión entre ambas es extrema. La ma­dre llora cuando la chiquilla tiene un catarro y la niña se niega a ir al colegio, temerosa de que su madre muera durante su ausencia.

Los escenarios son infinitos. La escena del teatro familiar está com­puesta por los relatos de cada uno, por las historias que precedieron al encuentro, y, más tarde, por el contrato inconsciente de la pareja y las modificaciones que se introducen en él con la llegada del bebé.

Este conjunto de narraciones, no siempre armoniosas, constituye el campo de presiones gestuales y verbales que moldea al niño. El senti­do que los padres atribuyen al bebé arraiga en su propia historia, como una especie de animismo que atribuyese al niño un alma emanada. de su pasado adulto. Sin embargo, sometidas al efecto de la siempre im­prevista afloración de los acontecimientos, las historias se reorganizan sin cesar. De este modo, un riesgo vital puede transformarse en un ele­mento vigorizador. Évangélia gritó en 1923, viendo a su hija en la ma­ternidad del Flower Hospital de Nueva York: «¡Lleváosla, no quiero verla!». Esta frase expresaba su desesperación por haber dejado Grecia y encontrarse sola en Nueva York. Su marido, abatido, había olvidado inscribir a la niña en la oficina del Registro civil. Los primeros años del desarrollo de la pequeña Maria fueron difíciles, volviéndola lenta y frágil a causa de su aislamiento afectivo. Algunas décadas más tarde se convertiría en la magnífica Maria Callas, cuyo talento y personali­dad conmocionaron el mundo de la lírica. 46

Las alteraciones iniciales debidas a la desdicha de los padres, la difí­cil historia de la pareja y su pasado personal, explican sin duda la com­pensación bulímica de la joven María, que trataba de colmar así su vacío afectivo. Sin embargo, más adelante, el encuentro con el círculo operísti­co, al colmarla de una forma distinta, añadió un nuevo elemento deter­minante que le dio una asombrosa voluntad de trabajar y adelgazar.
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