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Cuando el marco en el que se desenvuelve el recién nacido es en realidad un triángulo compuesto por sus padres y por él mismo La tendencia actual ya no es la de explicar los trastornos mediante una causalidad lineal e irreversible del estilo siguiente: «Se convirtió en un obsesivo porque su madre, a la edad de ocho meses, le colocaba violentamente sobre el orinal». Hoy tendemos a pensar más bien que el fenómeno observado es el resultado de una cascada de determinantes: «Cuando su madre le puso violentamente sobre el orinal a la edad de ocho meses, ya presentaba un temperamento particular, pues agredía a las figuras con las que se vinculaba. Dado que no disponía de ningún otro vínculo posible, debido a que su padre se alegraba de poder ausentarse, el niño no logró eludir esta violencia educativa. Y entonces se enfrentó a la madre negándose a ser conducido al orinal». Este tipo de razonamiento sistémico permite la observación directa de lo que sucede entre un lactante y sus padres y, además, al asociarlo éstos a su propia historia, explica también los comportamientos que se dirigen al niño. Cada familia realiza un tipo de alianza que establece en torno del niño un campo sensorial particular que guía su evolución. Pese a ser cierto que cada pareja adopta un estilo que no se parece al de ninguna otra, Elisabeth Fiyaz y Antoinette Corboz sugieren estudiar cuatro tipos de alianza: las familias cooperadoras, las estresadas, las que caen en el abuso y las desorganizadas. 47 Ya no se trata de observar la diada madre-hijo, como se ha venido haciendo durante medio siglo, añadiendo periódicamente que habría que estudiar también el efecto introducido por el padre. La actitud de estas dos investigadoras consiste más bien en considerar a la familia como a una unidad funcional, un grupo práctico en el que cada acción de uno de sus miembros provoca las reacciones de adaptación de los demás. Por consiguiente, el triángulo es la situación natural de desarrollo de todo ser humano. Durante los días que siguen a su nacimiento, un potro o un cordero se desarrollan en respuesta a los estímulos sensoriales que provienen del cuerpo de la madre. Este cuerpo a cuerpo constituye un entorno suficiente para el desarrollo de sus respectivos aprendizajes. Sin embargo, a partir del segundo o tercer mes de vitía, el bebé humano deja de vivir en un mundo en el que predomine el cuerpo a cuerpo. Mira más allá de ese cuerpo a cuerpo y habita ya en un triángulo sensorial en el que lo que descubre se percibe con los ojos del otro. Y eso lo cambia todo. Puede negarse a mamar en brazos de su madre y aceptar en cambio, sonriente, el biberón en el regazo de su padre. E incluso cuando mama, teniendo a su madre de frente, la simple presencia de su padre modifica sus emociones. En las familias cooperadoras, los tres miembros del triángulo permanecen en contacto unos con otros y coordinan sus mímicas, sus palabras y sus actos. En las alianzas de este género, los bebés manifiestan un temperamento cómodo: Mike es un bebé de tres meses de temperamento más bien fácil. Después del biberón, su madre juega con él, le toca, le habla, y Mike dialoga con ella, respondiendo al más pequeño movimiento del rostro materno y al menor sonido de sus palabras. Con frecuencia es el propio bebé el que da la señal del fin de la interacción, desviando la mirada y dejando de sonreír y de babosear. Su madre percibe inmediatamente este indicio de comportamiento y lo interpreta diciendo: «¡Eh, chiquitín, no irás a echarte a llorar!». Mira a su marido, con aire inquieto. El padre coge al niño y le dice: «¡Cuéntale tus desdichas a tu padre!», y se pone a jugar y a sacar la lengua. Interesado por este cambio de entorno, Mike se tranquiliza de inmediato y recupera la sonrisa. 48 Este triángulo sensorial funciona de forma armónica porque los padres se sienten bien. Tras haber hablado con ellos, podríamos deducir que su propia historia les ha permitido atribuir a ese niño un significado asociado a la felicidad. Su lazo amoroso se ha desarrollado plenamente, los dos miembros de la pareja desean participar de la plenitud del otro. Entonces, cuando llega la pequeña prueba de Mike disponiéndose a llorar porque se ha cansado de la interacción, la madre busca la mirada de su marido, quien interviene a su vez gustosamente. La resolución de la pequeña desventura se ha vuelto fácil gracias a la cooperación de los padres. Este medio sensorial intersubjetivo en el que se encuentra inmerso Mike es el resultado del desarrollo y de la historia de sus padres, felices de suscribir un contrato de ayuda mutua. A veces, las parejas establecen una alianza basada en el estrés y el escenario de las interacciones adquiere una forma distinta. Cuando la pequeña Nancy se enfrenta a su madre, ésta no tiene en cuenta los signos que manifiesta su marido, que desea intervenir. La resolución del problema sólo es incumbencia de la madre. La interacción se prolonga durante más tiempo y se desarrolla sin placer. Sólo la exploración del mundo íntimo de los padres podría explicarnos por qué la madre no invita al baile a su marido y por qué se queda el hombre ahí, en segundo plano, cuando le habría sido posible imponerse. El niño tendrá pues que desarrollarse en un medio compuesto por una madre crispada y un padre retraído. En las familias que caen en el abuso la alianza se realiza a expensas de un tercero. En la misma situación de observación triangular, la madre del pequeño Franckie se dirige a él como lo haría a un adulto. Cuanto más se ocupa de él la madre, más se interesa el chiquillo por el padre, le mira y babosea mirando en su dirección. Unas cuantas explicaciones del marido permiten comprender que no le disgusta esta situación que escenifica la competencia entre los padres. No le disgusta pensar que es él quien concentra la atención del niño, pese a que sea ella la que realice el trabajo. Su pasividad aparente expresa en realidad su secreto triunfo. El papá payaso y el bebé cómico Cuando la madre se dirige a un bebé de tres meses y le habla como se le habla a los adultos no hay duda de que lo hace porque sé adapta a la representación que se hace de su hijo y porque, debido a su propia historia, no desea rebajarlo considerándolo como un lactante. Esto es un contrasentido, ya que es preciso adaptarse al nivel de desarrollo del niño para tirar de él hacia arriba, para educarlo. Ahora bien, cuando se habla en la jerga del bebé a un lactante, dirigiéndole mímicas exageradas y una extraña música verbal, el niño, fascinado por estos mensajes caricaturescos, mantiene la atención en este tipo de estilo de comunicación compuesto por superseñales durante tres o cuatro minutos. Sin embargo, cuando se le habla como a un adulto, con la mímica y la prosodia característica de una persona adulta en su cultura, el lactante no se interesa en este tipo de interacción más que durante un minuto. Esta es la razón de que los payasos, que se disfrazan de superseñales con su exagerada boca, sus colores intensos, sus cómicos sombreros, sus grandes zapatos, sus gestos, sus enormes mímicas y su extraña música verbal, fascinen mucho más a los niños que un comentario erudito sobre la serpiente monetaria. El tercer participante en este ping-pong de gestos y de mímicas faciales es el propio bebé, que no desencadena menos respuestas en los adultos que éstos en él. Asombra pensar hasta qué punto el simple movimiento de los labios de un bebé puede regocijar a un adulto durante varios minutos. La expresión de la emoción placentera del niño va a provocar respuestas que, al serle dirigidas, organizarán su entorno sensorial. Un niño de temperamento arisco induce un medio afectivo muy diferente al que propicia un lactante de temperamento fácil. 49 Con una salvedad, aunque se trata de una salvedad fundamental: que el adulto que percibe una mímica facial en el bebé atribuye a esta percepción una emoción que procede de su propia historia. Según sea la construcción de su propio imaginario, puede atribuir a las mímicas faciales de un bebé arisco el significado de una emoción de ternura: «¡Pobrecillo, hay que hacerle caso! El hecho de que, gracias a mí, se sienta apaciguado, me produce un sentimiento delicioso». O, por el contrario: «No soporto a este bebé tan desagradable. Su mímica triste me exaspera porque significa que desaprueba todo lo que hago por él». Cada una de estas interpretaciones provoca comportamientos que se dirigen al niño de formas diferentes -tiernas u hostiles-. Y a su vez, el niño deberá responder a estos comportamientos. Supongamos que un recién nacido expresa su temperamento cariñoso mediante la búsqueda de un contacto tranquilizador, dando y recibiendo besos o acurrucándose junto a alguien. Será la historia de los padres la que atribuya un sentido a este pequeño escenario: «Es preciso que un niño aprenda a seducir. Me gusta experimentar la ternura que ese comportamiento provoca en mí. Resulta fácil calmarle». Otros padres atribuirán a esta misma búsqueda de contacto un significado diferente: «Hace eso para seducirme. Se comporta ya como un pequeño manipulador que intenta esclavizarme. ¿Qué se habrá creído este "pelotillero"?». La respuesta de los padres organiza entónces un entorno sensorial de gestos, actitudes, mímicas y palabras que tejen otro tipo de vínculo. En el primer caso, el hiñó dirá más tarde: «el afecto permite resolver todos, los conflictos», mientras que en el segundo, quizá piense: «cuanto más amor doy, más me rechazan». Un mismo rasgo de temperamento puede adquirir de este modo distintos significados, según cómo sean las familias. Y en una misma familia, se puede manifestar un estilo de comportamiento con un niño y otro distinto con su hermano y su hermana, lo que estimula la resiliencia de uno y la vulnerabilidad de otro. Esta forma de abordar el problema permite comprender por qué algunas madres maltratan de modo increíble a un lactante y se muestran adorables con sus hermanos y hermanas. Este mismo razonamiento de la espiral de la interacción se aplica a los padres, a la fratría e incluso a las instituciones. Un hogar de acogida constituye, pese a la diversidad de personas que lo componen, una verdadera «personalidad» cuya representación viene constituida por sus muros y reglamentos. El comportamiento de un ni ño en un hogar permitirá que se establezca una sintonía afectiva, mientras que en otro provocará un rechazo. Sin embargo, pese a la diversidad de los encuentros y el carácter plástico de los comportamientos, las variaciones no son infinitas ya que se puede descubrir sin dificultad el carácter de los más pequeños e incluso analizar su manera de afrontar y resolver los problemas de su existencia. El temperamento y el carácter son dos de los componentes de una misma persona. Ambos han sido descritos por la psicología clásica y son difíciles de disociar. Admitamos que el temperamento constituya la parte hereditaria y biológica que se encuentra impregnada en la personalidad. Este temperamento se transforma casi inmediatamente en un carácter compuesto por una serie de atributos, atributos adquiridos al modo de un aprendizaje. 50 Habrá pues que pensar el vínculo como un sistema de comportamiento en cuya organización intervienen todos los que participan en la interacción. El bebé, coactor de la relación, sale ganando, ya que su temperarnperameno, su manera de comportarse, provocan la organización del nicho ecológico que le permite sobreviyir. Los padres también sacan provecho, porque la circunstancia de haber traído al mundo a su hijo contribuye a que puedan proseguir su aventura personal. Al ajustarse al otro, cada uno de los participantes en la interacción confiere a la familia su asombrosa individualidad. Desde el momento en que aparece el impulso psico-sensorial en el; feto, desde el momento en que el organismo se vuelve capaz de producir una representación lógica, de volver a traer a la memoria una información pasada, el lactante se impregna con las características más destacadas de su entorno, las aprende, las incorpora. A partir de ese i ; instante, el principio de su vida psíquica queda organizado por un i Modelo Operatorio Interno51 (un MOI), una forma predilecta de tratar ¡ las informaciones y de responder a ellas. 52 Sin embargo, esta predilec• ción es ya una huella del medio, una sucinta memoria, un aprendizaje. ¡Tan pronto como se ve empujado a la vida psíquica por su biología, el i lactante aprende por predilección aquello que su medio le enseña a ¡preferir! Si aceptamos la expresión de «medio sensorial dotado de sentido», y sabiendo que el mundo sensorial se halla compuesto por las respuestas de comportamiento que se dirigen al niño, y que la atribución de sentido a los comportamientos se debe a la historia de los padres, que daremos en condiciones de observar clínicamente cómo se tejen las primeras ligaduras del temperamento. Los gestos y los objetos puestos de relieve se convierten en los elementos sobresalientes del entorno que mejor perciben los niños. Lo que equivale a decir que los gestos y los objetos quedan resaltados por el hecho de haber sido dotados de sentido por la historia de los padres. En el momento de la ontogénesis del aparato psíquico, el embrión responde en primer lugar a las percepciones (pinchazo, presión, sonidos de baja frecuencia). Después, el feto aprende a responder a ciertas representaciones biológicas (memoria de imágenes, de sonidos o de olores). Por último, el niño que ya habla responderá a las representaciones verbales. A partir de ese momento, se podrá provocar o suprimir un sufrimiento mediante un simple enunciado: «Mamá te ha abandonado», o, por el contrario: «No llores más, enseguida vuelve». t Quiéreme para que tenga el coraje de abandonarte Esta forma de abordar el desarrollo del vínculo permite comprender por qué los niños se ven obligados a desarrollarse en el seno mismo de los problemas que sus padres plantean. Estos modelos operatorios internos (MOI), impregnados en la memoria biológica del niño por el medio sensorial dotado de sentido de los padres, constituyen sus guías de desarrollo. La historia de las ideas es curiosa. En los años cuarenta, los psicoanalistas René Spitz y John Bowlby tuvieron una «asombrosa convergencia»53 de ideas con el ornitólogo Nikolaas Tinbergen y el primatólogo John Harlow. Para ellos, el hecho de realizar observaciones directas y de modificarlas mediante pequeñas variaciones experimentales no impedía en modo alguno la existencia de intimidad y de afectividad en el trabajo de la palabra. Nikolaas Tinbergen observó experimentalmente el elemento desencadenante del cebado de las crías de gaviota por un señuelo de cartón, mientras que Rene Spitz desencadenaba la sonrisa del bebé humano mediante una estilizada máscara. Estos dos investigadores también constataron que toda privación de entorno afectivo detenía el desarrollo de los seres vivos que tienen necesidad de establecer un vínculo afectivo para alcanzar la plenitud. A partir de 1940, Mary Ainsworth comenzó a sostener en su tesis que «la figura del vín culo afectivo actúa como una base que proporciona seguridad para la exploración del mundo físico y social del niño». 54 Tras haber trabajado varios años en Londres con John Bowlby, pudo comprobar sobre el terreno, en Uganda, la pertinencia de esta teoría. Sin embargo, ya entonces le parecían asombrosas las diferencias individuales: cada bebé tenía su propia forma de utilizar a su madre como base de seguridad para explorar el medio. 55 La figura del vínculo afectivo (madre, padre, o toda persona que se ocupe con regularidad del niño), además de tener una función de protección, permite la puesta en marcha de un estilo de desarrollo emocional e induce una predilección de aprendizaje. 56 La espiral de la interacción funciona desde los primeros días: el niño va a buscar en su madre las informaciones sensoriales (olor, brillo de los ojos, bajas frecuencias de la voz) que necesita para establecer un sentimiento de familiaridad. Tan pronto como se siente seguro, comienza a explorar el entorno. Sin embargo, su forma de explorar depende de la forma en que su madre haya respondido a su búsqueda de familiaridad. En menos de tres meses, el lactante habrá adquirido una estabilidad de comportamiento, un «cómo» de la relación, una forma de ir él mismo en busca del tranquilizante natural y del estímulo para la exploración del que tendrá necesidad si quiere equilibrar su vida emocional. Antes de que termine su primer año de vida ya se habrá afianzado su pequeño carácter. Sabremos cómo procederá para expresar sus angustias, para calmarse, para seducir a los desconocidos, para huir de ellos o, en ocasiones, para agredirles. En pocos meses, el lactante, que no era más que lo que percibía, se ha convertido en un actor en su triángulo. Y eso trastoca su manera de ser en el mundo. Si me hallo solo en mi desierto, frente a un vaso de agua, el problema es sencillo: si tengo sed, bebo. Pero basta la simple presencia de un tercero para que beba ese vaso de agua... bajo su atenta mirada. Mi emoción habrá cambiado de naturaleza, ya que, mezclado con el placer de beber, experimentaré el desagrado de beber... ante los ojos de alguien que se muere de sed. Cuando estoy solo respondo a un estímulo. Pero en un triángulo, la situación cambia y, de un solo golpe, me veo obligado a responder a una representación. Es decir, todo lactante que se desarrolle en el triángulo de un vínculo afectivo experimenta emociones que tanto pueden desencadenarse por efecto de sus percepciones como a causa de sus representaciones. No bien termina el primer año de nuestra existencia, nos vemos ya inmersos en un proceso que nos lleva a relativizar el mundo de las percepciones y a comenzar a levantar el andamiaje de la teoría del espíritu que atribuye a los demás emociones, creencias e intenciones. |