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El andamiaje del modo de amar Una vez alcanzada esta altura del andamiaje, podemos observar e incluso valorar el modo en que queda impregnado un temperamento en el niño. Una sencilla prueba puesta a punto por Mary Ainsworth permite evaluar este «cómo» de la vinculación afectiva precoz. Una discreta observación experimental permite observar cómo se las arregla un niño de una edad comprendida entre los 12 y los 18 meses para resolver la inevitable angustia que experimenta cuando su madre se ausenta, y también nos permite observar cómo reacciona a su regreso. Ocho sesiones de uno a tres minutos permiten revelar su estrategia: a) En primer lugar, le vemos jugar en compañía de la figura de su vínculo afectivo (madre, padre, o adulto que le resulte familiar); b) La madre se va; c) Llega una extraña y el niño se encuentra en presencia de una figura desconocida y d) La madre regresa. Una vez cumplidas las cuatro secuencias, volvemos a iniciarlas postulando que el niño, que acaba de vivir esta situación, ha aprendido que su madre va a regresar. Hay por tanto una sucesión de sentimientos: seguridad, separación, presencia no familiar, reencuentro. Esto nos permite describir cuatro, tipos de relación de vínculo afectivo: protector, de evitación, ambivalente y desorganizado. 5. 7 El vínculo afectivo protector, 58 el más frecuente (65%), y fácilmente observable en cualquier cultura, es el que muestra un niño que, al obtener seguridad gracias a la presencia de una persona con la que está familiarizada, no duda en alejarse de su madre para explorar su pequeño mundo y volver después a su lado para compartir el entusiasmo de sus descubrimientos. En el momento de la primera separación, este tipo de niño encuentra una solución para resolver su angustia. Se aproxima a la puerta, se concentra en sus descubrimientos, acepta parcialmente los intentos de apaciguamiento que realiza la persona desconocida, y, tan pronto como regresa su madre, se precipita hacia ella para intercambiar algunos contactos y sonrisas, mostrándole el resultado de sus exploraciones. El vínculo de evitación (20% revela otra forma de abordar la relación afectiva. En presencia de su madre, el niño juega y explora pero no comparte. Cuando la madre «desaparece», su desamparo es difícil de consolar. Y cuando vuelve, no corre hacia ella para obtener seguridad; como mucho, dirigirá su atención hacia un juguete que no esté demasiado alejado. El vínculo afectivo de carácter ambivalente (15%) muestra un niño muy poco dado a la exploración mientras su madre está presente. Su angustia es grande cuando desaparece. E incluso tas su regreso, sigue siendo difícil de consolar. Por su parte, el vínculo afectivo desorganizado (5%59) describe la situación de aquellos bebés que no han podido elaborar estrategias de comportamiento que les permitan tranquilizarse y explorar. No saben utilizar a su madre como base de seguridad cuando se halla presente, y tampoco saben obtener tranquilidad aproximándose a ella cuando regresa. En este pequeño grupo, la estrategia afectiva es curiosa. El niño permanece inmóvil cuando la madre, a veces se aproxima a ella con la cabeza vuelta hacia otro lado, o llega incluso a golpearla o morderla. Al terminar el primer año, los niños ya exhiben un estilo de relación, una forma de ir en busca del afecto que necesitan. Estos pequeños escenarios de comportamiento permiten comprender que, en el vínculo afectivo de tipo protector el niño adquiere un recurso interno. A la edad de doce meses, ya ha aprendido cómo debe utilizar a su madre para explorar su mundo y compartir sus victorias. ¡Y cuando la madre «desaparece», sabe cómo encontrar un sustituto en un objeto o en una persona! En esos casos, obtiene su seguridad mediante el contacto con un osito de peluche u otro objeto impregnado que represente a su madre ausente, o bien se aproxima tímidamente a la desconocida para tratar de establecer con ella un nuevo lazo de seguridad. En el comportamiento de evitación, la madre no ha adquirido ese estatuto privilegiado de figura de vínculo afectivo. Su presencia no provoca la cálida interacción que permite al niño restablecer sus recursos tras cada prueba exploratoria. Esta es la razón de que, tras la ausencia de la madre, que al partir ha convertido en un desierto el mundo sensorial del niño, su regreso no provoque la feliz reposición de energías que propicia el reencuentro. Este tipo de niño no ha adquirido el recurso interno que le permitiría encontrar, en caso de desaparición de la madre, bien un sustituto capaz de brindarle seguridad, bien ir en busca de un nuevo vínculo afectivo con una desconocida. En el vínculo afectivo ambivalente, los bebés poco dados a la exploración son difíciles de consolar y no han aprendido a establecer más relación de ayuda que la que obtienen mediante la expresión de su angustia. Sin angustia, nos encontramos en pleno desierto. Con la angustia nace la esperanza de que alguien venga en nuestra ayuda. Por último, los niños cuyo vínculo afectivo pertenece al tipo desorganizado se encuentran completamente desorientados. En el transcurso de los 12 a 18 primeros meses de su existencia, no han podido desarrollar la menor estrategia de búsqueda afectiva o de lucha contra la desesperación. Su madre es a un tiempo fuente de consuelo y origen del temor de la pérdida. Estos niños no saben dirigirse a ella para adquirir seguridad y tampoco saben acudir a la extraña, no saben encaminarse hacia un objeto y tampoco saben orientar su atención hacia su propio cuerpo, el cual, siendo absolutamente familiar, habría podido proporcionarles un sentimiento de seguridad mediante comportamientos autocentrados de balanceo, ritmos de amodorramiento o chupéteos del pulgar. Entonces aparecen una serie de movimientos extraños que, a los ojos de un adulto, no quieren decir nada. Y dado que este niño no comunica ningún significado con su cuerpo inmóvil, su mirada ausente y sus gritos imprevisibles, transmite una impresión de extrañeza que desorienta a su vez al adulto. Los orígenes míticos de nuestros modos de amar Cuando nos entrenamos para poder razonar en términos de sistemas circulares no cerrados, comprendemos que estas distintas estrategias de comportamiento provienen de orígenes diferentes. El fallo que desajusta el sistema puede provenir del niño. Puede incluso ser de origen biológico. Y en absoluto hay que excluir las respuestas afectivas de los padres, que tejen un tipo de vínculo afectivo en función del sentimiento que esa alteración provoca en ellos. Pienso en un padre lleno de ternura ante la trisomía de su hijo. La vulnerabilidad del niño, su amabilidad, su cabeza redonda, sus comportamientos de muñeco patoso, todo inflamaba su deseo de hacer feliz a un niño tan desamparado. La alteración biológica del chiquillo, al encontrar una necesidad de entrega, necesidad que probablemente arraigaba en la historia del padre, había tejido entre ambos un espléndido vínculo afectivo, hasta el punto de que el padre había renunciado a trabajar para poder ocuparse mejor del niño. Sin embargo, la madre, desdichada, herida por la anomalía del bebé, se sentía exasperada por la delectación que encontraba su marido en el sacrificio. En el triángulo que se formó de este modo, la madre adoptaba la figura de la bruja y el marido la del ángel. Y eso era injusto, porque el marido «se había quedado en casa» de muy buena gana -hasta tal punto le aburría su oficio-, mientras que la madre trabajaba 14 horas al día para sostener un hogar en el que se la había demonizado. Los mitos sociales pueden modificar este triángulo, incluso en el caso de que el único elemento responsable de poner en marcha las interacciones alteradas sea un trastorno biológico. En el síndrome de Lesh-Nyhan, del que ya he hablado, un gen defectuoso se muestra incapaz de degradar el ácido úrico. El niño se vuelve tan violento que muerde, se lacera y llega a golpearse la cabeza contra el suelo. Los servicios sociales, que ignoraban las determinaciones genéticas y se complacían en detectar la violencia doméstica, acudieron rápidamente a socorrer a este niño, acusando a los padres de maltrato. Otro ejemplo de contrasentido mítico es el que nos proporciona la enfermedad de los huesos de cristal. Este tipo de niños pueden fracturarse un hueso con un simple estornudo. De este modo, algunos radiólogos se creyeron en condiciones de poder suministrar una «prueba» radiológica de la crueldad de los padres y se consideraron autorizados para acusarles de comportamiento violento. 60 Cuando una relación se encuentra alterada, es posible incidir sobre uno de los dos miembros de la pareja que interactúa, pero, si lo que queremos es producir una modificación de conjunto, resulta más eficaz introducir una tercera persona. Una madre que se siente perseguida por su hijo, al que percibe como un ser extraño, muestra frecuentemente una tendencia a permitir que una tercera persona se haga cargo de él, por ejemplo, un médico, un educador o un juez. Si esta tercera persona no interviene, el riesgo de maltrato crece. Pero si interviene, la mediación modifica las respuestas maternas. Los cuatro tipos de vínculo afectivo que se han indicado y que aparecen entre los 12 y los 18 meses caracterizan el andamiaje de las primeras plantas. Son pertinentes pero pueden modificarse tan pronto como surja un acontecimiento que cambie un solo punto del sistema. Puede tratarse del bebé cuando nos encontramos ante una enfermedad curable, como en la fenilcetonuria, en la que una simple dieta, al metamorfosear por completo al niño, mejora inmediatamente a la madre. Ésta constituye un punto privilegiado, ya que, en ocasiones, su depresión provoca que se instale en el bebé un supervínculo de naturaleza ansiosa. 61 Al notar que le rodea un medio sensorial trágico y silencioso, el niño, que ni se encuentra seguro ni recibe estímulos, se ata a su base de inseguridad y ya no se atreve a abandonarla. Sin embargo, la presencia reconfortante del marido, la palabra vigorizadora de un tercero, o la puesta en marcha de un proyecto, al mejorar la situación de la madre, pueden transformar al niño. En la mayoría de los casos, los niños de madres deprimidas terminan por aletargarse, y desinteresarse del mundo. No obstante, es fácil «reanimarlos>>, a condición de que la madre se encuentre mejor o que haya un sustituto que decida entrar en el mundo de estos niños y les invite a establecer una relación. Sin embargo, son los adultos los que han de proporcionar las guías de resiliencia, ya que los niños que conviven con una madre deprimida saben aceptar las invitaciones pero no se atreven a tomar la iniciativa. No solicitan la interacción de los demás, pero se muestran encantados de que se les anime a interactuar. 62 El temperamento de un niño de entre 12 y 18 meses de edad, su estilo de comportamiento, su modo de establecer el vínculo afectico, todo ello constituye un excelente testimonio de los primeros pespuntes de su lazo. Esta base, bien tejida, podrá resistir mejor en caso de desgarro, pero cuando una ligadura falla a causa de algún accidente de la vida, existen numerosas posibilidades de poder volver a dar la puntada. Los cuatro tipos de vínculo afectivo tienen un buen pronóstico... ¡a corto plazo! Un niño impregnado por un vínculo protector (65 %) tiene un pronóstico de desarrollo mejor y una mejor resiliencia, ya que, en caso de desgracia, habrá adquirido un comportamiento de seducción capaz de enternecer a los adultos y transformarlos inmediatamente en base de seguridad. Los niños con vínculos afectivos de evitación (20%) mantíenen a distancía a los responsables que estarían dispuestos a ocuparse de ellos. Y en cuanto a los vínculos afectivos de los tipos ambivalente (15%) y desorganizado (5%), hay que decir que son de mal pronóstico, ya que los adultos, debido a lo difícil que es querer a estos niños, se despegan de ellos o los rechazan. Sin embargo, estos estilos no duran más que lo que duran los contextos. En una familia, una institución o una cultura petrificadas, será dificil deshacerse de la etiqueta adquirida, y los hábitos de relación sólo podrán reforzarse. Por el contrario, en un contexto vivo, las fuerzas moldeadoras cambian incesantemente. Las presiones, que son de índole sensorial en el caso del bebé, se vuelven de tipo ritual en el caso del niño. Y cuando el deseo sexual surge en el adolescente, el tabú del incesto y los circuitos sociales rigen firmemente su estilo de relación. Quisiera matizar lo que acabo de decir. He dicho: «Los estilos sólo duran lo que duran los contextos». He llegado a pensar finalmente que persisten pese a todo cuando el contexto cambia, dado que están impregnados en la memoria del niño. Los aprendizajes inconscientes que moldean los temperamentos hacen que los lactantes se vuelvan sensibles a determinados objetos e inducen en ellos un estilo de interacción predilecto. Cuando cambia el contexto, un breve período de adaptación inversa hace posible que el niño experimente cambios en una dirección opuesta. Un niño risueño puede volverse taciturno en pocos días y transformarse en un niño con vínculo de evitación, o incluso con vínculo desorganizado, tras la hospitalización de su madre. Otro niño, por el contrario, puede mejorar su producción de sustitutos maternos, diversificar el tipo de objetos que se la recuerdan o lograr que prospere su inclinación a la búsqueda de contactos. Puede ocurrir que un bebé inconsolable se calme tan pronto como nazca un hermano o una hermana que le proporcionen una presencia que le ofrezca seguridad. Estos procesos de adaptación inversa permiten que otros elementos determinantes, de diferente origen, se compaginen para modificar la eslora que moldea al niño. En primer lugar, el mundo de los estímulos sensoriales cambia con la desaparición de la madre o con la aparición del segundo bebé. Sin embargo, los adultos no pueden evitar atribuir un sentido a los comportamientos de cada recién nacido: «El segundo es mas cariñoso..., llora menos. No hay que ceder a los caprichos del primero». O, por el contrario: «Es maravilloso, se ayudan cuando están juntos, el uno calma al otro». La interpretación de los padres, el significado que adquiere para ellos el menor comportamiento del bebé, explican la forma de los gestos que dirigen al niño como respuesta. Los cambios en el estilo de relación que a menudo se observan cuando se producen modificaciones en el entorno dependen a partir de que instante de la separación entre los comportamientos temperamentales adquiridos por el niño y las diferentes interpretaciones que puedan encontrarle los adultos. Esta es la razón de que un cambio social de los padres suponga una inflexión en la trayectoria del desarrollo de los niños. Un conflicto entre los padres los desespera en la mayoría de las ¿rasiones, pero puede mejorar la conducta de algunos al hacerlos más responsables y permitirles superar su anterior «infantilismo». Del mismo modo, la hospitalización de uno de los padres puede desesperar a un niño y provocar la maduración de otro. E incluso un cambio de domicilio puede bloquear el desarrollo de algunos niños si los aisla en un medio nuevo, o, por el contrario, liberarlos de la sensación de agobio que antes experimentaban en un medio excesivamente protector. Por consiguiente, en un medio estable, un temperamento impregnado en el niño genera un estilo de relación fácil, expansivo o difícil. Sin embargo, cuando el medio cambia, o cuando cambia el niño, un mismo estilo de relación puede adoptar distintas direcciones. Cuando el estilo afectivo del niño depende del relato íntimo de la madre Resulta que las recientes investigaciones sobre el vínculo afectivo sostienen que las primeras guías de desarrollo que estabilizan el medio del niño se ponen en marcha antes de su nacimiento, cuando la madre cuenta cómo imagina su futura relación con el bebé que lleva en su seno. 63 El mundo interno de los padres se ha forjado en el transcurso de su propio desarrollo. Un mundo interno que constituye la fuente de los «modelos operatorios internos» (MOI) que representarán el primer entorno del recién nacido. La observación se detalla como sigue. En un primer momento, un lingüista valora el modelo operatorio interno de los padres durante una «entrevista sobre el tipo de vínculo afectivo de los adultos». 64 El lingüista les pide que cuenten cómo imaginan la relación de su vínculo afectivo con el niño que está por llegar. Unos cuantos meses más tarde, un etólogo analiza el modo de interacción que se ha organizado en torno al recién nacido. Un año más tarde, la prueba de la situación extraña definida por Mary Ainsworth65 concede al etólogo la posibilidad de valorar el estilo de comportamiento del niño, su forma de establecer los vínculos y el modo en que él provoca, a su vez, las respuestas de los adultos. Cuando un discurso pertenece al tipo «protector autónomo», describe unas futuras situaciones de vínculo coherentes y cooperadoras: «cuando llore, sabré calmarle. No siempre será fácil, pero nos pondremos a jugar a cosas que le permitan aprender... ». Entre cuatro y seis meses más tarde, los comportamientos dirigidos al niño configuran un entorno coherente compuesto por actitudes de ayuda e interpretaciones festivas: «Ven pequeñín. Tienes un disgusto muy grande, ¿verdad?». Los gestos, las mímicas y la música de las palabras construyen alrededor del niño un medio sensorial coherente y apaciguador. Un año más tarde, el estilo temperamental que ha quedado desvelado durante la prueba de la situación extraña revela la adquisición de un vínculo afectivo de tipo protector. El niño, reconfortado por la madre, explora su mundo. Cuando se ausenta, el bebé la simboliza inventando objetos tranquilizadores para sustituirla. Habiendo adquirido un comportamiento de seducción, transforma a la extranjera en una nueva figura de vínculo. Y cuando regresa su madre, el niño festeja el reencuentro y restablece los lazos que le unían a ella. Ha transformado su prueba de pérdida afectiva y de angustia en un triunfo creador. Esta victoria le da confianza, ya que ha aprendido que, en lo sucesivo, en caso de encontrarse solo, sabrá inventar un objeto tranquilizador o buscar a un adulto que le sirva de figura de vínculo y actúe como nueva base de seguridad. Cada vez teje mejor su ego resiliente. Cuando el discurso de la embarazada es de tipo «desapegado», se observa que la futura madre expresa unos sentimientos disociados que extrae de sus recuerdos: «Mi madre era formidable... Nunca estaba a mi lado cuando la necesitaba... ». Seis meses más tarde, la observación directa revela comportamientos difíciles de tratar por un bebé. La madre quiere cogerlo y abrazarlo afectuosamente contra su pecho en el mismo instante en el que, justamente, él siente interés por un objeto exterior. Después lo rechaza cuando se produce un pequeño disgusto que, justamente, hacía que el bebé la necesitara. Tras cumplir el primer año, el niño habrá adquirido un vínculo afectivo de evitación: nada de llantos cuando la madre se marcha, nada de seducir a una extraña, nada de fiestas gestuales cuando se produce el reencuentro. El tercer tipo de discurso es del género que llamamos «preocupado». La madre, pasiva, temerosa, no domina su mundo interior. Se compren de mal lo que quiere decir. Con el fin de llenar el vacío de sus pensamientos, emplea muchas muletillas (esto y lo otro..., o sea... ). Cautiva de una preocupación íntima mal detectada, la madre configura con sus expresiones verbales y de comportamiento un mundo sensorial que no arropa verdaderamente al lactante. Un año más tarde, los niños que han de desarrollarse en un mundo de estas características forman el grupo de los inconsolables, de los niños mal centrados y poco coherentes que tienen una elevada probabilidad de padecer accidentes físicos. En cuanto al último grupo, constituye la demostración del modo en que una futura madre desorganizada por su propia desgracia, por un duelo reciente o duradero, por una depresión que la tortura, genera con su sufrimiento un mundo sensorial que resulta incoherente para el lactante. Esta madre puede aferrarse a él para calmarse ella, cediendo a un feroz impulso de supervínculo, y en el instante inmediatamente posterior, desesperada, agotada, zarandearlo con dureza. Esta madre considera a su hijo como un agresor cuando lo único que el niño hace es pedir un poco de seguridad. Un simple gesto, una sonrisa o una palabra apaciguadora habrían bastado, si la madre hubiera tenido fuerzas para exteriorizarlas. Este tipo de niños, embrutecidos, se vuelven incapaces de ir en busca de su base de seguridad. En el transcurso de su primer año de vida, no son capaces de aprender a salir airosos de la inevitable prueba que supone la angustia de la separación. Toda presencia les resulta insoportable, dado que les transmite angustia y les desorganiza el mundo. 66 Toda ausencia se les hace insufrible, ya que no han tenido ocasión de aprender a inventar un sustituto tranquilizador, no saben cómo aferrarse a un osito de peluche u otro objeto semejante, y no han asimilado el modo de entregarse a un canturreo o a una imagen mental que representen a la madre y asuman su función de fuente de seguridad cuando se ve obligada a marcharse. Este esquema de razonamiento, fuertemente inspirado en las investigaciones de Mary Main, se ha visto asombrosamente confirmado por los trabajos más recientes. 67 La mayoría de los tratamientos matemáticos que analizan el comportamiento del niño entre los 12 y los 18 meses de edad, comportamiento previsto con mucha antelación por el discurso materno, han confirmado que «los modelos operatorios internos de las madres, valorados durante su embarazo, permiten predecir en más del 65% de los casos el tipo de vínculo afectivo que tendrá su hijo a los 12 meses de edad». 68 A pesar de la importancia del efecto moldeador de las representaciones maternas, conviene matizar esta cifra que, como todos los determinismos humanos, dista mucho de verificarse en el 100% de los casos. |