Hay que aprender a observar para evitar la venenosa belleza de




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En el que se consigue observar cómo se transmite el pensamiento mediante los gestos y los objetos

Por consiguiente, la transmisión es inevitable. Dado que un lactante tiene necesidad de un vínculo afectivo para desarrollarse con plenitud, sólo puede desarrollarse en el mundo sensorial que otro genera. «[... ] la concordancia afectiva79 parece el eslabón explicativo más práctico para dar cuenta de la transmisión psíquica transgeneracional. 80» La burbuja sensorial formada por los comportamientos dirigidos al niño emigra desde el mundo íntimo del adulto y termina guiando la evolu­ción del niño. Esta herencia subjetiva, pese a ser necesaria, no siempre se transmite con facilidad, porque el niño deberá desarrollarse en la at­mósfera generada por la conjunción de los problemas que le plantean sus dos padres.

Hacia el octavo mes, el vínculo afectivo que une la historia de los padres con el modelado del temperamento del niño lleva ya tiempo te­jiéndose. Sin embargo, ya desde esta misma época, el niño se vuelve capaz de actuar de forma intencional sobre el mundo mental de los adultos próximos. «Será la aparición de la intersubjetívidad la que per­mita que el lactante pase de la tríada de comportamiento a la tríada in-trapsíquica [... ]. 81» Y dado que el niño aún no habla, tendrá que pene­trar en el mundo psíquico de los adultos mediante el gesto.

Aquí también, la observación de los gemelos va a permitirnos apre­ciar de qué modo la aparición de un comportamiento de designación (señalar con el índice) permite detectar el nacimiento y la construc

ción de un mundo intersubjetivo. Esta vez, sin embargo, lo que obser­varemos no será el origen del gesto, 82 sino su función, la forma en que participa en la construcción de un mundo intersubjetivo compuesto por tres personas.

Cuando un niño de diez meses apunta a un objeto señalándolo con el índice, realiza su primer acto semiótico. 83 El neuropsicólogo Henri Wallon, el lingüista Vigotsky, el novelista Vercors y el célebre Umberto Eco ya han evocado la función semiótica de este pequeño gesto. La per­sona que más ha avanzado en este terreno es sin duda Annick Jouan­jean, que ha inspirado un gran número de observaciones de este fenó­meno. Jouanjean ha utilizado la situación naturalista de los gemelos diferentes para observar cómo se pone en marcha su estilo de rela­ción. 84 Esta autora confirma que, a partir del octavo mes, los niños ma­nifiestan poseer una preferencia de comportamiento cuando tratan de comunicarse.

A continuación sugiero contar la historia de Julie la dulce y de Noé­mie la intelectual, asociando el rigor de la tesis de Jouanjean con otras observaciones clínicas con el fin de ilustrar la forma en que la modifica­ción de un estilo de relación puede alterar el mundo íntimo de los ni­ños preverbales.

Hasta el decimoquinto mes, Julie la dulce vocalizaba con una fre­cuencia cuatro veces superior a la de su hermana. Sus mímicas faciales eran más expresivas y los gestos que la niña dirigía al exterior se pro­ducían de una forma mucho más habitual. Con la misma edad, su her­mana Noémie lloraba cuatro veces más y dirigía casi todos sus gestos hacia su propio cuerpo. Julie la dulce era estable, y cuando le sobreve­nía alguna pequeña desventura, obtenía seguridad recurriendo al con­tacto de las personas a las que amaba. La preferencia de comporta­miento de Noémie la intelectual cambió tan pronto como fue capaz de producir contenidos semióticos con sus gestos. ¡Aprendió a calmar sus llantos mediante el expediente de señalar con el índice!

El estilo de relación precoz de Noémie no le había permitido descu­brir un procedimiento con el que obtener tranquilidad. Sin embargo, cuando cumplió el decimoquinto mes, la chiquilla se puso a señalar con intensidad con el fin de interactuar, sobre todo con su madre, y descubrió una modalidad de relación apaciguadora. A partir del ins­tante en que la niña empezó a transmitir contenidos semióticos a tra­vés de los gestos, comenzó a llorar menos y sus comportamientos au

tocentrados disminuyeron. La aparición de este gesto deíctico, siempre dirigido a alguien, había permitido que la niña adquiriese, mucho an­tes de que pudiera expresarse con palabras, un comportamiento cuya función le resultaba tranquilizadora. Si no hubiese adquirido este ges­to de designación que le permitía expresarse y comunicar con su figura de vínculo, habría continuado llorando y orientando sus comporta­mientos hacia su propio cuerpo para tratar de calmarse un poco. Julie la dulce ya había descubierto, desde los primeros meses de vida y con el fin de superar sus pesadumbres, que el contacto afectivo consti­tuía para ella un método de apaciguamiento. Por el contrario, Noémie la intelectual tuvo que esperar al decimoquinto mes para que su acceso a las destrezas semióticas se pudiese convertir en un medio para superar las pruebas que se le iban presentando. Esto nos permite afirmar que un niño no puede adquirir la resiliencia por sí solo. Para convertirse en una persona resistente al sufrimiento ha de encontrar un objeto que se ade­cué a su temperamento. Por lo tanto, es posible ser resiliente con una persona y no serlo con otra, reanudar el propio desarrollo en un medio y derrumbarse en otro. La resiliencia es un proceso que puede producirse de modo permanente, con la condición de que la persona que se está de­sarrollando encuentre un objeto que le resulte significativo.

Ahora bien, lo que confiere a un objeto su efecto resiliente es la exis­tencia de un triángulo. En una relación cara a cara, el niño podrá apo­derarse del objeto o desdeñarlo. Pero en una relación triangular, el bebé que designa una cosa la transforma en un objeto que le permita influir en el mundo mental de su figura de vínculo. A partir de ese instante, el niño mediatizará su relación con la persona que le proporciona afecto a través del objeto, pero ese objeto no habrá sido escogido al azar.

Nuestras observaciones clínicas sostienen fácilmente esta idea: tan pronto como un bebé accede al mundo de la designación, entre el déci­mo y el decimoquinto mes de vida, el objeto que señala habla de la his­toria de sus padres. Durante los dos primeros meses, los comporta­mientos dirigidos al niño emanaban ya de un particular contenido histórico y contribuían a organizar su burbuja sensorial. Sin embargo, a partir del momento en que el niño habita en un mundo definido por el triángulo que compone junto a sus padres, el objeto gracias al cual logrará mediatizar su relación al señalarlo con el dedo será un objeto puesto de relieve por aquellos que le brindan afecto. ¡El relieve del ob­jeto designado por el niño habla de sus padres!

Cuando el señor Mador vuelve a casa, besa a su mujer y a su hija de diez meses. Tan pronto como se encuentra en brazos de su padre, Ja ni­ña se pone a emitir unos suaves cloqueos y señala enérgicamente en la dirección de... ¡una pluma estilográfica! ¿Qué puede significar una pluma estilográfica en el mundo mental de una niña de diez meses? En realidad, el señor Mador es más animoso de lo normal. Trabaja en una empresa agrícola. Su sueño íntimo consiste en convertirse en profesor de enseñanza primaria, pero es disléxico. Cuando vuelve a casa por las tardes, besa a su mujer y a su hija y se pone inmediatamente a trabajar. Por tanto, lo que acaba adquiriendo categoría de acontecimiento en la mente de la niña es el hecho de verse levantada por los brazos de su padre para verle coger, casi inmediatamente, una pluma estilográfica. Cuando apenas se han cumplido los 18 meses aún no se tienen dema­siadas historias que contar, pero se sienten unas ganas inmensas de co­municarse. En dicha situación, lo que se hace es señalar rápidamente un objeto destacado por el comportamiento de la persona que transmi­te afecto. Se señala hacia una pluma estilográfica, se convierte uno en actor y se comparte así un maravilloso acontecimiento: el de guiar la atención del padre en la dirección de ese objeto destacado que tan im­portante es para él.

De este modo se puede asistir al desarrollo del objeto en la mente del niño. La cosa, ese trozo de materia determinada, queda cargada con una emoción que surge ante la mirada de otra persona. Así, el padre, fi­gura de vínculo, hace que resalte un objeto que su propia historia ha convertido en elemento sobresaliente. Cuando se tienen diez meses, una pluma estilográfica no sirve para escribir, sirve para compartir. Sin embargo, en este proceso, la cosa se ha transformado en objeto gracias a la potencia del artificio. Por supuesto, es la técnica lo que permite fabri­car el objeto estilográfica. Sin embargo, la niña no lo habría visto nunca si la historia de su padre no lo hubiese puesto de relieve. Lo que lo ha convertido en algo sobresaliente es el artificio del verbo, ya que es posi­ble imaginar que, en el discurso de su fuero interno, el padre debía de­cirse incesantemente: «No quiero ser agricultor, quiero ser profesor de enseñanza primaria: ¡a trabajar!». Y este parlamento íntimo, justificado por su propio mundo psíquico, había provocado el comportamiento que resaltaba la estilográfica. Y de este modo, la pluma estilográfica, al convertirse en un tercer actor, acaba participando en el triángulo que se instaura entre la historia de un padre y el psiquismo de su bebé.

Sin embargo, en cada fase del desarrollo, es preciso renegociar los procesos de resiliencia. La proeza intelectual preverbal que a partir del décimo mes permite compartir el mundo mental de los padres propor­ciona a la edad del «no», que aparece hacia el tercer año de vida, un pretexto para oponerse. A partir del octavo mes, Milou no dejaba pasar una sola ocasión de señalar las flores. Como su padre era jardinero, to­do el mundo jaleaba este acto de señalamiento. Las interpretaciones verbales venían acompañadas por festejos gestuales y por mímicas de regocijo que atribuían a las flores un auténtico poder de relación. Cada vez que el niño señalaba una flor se reproducían los festejos. ¡De este modo, unos cuantos meses después, cuando el niño quería agredir a sus padres, le bastaba con destrozar una flor! En el triángulo familiar, respirar el aroma de una flor o aplastarla inducían, respectivamente, una relación afectiva de tipo alegre o colérico. Por el contrario, en cual­quier otra familia, la destrucción de un ranúnculo, al no adquirir nin­guna significación, jamás habría sido puesta de relieve mediante el de­sencadenamiento de una serie de reacciones afectivas.

Esto también quiere decir que a partir de ese instante es posible que se produzcan contrasentidos de comportamiento. Este mismo Milou, si viviera con otra familia y destrozase un ranúnculo para ex­presar su malestar, no habría ejecutado un gesto comprensible, ya que, siendo otro el convenio entre los padres, la destrucción de ra­núnculos carecería de significado. Ahora bien, los contrasentidos vin­culados a las relaciones se producen constantemente en el transcurso de una vida, y es posible que esta dificultad sea la responsable de que cada vida sea una historia. Mientras el niño no habla, se limita a ex­presar su mundo íntimo mediante la utilización de los argumentos de comportamiento que el adulto interpreta en función de su propia his­toria. Y lo que produce una inflexión en la evolución de un niño pre­verbal, orientándolo hacia la adquisición de un carácter vulnerable o hacia el desarrollo de una resiliencia, es este encontronazo entre dos psiquismos asimétricos.

Cuando la pequeña Josephine, de 20 meses, se pone a llorar súbita­mente por razones incomprensibles para un adulto, una de las vigilan­tes de la institución en la que vive se pone rígida y, sin decir palabra, coge a la niña y la coloca brutalmente en una silla. La chiquilla, deses­perada, redobla la fuerza de su llanto. Entonces se le acerca la otra vigi­lante y le dice «vamos a hacer unos mimos». ¡En dos segundos, la in

comprensible congoja queda calmada! Más tarde, al hablar con las dos vigilantes, descubrimos con facilidad que la primera se había visto tan aislada durante su infancia que había aprendido a reprimir sus propias tristezas, a tragarse las lágrimas, mientras que la otra había adquirido un vínculo afectivo de tipo protector y eso le había permitido utilizar sus desventuras para establecer un procedimiento de relación.

Este tipo de contrasentidos que generan una inflexión en todo desa­rrollo son inevitables, dado que un indicio morfológico, un gesto co­tidiano, un argumento de comportamiento e incluso un desarrollo sano provocan inevitablemente la puesta en marcha de las interpreta­ciones provistas de historia que existen en el entorno adulto.

El congénere desconocido: el descubrimiento del mundo del otro

Sucede que, hacia el decimoctavo mes de vida, inmediatamente después de que el niño haya dado pruebas de su capacidad para influir en el mundo mental de los demás, el descubrimiento de este nuevo mundo provoca entre uno y dos meses de perplejidad. El niño, que se contentaba con actuar y reaccionar como respuesta a los estímulos que le llegaban tanto del interior como del exterior, descubre de pronto que su mundo ha cambiado. A partir de ese momento, actúa v reaccio­na ante la idea que se hace del mundo invisible de los demás. ¡Se aleja del continente de las percepciones para desembarcar en el de las repre­sentaciones preverbales, y el descubrimiento de este nuevo continente transforma sus comportamientos! Sin embargo, cuando comprende que lo que se abre ante él es el mundo íntimo de los demás, queda per­plejo, ya que aún no sabe cómo explorarlo.

Dos son los comportamientos que nos permiten detectar este cam­bio. Situado frente al espejo, el bebé que, ya desde el segundo mes, da­ba brincos y prorrumpía en mímicas de júbilo, queda súbitamente per­plejo. Hacia el decimosexto mes comienza a evitar su propia mirada en el espejo, gira la cabeza y se observa de pasada, antes de recuperar, unas cuantas semanas más tarde, el placer aún mayor de descubrirse a sí mismo en el espejo. Cuando lo haga, sin embargo, las mímicas expre­sarán un júbilo menor y se interiorizará un placer de naturaleza más grave. «[... ] a partir del decimoquinto mes, y en tanto no cumpla los

dos años, se observan en el niño diversas reacciones de evitación y una serie de manifestaciones de desasosiego y de perplejidad que se en­cuentran prácticamente ausentes cuando el niño se sitúa frente a un congénere desconocido. 85»

El otro comportamiento que da fe de esta metamorfosis es el asom­broso «silencio vocal del decimosexto mes». 86 El niño que antes chillá­ba, reía, lloraba y baboseaba sin cesar, se vuelve de pronto silencioso. Este pequeño contexto de perplejidad permite comprender que el niño cambia de actitud en su mundo humano. Tan pronto como comprende que existe un mundo invisible en el interior de los demás y que es posi­ble descubrir ese mundo mediante las pasarelas verbales, el niño, fasci­nado por este descubrimiento, experimenta un sentimiento mixto de placer e inquietud. Ahora bien, el modo en que los adultos interpretan este período de perplejidad orienta al niño hacia el placer de hablar o hacia el temor de hacerlo.

Algunos padres, regocijados con sus balbuceos, viven la perpleji­dad del decimosexto mes como una frustración. Puede suceder que, sin darse cuenta, den un poco de lado al niño, le soliciten menos, se aburran con él o lleguen incluso a irritarse en situaciones que antes les parecían divertidas.

Si el niño no dispone en torno suyo más que de un único vínculo afectivo, su evolución dependerá esencialmente de las reacciones del adulto que le proporciona afecto. Pero si dispone de varios vínculos afectivos (padre, madre, abuelos, fratría, guardería, colegio, institucio­nes), siempre encontrará a otro adulto que le proponga una nueva guía de desarrollo, otra forma de vínculo que le permita rehacer su andadu­ra evolutiva en caso de quebranto, y que incluso pueda resultarle más conveniente. En adelante, el niño se orientará preferentemente en la di­rección de este nuevo suministrador de gestos y palabras. Si falla una de las personas guía o resulta no ser adecuada para el temperamento del niño, otra vendrá a sustituirla, con la condición de que el niño haya adquirido el medio de resiliencia que le proporciona un vínculo afecti­yo de tipo protector, o con la condición, en todo caso, de que encuentre un adulto cuyo mundo íntimo sepa engranar con su difícil modo de vinculación. Por consiguiente, las posibilidades de resiliencia podrían aumentar por efecto de una serie de vínculos múltiples.

El período de atención silenciosa, de hiperconciencia inmóvil -difí­cil de observar, ya que se trata de una inhibición-, testimonia no obs

tante que el niño se dispone a iniciar la metamorfosis lingüística. Este es el momento en el que da comienzo la teoría de la mente. 87

Supongamos que nos encontramos, usted y yo, a la orilla del mar y que estamos contemplando cómo se aleja un barco. Hemos convenido en decir «¡ya!» cuando lo veamos desaparecer. Es previsible que ambos digamos «¡ya!» aproximadamente al mismo tiempo, y por ello, con­cluiremos que el barco acaba de abismarse en el confín del mundo. Ca­da uno de nosotros confirmará el testimonio del otro al decir que lo ha visto con sus propios ojos y al mismo tiempo que la otra persona.

Supongamos ahora que uno de nosotros sube a lo alto de un monte para decir«¡ya!» cuando desaparezca el barco. No diremos «¡ya!» al mismo tiempo. Y será esta diferencia en los testimonios lo que nos deje perplejos y nos obligue a fiarnos menos de nuestros sentidos. 88 Tan pronto como se intenta lograr que adquiera coherencia una divergen­cia de opiniones de este tipo, el mundo se transforma. Deja de estar ali­mentado únicamente por nuestras percepciones, pero nos invita a re­presentarnos las representaciones del otro. El hecho de que hayamos constatado al mismo tiempo la misma cosa nos reconforta y nos con­duce al error. Y por el contrario, la diferencia entre nuestras dos per­cepciones nos anima a sorprendernos, a observar y a explorar el mun­do del otro.

Es probable que el niño perplejo piense algo parecido a esto: «Me pregunto si esta música verbal que tanta fascinación me ha producido durante los primeros meses de mi vida no estará en realidad señalando algo invisible, algo que vive en otro lugar». ¡Hay motivos para dejar perplejo a un mocoso de 15 meses! ¿Qué ocurre en su mundo mental? ¿Qué es lo que le permite comprender de pronto, con su pensamiento sin palabras, que el otro está expresando realidades que vienen de un mundo invisible?

Partiendo de unas cuantas percepciones parciales, un niño bien de­sarrollado en su burbuja afectiva se vuelve capaz de concebir una representación coherente de algo que no es capaz de ver. Hasta ese mo­mento, la historia de sus padres había sido la responsable de estructu­rar la burbuja sensorial de la que se nutría. Sin embargo, hacia el deci­moctavo mes de vida, el niño toma el relevo y se vuelve capaz de atribuir un sentido a lo que percibe. La perplejidad, la mirada, el dedo índice y la representación teatral permiten detectar el desarrollo de la crisálida que le prepara ya para la metamorfosis lingüística.
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