Sexo, GÉnero y feminismo: tres categorías en pugna




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fecha de publicación04.08.2016
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SEXO, GÉNERO Y FEMINISMO: TRES CATEGORÍAS EN PUGNA
A estas alturas del tercer milenio, ya todos y todas creemos saber muy bien qué es el sexo. Sin embargo, tan pronto comenzamos a debatir, nos damos cuenta de que el concepto es mucho más polémico de lo que parece. El género y el feminismo, como categorías, podrían ser aún más problemáticos, y definitivamente son vistos en muchos casos con desconfianza. Además, las fronteras y los entrecruzamientos entre los tres términos parecen aún más complejos y enmarañados. En este artículo, me propongo analizar los sentidos y las relaciones más importantes entre estos tres conceptos, aclarando algunas confusiones a la vez que problematizando y desconstruyendo lo evidente. Al mismo tiempo, espero aportar reflexiones que sirvan para desmitificar los supuestos “monstruos”, es decir, para desmontar al menos parte de las prevenciones y los temores.
¿El sexo es naturaleza y el género es cultura?

Nos hemos acostumbrado a hablar de “sexo” en todas partes, desde los programas de televisión donde los invitados revelan sus vidas íntimas, hasta las reuniones de padres de familia en los colegios y escuelas. Cada hablante parece estar muy seguro o segura de lo que significa la palabra. Para muchas personas, sexo quiere decir, además de la diferencia anatómica entre hombres y mujeres, el coito y la reproducción. Aunque no sea tan generalizada la “certidumbre” sobre lo que quiere decir género, se ha convertido en un lugar común, al menos en el ámbito académico, adscribir al sexo el aspecto biológico, natural, de la distinción anatómica, y al género la elaboración cultural de esta realidad.

Esta diferenciación se basa, probablemente, en la primera definición del sistema sexo/género, planteada por una antropóloga feminista, Gayle Rubin, como “el conjunto de disposiciones mediante las cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de actividad humana, y mediante las cuales se satisfacen estas necesidades sexuales transformadas”.1 En esta definición, como vemos, la sexualidad aparece como un dato inmediato, evidente, que no necesita más explicación. Cada sociedad la interpreta de manera diferente, pero la sexualidad en sí es la misma en todas partes. A su interpretación cultural, distinta en cada etnia y capaz de evolucionar en el tiempo, hemos venido a llamarla género.

Es importante destacar la fuerza revolucionaria de esta definición. Se pensaba tradicionalmente que el sexo, sobre todo lo femenino, traía consigo una determinación inevitable. En la sociedad moderna, a partir de la formación del capitalismo, nacer con genitales masculinos abría una cierta gama de posibilidades de actuación social, dentro de las limitaciones o privilegios de clase y etnia. Nacer con la posibilidad de ser madre forzaba (condenaba) a una única forma de ser y de pensar: para la mujer, la anatomía es el destino, decía el propio Freud, el mismo pensador que postuló la formación histórica de la psiquis. A partir de la definición de la categoría “género”, contamos en las ciencias sociales con una herramienta conceptual que nos permite descubrir que las identidades femeninas y masculinas no se derivan directa y necesariamente de la diferencias anatómicas entre los dos sexos.

Qué es y qué implica ser hombre o ser mujer, para la identidad personal y para los comportamientos, roles y funciones sociales, son cuestiones que no se determinan, como se había pensado milenariamente, por lo biológico. Son los usos, las costumbres sobre las formas de actuar y decir, las que moldean en cada cultura, las distintas concepciones y actitudes hacia lo femenino y lo masculino. Esta categoría, en suma, nos remite a las relaciones sociales entre mujeres y hombres, a las diferen­cias entre los roles de unas y de otros, y nos permite ver que estas diferencias no son producto de una esencia invaria­ble, de una supuesta “naturaleza” femenina o masculina.

Sin embargo, no todas las feministas comparten la idea de Rubin sobre la primacía natural del sexo y la construcción sociocultural del género. Ya en 1969, en su obra Política Sexual, Kate Millet afirma que el sexo tiene dimensiones políticas que casi siempre se desconocen.2 Algunas autoras, como Catharine McKinnon, advierten que la hegemonía de la heterosexualidad es la base del género, y usan los términos sexo y género como equivalentes.3 Otras se oponen a la idea de que el género es una construcción social partiendo de un cuerpo sexuado, y combaten la distinción entre sexo y género.4

Por otra parte, existe una tendencia, que se ha venido abriendo paso en los medios intelectuales colombianos en las últimas décadas, a diferenciar entre sexo, como lo meramente biológico, y el concepto mucho más complejo de “sexualidad”. Sexualidad, se ha dicho, es una realidad biológica, psicológica y cultural que nos refiere, no sólo a los aspectos anatómicos y fisiológicos de la reproducción, sino también a sus consecuencias emocionales y psíquicas.5 En esta definición se advierten las huellas del pensamiento psicoanalítico, donde la sexualidad se concibe como la fuente de todo goce y la base tanto de la evolución de la personalidad como del trabajo estético y científico. La sexualidad, por lo tanto, se constituye en la fundamentación inconsciente de toda la cultura.

Pero no sólo puede considerarse como cultural el aspecto psíquico de la sexualidad, aquel que tiene que ver con el inconsciente. Como veremos, se abre paso en las ciencias sociales una posición nueva sobre esta problemática, una posición desde la cual nuestras vivencias de nuestro propio cuerpo, de nuestra misma anatomía y fisiología reproductiva, nuestro placer y deseo fisiológicos, se elaboran también mediante la cultura, y son, al menos en parte, el producto de los discursos sobre ellos.

Recientemente, varias feministas han refutado el saber ya convencional según el cual el sexo es un punto de partida, un dato biológico, universal e inmutable, es decir, natural, mientras que el género pertenece al ámbito de la cultura. Con base en la visión de la sexualidad en diferentes culturas, algunas antropólogas y filósofas comienzan a cuestionar esa “verdad evidente”, la idea de que los dos sexos son una realidad biológica invariable. En este cuestionamiento encontramos la influencia de Foucault, cuyos tres volúmenes sobre Historia de la Sexualidad analizan lo sexual como un producto de discursos y prácticas sociales en contextos históricos determinados. Según este autor, el concepto de “sexo” tuvo su evolución histórica, se fue conformando a partir del siglo XVIII mediante los discursos médicos, demográficos, pedagógicos, llegando así a constituir una “unidad artificial” capaz de agrupar “elementos anatómicos, funciones biológicas, conductas, sensaciones y placeres”.6

Efectivamente, en la premodernidad, “sexo” era solamente el nombre de la diferencia sexual anatómica; hoy, en cambio, la palabra congrega toda una constelación de significados que anteriormente se designaban por medio de significantes como “genitales”, “concupiscencia”, “acto carnal”, “deseo venéreo”, “lujuria”. A partir de un proceso que Foucault detalla en el primer volumen de la obra mencionada, el concepto se desarrolló hasta convertirse en “un principio causal, un significado omnipresente: el sexo llegó así a funcionar como un significante único y como un significado universal”.7 Como nos lo explica la antropóloga feminista Henrietta Moore, “El argumento básico de Foucault es que la idea de “sexo” no existe con anterioridad a su determinación dentro de un discurso en el cual sus constelaciones de significados se especifican, y que por lo tanto los cuerpos no tienen “sexo” por fuera de los discursos en los cuales se les designa como sexuados”.8

De este hallazgo fundamental se desprenden dos ideas importantes. En primer lugar, la distinción entre sexo y género pierde gran parte de su fuerza. Partiendo de la posición de Foucault sobre la historicidad del sexo, se ha puesto en cuestión el concepto generalizado de género como algo establecido culturalmente con base en el sexo biológico. Como veremos más adelante, en su obra Gender Trouble (título que yo traduciría como El malestar en el género), Judith Butler plantea la posibilidad de abandonar la diferenciación entre los dos conceptos, o, al menos, de invertir la primacía atribuida al sexo por encima del género: no es el sexo la base biológica natural, fundamental, e invariable sobre la cual cada cultura construye sus concepciones, sus roles y estilos de género, sino que es el género cultural el que nos permite construir nuestras ideas sobre la sexualidad, nuestras maneras de vivir nuestro cuerpo, incluyendo la genitalidad, y nuestras formas de relacionarnos física y emocionalmente.

En segundo lugar, la visión histórica de la sexualidad que nos propone Foucault ha contribuido a que antropólogas como Sylvia Yanagisako y Jane Collier lleguen a afirmar que las categorías de la diferencia sexual, categorías binarias como hombre/mujer, varón/hembra, masculino/femenino, son características de nuestra cultura y no realidades universales o transculturales. No todas las culturas ven el sexo como una realidad binaria. La antropología nos presenta una gran cantidad de investigación que contribuye a que cuestionemos este “binarismo”, ofreciéndonos datos sobre categorías sexuales múltiples (un tercer y aún un cuarto sexo culturalmente reconocidos en algunas etnias), así como sobre hermafroditismo y sobre androginia.9

Henrietta Moore, por su parte, critica también el etnocentrismo de muchas descripciones antropológicas de la sexualidad. Si bien en el discurso occidental la diferencia sexual se basa en la presuposición de que el cuerpo es una entidad discreta, cerrada, sexualmente diferenciada, en otras culturas, señala la autora, no aparece la concepción del “sexo biológico binario”. En Nepal, por ejemplo, se ha reportado la existencia de un grupo que concibe los cuerpos de los sujetos de ambos sexos como una mezcla de elementos femeninos como la carne y masculinos como los huesos, de modo que “se desploma la distinción entre cuerpos sexuados y géneros construidos socialmente que usualmente aparece en el discurso antropológico”.10 Es decir, se desploma la adscripción del sexo a la naturaleza y del género a la cultura. De manera similar, en el pueblo Hua, de Papúa, Nueva Guinea, encontramos una diferenciación corporal entre los individuos de acuerdo a las cantidades de sustancias femeninas y masculinas que contengan: “Estas sustancias se consideran transferibles” entre hombres y mujeres “mediante la comida, el sexo heterosexual y el contacto casual cotidiano. Por lo tanto las categorías binarias hembra y macho no son discretas”. Por el contrario, las personas son más o menos masculinas o femeninas dependiendo de la edad, ya que “a lo largo de la vida el cuerpo integra más y más sustancias y fluidos transferidos por el sexo opuesto”.11 La idea de que los dos sexos son una realidad biológica inmutable, entonces, es una peculiaridad de nuestra cultura, y no una verdad incuestionable.

A conclusiones similares llega Thomas Laqueur en La construcción del sexo. Examinando las distintas teorías científicas sobre el sexo desde los griegos hasta nuestros días, Laqueur reconstruye la historia de las maneras de concebirlo en la civilización occidental como una serie de fluctuaciones entre dos modelos: el modelo del sexo único, y el modelo de los dos sexos opuestos e irreductibles. Estos modelos no son políticamente neutros, pues las concepciones que tengamos del sexo en un momento histórico, “sólo pueden explicarse dentro del contexto de las batallas en torno al género y el poder”.12 Las representaciones científicas de la biología de la reproducción, entonces, sufren el influjo “de los imperativos culturales de la metáfora”,13 es decir, de todo el universo simbólico que las rodea.

Laqueur nos muestra cómo diversas “cuestiones culturales y políticas relativas a la naturaleza de la mujer” han dado forma a distintas teorías biológicas sobre la sexualidad. Por ejemplo, en el discurso científico de la Antigüedad Clásica se representaba el sexo como único; es decir, se pensaba que tanto hombres como mujeres tenían el mismo sexo (masculino), con la diferencia de que los varones lo tenían plenamente desarrollado, mientras que en las mujeres los genitales se encontraban atrofiados. Tal concepción era en parte consecuencia de la ideología según la cual existía una jerarquía entre lo varonil como lo plenamente humano y lo femenil como una variante inferior. En la era moderna surge la “invención del los dos sexos, distintos, inmutables e inconmensurables”, concepción que, como hemos visto, es culturalmente determinada, y peculiar a nuestra civilización occidental. Aparece también la idea de que la sexualidad femenina, distinta de la masculina, domina totalmente a la hembra de la especie humana; la mujer no es más que sexualidad. Dicho de otra forma, “la mujer es lo que es a causa del útero”; posteriormente se llegaría a pensar que es lo que es, no debido al influjo del útero, sino “a causa de los ovarios”.14 Sexo, diferencia sexual, sexualidad, aparecen enmarcados en los discursos y las prácticas que estructuran las diferencias socio-culturales entre hombres y mujeres.

Evidentemente, aún hoy, en nuestra era supuestamente “científica”, los discursos sobre lo sexual, al menos los que circulan en los medios masivos, están igualmente sometidos al influjo de la ideología, hasta tal punto que puede decirse el pensamiento de nuestra cultura sobre la sexualidad se resiste a admitir ciertos hechos muy comunes, e incluso algunos casi universales. Nuestras concepciones “modernas” de la virginidad, por ejemplo, o de la menopausia, son consecuencia de nuestros prejuicios culturales. Piénsese, por ejemplo, que culturalmente se piensa la virginidad como una realidad femenina, que depende de la presencia o ausencia del himen, y se reconoce que el primer coito produce la ruptura de esta membrana. Sin embargo, se sabe ya que una proporción relativamente alta de las hembras humanas (alrededor de un 30%) nace sin himen, o con un “himen complaciente”, que nunca se rompe, o uno muy débil e insuficientemente vascularizado, de modo que su ruptura no produce hemorragia alguna, pero por lo general no se hace alusión a este dato ni en la vida cotidiana ni en la literatura “médica” popular. Por otra parte, una alta proporción de varones humanos nace con un prepucio cuyas características harán que se rasgue en el primer coito, produciendo un sangrado similar al de las mujeres. De nuevo, este hecho milenariamente comprobado no accede a la palabra generalizada, ni se integra al discurso cotidiano, pues no se alude a él al hablar sobre la virginidad. Es como si la evidencia, por contundente que sea, fuera anulada por la ideología.

Del mismo modo, la menopausia es una etapa de la vida de las mujeres que está bien delimitada y estudiada por la ciencia médica, mientras que la existencia del “climaterio masculino”, o “andropausia”, apenas comienza a reconocerse. Y esto a pesar de que la disminución de la potencia sexual es un hecho generalizado a partir de cierta edad, y la disfunción eréctil ocurre con cierta frecuencia. Como es bien conocido, se produce también un agrandamiento de la próstata que resulta en micciones muy frecuentes. En relación con estos hechos, además, se presentan cambios emocionales y en la conducta del varón, que por lo general incluyen una fuerte atracción hacia mujeres jóvenes. Con frecuencia se observan también otros tipos de cambios psicológicos, como tendencia a la irritabilidad u oscilaciones radicales de estados de ánimo. Sin embargo, toda esta constelación de síntomas, a pesar de que por lo general aparecen al mismo tiempo, no alcanzan a configurar conjuntamente una categoría médica bien definida como sí lo es la menopausia. La prevalencia de estos fenómenos tampoco conduce que se estudien suficientemente ni se tomen en cuenta en los protocolos médicos; por ejemplo, mientras a toda mujer en su quinta década se le prescribe rutinariamente un examen ginecológico anual, no se prescriben en la misma proporción exámenes de próstata anuales a los varones de la misma edad.

Vemos entonces que las ideas culturales sobre la sexualidad que manejamos, aún hoy, colorean incluso las actitudes de los científicos y los llevan a reconocer ciertos hechos e ignorar otros, a hacer énfasis en ciertos fenómenos mientras se hace caso omiso de otros igualmente evidentes. Podemos concluir que el sexo es también una realidad cultural como lo es el género, y que ambos interactúan de maneras que deberemos considerar.

Género, sexo y poder


Antes de plantear una nueva definición de género, tomando en cuenta esta nueva visión de las relaciones entre género y sexo, me parece importante revisar la historia del término género, es decir, la evolución mediante la cual un término que antaño designaba una simple categoría gramatical, actualmente ha pasado a convertirse en un concepto de importancia crucial para las ciencias sociales.

En primer lugar, para trazar una breve genealogía del término, debemos reconocer que en la mayoría de los idiomas de origen indoeuropeo, originalmente “género” (genre en francés, gender en inglés, gènere en italiano) nos remite a la diferencia entre palabras masculinas o femeninas. Fue en Inglaterra, en el siglo XVII, donde la palabra gender se comenzó a emplear en un sentido más amplio. Ya en 1689, Lady Mary Wortley Montagu lo emplea en uno de sus ensayos, al denunciar a su propio sexo, en una de esas frases misóginas, llenas de auto-desprecio, que son comunes en el discurso de algunas mujeres: “Mi único consuelo de pertenecer a este género (gender en el original) ha sido la seguridad de no tener que casarme con ninguno de sus miembros” (Oxford English Dictionary, Vol 4).

Joan Scott nos señala que el término genre se usó de manera similar en Francia en 1876, para hablar de la diferencia entre ser “varón o hembra”, según el Dictionnaire de la langue française publicado ese año.15 Durante la era Victoriana en Inglaterra (de 1837 a 1901), el término se usó como un eufemismo para referirse a la diferencia física entre hombres y mujeres, evitando así decir “sex”, ya que todo lo que tuviera que ver con la sexualidad era considerado de mal gusto. Gradualmente, por una de esas paradojas del léxico, la palabra se empezó a emplear para referirse a la diferencia, ya no física, sino de estilos y de comportamiento entre hombres y mujeres.

El término comenzó a ser aceptado en las ciencias sociales en este siglo. Aparentemente, los primeros en emplearla en la literatura científica fueron dos hombres norteamericanos; en 1955, el sociólogo John Mooney propone el término “gender roles” para referirse a las conductas sociales atribuidas a los varones y a las mujeres en la cultura, y esperadas de ellos y ellas. En 1968, Robert Stoller, médico psicoanalista, publica la obra Sexo y género: Sobre el desarrollo de la masculinidad y la feminidad16, donde la identidad de género aparece como un desarrollo personal a partir de una diferencia biológica. Esta obra, según Amparo Moreno, “inaugura la corriente de estudios sobre género que ha causado un impacto decisivo en los medios académicos”.17 Pero son las feministas quienes se esfuerzan por delimitar los alcances del término, así como de explorar a fondo sus potencialidades.

En 1975, la antropóloga norteamericana Gayle Rubin publica su artículo “El tráfico de mujeres: Notas sobre la economía política del sexo”, donde aparece la primera definición feminista del “sistema sexo/género”, a la cual nos referimos anteriormente. La definición posterior de Joan Scott, publicada en 1986, nos habla de género como “un elemento constitutivo de las relaciones sociales que se basa en las diferencias entre los sexos” y “una forma primaria de las relaciones de poder”.18 En la visión de Scott, el concepto de género nos remite una realidad cultural muy amplia, que pudiera pensarse que contiene al sexo; al mismo tiempo, la autora habla del sexo como si antecediera al género, como si fuera un hecho básico, universal, natural. En este aspecto, podría decirse que su definición debe ya ser superada.

Sin embargo, la definición de Scott ha adquirido gran importancia en los estudios de género, pues a ella le debemos el concepto de la transversalidad del género, es decir, la omnipresencia de este elemento cultural. A partir del artículo fundamental de esta historiadora feminista, se comienza a develar que el género, al igual que la clase social y la etnia, está presente de manera transversal en todas las relaciones sociales.19 Además, su definición tiene la virtud de remitirnos inmediatamente a la dimensión política, pues la autora señala que el género es la forma primaria mediante la cual aprendemos lo que es el poder. Evidentemente, es en las relaciones familiares, viendo cómo se relacionan padre y madre, hermano y hermana, donde observamos desde la infancia el significado concreto de este término. Por otra parte, las relaciones entre hombres y mujeres sirven de significante simbólico del poder en los discursos políticos, como se advierte en los análisis que Scott nos presenta del uso frecuente de alusiones a la supuesta femineidad del adversario para ridiculizarlo.

Ahora bien, Scott se refiere a las relaciones de poder partiendo de la concepción revolucionaria del término que nos ha legado Foucault. Vale la pena detenernos un momento en lo que implica esta concepción.

Para Foucault, el poder no se define fundamentalmente como una realidad política, que emana de las armas (recuérdese la célebre frase de Mao Tse Tung: “El poder sale de la boca de los fusiles”), ni como una realidad fundamentalmente económica. Tanto en la definición política como en la económica, el poder aparece concebido como una pirámide, pues se concentra en las capas altas, cuyos miembros son muy pocos, y se va diluyendo a menudo que se desciende en la escala social. Al mismo tiempo, las clases van siendo más numerosas al acercarnos a la base de la pirámide, donde se encuentra la población más desprovista de poder de toda la sociedad. Para Foucault, en cambio, el poder se maneja en gran parte mediante los discursos: quienes definen los términos y quienes los emplean, están involucrados/as en el juego del poder.20

Podemos entender mejor este planteamiento analizando la crítica de Foucault a la concepción del poder como “represión”, que se debe fundamentalmente a la posición psicoanalítica freudiana y posteriormente de Reich.21 Para Foucault, la prohibición de referirse a la sexualidad, en vez de tender a eliminar su presencia explícita y sepultarla en el inconsciente, conduce a una proliferación de discursos socioculturales sobre lo sexual. Por eso el poder se ejerce mediante una red de discursos y de prácticas sociales. Según Foucault,
en cualquier sociedad múltiples relaciones de poder atraviesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social. Estas relaciones de poder no pueden disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento de los discursos.22
Por otra parte, para Foucault el poder opera mediante leyes, aparatos e instituciones que ponen en movimiento relaciones de dominación. Pero esta dominación no nos remite al viejo modelo de una subyugación sólida, global, aplastante, que sobre la gran masa del pueblo ejer­cen una persona o un grupo que centralizan el poder. El gran descubrimiento de Foucault fue que el poder lo ejercemos todos de múltiples formas en nuestras interrelaciones, pues se maneja por medio de una red de relaciones que atraviesa todos los ámbitos, todos los niveles sociales, y donde todos y todas estamos activamente presentes. El poder circula entre todos nosotros, los subordinadores y los subordinados, que además podemos serlo de diversas maneras e intercambiando estos dos roles según el tipo de relación de que se trate. Una dama burguesa, por ejemplo, puede ejercer una dominación sobre sus sirvientes, a la vez que verse subyugada por su marido, o su amante. Un obrero puede padecer una subordinación ante el jefe, pero ejercerla ante su mujer y sus hijos. Una madre puede repetir con sus hijos la dominación que padeció, y quizá aún padece, a manos de su propia madre. Esto se debe a que el poder se maneja en gran parte mediante el uso de la palabra, tanto en el ámbito de la comunicación cotidiana como de los discursos científicos en los cuales se producen definiciones que estructuran nuestras maneras de concebir el mundo y de relacionarnos con él.

Del poder participan hasta los mismos dominados, quienes lo apuntalan y lo comparten, en la medida en que, por ejemplo, repiten los dichos, las ideas que justifican su propia domina­ción. Esta, entonces, se organiza mediante una estructura de poder cuyas ramificaciones se extienden a todos los niveles de la sociedad. La mejor dominación, la más eficiente, es la que se apoya en miembros del propio grupo subyugado; es por esto que los esclavistas siempre eligen a sus capataces entre los mismos esclavos, así como las familias patriarcales siempre dependen de mujeres (madres, abuelas, tías) para mantener el control sobre las niñas y las jóvenes. Y no sólo ellos, sino también aquellos que están muy lejos de tener el derecho a esgrimir el látigo, hacen circular el poder que los domina, y se invisten en él, convirtiéndose en cómplices de su propia dominación al hacer uso de los discursos y las prácticas que la justifican y perpetúan.

En esta nueva perspectiva sobre las relaciones de poder, las víctimas tradicionales dejan de parecernos tan sufridas e inocen­tes, pues empezamos a descubrir su participación en apoyo a los victimarios. En la medida en que los dominados ejercen un poder sobre sus pares, o cuando aceptan y promueven sus propios roles en las relaciones de poder, ejercen también una auto-domina­ción, pues contribuyen a la consolidación del poder que los subyuga. Por eso, tanto las mujeres que hacen ciencia partiendo de premisas sexistas, como las que escriben platitudes para las revistas femeninas, o las que emplean los esquemas misóginos de su profesión en lo que dicen o escriben, o las que murmuran contra sus vecinas, o las que sencillamente repiten el refrán que apuntala las relaciones tradicionales de género; todas ellas, a la vez que contribuyen a su propia subordina­ción, están usufructuando el mismo poder que las subyuga como mujeres, compartiéndolo fugazmente, en la medida en que aparecen como aliadas de los dominadores. En esta nueva perspectiva, la concepción misma del viejo término, “patriarcado” tiene que revaluarse; no podemos ya concebir a las mujeres como las impotentes víctimas de un orden masculinista monolítico y aplastante. (Hay otras razones para cuestionar este concepto, como veremos más adelante). Si el término “patriarcado” va a mantener­se, debe repensarse como la jerarquía de género en la cual prima el varón, en parte con la anuencia y la complicidad de muchas mujeres en muchas ocasiones. Por más que nos duela abandonar la vieja visión de las cosas, sólo podremos romper el yugo de nuestra subordinación aceptando el aporte que nosotras mismas hacemos a la consolidación de ese yugo.

Tampoco se trata de culpabilizar a los/las subodinados/as por razón de género, raza o clase, ni de trasladar la culpa de los victimarios a las víctimas. Se trata, más bien, de comprender que debemos dejar de interpretar la subordinación en términos de culpa, a fin de aprender a reconocer la culpa como uno de los mecanismos de dominación. Se trata de trascender las viejas explicaciones en términos moralistas para acceder a una concepción de las relaciones de poder que nos acerque a sus mecanismos ocultos, escondidos, muchas veces, en los resortes más íntimos de los saberes y los discursos cotidianos.

Para algunas personas, tal concepción puede pecar de pesimista, al considerar a quienes son objeto de la subordinación como sujetos activos en ella. Sin embargo, estas concepciones no son incompatibles con la noción de resistencia. Los/as subordinados/as no son sólo actores que contribuyen a agenciar su propia dominación; son también, y casi que inevita­blemen­te, luchado­res que se resisten de múltiples maneras a la subyuga­ción que padecen. Estas resisten­cias, en gran parte puestas en juego en el escenario de los saberes y los discursos, no son siempre evidentes, ni aún deliberadas, pero sí alcanzan, mediante un efecto momentáneo o acumulativo, una cierta eficacia. Ellas incluyen, en el caso de las relaciones de género, no sólo acciones o discursos políticos o académicos influidos por ideas feministas, sino también ciertas formas de complicidad entre dominados (por ejemplo, la momentánea o reiterada laxitud de la madre ante algunas formas de rebeldía sexual de su joven hija), y ciertos tipos de discursos cotidianos (tales como relatos, chistes, "chismes", incluso, en los cuales se minimiza o se hace mofa del poder patriarcal). Las estructuras de poder se reacomodan, es cierto, tratando de asimilar y así de neutrali­zar cualquier resistencia, pero ese mismo esfuerzo por cooptar o por contrarrestar la oposición implica desplaza­mientos que tarde o temprano producen grietas en las estructuras existen­tes, grietas que pueden ir agrandándose.

Desde esta perspectiva, son los saberes y los discursos los que fundamentalmente permiten crear, afianzar y sostener las relaciones de poder. Partiendo de esta visión, podemos esbozar una nueva definición de género, recordando al mismo tiempo el cuestionamiento que presentamos anteriormente del etnocentrismo de nuestra visión occidental contemporánea del “sexo” como una realidad universal. A pesar de que nos parezca “auto-evidente” la idea de que siempre han existido sólo dos sexos, esta misma idea es un producto de nuestra cultura, como lo es la idea de que el sexo es “natural”. Sabemos que en el mundo físico se presentan tantas excepciones al supuesto “binarismo” sexual, que más bien debemos pensar en el sexo como una gradación y no como una disyuntiva entre dos unidades discretas. Por otra parte, en algunas culturas este hecho está reconocido y aceptado, de modo que no se designan y reconocen solamente dos sexos sino tres, cuatro o más. Como lo afirma Judith Butler:
No debe concebirse el género como la mera inscripción cultural de significado sobre un sexo pre-establecido . . .; el género debe también designar el mismo aparato de producción por medio del cual se establecen los sexos. Como resultado, el género no es a la cultura como el sexo es a la naturaleza ... el género es el medio discursivo/cultural por medio del cual se produce una “naturaleza sexuada” o un “sexo natural”, y se establece esta naturaleza y este sexo como “prediscursivos”, o previos a la cultura, como una superficie políticamente neutra sobre la cual actúa la cultura 23
Género, entonces, es el sistema de saberes, discursos, prácticas sociales y relaciones de poder que les da contenido específico al cuerpo sexuado, a la sexualidad y a las diferencias físicas, socioeconómicas, culturales y políticas entre los sexos en una época y en un contexto determinados. Vemos así que toda la constelación de elementos que hoy se llaman “sexualidad”, desde las diferencias anatómicas entre hombres y mujeres, hasta sus relaciones afectivas, pasando por su orientación sexual, estarían en parte contenidos en la categoría de género.

Evidentemente, los cuerpos existen en el mundo físico, y las llamadas “ciencias naturales” tiene mucho que decirnos sobre sus características biológicas. Sin embargo, las ciencias no están exentas de la influencia de las concepciones ideológicas de la cultura. En otras palabras, todo lo sexual sería un producto de la interacción entre la realidad genético-biológica y los discursos y prácticas culturales.

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