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fecha de publicación17.01.2016
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NADIE TRADUCE COMO BORGES

ProZ.com, 25.VIII.06

Mi conferencia tendrá dos partes: una primera, breve, sobre lo que este foro implica para mí, sobre lo que me he detenido a pensar a partir de la realización misma de este foro. La segunda –que no está desconectada de la primera- abordará algunas cuestiones sobre Borges-traductor.
La defensa militante de la identidad profesional, como se sabe, puede terminar en el corporativismo. Sin embargo, entre los traductores, las reivindicaciones “corporativas” muchas veces tiran para los cuatro costados, como los caballos de Tupac Amaru, al menos en la Argentina. La reivindicación corporativa desmembra a los traductores públicos de los traductores literarios, decapita a los traductores técnicos y científicos, y el cuerpo, ya cadáver, debe hallar en sus sobrevivientes –o sea, fuera de él– la significación de su sacrificio. El afuera es, en este caso, el modo en que el público o la opinión pública concibe la importancia, las competencias, las particularidades del traductor, como género que cada especie quiere apropiarse, sobre todo rondando el 30 de septiembre, efemérides de San Jerónimo.
Este foro aspira, creo, a reunir ese cuerpo desmembrado a partir de dos hipótesis fuertes. Primera hipótesis, que hay lazos identificables entre, por ejemplo, el traductor al checo de Borges y el traductor de un pasaporte argentino al checo, o, también, de un pasaporte chino al danés –todas las combinaciones de lenguas nacionales son posibles-. Segunda hipótesis, que esos lazos son tan fuertes que un traductor literario no debería experimentar extrañeza por la participación, en un foro que convoca a traductores, de alguien que tiene una visión normativa de la lengua. En ese caso, el traductor literario estaría obligado a que la idea –difundida y aceptada sin más- de que un traductor literario es un escritor conviva con esta otra: es dable que alguien venga a decirle cómo escribir correctamente. Llegado este punto, entonces, tengo, tenemos que preguntarnos: ¿qué tipo de escritor es el traductor literario que debe tener tan presentes las gramáticas y los manuales de estilo, a diferencia de los “verdaderos” escritores?
Por otra parte, el traductor de un documento –una patente, una ley, un pasaporte, un acta de defunción- también tiene que preguntarse cuáles son los lazos que lo unen a un traductor que viene a este foro a discurrir sobre traducciones que Borges hizo antes de 1940.
En “Las alarmas del doctor Américo Castro”, ensayo incluido en Otras inquisiciones, Borges da algunas pistas sobre estas preguntas que dejo planteadas; los invito a que lo lean en español o en sus respectivas lenguas, ya que me alejaría del tema si lo parafraseara o comentara.
Y ahora, mi conferencia.
Cuando se construye un edificio o una casa, hay una serie de armazones provisorias que sirven como apoyo a la construcción verdadera, la que permanecerá. Una vez que esta está terminada se desmonta todo ese andamiaje, que es un rastro de la génesis -o “la trastienda”- de la construcción. Si me permito esta analogía es porque voy a dar una génesis de esta conferencia; en otras palabras, voy a exponer el andamiaje intelectual que estuvo en su origen antes de desmontarlo.
Recientemente tuve oportunidad de conocer la opinión del escritor argentino Ricardo Piglia sobre algunas de las hipótesis de mi libro, La Constelación del Sur, sobre todo, las hipótesis que autoriza la elección de los traductores que en él estudio. No voy a abundar sobre el escritor y crítico Ricardo Piglia, porque en realidad sirve aquí como excusa de algo que no puedo dejar de plantearme. Para Piglia, mi libro es una muestra de que así como hay una crítica de escritor que es diferente de la crítica del crítico, hay una traducción de escritor, que es diferente de la traducción del traductor. No es un juego de palabras, es una posición que existe, que es rastreable y con la cual los traductores literarios nos enfrentamos todos los días.
Piglia es, quizá, el escritor argentino que –junto con Borges- más se ha preocupado por establecer cánones y tradiciones en la literatura argentina en su conjunto, de allí que tenga tanto peso en la crítica, además de la narrativa. Piglia ha establecido ciertas diferencias entre la crítica literaria que escribe el escritor y la que escribe el crítico: las primeras –las críticas de escritores- se ocuparían de ciertos problemas compositivos de la obra; además, tenderían a establecer un canon o un sistema valorativo de poéticas en los cuales la poética del propio escritor queda en un lugar privilegiado; sería una crítica interesada (en el fondo, desde luego, todas las críticas lo son). Piglia es, justo es decirlo, completamente honesto: el escritor hace crítica, ante todo, para propugnar su propia concepción de lo literario, para que su literatura ocupe un lugar destacado y, en lo posible, nuevo, en el campo literario en el que produce.
Entonces, Ricardo Piglia leyó en mi libro la siguiente tesis: así como –según su concepción- la crítica de escritor difiere de la crítica del crítico, también la traducción del escritor difiere de la traducción del traductor. Es una lectura posible, que mi libro autoriza, dado que elegí analizar traducciones de tres traductores-escritores –Borges, Victoria Ocampo y José Bianco-. Y, sin embargo, no era esa la intención de mi investigación.
Más bien intenté ver de qué modo ciertas traducciones realizadas en la Argentina ponían de manifiesto y, a la vez, intervenían en algunos debates que se estaban produciendo en la literatura argentina en el momento de auge de la industria editorial durante el siglo veinte: la figura de escritor, la motivación realista y la motivación psicológica, el imaginario urbano, la capacidad de absorber las novedades formales y temáticas extranjeras, el problema de la lengua literaria.
Todos esos debates están presentes con gran intensidad en la propia obra de Borges, tanto en sus poemas como en sus cuentos y ensayos y, según la hipótesis que personalmente intenté defender, también en sus traducciones. En una traducción, encontrar los rastros de esos debates no tiene que ver con el material literario, sino exclusivamente con la escritura. De allí, la dificultad y, por eso mismo, porque es más difícil, más revelador es el hecho de encontrarlos. El tesoro más valioso –como se sabe- es aquel que más celosamente se oculta.
Con respecto a mi análisis de las traducciones de Borges, quiero precisar algunos supuestos teóricos y algunas cuestiones metodológicas que de ellos derivan.
Mi conferencia de hoy halla su razón de ser en el supuesto de que toda traducción está tensionada por dos fuerzas que pueden ser más o menos potentes según el momento histórico en que se realiza esa traducción o el tipo de texto que se traduce: esas dos fuerzas son la adecuación de la traducción al texto fuente u original y la aceptabilidad de esa traducción en la cultura meta o receptora. Doy dos ejemplos antitéticos: el de adecuación máxima al texto fuente: las traducciones hiperliterales que Hölderlin hizo de Sófocles; un ejemplo de aceptabilidad máxima en la cultura meta: les belles infidèles del siglo de Luis XIV.
Hace ya algunos años, el crítico francés Philippe Hamon demostró que el discurso realista es un discurso altamente presionado o constreñido por numerosas reglas compositivas y temáticas. Es que la apariencia de realidad no se logra “naturalmente” o -para decirlo con una boutade-, la novela realista es lo menos real que hay. Por eso mismo, por la serie de restricciones que tienen las novelas realistas decimonónicas para ser realistas, es posible leer en ellas marcas ideológicas muy fuertes de la época en que fueron escritas. Transpolemos este hecho a la traducción: para que la traducción “no se note”, para que –según ese mandato que es preciso revisar- la traducción se lea como un texto escrito directamente en la lengua meta, o, en otras palabras, para que sea totalmente aceptable en la cultura receptora, el traductor tiene que hacer infinitas operaciones sobre el texto fuente. Tal, el caso de las bellas infieles. En las traducciones de Borges pretendo ver cuáles son las marcas que dejan en ellas las posiciones que él defiende en los debates sobre la literatura argentina a los que hice referencia.
Otro supuesto teórico del que parto es que traducción y crítica están fuertemente relacionadas. Una y otra son prácticas discursivas que operan sobre la legibilidad de un discurso previo: una traducción de un texto lo vuelve legible en la cultura receptora y una crítica también. André Lefevere, teórico de la traducción, incluyó a una y otra –traducción y crítica- en la categoría de las “refracciones”, noción que también es aplicable a otras prácticas, además de la traducción y la crítica: la historiografía, la divulgación científica, la docencia, la producción teatral; en síntesis, se trata de prácticas discursivas gracias a las cuales un texto de partida puede ser leído en un nuevo contexto, o en un contexto ampliado. Traducción y crítica son, claramente, factores de legibilidad de un texto literario en una cultura determinada. En una palabra, he tratado de vincular aquí estas dos refracciones en Borges.
Otro supuesto del que parto en esta conferencia es que un texto traducido no tiene por qué tener en la cultura receptora un lugar homólogo al que tuvo en la cultura de origen. Muchas veces funciona como un ready-made, a la manera del mingitorio de Duchamp, o como un objet trouvé. La crítica y narradora argentina Sylvia Molloy argumenta de manera muy convincente que Borges es un especialista en objets trouvés. Uno de los principios de su poética es, precisamente, desplazar objetos. Recuerden, en el Evaristo Carriego de Borges, “Inscripciones en los carros”, o, según el primer título que le dio a esa parte del ensayo-biografía: “Séneca en las orillas”: poner una inscripción popular en el contexto de una lectura del poeta Robert Browning (o viceversa), genera un sentido distinto, precisamente por el cambio de ubicación, de contexto. O también, el transplante sangriento del relato bíblico de la crucifixión a la pampa argentina, en “El evangelio según Marcos”. Allí, el estudiante Spinoza les lee la Biblia a los Gutres –ellos también han sufrido un cambio de contexto; en Escocia eran, seguramente, the Guthries, protestantes, asiduos lectores de la Biblia, y temerosos de Dios-. Ellos, los Gutres del cuento, al traspolar el relato del martirio de Jesús a la barbarie gaucha, en lugar de hacer una lectura alegórica, terminan crucificando al joven que les trae la palabra de Dios.
En cuanto a lo metodológico, estos supuestos tienen consecuencias importantes. Pretendo no leer las traducciones de Borges desde un punto de vista normativo (“qué es una buena o una mala traducción”) –y mucho menos hagiográficas: “qué gran traductor, o qué traductor insuperable fue Borges”-, sino desde un punto de vista propiamente crítico, interpretativo. Sobre todo, pretendo evitar una crítica que entrañe una especie de petición de principio: “Borges traduce bien porque es Borges”. Esto que puede causar gracia ocurre con mayor frecuencia de lo que se cree: “¿Qué traductor, por abnegado y sabio que fuera, podría superar a un artista en comunión con otro?”, afirma María Luisa Bravo, una de las primeras críticas que analizó la traducción de Borges de The Wild Palms de William Faulkner. O “Borges mantiene el estilo musical y los patrones fónicos del Orlando”. De paso, señalo que esta última afirmación trae aparejada una cuestión particularmente contenciosa: la de las relaciones entre sentido y sonido, esto es, el secular problema que Roland Barthes llamó “cratilismo”, y sobre el que no me extenderé aquí pero que, para un traductor, podría formularse de la siguiente manera: ¿cuáles son las hipótesis del traductor en cuanto a los vínculos entre la prosodia y el sentido? Determinada aliteración, por ejemplo, la famosa aliteración de la sibilante en Fedra de Racine o el verso: “la pomposa rosa Pompadour” del poeta nicaragüense Ruben Darío.
Otro rasgo metodológico de mi análisis consiste en evitar una crítica de las traducciones de Borges a partir de la lectura literal de lo que él ha afirmado sobre la traducción en general. Me parece que una parte del problema de la crítica –o de algunos críticos- con Borges es que le cree literalmente todo lo que dice. Por ejemplo, en las “Versiones homéricas” aparece la citadísima frase: “Ningún problema tan consustancial con las letras como el que propone una traducción”. “Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H –ya que no puede haber sino borradores.” Si uno lee literalmente el comienzo de este famosísimo ensayo y le asigna a “borrador” el carácter de sinónimo funcional de “traducción”, todo pasa a ser traducción. Toda reescritura, relectura, revisión –sabemos que Borges permanentemente revisó su obra- se convierte así en una “traducción”. Mi idea de traducción es, en este sentido, estricta, y corresponde a la transposición interlingüística.
Un corolario de lo anterior consiste en seleccionar qué voy a tener en cuenta para analizar las traducciones. Como dije en el punto anterior, en principio descarto lo que él afirmó sobre la traducción en general, y me aboco más bien a ver cómo tradujo. En cuanto a los paratextos de traducciones, su elección siempre es delicada: el prólogo del traductor es casi un género per se, porque en él el traductor tiende a disculparse, siempre ensaya una captación de la benevolencia del lector, demostrando la eminencia del autor, la dificultad del texto, la necesidad de haberse documentado y haber leído toda la obra del autor traducido. Por suerte, Borges escribió numerosos prólogos y sabemos que no tiene la costumbre de endiosar al escritor analizado o traducido.
Pero volvamos al ready-made, o al objet trouvé: un objeto cambiado de lugar se resemantiza, precisamente, por la nueva e inesperada ubicación. El lugar de Las palmeras salvajes en la narrativa de William Faulkner para un rioplatense no es en absoluto el lugar que tuvo para el mundo anglófono; del mismo modo, el lugar de Orlando en la narrativa de Virginia Woolf para un argentino y para muchos latinoamericanos no es el que le dio la crítica anglosajona. Una y otra novela, objets trouvés procedentes de la literatura norteamericana e inglesa, respectivamente, se resemantizaron al insertarse en la cultura rioplatense, y en esa resemantización influyó decisivamente Borges, como traductor y como crítico.
The Wild Palms es la primera novela que Faulkner publica luego del Premio Nóbel. La crítica anglosajona no suele incluirla entre sus obras más destacadas; ni en ese momento ni ahora: la editorial que editó toda su obra en Estados Unidos, Random House, editó no hace mucho los cuentos completos de Faulkner, y ahí, en la contratapa, en la lista de novelas de Faulkner no la menciona. Para un argentino –me animaría a decir, para un rioplatense-, sin embargo, Las palmeras salvajes es la novela más conocida de Faulkner.
Cuando una traducción es primera versión de un texto o de un autor en una lengua determinada arma en la cultura receptora una manera de leer a ese autor. En el caso de Faulkner y Las palmeras salvajes, también influye que el traductor sea Borges, no porque traduzca “bien” o “mal” sino por la legitimidad que tiene su nombre, de allí que el problema de la atribución me parezca en cierto modo secundario. Secundario para indagar cómo fueron leídas esas traducciones, y no cómo fueron hechas, problema de la crítica genética, o de la propiedad intelectual. Como se sabe, en algunas de las entrevistas que concedió durante su vida, Borges deslizó la idea de que en realidad era su madre, Leonor Acevedo, la autora de alguna de las traducciones que le atribuían. Creo que es preciso no olvidar que los textos circulan como objetos: libros, y que el nombre de Borges en una tapa influye en la circulación de ese objeto y, desde luego, en la lectura que se hace del texto. Aquí es donde polemizo abiertamente con Ricardo Piglia y con todos los que prefieren una “traducción de escritor” –como prefieren la “crítica de escritor”: la preferencia tiene que ver con una forma de leer y no necesariamente con un rasgo intrínseco de su factura.
Es importante reparar en la estructura de Las palmeras salvajes. Se divide en dos historias sin relación entre sí que se alternan mecánicamente: “Palmeras salvajes”, “El Viejo”. La historia que da nombre a la novela es la que la crítica anglosajona celebró: una historia de amor en medio predominantemente urbano, que responde a un tópico de la literatura y de la crítica: la ciudad como nueva Babilonia. De hecho, el primer título que Faulkner pensó para esa novela era una cita bíblica en la que los judíos refieren su lealtad a su tierra durante el cautiverio en Babilonia: “If I forget thee, Jerusalem”. A Borges es la historia que justamente no le gusta; lee gusta la otra, sobre dos evadidos de una prisión en la zona del Misisipi, más afín con los héroes de Historia universal de la infamia, su primer libro de relatos.
Esta valoración diferencial se ve en una de sus estrategias como traductor: exotiza el léxico en la parte que no le gusta; aclimatación léxica en la parte que le gusta. Dicho de otro modo: incluye préstamos en bastardilla en “Palmeras salvajes” y localismos rioplatenses en “El Viejo”.
The Wild Palms
La bastardilla funciona como una denegación de la ciudad moderna: incluyo en mi discurso la palabra del otro pero pongo con ella distancia, la deniego, en el sentido freudiano del término. Esta denegación está presente en el poema que abre Fervor de Buenos Aires, “Las calles”: “Las calles de mi ciudad/ ya son mi entraña./ no las ávidas calles,/ incómodas de turba y ajetreo.” Es que Borges poeta, en la década de 1920, construye una ciudad de Buenos Aires que ya no existe: una Buenos Aires con calles sin vereda de enfrente. De allí, el gesto de la bastardilla para los realia típicamente urbanos: los vinculados con el deporte, por ejemplo; los espectáculos deportivos masivos son un fenómeno urbano.
Pasemos al caso de Virginia Woolf. Hay dos novelas que cimentaron el lugar inconfundible de Virginia Woolf como narradora: Mrs Dalloway, To the Lighthouse. En ellas, el procedimiento predominante es el discurso indirecto libre –que tendrá una puesta en escena nuevamente espectacular en una novela posterior, The Waves. La crítica anglosajona celebró Mrs Dalloway y To the Lighthouse como muestras excelsas de la nueva manera de plasmar la vida, la realidad: la profusión de puntos de vista, la casi ausencia de un narrador-organizador; todos esos procedimientos –correlatos literarios de una teoría bergsoniana de la percepción- eran los únicos capaces de dar cuenta de la vida y la subjetividad modernas en su fragmentación y complejidad. Para esa crítica, como dije antes, Orlando fue apenas un divertimento, que supuso un descenso en la calidad narrativa de Woolf. Para Borges-crítico, Orlando es la mejor novela de Woolf, precisamente porque no es realista y porque puede leerla en clave antipsicológica: “la magia, la amargura y la felicidad colaboran en ese libro”. Borges no lee Orlando poniéndola en relación con las “grandes novelas” de Woolf, sino con un antecedente que arma otra tradición: el Tristram Shandy, de Lawrence Sterne. Y eso se ve en el modo en que traduce las intromisiones del narrador.

Orlando



Cuando se relevan todas las intromisiones del narrador, se descubre algo sorprendente. Borges tradujo siempre de manera de resaltar la intromisión del narrador, y aun de desambiguar los casos ambiguos entre intromisión del narrador y discurso indirecto libre del personaje: ante la duda, incluyó paréntesis o guiones, de modo de dejar bien en claro que el que toma la palabra es el narrador intrusivo, y no se trata del punto de vista del personaje. La imitación de la subjetividad que supone el discurso indirecto libre lo tiene sin cuidado; como se sabe, Borges hizo constantemente una profesión de fe antirrealista – antipsicológica. Una novela psicológica era para él algo informe donde podían encontrarse “suicidas por felicidad” y “asesinos por benevolencia”.
Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción.

J.L. Borges, “Las versiones homéricas”

“Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H –ya que no puede haber sino borradores.”
J.L. Borges, “Las versiones homéricas”

Préstamos en la traducción de The Wild Palms

W. Faulkner, Las palmeras salvajes, trad. J.L. Borges, Buenos Aires, Sudamericana, 1940.1

Las palmeras salvajes

“Palmeras salvajes”

“El Viejo”


pyjama

gumbo

sweater

pic-nics

smoking

trust

overall

chewing gum

chewing-gum

cocktails

coiffure

Kodak

goal

half-back

team

amateur

highballs

ginger ale

barmen

clackers

pull-man

boy-scout

base-ball

troupe

ping-pong

O.K.

hall

cow-boys

barman

palm-beach

dump

overall

bayou

sandwich



Las calles de mi ciudad

ya son mi entraña.

No las ávidas calles,

incómodas de turba y ajetreo.

J.L. Borges, “Las calles”

Traducción de algunas de las intrusiones del narrador en Orlando

Virginia Woolf, Orlando, Buenos Aires, Sur, 19382



Orlando (original)

Orlando (traducción de Borges)


alas!
... the great increase of rocks in Derbyshire was due to no eruption, for there was none, but to the solidification of unfortunate wayfarers

When the boy, for alas, a boy it must be –no woman could skate which such speed and vigour–

To put it in a nutshell, leaving the novelist to smooth out the crumpled silk and all its implications, he was a nobleman afflicted with the love of literature

Next morning, the Duke, as we must now call him, was found by...

Hide! Hide! Hide! Here they make as if to cover Orlando with their draperies

But if one has been a man for thirty years or so, an Ambassador into the bargain, if one has held a Queen in one’s arms and one or two other ladies, if report be true


¡ay de mí!
... el notable aumento de rocas en determinados puntos de Derbyshire se debía no a una erupción (porque no la hubo), sino a la solidificación de viandantes infortunados
Cuando el muchacho –porque, ¡ay de mí!, un muchacho tenía que ser, no había mujer capaz de patinar con esa rapidez y esa fuerza
Para decirlo de una vez (dejando al novelista la tarea de alisar la seda arrugada y sus complicaciones), Orlando era un hidalgo que padecía del amor de la literatura
Al día siguiente, los secretarios del Duque (como debemos llamarlo ahora), lo hallaron...
“Ocúltate, ocúltate, ocúltate.” (Aquí hacen el ademán de cubrir a Orlando con sus velos)
Pero si durante treinta años uno ha sido hombre, y para colmo Embajador, si uno ha tenido a una Reina entre sus brazos y una o dos damas de menor alcurnia (según dicen las crónicas)



1 Publicado en P. Willson, La Constelación del Sur, op. cit., p. 179.


2 Publicado en P. Willson, La Constelación del Sur, op. cit., pp. 153-154.




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