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RELIGIÓN Y DIVERSIDAD SEXUAL(Reflexiones y propuestas de un presbítero católico) CONTENIDOIntroducción
Introducción “¿Y ahora qué hago? He caminado con usted un largo tramo. Trato de entender su posición: es usted un sacerdote y no puede ir más allá de lo que la iglesia le permite. Pero mientras tanto, ¿yo qué hago? En mis confidencias he recorrido con usted mi infancia y mi adolescencia: Nadie me violó, nadie me sedujo, yo solito fui dándome cuenta de qué era lo que sentía y quiénes eran los que me gustaban. ¿A quién echarle la culpa? Usted me enseñó que el único camino para ser feliz era atravesar por la espesa bruma de la auto aceptación. Que nada ganaría negando mi realidad, pretendiendo huir de ella. Ahora me dice que no hay nada malo en ser gay, pero que no puedo acostarme con nadie... ¿quién le dice a usted que Dios quiere que yo sea un ermitaño o, al menos, un hombre solitario?” “Yo sostengo que lo que su iglesia dice en sus documentos no es otra cosa que dorarle la píldora a los homosexuales. Decir que no hay pecaminosidad en ser homosexual, pero que los actos homosexuales sí son pecaminosos equivale a un papá que le dice a su hijo: ‘No hay nada de malo en que quieras ser músico. Es más, estoy contento de que hayas nacido con alma de músico... pero, ¡cuidadito con tocar ningún instrumento!... y que digo tocar algún instrumento, ¡ni siquiera pienses en notas musicales!’ Como usted verá, valiente ayuda nos dan sus documentos pastorales...” “Soy una mujer religiosa. Crecí desde mi infancia rodeada de rezos y devociones. Es algo que llevo en el corazón. Cuando descubrí mi orientación sexual una de las cosas que más me dolió fue alejarme de la Misa y de la Comunión. Tengo 14 años de vivir una vida estable con mi pareja. En medio de muchas dificultades, a pesar de los defectos de cada una, hemos logrado vivir cada una para la otra, en fidelidad y en ayuda mutua. Lo he consultado con muchos sacerdotes antes de venir con usted. No hay noche en la que no llore cuando hago oración: ¿Señor, por qué no puedes quererme siendo como soy? ¿por qué tengo que dejar de ser yo misma para poder recibirte en la comunión? Mi pareja no era muy religiosa, pero no estaba contra la iglesia. Ahora, al ver mi sufrimiento, ha cobrado un resentimiento muy grande contra la religión. Yo le digo que Dios es mucho más que la iglesia, pero lo digo sólo para que su rencor no aumente. En realidad, también yo comienzo a sentir cierto resentimiento, y no quiero alejarme más de Dios. ¿Quiere usted explicarme por qué Dios no se apiada de nosotras?” “Yo vine a este encuentro un poco obligado por mi pareja. Es cierto, fui seminarista, pero hace mucho tiempo que la religión católica ha dejado de ser mi religión. No puedo seguir en una comunidad que me ha despreciado y que me ha hecho sentir que no valgo nada, que soy una basura. Tengo muchos amigos curas, algunos de ellos homosexuales. Yo no he querido vivir una vida doble. ¿La iglesia no me quiere? ¡pues yo tampoco la quiero a ella! No la necesito. El evangelio dice muy claramente qué es lo que se tomará en cuenta a la hora de estar frente a Dios en el juicio final: dar de comer al hambriento y de beber al sediento... Las demás cosas las ha inventado la iglesia para controlar a la gente. Yo creo que a la iglesia le irá muy mal en el examen final: ha sido todo, menos misericordiosa. Y con los homosexuales, menos”. “Tenía 25 años cuando me dieron el diagnóstico. Desde eso sé que tengo VIH/Sida. Mi compañero no ha querido abandonarme, aunque yo le he dado libertad para rehacer su vida. “Mi vida eres tú”, me dijo en una ocasión que lo invité a irse. Para mí no hay rostro más revelador de Dios que el suyo: ha sabido quererme en las buenas y en las malas. ¿La religión? Cuando pasamos apuros económicos y necesité estar en un albergue, fuimos a un albergue católico. No quisieron dejar que mi pareja me visitara o que estuviera a mi lado en los momentos de gravedad. Dejamos el albergue. Gracias a Dios otra gente nos ayudó. Si para que me atiendan en un albergue católico debo abandonar a mi pareja, entonces prefiero no ir al albergue y, en cambio, morir en sus brazos. Gracias a Dios no todos los albergues pertenecen a la iglesia y hay muchas otras personas a las que no les interesa si eres gay o no. Eres un enfermo que necesita ayuda y eso basta”. “Empecé a darme cuenta que mi hija tenía una relación ‘especial’ con su amiga cuando mi marido me regañó porque no la cuidaba lo suficiente. ‘En todo el barrio circula el chisme de que tu hija es lesbiana’, me dijo. Entonces decidí hablar con ella. Apenas se dio cuenta que mi interés era entenderla y no juzgarla, tuvimos una conversación verdaderamente cálida. Pero yo soy muy católica, padre, y quise saber la opinión de un sacerdote. Cuando fui con el Padre Fulano, me dijo que tenía que sacar a mi hija de la casa si no abandonaba ese tipo de relación. Que de lo contrario yo también cargaba con su pecado. ¡Cómo voy a sacar a mi hija de la casa, padre! ¡A cuántas cosas podría exponerla… si solamente tiene 23 años! Además, conozco mucho a su pareja... ¡y es una muchacha que tiene un corazón de oro! Por eso decidí desobedecer a la iglesia. Mi hija sigue en mi casa. Es mi hija, y tiene todo mi apoyo. Yo ya ni sé si puedo comulgar, y eso me duele. Pero no voy a sacrificar el cariño que siento hacia mi hija por quedar bien con la iglesia. Me pregunto si Dios no quiere que yo sea una buena madre. Pues para mí, ser una buena madre significa estar al lado de mi hija ahora que me necesita. Alguien me dijo que usted podía darme una opinión diferente y eso me animó a venir a visitarle...” “Mira, yo soy sacerdote, y cada vez que un homosexual viene a consultarme, no sé qué hacer. ¡La posición de la iglesia es tan cerrada! Me ocurre lo mismo que con los divorciados vueltos a casar. Ya ni siquiera los invito a que vayan al grupo que se abrió para ellos porque es crear falsas expectativas. Con los homosexuales pasa lo mismo. La iglesia no los acepta. Basta. Debo confesarte que muchas veces me he encontrado parejas homosexuales mucho más cristianas que algunos de esos matrimonios que presiden los grupos apostólicos de la pastoral familiar. Pero la doctrina es un callejón sin salida. Y después, tengo que confesarlo, está el orgullo humano: comienzas a ayudar a los homosexuales y empiezan a decir que tú también eres homosexual. Das ayuda a los divorciados vueltos a casar y comienzan a hurgar en tu vida a ver si no tienes nada que ver con tu secretaria. Y, para acabarla de amolar, están los juicios doctrinales: cuando ven que te metes en terrenos minados, te mandan llamar, te obligan a hacer declaraciones escritas en las que repitas lo que dicen los documentos oficiales. Pareciera que en esta iglesia está prohibido pensar por uno mismo. Sólo somos repetidores de lo que enseñan los teólogos que están en la cúpula… Es cierto que la historia de la iglesia nos enseña que hay que tener paciencia, que las cosas cambian poco a poco, que la iglesia termina mudando posiciones que parecían inamovibles. Yo quiero dar a los gays una palabra de aliento en este sentido, pero me siento falso. Creo que no voy a vivir para ver un cambio significativo en la iglesia en lo que toca a la sexualidad. Y después, no somos más que hipócritas: ¡cuántas personas que nos ayudan en la parroquia son homosexuales y lo sabemos! Pero son útiles y necesitamos de su entrega servicial. Y después, están también los hermanos sacerdotes que tienen esa preferencia... ¡Hum! A veces pienso que no somos más que unos farsantes y convenencieros, justo aquello que Jesús condenaba de los fariseos”. Y así podríamos multiplicar casi al infinito los testimonios de las personas lastimadas por la posición oficial de la iglesia frente a la homosexualidad. No he querido hacer un resumen exhaustivo de las conversaciones que, en torno a este tema, me han sacudido y me han llenado de inquietud. Los testimonios precedentes no son ni siquiera un muestrario suficiente. Son solamente una invitación a la comprensión de por qué he decidido decir mi palabra en torno a esta acuciante problemática. Revelan algunos de los rostros angustiados a quienes no he podido dar una respuesta de consuelo. Son también los argumentos que esgrimo cuando alguien habla de la diversidad sexual desde un insensible escritorio de metal, en vez de meterse en la piel y el sufrimiento de las personas que nos consultan. Muchas personas me han hecho confidente de sus sufrimientos. Quisiera, al menos por una sola vez, ofrecerles un servicio que vaya más allá de la repetición de las fórmulas oficiales de la iglesia. Quisiera compartir con mis hermanos y hermanas homosexuales las inquietudes que bullen en mi cabeza. Quisiera ser fiel a aquellas palabras de Jesús que nos recuerdan, en el evangelio de san Mateo, que Dios se complace más en la misericordia que en el cumplimiento de las normas rituales, más en la compasión fraterna que en los holocaustos (Mt 9,11-13). Antiguamente, cuando un teólogo iba a tratar una “questio disputata” solía comenzar diciendo: “no quiero decir nada que se aparte de la doctrina de la iglesia y debe quedar claro que mi única intención es sentir como siente la iglesia y profesar lo que ella profesa. Ninguna de las cosas que aquí se afirman debe ser interpretada como contraria a lo que la iglesia ha enseñado desde el principio”. Con declaraciones de este tipo, el teólogo quedaba a salvo de reprimendas doctrinales y podía seguir enseñando en las instituciones oficiales de la iglesia. Hay varios motivos por los que yo no hago una declaración de este tipo. En primer lugar porque no soy un teólogo oficial, sino un pastor que hace mucho tiempo que no ejerce la docencia. Por lo tanto, no tengo un puesto de enseñanza que esté en riesgo, fuera de la cura de almas que me ha sido encomendada. No tengo tampoco prestigio intelectual que cuidar, ni puestos de privilegio que perder. Por otro lado, creo que la fidelidad a la iglesia no está por encima de la fidelidad al evangelio. Iglesia y evangelio no deberían estar nunca en contraposición, pero sinceramente creo que en el caso de la doctrina sobre la homosexualidad sí lo están, y tengo que ser fiel a mi propia conciencia. Creo que la iglesia oficial no se ha abierto lo suficiente a nuevos datos acerca de la realidad de la homosexualidad ni ha desplegado todas las posibilidades del mensaje liberador de Jesucristo ante una realidad que mantiene en el sufrimiento y la discriminación a muchas personas. Además, habría que atender la diferencia abismal que hay a veces en los consejos que los sacerdotes dan en el santuario privado de la confesión y la doctrina oficial de la iglesia. Sé que los puntos de vista que se expresarán en este trabajo son de mi entera responsabilidad, pero creo que muchos son compartidos por numerosos agentes de evangelización que miran como una urgencia perentoria un cambio de posición pastoral en el trato con las personas homosexuales. Quiero, sin embargo, declarar que estas opiniones individuales, que argumento lo mejor que puedo a lo largo de este trabajo, son un punto de vista que necesariamente ha de ser enriquecido con la crítica fraternal de los lectores. No pretendo poseer la verdad absoluta. Soy consciente de que la comprensión de la verdad revelada y sus implicaciones para las distintas horas históricas es una tarea en la que se complementan la acción del Espíritu Santo (que sopla también fuera de los documentos oficiales de la iglesia y de sus mismas estructuras humanas, no lo olvidemos) y un ejercicio serio de discernimiento. A este discernimiento quiero colaborar con este pequeño escrito. Es sólo una aportación, individual y sin pretensiones de autoridad, una voz más en un concierto de voces en el que aspiramos a descubrir la obra de la gracia que nos redime. No aspiro a que todos estén de acuerdo con lo que aquí sostengo. Pido solamente que se tomen en serio los argumentos y que sean considerados en el marco de una discusión de mayor envergadura. Sólo Dios puede conocer a fondo la limpieza de mi intención. A Él le pido que mis palabras, aunque hayan de causar un poco de necesario escándalo, sean capaces de generar una actitud nueva frente a nuestros hermanos y hermanas homosexuales. Me consuela recordar que las palabras de Jesús fueron, en numerosas ocasiones, fuente de escándalo para las autoridades religiosas de su tiempo, que detentaban la representación autorizada de Dios, pero fueron, al mismo tiempo, bálsamo de consuelo para los pobres y los débiles de su tiempo. No tengo ninguna otra aspiración al escribir estas líneas que la de promover un debate que nos ayude a dar una respuesta pastoral a nuestros hermanos y hermanas homosexuales, que vaya más de acuerdo con el rostro misericordioso de Dios que Jesucristo vino a revelarnos. Puede ser que por escribir este trabajo, sea yo juzgado por muchas personas como un loco, como alguien a quien le gusta meterse en camisa de once varas. Podría haber permanecido en silencio, aconsejando en privado a las personas homosexuales que se acercan para consultarme que desoigan la doctrina de la iglesia y que traten de buscar su felicidad al margen de ella. Pero yo pienso lo mismo que el genial escritor argentino, Julio Cortázar, cuando decía: “Hay momentos en que envidio al primer bonzo que se inmoló por el fuego, como gesto de repugnancia ante lo que le rodeaba. Pero a la vez sé que ése no es el camino. ¿De qué sirve escribir estas líneas que tanta gente tirará junto con el diario? De nada, piensa el bonzo, y se pega fuego. Pero la verdadera nada, el triunfo de la entropía definitiva, estaría en no escribirlas. Somos muchos los que queremos abrirnos paso en la indiferencia; como tantas otras voces en la historia, sabemos que en algún momento las manos empezarán a tenderse, las palabras se volverán verdad y vida”. Conozco a muchas personas homosexuales que están dando una vigorosa batalla a favor del reconocimiento y el respeto a la diversidad sexual. Están ahí, dando su vida, arriesgando su fama personal, combatiendo inercias. Ojalá que estas líneas me hagan un poco menos indigno de la amistad que, gratuitamente, han sabido brindarme.
No son solamente los testimonios que hemos enunciado en la introducción. Cualquier persona que haya tenido tratos de amistad con una persona homosexual y haya compartido con ella algunos momentos de confidencia, sabrá del mundo de sufrimiento que a veces se encierra detrás de su experiencia vital. Son muchas las razones de la angustia de nuestros hermanos y hermanas homosexuales: la falta de aceptación social, la discriminación de la que son objeto, la acusación de ser los únicos portadores del Sida, la imposibilidad de manifestarse públicamente el afecto que sienten por sus parejas sentimentales, el peso de una continua sensación de clandestinidad, y, además, la sensación de que Dios no los quiere. Con las personas homosexuales ocurre algo que ya decía Rubén del Valle: “Los negros sufren marginación, pero tienen una familia de negros donde pueden ser contenidos, consolados y abrazados, por ser negros. Los judíos sufren racismo, pero tienen una familia de judíos que los entiende, alienta y consuela por ser judíos. Las mujeres son tratadas con iniquidad (inequidad o des-igualdad), pero en su casa, casi siempre, tienen a otras mujeres ante las cuales pueden llorar y expresar la rabia de ser rechazadas o maltratadas. Los homosexuales somos extranjeros en nuestra propia tierra; es más, en nuestra propia familia, en nuestra propia casa, tenemos que callar y sufrir en silencio ‘lo terrible’ que es ser puto”. Incluso el arte ha revelado este sufrimiento. El mundo se conmovió ante la primera obra de teatro gay que recorrió el mundo. Se llamaba “Los chicos de la Banda” y tenía como lema el siguiente: “Pídeme un homosexual feliz, y te daré un cadáver sonriente”. Son también memorables algunas de las bromas crueles que surgieron a partir de la aparición del VIH y de la consecuente muerte de cientos de homosexuales en los Estados Unidos. Una que circuló en los ambientes de San Francisco y que resultó a fin de cuentas una de las más populares, refleja este alto nivel de sufrimiento: Se trata de un hijo que llega a hablar con su mamá. Sentados los dos en la sala de su casa el hijo propicia la confidencia. “Mami, tengo dos noticias que darte: una buena y una mala. ¿Cuál quieres que te diga primero?” “Ay hijito – contesta la mamá – dame primero la mala noticia” Entonces el hijo le contesta: “La mala noticia es que soy gay”. La madre secándose las lágrimas le responde: “Ay hijito, y cuál es la buena noticia”, a lo que el hijo responde: “la buena noticia es que tengo sida y me estoy muriendo”. Sería injusto afirmar que en la iglesia no ha habido un reposicionamiento en relación con las personas homosexuales. La condena implacable de otros años ha sido matizada en algunos documentos relativamente recientes. Tanto los diccionarios de teología moral (que aunque no pueden ser considerados documentos oficiales, sí reflejan los avances en materia de investigación teológica), como los documentos del magisterio ordinario de la iglesia han suavizado su consideración de la cuestión homosexual y han ampliado el marco de la comprensión a las personas que viven con esta orientación sexual. No obstante lo anterior, al estudiar los documentos de la iglesia podemos descubrir que se ha llegado a un callejón sin salida. El trato compasivo exigido a los pastores con respecto a las personas homosexuales, choca en un momento determinado con la afirmación incontestable de que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados en opinión de la iglesia. No hay posibilidad alguna de que un homosexual pueda vivir conforme a la orientación que ha descubierto en su interior. Siempre vivirá una dicotomía desgastante: es gay, pero no puede vivir como tal; puede tener amigos, pero no puede amar en cuerpo y alma a nadie en particular; la atracción que siente por las personas de su mismo sexo no puede calificarse de pecaminosa, pero debe ser reprimida, de lo contrario le llevará a realizar algún acto homosexual que es, en todos los casos y sin distinción ninguna, gravemente pecaminoso. ¿Quién puede vivir así? Repasemos ahora algunas de las declaraciones oficiales del Magisterio para notar cómo se ha llegado a este callejón sin salida. El primer documento que abordó directamente la cuestión en el postconcilio, fue la “Declaración sobre algunas cuestiones de ética sexual”, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, publicada en diciembre de 1975. En ella se subrayaba el deber de tratar de comprender la condición homosexual y se establecía cómo la culpabilidad de los actos homosexuales debía ser juzgada con prudencia. Eran tiempos del Papa Pablo VI, hombre abierto, artífice del difícil y complejísimo cambio que se dio en la iglesia en los tiempos posteriores al Concilio Vaticano II. La Declaración también afirmaba la distinción, reconocida por vez primera en la doctrina oficial de la iglesia, entre condición o tendencia homosexual y actos homosexuales, insinuando así que la condición o tendencia homosexual no caía en la categoría de “pecaminosa”, porque no cae en el terreno de la libertad, es decir, que no es algo que la persona escoja, sino que la descubre en su naturaleza. De cualquier manera, los actos homosexuales vienen descritos en esta Declaración como “privados de su finalidad esencial e indispensable, por tanto, intrínsecamente desordenados y que en ningún caso pueden recibir aprobación”. En octubre de 1986, ya con el Papa Juan Pablo II en la cátedra, las tendencias conservadoras se recrudecieron. Nombrado el Cardenal alemán Joseph Ratzinger como Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ésta publicó la “Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la Atención Pastoral a las Personas Homosexuales”. En ella se advierte: “En la discusión que siguió a la publicación de la Declaración (se refiere a la Declaración de 1975), se propusieron unas interpretaciones excesivamente benévolas de la condición homosexual misma, hasta el punto que alguno se atrevió incluso a definirla indiferente o, sin más, buena. Es necesario precisar, por el contrario, que la particular inclinación de la persona homosexual, aunque en sí no sea pecado, constituye sin embargo una tendencia, más o menos fuerte, hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por este motivo, la inclinación misma debe ser considerada como objetivamente desordenada”. Quedaba así cerrada toda posibilidad de aceptación de la condición homosexual en la iglesia. Probablemente no encontremos documento eclesial más duro que esta Carta de 1986. Todo el documento está permeado de un prejuicio en contra de la homosexualidad y los homosexuales. Afirmaciones como la siguiente: “La actividad homosexual... contradice la vocación a una existencia vivida en esa forma de auto donación que, según el evangelio, es la esencia misma de la vida cristiana. Esto no significa que las personas homosexuales no sean a menudo generosas y no se donen a sí mismas, pero cuando se empeñan en una actividad homosexual refuerzan dentro de sí una inclinación sexual desordenada, en sí misma caracterizada por la auto-complacencia”, no se encuentran fundamentadas en la realidad y parten de un prejuicio anti-homosexual que culmina en un juicio moral condenatorio. Seguramente conocemos muchas relaciones heterosexuales que se caracterizan por la auto-complacencia. Las mujeres violadas dentro del propio matrimonio podrían dar testimonios irrefutables de ello. Caracterizar la orientación homosexual como encaminada a la auto-complacencia, es, al menos, miope. La auto-complacencia y su contrario, la donación de sí mismo, no son características de una determinada orientación sexual, sino del corazón del individuo, de su decisión libre, de la construcción de su personalidad. Autocomplacientes pueden ser, tanto homosexuales como heterosexuales. Lo mismo puede decirse de la capacidad de donación de uno mismo. Es claro que la conclusión práctica de esta doctrina es doble: el primer aspecto es la consideración de los homosexuales como personas “desordenadas”. No es, pues, solamente su orientación sexual, sino su misma persona la que es calificada de desordenada. Así lo dice claramente el documento cuando afirma que la homosexualidad (entiéndase, las personas homosexuales), “amenazan seriamente la vida y el bienestar de un gran número de personas”. No sé cómo hará la iglesia para hacer después válida su doctrina en contra de la discriminación a los homosexuales. La segunda conclusión práctica es que solamente le queda al homosexual el camino de la castidad, entendida ésta como abstinencia de relaciones sexuales. Esta segunda consecuencia puede ser defendida con rectitud de corazón. Muchos de los pastores que he tenido la oportunidad de conocer recomiendan y alientan a las personas homosexuales a permanecer en la abstinencia y, frecuentemente, sirven de paño de lágrimas y de consuelo ante sus caídas. No obstante, es necesario decir que la opción por la vida de abstinencia sexual (que no es lo mismo que la castidad) debe ser ofrecida libremente y que, según la doctrina moral antigua, es un don que el Señor concede a quien Él quiere. ¿Qué pasa entonces con las personas homosexuales que, en un recto discernimiento, descubren que no tienen la vocación al celibato? ¿Cómo orientarán su sexualidad haciéndola vehículo de felicidad y de maduración individual y social si la doctrina oficial no les ofrece más camino que el de aguantarse y vivir en soledad afectiva? Proponer la abstinencia como el único camino que le queda a la persona homosexual ha hecho que una persona me diga: “La iglesia es muy chistosa. Puedo ser gay, pero no puedo acostarme con nadie porque cometo pecado. Es lo mismo que dicen algunos gastroenterólogos: todas las enfermedades estomacales vienen de lo que comes. ¡Y es cierto! Pero a nadie se le ocurre que la solución a las enfermedades intestinales sea dejar de comer. Nunca he oído a un médico del estómago que me diga: ‘si no quieres enfermarte del estómago, entonces no comas nunca’. A tal doctor le contestaría inmediatamente: no tengo vocación de fakir. Pues eso es, precisamente lo que la iglesia hace con la homosexualidad”. No abordaré todos los elementos que considero criticables en el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de 1986. A algunos otros haré referencia en las diferentes partes de este trabajo, según llegue el momento. Quería solamente dejar constancia de que la doctrina de la iglesia ha llegado a un punto ciego, al menos en sus declaraciones magisteriales. Ha habido después algunos documentos locales. Quizá el Episcopado de los Estados Unidos sea el que ha tratado el aspecto de la homosexualidad con mayor detalle, debido a la incidencia de la pandemia del Sida en la población homosexual de ese país. De todas maneras, aunque el tono es radicalmente distinto, no encontramos avances doctrinales sustanciales con respecto a la homosexualidad. Al final de este trabajo proponemos como anexo una de las declaraciones de dicho episcopado, a mi juicio, de las más afortunadas hasta el momento (Ver anexo 1).
Ha habido mucha discusión en torno al tema del origen de la homosexualidad. La discusión no carece de importancia desde cierto punto de vista. En efecto, aceptar que los homosexuales lo son como resultado de la genética o de la constitución orgánica de la persona desde su nacimiento, o, en cambio, aceptar que la homosexualidad es solo un producto de la educación que se recibe, hace que el juicio moral sobre esa realidad varíe de manera radical. Dos consecuencias inmediatas emergen de la posición que se adopte respecto a esta problemática: en primer lugar, la definición de pecado y pecaminosidad. Si el homosexual no ha sido libre ante lo que siente, sino que lo ha recibido como algo dado, como parte de su naturaleza, entonces la tendencia homosexual no puede ser calificada de pecaminosa. Si, en cambio, la homosexualidad es, como a veces se dice con ligereza, una opción, entonces puede “corregirse”, es decir, puede mediar el arrepentimiento, y puede abandonarse un estilo de vida que se eligió libremente. La segunda consecuencia tiene que ver con la posibilidad de utilizar terapias para la modificación de la conducta homosexual. Si aceptamos que la homosexualidad es un dato de hecho, no elegido, que viene del nacimiento, entonces la terapia que tiene como objetivo cambiar a la persona homosexual en heterosexual está condenada irremisiblemente al fracaso. En el otro caso, cuando se considera a la homosexualidad como una libre elección o como fruto exclusivo de un proceso educativo, entonces las terapias cobran sentido, y con ellas, la posibilidad de que un homosexual deje de serlo para volverse heterosexual. No es, pues, una discusión inútil. Una cosa muy importante, sin embargo, es anunciar desde el principio que la respuesta a esta cuestión no debe depender del prejuicio con el que lleguemos a ella, sino de datos que la misma realidad nos aporte. No se trata de buscar casos que confirmen las teorías que hemos elaborado con anterioridad, sino de estar abiertos a que sean los datos de la experiencia los que nos ofrezcan elementos para el discernimiento. La respuesta a la cuestión “El homosexual, ¿nace o se hace?” no ha de ser una respuesta ideológica, sino científica, es decir, basada no en criterios previos, sino en la observación y la experimentación. Ante esta disyuntiva, ni los científicos ni los especialistas de la moral han permanecido insensibles o inactivos. Y el hecho de que la discusión se haya politizado en no pocas ocasiones, no nos exime del deber de tratar de dar una respuesta al interrogante. El consenso más o menos unánime es que la homosexualidad no se debe a una sola causa excluyente, es decir, que queda abierta la posibilidad de que haya factores genéticos en conjunción con factores ambientales o educativos. Ya Sigmund Freud había dicho con respecto a la homosexualidad, al responderle a una madre angustiada por la preferencia que había descubierto en su hijo: “Por su carta entiendo que su hijo es homosexual. Me impresiona el hecho de que usted misma no mencione la palabra al informarme sobre él. ¿Puedo preguntarle por qué la evita? La homosexualidad no es, sin duda, una ventaja, pero tampoco algo de lo que avergonzarse, no es un vicio, no es una degradación, y no puede catalogarse como una enfermedad; lo consideramos una variación de la función sexual producida por una cierta detención en el desarrollo. Muchas personas respetables de los tiempos antiguos y modernos han sido homosexuales... es una gran injusticia y una crueldad perseguir la homosexualidad como si fuera un delito... Al preguntarme si puedo hacer algo, supongo que quiere decir que si puedo abolir la homosexualidad y hacer que su lugar lo ocupe la heterosexualidad normal. La respuesta es que, en general, no podemos prometer que se logre... Lo que el (psico) análisis puede hacer por su hijo va en otro sentido. Si es infeliz, neurótico, si está atormentado por conflictos o se muestra inhibido en la vida social, el análisis puede aportarle armonía, paz mental y una gran eficacia, tanto si sigue siendo homosexual, como si cambia... En general, emprender la conversión de un homosexual plenamente desarrollado en un heterosexual no ofrece muchas más perspectivas de éxito que hacer lo contrario, excepto que por razones prácticas, esto último nunca se ha intentado...” Para tratar de responder con pruebas científicas a la disyuntiva que se plantea en el título de este apartado, científicos de muchos países, particularmente de algunas universidades norteamericanas, han llevado adelante investigaciones acerca de la constitución genética de personas homosexuales. Una serie de descubrimientos han venido a poner bajo tela de juicio la opinión que descartaba por principio cualquier ingrediente genético en la conformación de una personalidad homosexual. Estudios recientes tienden a demostrar variaciones en la conformación de ciertas partes del cerebro entre las personas homosexuales y las heterosexuales. Lo mismo ha podido constatarse en estudios realizados entre parejas de gemelos, sean monocigóticos (los que llamamos “gemelos idénticos”) como de los provenientes de dos cigotos diferenciados, que han presentado coincidencia en la orientación homosexual. Aunque no hay conclusiones definitivas, los estudios parecen ir apuntando a la demostración de que cierto factor genético o biológico, y por tanto innato, debe ser considerado en la consolidación de una preferencia homosexual. Como he sostenido más arriba, esto derivaría, sin duda, en una revisión del juicio moral que se hace sobre la homosexualidad. Aunque no se cuenta aún con resultados científicos que puedan calificarse como definitivos, me parece que la posición más respetuosa y sensata de parte de los teólogos moralistas debería ser, cuando menos, no dejar de tomar en cuenta esta posibilidad. Ninguna construcción teológica de tipo moral puede hacerse sin el apoyo de una sólida base científica. Pero mientras la ciencia avanza en la adquisición de resultados definitivos, una cosa resulta de capital importancia. No puede hablarse de la homosexualidad como si todos los homosexuales fueran del mismo tipo. Una distinción mínima se hace indispensable para que el juicio moral no quede desautorizado por su simplicidad. No hay un buen abordaje moral del fenómeno de la homosexualidad que no precise de distinciones. Descalificaciones generalizantes solamente muestran la escasa capacidad de reflexión de quienes conciben la teología moral como un flamígero dedo que se cierne sobre los “pecadores”, en lugar de una disciplina que precisa de estudio y de capacidad científica. La mayor parte de los teólogos moralistas responsables hace una distinción que, bajo diversas denominaciones, termina en lo siguiente: hay una diferencia fundamental entre las personas homosexuales llamadas “periféricas” y las llamadas “estructuradas”. Son homosexuales periféricos aquellas personas cuyas tendencias y prácticas pueden ser calificadas de secundarias, ocasionales o circunstanciales. Estructurados son, en cambio, aquellas personas cuya orientación sexual es tan profunda, con un grado tal de identificación, que procurar invertirla, además de ser un intento marcado siempre por el fracaso, significaría llevarlos a una desestructuración completa de su personalidad. Un teólogo moral sensato tendría que llegar a la conclusión de que, ante un caso como éste, nos encontramos ante un misterio que debe respetarse. Quisiera terminar este apartado citando las palabras de Fr. Antonio Moser O.F.M., un religioso franciscano brasileño, uno de los teólogos moralistas de mayor influencia y autoridad en América Latina y asesor del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), acerca del origen de la homosexualidad: “Existen numerosas teorías que procuran determinar la génesis del homosexualismo. Unas son de cuño médico; otras de cuño psicológico, otras de cuño educacional. Entre las de cuño médico puede recordarse la de la intersexualidad, las del factor hereditario, las del desequilibrio hormonal, etc... Algunas de esas teorías tienden a dislocar la génesis hacia el plan genético. Entre las teorías psicológicas, casi todas ligadas a Freud, conviene recordar los complejos de Edipo y Electra, la rivalidad entre hermanos, el narcisismo... Otras teorías avanzan en la línea de la seducción, de la educación que ha fallado y de la influencia de la sociedad. Sólo el hecho de presentar tantas teorías nos hace concluir lógicamente, que cada una de ellas puede explicar algunos casos, pero ninguna es plenamente convincente. De ahí que sea más acertado presuponer que el homosexualismo estructurado sea resultante de una combinación de factores, donde el ambiente familiar y la educación tendrían un papel preponderante, como también la sociedad... Otra cuestión es tratar el asunto de si el homosexualismo es una anormalidad o no. La cuestión, abordada de esta forma, nos parece mal colocada. Pues hay homosexuales perfectamente normales, mientras otros que se sienten profundamente desestructurados. Como también hay heterosexuales normales y otros anormales. No es la orientación sexual lo que determina la normalidad o anormalidad... Una cosa es cierta: toda persona normal, sea de orientación hetero u homosexual, puede canalizar sus impulsos. Una persona normal jamás puede ser compelida a asumir un comportamiento1.”
A continuación transcribo los textos de la Biblia que pueden considerarse relacionados de alguna manera con la práctica de la homosexualidad. Los reproduzco bajo una clasificación propuesta con anterioridad por el Diccionario de Teología Moral. La versión escogida es la de la Biblia Latinoamericana, en su edición de multimedia. Textos que presentan la homosexualidad como parte de la historia del pecado Gn 9,18-27 Los hijos de Noé que salieron del arca eran Sem, Cam y Jafet (Cam es antepasado de Canaán). Estos son los tres hijos de Noé que se propagaron por toda la tierra. Noé, que era labrador, fue el primero que plantó una viña. Bebió el vino, se emborrachó y se desnudó en medio de su tienda. Cam, antecesor de Canaán, vio la desnudez de su padre y salió a contárselo a sus hermanos. Sem y Jafet tomaron una capa, se la echaron sobre los hombros de ambos y caminando de espaldas cubrieron la desnudez de su padre. Vueltos de espaldas, no vieron la desnudez de su padre. Cuando se pasó la borrachera a Noé y se enteró de lo que había hecho su hijo menor, dijo: - ¡Maldito Canaán! Sea siervo de los siervos de sus hermanos. Y añadió: ¡Benditas del Señor las tiendas de Sem! Canaán será su siervo. Dilate Dios a Jafet, habite en las tiendas de Sem. Canaán será su siervo. Gn 19,1-29 [1] Los dos ángeles llegaron a Sodoma al atardecer. Lot estaba sentado a la entrada del pueblo. Apenas los vio, salió a su encuentro, se arrodilló inclinándose profundamente, [2] y les dijo: «Señores míos, les ruego que vengan a la casa de este siervo suyo a pasar la noche. Se lavarán los pies, descansarán y mañana, al amanecer, podrán seguir su camino.» Ellos le respondieron: «No, pasaremos la noche en la plaza.» Pero él insistió tanto, que lo siguieron a su casa, y les preparó comida. [3] Hizo panes sin levadura y comieron. [4] No estaban acostados todavía cuando los vecinos, es decir los hombres de Sodoma, jóvenes y ancianos, rodearon la casa: ¡estaba el pueblo entero! [5] Llamaron a Lot y le dijeron: «¿Dónde están esos hombres que llegaron a tu casa esta noche? Mándanoslos afuera, para que abusemos de ellos.» [6] Lot salió de la casa y se dirigió hacia ellos, cerrando la puerta detrás de sí, [7] y les dijo: «Les ruego, hermanos míos, que no cometan semejante maldad. [8] Miren, tengo dos hijas que todavía son vírgenes. Se las voy a traer para que ustedes hagan con ellas lo que quieran, pero dejen tranquilos a estos hombres que han confiado en mi hospitalidad.» [9] Pero ellos le respondieron: «¡Quítate del medio! ¡Eres un forastero y ya quieres actuar como juez! Ahora te trataremos a ti peor que a ellos.» Lo empujaron violentamente y se disponían a romper la puerta. [10] Pero los dos hombres desde adentro extendieron sus brazos, tomaron a Lot, lo introdujeron en la casa y cerraron la puerta. [11] Hirieron de ceguera a los hombres que estaban fuera, desde el más joven hasta el más viejo, de modo que no fueron ya capaces de encontrar la puerta. [12] Los dos hombres dijeron a Lot: «¿A quién más de los tuyos tienes aquí? ¿Tus yernos? Tienes que llevar de este lugar a tus hijos e hijas y todo lo que tienes en la ciudad. [13] Vamos a destruir esta ciudad, pues son enormes las quejas en su contra que han llegado hasta Yavé, y él nos ha enviado a destruirla.» [14] Salió entonces Lot y dijo a sus yernos, a los que iban a casarse con sus hijas: «Levántense y salgan de aquí, pues Yavé va a destruir la ciudad.» Pero ellos creían que Lot estaba bromeando. [15] Al amanecer los ángeles apuraron a Lot diciéndole: «Date prisa, toma a tu esposa y a tus dos hijas y márchate, no sea que te alcance el castigo de esta ciudad.» [16].Y como él aún vacilase, lo tomaron de la mano, junto a su mujer y a sus dos hijas, porque Yavé había tenido compasión de ellos, y lo llevaron fuera de la ciudad. [17] Una vez fuera, le dijeron: «Ponte a salvo. Por tu vida, no mires hacia atrás ni te detengas en parte alguna de esta llanura, sino que huye a la montaña para que no perezcas.» [18] Pero Lot replicó: «¡Oh, no, Señor mío! [19] Veo que me has hecho un gran favor y que has sido muy bueno conmigo conservándome la vida. Pero yo no puedo llegar hasta la montaña sin que me alcance el desastre y la muerte. [20] Mira este pueblito que está más cerca y en el que podría refugiarme. Es tan pequeño, y para mí es cosa de vida o muerte, ¿no podría estar a salvo allí?» [21] El otro respondió: «También este favor te lo concedo, y no destruiré ese pueblo del que has hablado. [22] Pero huye rápidamente, ya que no puedo hacer nada hasta que tú no hayas llegado allá. (Por esto aquel pueblo fue llamado Soar, o sea, Pequeño. » [23] El sol ya había salido cuando Lot entró en Soar. [24] Entonces Yavé hizo llover del cielo sobre Sodoma y Gomorra azufre ardiendo que venía de Yavé, [25] y que destruyó completamente estas ciudades y toda la llanura con todos sus habitantes y la vegetación. Varias leyendas [26] La mujer de Lot miró hacia atrás, y quedó convertida en una estatua de sal. [27] Abrahán se levantó muy de madrugada y fue al lugar donde antes había estado con Yavé. [28] Miró hacia Sodoma y Gomorra y hacia toda la comarca del valle y vio una gran humareda que subía de la tierra, semejante a la humareda de un horno. [29] Cuando Dios destruyó las ciudades de la llanura, se acordó de Abrahán y libró a Lot de la catástrofe, mientras arrasaba las ciudades donde Lot había vivido. Jue 19,1-30 [1] En aquel tiempo aún no había rey en Israel. Un levita que residía como forastero en los confines de los cerros de Efraín tomó por concubina a una mujer de Belén de Judá. [2] Esta mujer lo engañó y luego volvió a la casa de su padre, en Belén de Judá, donde permaneció unos cuatro meses. [3] Su marido se puso en camino y fue a visitarla para hablarle al corazón y hacerla volver a su casa. Llevaba consigo un muchacho y dos burros. Ella lo hizo entrar en la casa de su padre, el cual se alegró de verlo. [4] Su suegro, el padre de la muchacha, lo retuvo, así que se quedó con él tres días; comieron, bebieron y pasaron allí la noche. [5] Al cuarto día se levantaron de madrugada y el levita se dispuso a partir; el padre de la joven le dijo a su yerno: «Come primero un poco de pan para cobrar ánimo, y luego te marcharás.» [6] Se sentaron y se pusieron a comer los dos y luego bebieron. Después el suegro le dijo: «Dígnate pasar aquí la noche y recréate.» [7] Se levantó el levita para partir, pero el suegro le porfió y se quedó aquella noche. [8] Al quinto día madrugó para irse, pero el padre de la joven le dijo: «Ten un poco de paciencia y quédate hasta que llegue la tarde.» [9] Y comieron juntos. Se levantaron para marcharse, el marido con su concubina y su siervo, pero su suegro le dijo: «Mira que ya está anocheciendo. Pasa aquí la noche y recréate. Mañana de madrugada te irás y volverás a tu casa.» [10] Pero el levita no quiso pasar allí la noche; se levantó, partió y llegó frente a Jebús, o sea, Jerusalén. Llevaba consigo los dos burros cargados, su concubina y su criado. [11] Cuando llegaban cerca de Jebús, que es ahora Jerusalén, ya era muy tarde. Así que el muchacho dijo a su patrón: «No caminemos más y entremos en la ciudad de los jebuseos para pasar allí la noche.» [12] Su amo le respondió: «No vamos a entrar a una ciudad de extranjeros, que no son israelitas; pasaremos de largo hasta Guibea.» [13] Y añadió a su muchacho: «Vamos a acercarnos a uno de esos poblados. Pasaremos la noche en Guibea o Ramá.» [14] Pasaron, pues, de largo y continuaron su marcha. A la puesta del sol llegaron frente a Guibea de Benjamín. [15] Se desviaron, pues, hacia allí y fueron a pasar la noche. El levita entró y se sentó en la plaza de la ciudad, pero no hubo nadie que le ofreciera casa donde pasar la noche. [16] En esto llegó un anciano que volvía de sus trabajos del campo. Era un hombre de los cerros de Efraín, que residía como forastero en Guibea, pues la gente del lugar era de la tribu de Benjamín. [17] Mirando por ese lado, el anciano se fijó en el forastero que estaba en la plaza de la ciudad y le dijo: «¿De dónde vienes y adónde vas?» [18] Y él respondió: «Estamos de paso, venimos de Belén de Judá y vamos hasta los confines de los cerros de Efraín, de donde soy. Fui a Belén de Judá y ahora vuelvo a mi casa, pero aquí nadie me ha ofrecido la suya. [19] Y eso que tenemos paja y forraje para nuestros burros y pan y vino para mí, para mi mujer y para el joven que nos acompaña. No nos falta nada.» [20] El anciano le dijo: «La paz sea contigo, yo proveeré a todas tus necesidades, pero no pases la noche en la plaza.» [21] Los llevó a su casa y dio forraje a los burros. Y ellos se lavaron los pies, comieron y bebieron. [22] Mientras se recreaban, los hombres de la ciudad, gente malvada, cercaron la casa y golpeando la puerta dijeron al anciano, dueño de la casa: «Haz salir al hombre que ha entrado en tu casa para que nos divirtamos con él.» [23] El dueño de la casa salió donde ellos y les dijo: «No, hermanos míos, no se porten mal con él. Ya que este hombre ha entrado en mi casa, no cometan infamia contra él. [24] Aquí está mi hija, que es virgen, y también la concubina de mi compañero. Si quieren, se las entregaré. Abusen con ellas y hagan con ellas lo que les parezca, pero no cometan contra este hombre semejante infamia.» [25] Pero aquellos hombres no quisieron escucharlo. Entonces el hombre tomó a su concubina y se la sacó fuera. Ellos la violaron, la maltrataron toda la noche y hasta la mañana y la dejaron al amanecer. [26] Llegó la mujer de madrugada y cayó a la entrada de la casa del hombre donde estaba su marido; allí quedó hasta que fue de día. [27] Por la mañana se levantó su marido, abrió las puertas de la casa y salió para continuar su camino. Entonces vio a la mujer, su concubina, tendida a la entrada de la casa, con las manos en el umbral, [28] y le dijo: «Levántate y vámonos.» Pero no hubo respuesta. El hombre, pues, la cargó sobre su burro y siguió su camino para volver a su pueblo. [29] Llegado a su casa, tomó un cuchillo y tomando a su concubina la partió, miembro por miembro, en doce trozos y los mandó por todo el territorio de Israel. [30] Dio esta orden a sus mensajeros: «Esto dirán a todos los israelitas: ¿Se ha visto alguna vez cosa semejante desde que los israelitas subieron del país de Egipto hasta hoy? Piensen en ello, consulten y tomen una decisión.» Todos los que lo veían, decían: «Nunca ha ocurrido ni se ha visto cosa igual desde que los israelitas subieron del país de Egipto hasta hoy.» |