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Problemática de los objetivos en la Didáctica Crítica. Ya hemos abordado el tema de los objetivos al tratar las corrientes educativas de la didáctica tradicional y de la tecnología educativa. Ahora vamos a intentar analizarlo en el plano de la didáctica crítica. Para lo cual estaremos haciendo referencia a los planteamientos de la tecnología educativa, por ser esta propuesta la que mayor influencia tuvo y sigue teniendo en la instrumentación didáctica, a todos los niveles de nuestro sistema educativo. Los “objetivos de aprendizaje” se definen como enunciados técnicos que constituyen puntos de llegada de todo esfuerzo intencional y, como tales, orientan las acciones que procuran su logro y determinan predictivamente la medida de dicho esfuerzo. Quizá uno de los mayores “aportes” al campo de la pedagogía de la década de los sesenta haya sido el de elucidar con mayor precisión el problema de las metas educativas y el de generar en los docentes una actitud de disposición hacia su empleo. Es posible que ya resulte lugar común subrayar la importancia de fijar puntos de arribo concretos a la tarea didáctica. No obstante, existe consenso acerca de que la ausencia de una clara formulación de metas imposibilita la elaboración de estrategias de enseñanza aprendizaje y la adopción de criterios de evaluación que proporcionen informaciones de diferente índole para apoyar sensatas tomas de decisiones. Autores como Ausubel y Bruner coinciden en que es necesario el uso de objetivos en la tarea didáctica, pero con la condición de que se formulen de manera general y no específica. Es más, estos autores plantean serias objeciones a la terminología que utilizan Bloom y colaboradores en el estudio y clasificación taxonómica de objetivos, dado que lejos de aclarar, más bien oscurecen la naturaleza de lo que se quiere enseñar. Bruner considera que es necesario establecer objetivos para la enseñanza; admite, incluso, que son útiles para orientar al profesor y al alumno en el desarrollo de su trabajo. Pero concibe la formulación de los objetivos en relación directa con la solución de problemas. Destaca sobre todo la importancia de analizar la estructura de la disciplina a estudiar, sus conceptos fundamentales, la significatividad de los aprendizajes y su aplicación a nuevas situaciones. En este sentido, consideramos rescatable la idea de unidad y totalización del conocimiento que plantea Manacorda, porque rompe definitivamente con la nefasta práctica de fragmentar los contenidos de la enseñanza a través de la propuesta de los objetivos conductuales. Como ya lo apuntábamos en un punto anterior, el surgimiento de la elaboración de programas de estudio y el empleo de la noción técnica de los objetivos conductuales es una consecuencia histórica del desarrollo de la Tecnología Educativa, que es introducida en el medio educativo en los años 70. Como es sabido, uno de los supuestos teóricos de la tecnología educativa es la corriente psicológica del Conductismo. Esta corriente se inscribe teóricamente en el paradigma empirista y utiliza como estrategia de trabajo el método experimental. En esta concepción del conocimiento se sostiene que “el dato habla por sí mismo”. Y a partir de esta explicación del conocimiento se genera la noción de aprendizaje como fenómeno observable, registrable, y, además, medible. Apoyada en este marco teórico, la práctica de formular objetivos conductuales con prescripciones taxonómicas, “da más importancia a aspectos técnicos para su construcción que a sus fundamentos psicológicos (noción de conducta y personalidad) y epistemológicos” (teoría del conocimiento). Puede decirse que una de las consecuencias implícitas de esta tendencia de formulación de objetivos conductuales, es la fragmentación del conocimiento. Esta situación tiene serias implicaciones para el proceso de aprendizaje del estudiante, en la medida en que impide la integración de la información, el establecimiento de relaciones, el tener una visión de conjunto de los objetos de estudio, así como la posibilidad de comprender la complejidad de los problemas que presenta la propia práctica de los problemas que presenta la propia práctica profesional. Los planteamientos anteriores nos hacen arribar a los siguiente: si para el conductismo el aprendizaje “es la modificación de la conducta” y por conducta se entiende lo manifestable, lo observable de una manera molecular y atomizada, es de suponerse que al redactarse los objetivos conforme a estos principios, las conductas se multipliquen y los contenidos se desintegren en pequeñas partículas. Por el contrario si, siguiendo a Bleger, concebimos al aprendizaje “como la modificación de pautas de conducta” (sólo aquí la conducta es molar, es decir total, integral del ser humano), los objetivos de un determinado programa resultarán restringidos en cantidad, amplios en contenido y significativos en lo individual y social. Ángel Díaz, parafraseando a Bleger, considera que la conducta humana es la conducta total. No se puede entender ni interpretar el significado de una conducta si no se le ubica en relación a los elementos en que se le configuró. Esto es, el movimiento de una mano no puede ser interpretado como un cambio de conducta observable, sino que se requiere ubicar en el contexto y la situación en la que se originó el movimiento de la mano, para entenderla como una conducta total del ser humano. FORMULACIÓN DE LOS OBJETIVOS DE APRENDIZAJE. Advertimos que con la perspectiva de la Didáctica Crítica evitaremos hablar de clasificaciones exhaustivas de los objetivos; únicamente usaremos las categorías Objetivos Terminales de un curso y Objetivos de Unidad. Ahora bien, el emprender la tarea de formular objetivos de un curso, sean éstos terminales o de unidad; es indispensable plantearnos algunas interrogantes. Por ejemplo: ¿Cuáles son los grandes propósitos del curso, los conceptos fundamentales a desarrollar y los aprendizajes esenciales?, de tal manera que a partir de esta etapa de esclarecimiento se tengan elementos para fijar criterios de acreditación de un curso, un taller, un seminario, etc. No se debe perder de vista que una de las funciones fundamentales que cumplen los objetivos de aprendizaje es determinar la intencionalidad y/o la finalidad del acto educativo y explicitar en forma clara y fundamentada los aprendizajes que se pretende promover en un curso. Otra función también muy importante de los objetivos de aprendizaje, en la programación didáctica, es dar bases para planear la evaluación y organizar los contenidos en expresiones que bien pueden ser unidades temáticas, bloques de información, problemas eje, objetos de transformación, etc. Asimismo, advertimos al profesor que emprende la tarea de formular objetivos de aprendizaje que tenga presentas, entre otras, las siguientes consideraciones:
Esta tarea se facilita cuando ha habido una etapa de análisis y de explicitación de los aprendizajes sustantivos que se plantea todo un plan de estudios, sea éste por materias, áreas o módulos. Finalmente, queremos dejar asentado que el problema de los objetivos, en el campo de la educación, tiene una importancia y una trascendencia mucho mayor de la que suele dársele frecuentemente. Nos solidarizamos con Teódulo Guzmán cuando afirma: “nosotros nos olvidamos con demasiada facilidad que el debate en torno a la definición de los objetivos de la educación es parte de la lucha ideológica y política que existe en la sociedad por mantener la hegemonía cultural y la reproducción del sistema social, o por transformarlo”. En suma, la didáctica tradicional y la corriente de la tecnología educativa, cuyas características distintivas son lo técnico, lo instrumental y metodológico, al dejar al profesor y al alumno fuera del planteamiento de los fines de la educación convierte al primero en un ejecutor robotizado de metodologías y diseñadas por “expertos” tecnólogos educativos, y al segundo, en un pasivo consumidor del mensaje educativo, aunque en apariencia se le haga sentir la ilusión de que participa.
Tradicionalmente, la selección y organización de los contenidos de asignaturas que integran los planes de estudio de las carreras de enseñanza superior han constituido una tarea casi exclusiva del profesor que cuenta con mayor experiencia de cuerpos técnicos, o del titular de cátedra respectiva. Generalmente el profesor recibía el título de la materia, los temas a incluir, los puntos a subrayar. Los enfoques aplicados se ejercían conforme al principio de la libertad de cátedra. Todo intento de armonización, de búsqueda, de coherencia y organización, de unificación de criterios respecto de los programas mismos y con la estructura general del plan de estudio, ha sido percibido, en muchos casos, como una amenaza al ejercicio de dicha libertad. Si analizamos los programas de cualquier carrera aún no sometida a un cuestionamiento crítica, no sería difícil descubrir que la gran mayoría ofrece enciclopedismo, falta de funcionalidad para la propia especialidad, desequilibrio en las exigencias bibliográficas, superposición temática, falta de coordinación con prerrequisitos formalmente arreglados en las reglamentaciones, escasa aplicación en lo aprendido en áreas instrumentales, planteos carentes de legitimidad científica y social, etc. Por ello pensamos que el no contemplar éstas consideraciones sobre teoría curricular como algo importante, para efectos de una correcta formación de lo educandos, constituye una riesgosa omisión. En consecuencia, el problema de las relaciones entre el desarrollo de la personalidad y la integración del individuo en la sociedad debe ser planteado y examinado más ampliamente, desde un punto de vista radicalmente diferente. No se trata solo de preguntarse qué contenido debe se presentado a las necesidades de cada situación educativa, sino de preguntarse a quién corresponde el seleccionarlo y estructurarlo, si la tarea del profesor solo debe concretarse a cubrir el requisito de programarlo o bien si le compete participar en su análisis y determinación. Hoy en día hay un cuestionamiento real tanto de los contenidos de las carreras como de las formas de allegarse o apropiarse ese conocimiento. Incluso no es aventurero afirmar que mucho del descontento estudiantil y de la propia sociedad obedece justamente a la falta de significatividad del conocimiento y de formación que adquieren en la escuela. El siglo XX, afirma Manacorda, es el siglo del gran desarrollo de la ciencia y de la técnica: teorías, conocimientos, posibilidades mecánicas e inventos invaden nuestro tiempo en apresurada marcha. Ya no podemos conformarnos con el empirismo de épocas pasadas. La cultura científica ha pasado a ser un elemento indispensable para la formación del hombre de hoy. De ahí la imperiosa necesidad de someter a revisión y replanteamiento constante los contenidos de planes y programas de estudio a fin de que respondan a las demandas de esta sociedad en constante cambio. Asimismo, es indiscutible que uno de los problemas serios a que se enfrenta la propuesta de la didáctica crítica y la educación en general, es el relacionado con los contenidos. Es decir, que ante la gran explosión del conocimiento, la variedad de los campos disciplinarios y la influencia de concepciones positivas vienen a complicar y a comprometer la unidad y el sentido de integración de los contenidos. Esta condición resulta indispensable para que el estudiante se forme en la perspectiva de lo que Hilda Taba llama ideas básicas, conceptos fundamentales y sistemas de pensamiento; sin embargo estos requerimientos generalmente están ausentes de la práctica educativa. Los planes y programas de estudios están formados por unidades episódicas, donde cada una de ellas se convierte en una tarea por derecho propio. De ahí nuestra reiteración, de que el problema de los contenidos es un renglón fundamental en la tarea docente; no obstante, su tratamiento sufre silencios, vacíos y olvidos frecuentes tanto en la concepción como en la implementación curricular. Guerrero Tapia refiere que si bien los contenidos se han considerado, sus conclusiones no han trascendido el simple señalamiento de que el contenido es un tema condicionado por el avance de la ciencia, por la naturaleza de la profesión, por los rasgos de la cultura, etc. Los cierto es, apunta Manacorda, que el problema del contenido de la enseñanza es muy complejo ya que comporta prácticamente toda la problemática pedagógica. Si al abordarlo no se habla explícitamente de la formulación de los fines de la educación, es evidente que el contenido y el método solamente pueden se fijados en función de los diferentes órdenes de finalidad a los cuáles la educación misma debe responder; y es que detrás del problema del contenido de la enseñanza, como ya lo decíamos anteriormente, están los problemas del conocimiento y de la ideología. El problema del conocimiento, por sus múltiples determinaciones e implicaciones políticas e ideológicas, convierte al contenido en una verdadera encrucijada, cuyo análisis, enfoque y metodología para tratarlo confronta carencias, dificultades y limitaciones aún hoy en día. A manera de recapitulación, reproduzco a continuación algunas ideas que plantea Ana Hirsch acerca del conocimiento:
En nuestra época, por efectos de la carga ideológica, el conocimiento escolarizado se ha fragmentado excesivamente impidiendo a profesores y alumnos contemplar la realidad como una totalidad completa y coherente. En el proceso de enseñanza aprendizaje, es fundamental presentar los contenidos lo menos fragmentados posibles y promover aprendizajes que implican operaciones superiores del pensamiento, como son: el análisis y la síntesis, así como las capacidades críticas y creativas. El conocimiento es complejo, pues ningún acontecimiento se presenta aisladamente. Se requiere buscar las relaciones e interacciones en que se manifiestan y no presentarlo como un fragmento independiente y estático.
Como hemos señalado con anterioridad, en toda práctica docente subyacen diferentes concepciones, mismas que orientan la práctica educativa en general y el proceso de enseñanza aprendizaje, en particular. Las situaciones de aprendizaje no son ajenas lo anterior, sobre todo si consideramos que ellas son parte importante de la estrategia global para hacer operante este proceso; es decir, se supeditan a la concepción de aprendizaje que se sustente. Así, por ejemplo, si el aprendizaje es considerado solamente como modificación de conducta, las actividades de aprendizaje son vistas como un elemento más de la instrumentación, pero no se analiza el papel fundamental que desempeñan en la consecución de aprendizaje. Por supuesto, no es suficiente definir el aprendizaje como un proceso dialéctico, como algo que se construye, sino que es necesario seleccionar las experiencias idóneas para que el alumno realmente opere sobre el conocimiento y, en consecuencia, el profesor deje de ser el mediador entre el conocimiento y el grupo, para convertirse en un promotor de aprendizaje a través de una relación mas cooperativa. Lo anterior no implica desplazamiento o sustitución del profesor como tal: por el contrario, en esta nueva relación, la responsabilidad del profesor y el alumno es extraordinariamente mayor, pues les exige, entre otras cosas: investigación permanente, momentos de análisis y síntesis, de reflexión y de discusión, conocimiento del plan y programa de estudios conforme al cual realizan sus prácticas y un mayor conocimiento de la misma práctica profesional. Retomando ya lo expuesto, nos parece importante destacar que las actividades de aprendizaje son una conjunción de objetivos, contenidos, procedimiento, técnicas y recursos didácticos. Dado este carácter integrador de las actividades de aprendizaje, su selección debe apegarse a ciertos criterios. Los siguientes son algunos de ellos:
En la perspectiva de la didáctica crítica, donde el aprendizaje es concebido como un proceso que manifiesta constantes momentos de ruptura y reconstrucción, las situaciones de aprendizaje cobran una dimensión distinta a los planteamientos mecanicistas del aprendizaje, pues el énfasis se centra más en el proceso que el resultado; de aquí la gran importancia de las situaciones de aprendizaje como generadoras de experiencias que promueven la participación de los estudiantes en su propio proceso de convencimiento. En contraposición a la idea de aprendizaje acumulativo Azucena Rodríguez propone que las actividades de aprendizaje se organicen de acuerdo a tres momentos metódicos, los que a su vez se relacionan con toda forma de conocimiento, a saber: a) una primera aproximación al objeto de conocimiento; b) un análisis del objeto para identificar sus elementos, pautas, interrelaciones y c) un tercer momento de reconstrucción del objeto de conocimiento, producto del proceso seguido, correspondiendo a estas distintas fases del conocimiento diferentes procedimientos de investigación o actividades elementales: observación, descripción, experimentación, comparación, inducción, deducción, análisis, síntesis, y generalización. Éstos tres momentos metódicos aplicados a la organización de situaciones de aprendizaje son denominados de apertura, de desarrollo y de culminación. Las actividades de apertura estarían encaminadas básicamente a proporcionar una percepción global del fenómeno a estudiar (tema, problema), lo que implica seleccionar situaciones que permitan al estudiante vincular experiencias anteriores con la primera situación nueva de aprendizaje. Ésta síntesis inicial (general y difusa) representa una primera aproximación al objeto de conocimiento. Las actividades de desarrollo se orientarán por un lado, a la búsqueda de información en torno al tema o el problema planteado desde distintos puntos de vista, y por otro, al trabajo con la misma información, lo que significa hacer un análisis amplio y profundo y arribar a síntesis parciales a través de la comparación, confrontación y generalización de la información. Estos procesos son los que permiten la elaboración del conocimiento. Las actividades de culminación estarían encaminadas a reconstruir el fenómeno, el tema, problema, etc., en una nueva síntesis (obviamente distinta cualitativamente a la primera). Creemos importante señalar que ésta síntesis no es final sino que a su vez se convertirá en síntesis inicial de nuevos aprendizajes. |