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«No te dejes llevar por el pánico.» No sirve de nada, me late el corazón a toda prisa y pierdo el hilo de mis pensamientos. Me sacudo en el agua, golpeo las paredes y pateo el cristal con todas mis fuerzas, pero el agua me ralentiza. «La simulación está en tu cabeza.» Grito, y el agua me llena la boca. Si está en mi cabeza, yo lo controlo. El agua hace que me ardan los ojos, y los rostros inexpresivos de los iniciados me observan, a ellos no les importa. Grito otra vez y empujo la pared con la palma de la mano. Oigo algo, un crujido. Cuando aparto la mano, hay una grieta en el cristal. Golpeo en el mismo sitio con la otra mano y abro otra grieta; esta se extiende desde la palma de la mano, como si fueran dedos largos y torcidos. El pecho me arde como si acabara de tragar fuego. Le doy una patada a la pared. Me duelen los dedos del impacto, y oigo un gruñido sordo y largo. El cristal se rompe, y la fuerza del agua contra mi espalda me lanza hacia delante. Vuelvo a tener aire. Ahogo un grito y me enderezo. Estoy en el sillón. Tomo aire con ganas y sacudo las manos. Cuatro está a mi lado, pero, en vez de ayudarme a levantarme, se me queda mirando. —¿Qué? —¿Cómo has hecho eso? —¿El qué? —Romper el cristal. —No lo sé. Cuatro por fin me ofrece una mano, así que paso las piernas al lateral del sillón y, cuando me levanto, veo que puedo mantener el equilibrio y que estoy tranquila. Él suspira y me sujeta por el codo, medio llevándome, medio arrastrándome al exterior de la sala. Caminamos deprisa por el pasillo, pero me paro y aparto el brazo. Se me queda mirando sin decir nada, no me dará la información si no se la pido. —¿Qué? —exijo saber. —Eres divergente —contesta. Me quedo mirándolo y noto que el miedo me recorre el cuerpo como si fuera una corriente eléctrica. Lo sabe, ¿cómo lo sabe? Debo de haber cometido un desliz, de haber dicho algo equivocado. Tendría que actuar como si nada. Me echo atrás, apoyo los hombros en la pared y respondo: —¿Qué es divergente? —No te hagas la tonta —responde—. Lo sospeché la última vez, pero esta vez resulta obvio. Has manipulado la simulación, eres divergente. Aunque borraré la grabación, si no quieres acabar muerta al fondo del abismo, ¡tienes que encontrar la manera de ocultarlo durante las simulaciones! Ahora, si me disculpas… Vuelve a la habitación y cierra de un portazo. Noto el corazón en la garganta. He manipulado la simulación, he roto el cristal, no sabía que era un acto de divergencia. ¿Cómo lo sabía él? Me aparto de la pared y sigo andando por el pasillo. Necesito respuestas y sé quién las tiene. Voy derecha al estudio de tatuaje en el que vi a Tori por última vez. No hay mucha gente fuera porque es media tarde y casi todos están trabajando o en clase. Hay tres personas en el estudio: el otro tatuador, que está dibujando un león en el brazo de otro hombre, y Tori, que repasa una pila de papeles en el mostrador. Levanta la mirada cuando entro. —Hola, Tris —me saluda, y mira al otro tatuador, que está demasiado concentrado en lo que hace para prestarnos atención—. Vamos atrás. La sigo a través de una cortina que separa las dos habitaciones. En el otro cuarto hay unas sillas, agujas de recambio para tatuar, tinta, cuadernos de papel y dibujos enmarcados. Tori cierra las cortinas y se sienta en una de las sillas. Me siento al lado y me pongo a dar con el pie en el suelo, por hacer algo. —¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Cómo van las simulaciones? —Muy bien —respondo, asintiendo varias veces con la cabeza—. Demasiado bien, según me cuentan. —Ah. —Por favor, ayúdame a entenderlo —digo en voz baja—. ¿Qué significa ser…? —pregunto, vacilante; no debería decir la palabra «divergente» aquí—. ¿Qué narices soy? ¿Qué tiene que ver con las simulaciones? La actitud de Tori cambia, se reclina, cruza los brazos y se vuelve más cautelosa. —Entre otras cosas, eres… eres alguien que, cuando está en una simulación, es consciente de que lo que experimenta no es real —responde—. Alguien que puede manipularla o incluso pararla. Y también… —añade, echándose hacia delante para mirarme a los ojos—. Alguien que, por estar en Osadía…, tiende a morir. Noto un peso en el pecho, como si cada frase que dice se me acumulara ahí dentro. La tensión crece en mi interior hasta que no puedo soportarlo más, tengo que llorar, gritar o… Dejo escapar una risa sin alegría que acaba casi al empezar y digo: —Así que voy a morir, ¿no? —No necesariamente. Los líderes de Osadía todavía no saben de ti. Borré al instante tus resultados de aptitud del sistema y registré a mano que tu resultado era Abnegación. Pero no te equivoques, si descubren lo que eres, te matarán. Me quedo mirándola en silencio: no parece loca, suena como una persona estable, aunque un poco alarmada, y nunca he sospechado que tuviera ningún problema mental, pero debe de ser eso. En nuestra ciudad no ha habido ningún asesinato desde que nací. Aunque algunas personas sean capaces de cometerlos, es imposible que los líderes de una facción lo sean. —Estás paranoica —le digo—. Los líderes de Osadía no me matarían, la gente no hace eso, ya no. Ese era el objetivo de todo este…, de todas estas facciones. —Ah, ¿eso crees? —pregunta, y se pone las manos en las rodillas para mirarme a los ojos con expresión feroz—. Se cargaron a mi hermano, ¿por qué no iban a hacer lo mismo contigo, eh? ¿Qué te hace especial? —¿Tu hermano? —repito, entrecerrando los ojos. —Sí, mi hermano. Él y yo nos trasladamos desde Erudición, pero los resultados de su prueba de aptitud no fueron concluyentes. El último día de las simulaciones encontraron su cadáver al fondo del abismo. Dijeron que era un suicidio, pero a mi hermano le iba bien en el entrenamiento, estaba saliendo con otra iniciada y era feliz —explica, sacudiendo la cabeza—. Tú tienes un hermano, ¿verdad? ¿No crees que te darías cuenta si fuera un suicida? Intento imaginarme a Caleb suicidándose, aunque la mera idea me resulta ridícula. Incluso suponiendo que Caleb estuviera deprimido, no sería una alternativa para él. Tori lleva la manga subida, así que veo el tatuaje de un río en su brazo derecho. ¿Se lo haría después de la muerte de su hermano? ¿Era el río otro miedo superado? —En la segunda etapa del entrenamiento —sigue diciendo, bajando la voz—, Georgie mejoró mucho y deprisa. Decía que las simulaciones ni siquiera le daban miedo…, que eran como un juego. Así que los instructores se interesaron más por él, entraban todos en el cuarto cuando estaba en la simulación en vez de limitarse a dejar que el instructor informara de los resultados. Susurraban cosas sobre él continuamente. El último día de las simulaciones, uno de los líderes de Osadía entró a verlo en persona y, al día siguiente, Georgie ya no estaba. Yo podría ser buena en las simulaciones si controlo la fuerza que me ha ayudado a romper el cristal. Podría ser tan buena como para que todos los instructores se enteraran. Podría, pero ¿lo seré? —¿Eso es todo? —pregunto—. ¿Solo por cambiar las simulaciones? —Lo dudo, pero es todo lo que sé. —¿Cuántas personas están al tanto? —pregunto, pensando en Cuatro—. ¿Sobre lo de manipular las simulaciones? —Dos clases de personas: las que te quieren muerta y las que lo han experimentado en persona, de primera mano. O de segunda mano, como yo. Cuatro me dijo que borraría la grabación de la rotura del cristal, así que no me quiere muerta. ¿Será divergente? ¿Lo era un miembro de su familia? ¿Un amigo? ¿Una novia? Me quito la idea de la cabeza, no quiero que me distraiga. —No entiendo por qué a los líderes de Osadía les iba a importar que yo sea capaz de manipular la simulación —digo, despacio. —Si supiera la razón, ya te lo habría dicho —responde, apretando los labios—. Lo único que se me ocurre es que no sea cambiar la simulación lo que les importe; que sea un síntoma de otra cosa. De algo que sí les importa. —Tori me toma la mano y la mete entre las suyas—. Piensa en esto: esa gente te ha enseñado a usar una pistola, te ha enseñado a luchar. ¿Crees que les costaría hacerte daño? ¿Matarte? Me suelta la mano y se levanta. —Tengo que salir si no quiero que Bud empiece a hacer preguntas. Ten cuidado, Tris. CAPÍTULO VEINTIUNO LA PUERTA del Pozo se cierra a mi espalda y me quedo sola. No he caminado por este túnel desde el día de la Ceremonia de la Elección, y recuerdo cómo entré entonces, que avanzaba con pasos vacilantes en busca de la luz. Ahora camino con paso seguro, ya no necesito ver. Han pasado cuatro días de mi charla con Tori y, desde entonces, Erudición ha publicado dos artículos más sobre Abnegación. En el primero acusaban a Abnegación de esconder lujos como coches y fruta fresca a las demás facciones para obligarlas a aceptar sus creencias altruistas. Cuando lo leí pensé en la hermana de Will, Cara, que acusó a mi madre de quedarse con mercancía. El segundo artículo hablaba del fallo que era elegir a los funcionarios del Estado según su facción y preguntaba por qué solo podían gobernar las personas que se definían como abnegadas. Se pedía una vuelta a los sistemas políticos elegidos democráticamente del pasado. Tiene mucho sentido, lo que me hace sospechar que es una llamada a la revolución disfrazada de racionalidad. Llego al final del túnel. La red abarca el agujero, igual que cuando la vi por última vez. Subo las escaleras hasta la plataforma de madera en la que Cuatro me ayudó a pisar tierra firme y me agarro a la barra a la que está unida la red. Aquel día habría sido incapaz de levantar todo mi peso con los brazos, pero ahora lo hago casi sin pensar y ruedo hasta el centro de la red. Sobre mí están los edificios vacíos que se asoman al borde del agujero y el cielo. Es un cielo azul oscuro y sin estrellas, no hay luna. Los artículos me inquietaron, aunque tenía amigos para animarme, y eso ya es algo. Cuando salió el primero, Christina se cameló a uno de los cocineros para que nos dejara probar un poco de masa de tarta. Después del segundo, Uriah y Marlene me enseñaron un juego de cartas, y estuvimos jugando dos horas en el comedor. Sin embargo, esta noche prefiero estar sola. Sobre todo, deseo recordar por qué vine aquí y por qué estaba tan decidida a quedarme que salté de un edificio, incluso antes de saber lo que era ser de Osadía. Paso los dedos a través de los agujeros de la red que tengo debajo. Quería ser como los osados que veía en el instituto, quería dar gritos, ser atrevida y libre como ellos. Pero ellos todavía no eran miembros, solo jugaban a serlo, igual que yo cuando salté del tejado. No sabía lo que era el miedo. Los últimos cuatro días me he enfrentado a cuatro miedos. En uno estaba atada a una estaca y Peter prendía fuego a mis pies. En otro volvía a ahogarme, esta vez en medio de un océano, con agua embravecida a mi alrededor. En el tercero veía a mi familia desangrarse hasta morir. Y en el cuarto me apuntaban a la cabeza con un arma y me obligaban a pegarles un tiro. Ya sé lo que es el miedo. El viento azota el filo del agujero y me envuelve; cierro los ojos. Me imagino de nuevo al borde del tejado; veo cómo me desabrocho la camisa gris de Abnegación y dejo los brazos al aire, enseñando más de mi cuerpo de lo que nadie ha visto jamás. Me veo haciendo una pelota con la camisa y lanzándola al pecho de Peter. Abro los ojos. No, me equivocaba, no salté del tejado porque quisiera ser como los osados; salté porque ya era como ellos y deseaba demostrárselo. Quería dejar constancia de una parte de mí que en Abnegación me obligaban a esconder. Extiendo las manos por encima de la cabeza y las vuelvo a enganchar en la red. Estiro los pies todo lo que puedo para abarcar todo el espacio posible. El cielo nocturno está vacío y en silencio, y, por primera vez en cuatro días, igual está mi mente. Me sostengo la cabeza entre las manos y respiro hondo. Hoy, la simulación ha sido la misma que ayer: alguien me apuntaba con un arma y me ordenaba disparar a mi familia. Cuando levanto la cabeza veo que Cuatro me observa. —Sé que la simulación no es real —digo. —No me lo tienes que explicar —contesta—. Quieres a tu familia, no quieres dispararles. No es que sea lo menos razonable del mundo. —Ya solo puedo verlos en la simulación —respondo; aunque dice que no, siento que debo explicar por qué me cuesta tanto enfrentarme a este miedo. Me he comido las uñas hasta la raíz, me las he estado mordiendo mientras duermo y me despierto todas las mañanas con las manos ensangrentadas—. Los echo de menos. ¿Tú nunca… echas de menos a tu familia? —No —responde al cabo de un rato, bajando la mirada—. No, pero no es lo normal. No es lo normal, es tan poco normal que me distrae del recuerdo de ponerle a Caleb el cañón de una pistola en el pecho. ¿Cómo sería su familia para que ya no quiera saber nada de ellos? Me detengo con la mano sobre el pomo de la puerta y vuelvo la cabeza para mirarlo. «¿Eres como yo? —le pregunto en silencio—. ¿Eres divergente?» Incluso pensar la palabra parece peligroso. Sus ojos se clavan en los míos y, conforme pasan los silenciosos segundos, cada vez parece menos duro. Oigo el latido de mi corazón. Llevo demasiado rato mirándolo, pero, bueno, él me devuelve la mirada y me da la impresión de que los dos intentamos decir algo que el otro no logra oír, aunque quizá me lo imagine. Demasiado rato…, y ahora más todavía, el corazón me late más fuerte, sus serenos ojos me tragan entera. Empujo la puerta y salgo a toda prisa por el pasillo. No debería dejar que me distrajera tan fácilmente, no debería ser capaz de pensar en nada que no fuese la iniciación. Las simulaciones deberían afectarme más, deberían hundirme, como pasa con los demás iniciados. Drew no duerme, se queda mirando la pared, hecho un ovillo. Al grita todas las noches desde sus pesadillas y llora sobre su almohada. Mis pesadillas y mis uñas mordidas no parecen nada en comparación. Los gritos de Al me despiertan siempre, y me quedo mirando los muelles de la cama de encima y preguntándome qué narices me pasa, por qué sigo sintiéndome fuerte mientras los demás se hunden. ¿Es ser divergente lo que me mantiene equilibrada o es otra cosa? Cuando vuelvo al dormitorio, espero encontrar lo mismo que encontré el día anterior: a unos cuantos iniciados tumbados en su cama o con la mirada perdida. En vez de eso, veo que han formado un grupo en el otro extremo de la habitación. Eric está delante de ellos con una pizarra en las manos vuelta hacia él, de modo que no veo lo que ha escrito en ella. Me pongo al lado de Will. —¿Qué pasa? —susurro. Espero que no sea otro artículo, porque no sé si soportaré recibir más hostilidad. —La clasificación de la segunda etapa —responde. —Creía que no echaban a nadie después de la segunda —digo entre dientes. —No echan a nadie, es una especie de informe de progreso. Asiento con la cabeza. Ver la pizarra me marea un poco, como si algo me nadara en el estómago. Eric la levanta por encima de su cabeza y la cuelga en el clavo. Cuando se aparta, la habitación guarda silencio y yo estiro el cuello para ver lo que dice. Mi nombre está en primera posición. Todos se vuelven para mirarme. Sigo bajando por la lista. Christina y Will son séptima y octavo, respectivamente. Peter es el segundo, aunque, cuando miro el tiempo que se indica al lado de su nombre, me doy cuenta de que el margen entre nosotros es notablemente amplio. El tiempo medio de Peter en la simulación es de ocho minutos. El mío es de dos minutos cuarenta y cinco segundos. |
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