En el Chicago distópico de Beatrice Prior, la sociedad está dividida en cinco facciones, cada una de ellas dedicada a cultivar una virtud concreta: Verdad los




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—Buen trabajo, Tris —dice Will en voz baja.

Asiento con la cabeza y me quedo mirando la pizarra. Debería estar contenta por ser la primera, pero sé lo que significa: si Peter y sus amigos me odiaban antes, ahora me despreciarán. Ahora soy Edward, podría quedarme sin ojo… o algo peor.

Busco el nombre de Al en la lista y lo encuentro en la última posición. El grupo de iniciados se dispersa despacio, y solo nos quedamos Peter, Will, Al y yo. Quiero consolar a Al, decirle que el único motivo de que yo lo haga bien es que mi cerebro tiene algo distinto.

Peter se vuelve poco a poco, con todas sus extremidades en tensión. Una mirada de rabia habría sido menos amenazadora que la suya: una mirada de puro odio. Se va a su litera, pero, en el último segundo, da la vuelta y me empuja contra una pared, colocando una mano en cada uno de mis hombros.

—No me superará una estirada —dice entre dientes; tiene la cara tan cerca de la mía que le huelo el aliento—. ¿Cómo lo has hecho, eh? ¿Cómo narices lo has hecho?

Tira de mí unos centímetros y vuelve a golpearme contra la pared. Aprieto los dientes para no gritar, aunque el dolor del impacto me ha recorrido toda la columna. Will lo agarra por el cuello de la camisa y lo aparta de mí.

—Déjala en paz —dice—. Solo los cobardes amenazan a las niñas.

—¿Las niñas? —se burla Peter, librándose de la mano de Will—. ¿Eres ciego o estúpido? Te va a sacar de la clasificación y de Osadía, y te vas a quedar sin nada, y todo porque ella sabe cómo manipular a la gente y tú no. Cuando por fin te des cuenta de que está dispuesta a destruirnos a todos, me lo haces saber.

Peter sale del dormitorio, y Molly y Drew lo siguen con cara de asco.

—Gracias —le digo a Will, asintiendo con la cabeza.

—¿Tiene razón? —pregunta él en voz baja—. ¿Estás intentando manipularnos?

—¿Y cómo iba a hacerlo? —pregunto, frunciendo el ceño—. Solo hago lo mejor que puedo, como todo el mundo.

—No sé —responde, encogiéndose de hombros—. ¿Fingiendo ser débil para darnos pena? ¿Y después fingiendo ser dura para volvernos locos?

—¿Para volveros locos? —repito—. Soy vuestra amiga, jamás haría eso.

No dice nada, noto que no me cree… del todo.

—No seas idiota, Will —interviene Christina, que baja de un salto de su litera; me mira sin compasión y añade—: No está fingiendo.

Christina se da la vuelta y se larga sin dar un portazo. Will la sigue, así que me quedo sola en el cuarto con Al: la primera y el último.

Al nunca me ha parecido pequeño, pero ahora sí; tiene los hombros echados hacia delante y el cuerpo se le derrumba como si fuera de papel. Se sienta al borde de su cama.

—¿Estás bien? —le pregunto.

—Claro.

Tiene muy roja la cara; aparto la mirada, le he preguntado por cortesía, ya que cualquiera con ojos en la cara vería que no está nada bien.

—Todavía no hemos terminado —le digo—. Puedes mejorar tu posición si…

Dejo la frase sin acabar cuando levanta la cabeza para mirarme. Ni siquiera sé lo que le diría si la acabara, no hay estrategia para la segunda etapa. Se meten muy dentro de ti, en tu verdadero yo, y comprueban si hay coraje ahí dentro.

—¿Ves? No es tan fácil —responde.

—Ya lo sé.

—No lo creo —dice, sacudiendo la cabeza; la barbilla le bambolea—. Para ti es fácil, todo esto es fácil.

—Eso no es verdad.

—Sí que lo es —insiste, y cierra los ojos—. No me ayudas fingiendo lo contrario. No… no creo que puedas hacer nada para ayudarme.

Es como si me hubiera encontrado de repente bajo un chaparrón y tuviera toda la ropa empapada; me siento pesada, torpe e impotente. No sé si quiere decir que nadie puede ayudarlo o que yo, específicamente, no puedo ayudarlo, pero no me gusta ninguna de las dos interpretaciones. Quiero ayudarlo. El problema es que no sé cómo hacerlo.

—Lo… —empiezo a decir con la intención de disculparme, aunque ¿por qué? ¿Por ser más osada que él? ¿Por no saber qué decir?

—Quiero… —Las lágrimas que se le estaban acumulando en los ojos se derraman y le mojan las mejillas—. Quiero estar solo.

Asiento con la cabeza y me doy la vuelta. Dejarlo no es buena idea, pero no puedo evitarlo. La puerta se cierra a mi espalda y sigo caminando.

Dejo atrás la fuente de agua potable y atravieso los túneles que me resultaron interminables el día que llegué, aunque ahora apenas reparo en ellos. No es la primera vez que fallo a mi familia desde que estoy aquí, pero, por algún motivo, eso me parece. Las otras veces sabía qué hacer y, a pesar de ello, decidía no hacerlo. Esta vez no sabía qué hacer. ¿He perdido la capacidad de ver lo que la gente necesita? ¿He perdido parte de mí?

Sigo andando.

De algún modo encuentro el pasillo en el que me senté el día que se fue Edward. No quiero estar sola, aunque me parece que no tengo alternativa. Cierro los ojos y procuro no prestar atención a la fría piedra que tengo debajo mientras respiro el mohoso aire subterráneo.

—¡Tris! —me llama alguien desde la otra punta del pasillo.

Uriah corre hacia mí, y detrás van Lynn y Marlene, Lynn con una magdalena.

—Supuse que estarías aquí —me dice, agachándose cerca de mis pies—. He oído que vas la primera.

—¿Y querías felicitarme? —pregunto, esbozando una sonrisita—. Vaya, gracias.

—Alguien debía hacerlo, y supuse que tus amigos no estarían demasiado contentos, teniendo en cuenta que sus puestos no son tan buenos. Así que deja de suspirar y ven con nosotros. Voy a disparar a una magdalena que Marlene se va a colocar en la cabeza.

La idea es tan ridícula que no puedo contener la risa. Me levanto y sigo a Uriah hasta el final del pasillo, donde nos esperan Marlene y Lynn. Lynn me mira entrecerrando los ojos, pero Marlene sonríe.

—¿Por qué no lo estás celebrando? —pregunta—. Tienes prácticamente garantizado estar entre los diez primeros si sigues así.

—Es demasiado osada para los demás trasladados —explica Uriah.

—Y demasiado abnegada para «celebrarlo» —añade Lynn.

No le hago caso y pregunto:

—¿Por qué quieres que Marlene se ponga una magdalena en la cabeza?

—Apostó a que mi puntería no era lo bastante buena como para darle a un objeto pequeño a treinta metros de distancia —responde Uriah—. Yo aposté a que ella no tenía las agallas suficientes como para quedarse debajo cuando lo intentara. Así que es una gran idea.

La sala de entrenamiento en la que disparé por primera vez un arma no está demasiado lejos de mi escondite en el pasillo. Llegamos en menos de un minuto y Uriah enciende la luz. Está igual que la última vez que pasé por aquí: dianas a un lado de la sala, una mesa con armas de fuego al otro.

—¿Las dejan ahí sin más? —pregunto.

—Sí, pero no están cargadas —responde Uriah mientras se sube la camiseta.

Tiene una pistola metida en la cintura del pantalón, justo debajo de un tatuaje. Me quedo mirando el tatuaje, intentando averiguar lo que es, pero entonces se baja la camiseta.

—Vale, vamos a ponernos delante de una diana.

Marlene se aleja dando saltitos.

—No estarás pensando en disparar de verdad, ¿no? —le pregunto a Uriah.

—No es una pistola de verdad —responde Lynn en voz baja—. Tiene balas de plástico. Lo peor que puede pasar es que le dé en la cara y le pique o le salga un verdugón. ¿Crees que somos estúpidos?

Marlene se pone delante de uno de los blancos y se coloca la magdalena en la cabeza. Uriah entrecierra un ojo y apunta.

—¡Espera! —le grita Marlene; le quita un trocito a la magdalena y se lo mete en la boca—. ¡Ya! —grita de nuevo, con la boca llena, y levanta el pulgar.

—Supongo que estaréis bien clasificados —le comento a Lynn.

—Uriah es el segundo, yo soy la primera y Marlene es la cuarta.

—Solo eres la primera por un pelo —dice Uriah mientras apunta.

Aprieta el gatillo, la magdalena cae de la cabeza de Marlene y ella ni siquiera pestañea.

—¡Ganamos los dos! —grita ella.

—¿Echas de menos a tu antigua facción? —me pregunta Lynn.

—A veces —respondo—. Era más tranquila, no te cansabas tanto.

Marlene recoge la magdalena del suelo y le da un mordisco.

—¡Qué asco! —grita Uriah.

—Se supone que la iniciación tiene que desgastarnos lo suficiente como para saber quiénes somos realmente. Bueno, es lo que dice Eric —me cuenta Lynn, y arquea una ceja.

—Cuatro dice que es para prepararnos.

—En fin, no están de acuerdo en casi nada.

Asiento con la cabeza. Cuatro me contó que la visión de Eric sobre Osadía no es la que era, pero ojalá me contara exactamente cuál cree que es la visión correcta. De vez en cuando capto algún detalle (los vítores cuando salté del edificio, la red de brazos que me sujetó después de tirarme en tirolina), pero no es suficiente. ¿Habrá leído el manifiesto de Osadía? ¿En eso cree, en los actos cotidianos de valentía?

De repente se abre la puerta de la sala, y Shauna, Zeke y Cuatro entran justo cuando Uriah está disparando a otra diana. La bala de plástico rebota en el centro del blanco y rueda por el suelo.

—Me había parecido escuchar a alguien —comenta Cuatro.

—Resulta que es el idiota de mi hermano —dice Zeke—. Se supone que no podéis estar aquí fuera de las horas de clase. Tened cuidado, a ver si Cuatro se lo va a contar a Eric para que os arranque el cuero cabelludo.

Uriah arruga la nariz mirando a su hermano y guarda la bala. Marlene cruza la sala dándole mordiscos a la magdalena, y Cuatro se aparta de la puerta para dejarnos salir.

—No se lo contarás a Eric, ¿verdad? —pregunta Lynn, mirando a Cuatro con aire suspicaz.

—No, claro —responde él.

Cuando paso por su lado, me pone una mano en la parte alta de la espalda para empujarme un poco, y la palma me presiona entre los omóplatos y me estremezco. Espero que no se dé cuenta.

Los demás salen al pasillo, Zeke y Uriah entre empujones, Marlene dividiendo la magdalena para compartirla con Shauna, y Lynn delante. Empiezo a seguirlos.

—Espera un momento —me dice Cuatro.

Al volverme me pregunto con qué versión de Cuatro me encontraré: ¿será la que me regaña o la que trepa a la noria conmigo? Sonríe un poco, aunque la sonrisa no le llega a los ojos, que me hablan de tensión e inquietud.

—Este es tu sitio, espero que lo sepas —me dice—. Tu sitio está con nosotros. Todo terminará pronto, así que aguanta, ¿vale?

Se rasca detrás de la oreja y aparta la mirada, como si le diera vergüenza lo que ha dicho.

Me quedo mirándolo y noto el latido de mi corazón por todas partes, incluso en los dedos de los pies. Me apetece hacer algo atrevido, aunque también podría alejarme tranquilamente. No sé qué opción es la más inteligente o la mejor. Tampoco sé si me importa.

Extiendo el brazo y le sostengo la mano. Sus dedos se entrelazan con los míos. No puedo respirar.

Lo miro y él me mira. Durante un largo instante nos quedamos así. Entonces retiro la mano, y corro detrás de Uriah, Lynn y Marlene. A lo mejor ahora cree que soy estúpida o rara. A lo mejor ha merecido la pena.

Vuelvo al dormitorio antes que los demás y, cuando empiezan a entrar, me meto en la cama y finjo estar dormida. No los necesito, no si van a reaccionar así cada vez que lo haga bien. Si consigo superar la iniciación, seré de Osadía y no tendré que volver a verlos.

No los necesito pero, ¿los quiero? Cada tatuaje que me he hecho con ellos es una marca de su amistad, y casi todas las veces que me he reído en este sitio oscuro ha sido gracias a ellos. No quiero perderlos, aunque es como si ya lo hubiera hecho.

Después de al menos media hora dándole vueltas a la cabeza, me pongo boca arriba y abro los ojos. El dormitorio está a oscuras, todos se han ido a la cama. «Seguramente estar tan molestos conmigo los habrá dejado agotados», pienso, esbozando una sonrisa irónica. Como si proceder de la facción más odiada no fuera suficiente, ahora los pongo en evidencia.

Salgo de la cama para beber agua. No tengo sed, pero necesito hacer algo. Mis pies descalzos hacen ruidos pegajosos al pisar el suelo, y recorro la pared con la mano para no torcerme. Hay una bombilla azul encendida encima de la fuente.

Me echo el pelo por encima de un hombro y me inclino para beber. En cuanto el agua me toca los labios, oigo voces al final del pasillo. Me acerco con cautela, esperando que la oscuridad me mantenga oculta.

—Por ahora no ha habido ningún indicio al respecto —oigo decir a Eric; ¿indicio de qué?

—Bueno, todavía es pronto para ver nada —contesta alguien, una mujer; la voz me resulta fría y familiar, pero familiar como en un sueño, no como en una persona real—. El entrenamiento de combate no revela nada. Sin embargo, las simulaciones dejan al descubierto quiénes son los rebeldes divergentes, si los hay, así que tendremos que examinar las grabaciones varias veces para estar seguros.

La palabra «divergente» me deja helada. Me echo hacia delante, con la espalda contra la piedra, para ver a quién pertenece la voz familiar.

—No olvides por qué te eligió Max —dice la voz—. Tu prioridad siempre debe ser encontrarlos. Siempre.

—No se me olvida.

Me echo unos centímetros más hacia delante con la esperanza de seguir escondida. Sea quien sea la persona que habla, es la que mueve los hilos; es la responsable del puesto de líder de Eric; es la que me quiere muerta. Inclino la cabeza y fuerzo el cuello para verlos antes de que doblen la esquina.

Entonces, alguien me agarra por detrás.

Empiezo a gritar, pero una mano me tapa la boca. Huele a jabón y es lo bastante grande como para taparme la parte inferior de la cara. Me revuelvo, pero los brazos que me sujetan son demasiado fuertes, así que muerdo uno de los dedos.

—¡Ay! —grita una voz ronca.

—Cállate y tápale la boca —responde otra voz más aguda y clara de lo normal en un hombre: Peter.

Una tira de tela oscura me cubre los ojos, y otro par de manos me la atan por detrás de la cabeza. Lucho por respirar. Hay al menos dos manos en mis brazos, arrastrando hacia delante, y una en mi espalda, empujándome en la misma dirección, y otra en mi boca, para que me guarde los gritos dentro. Tres personas. Me duele el pecho, no puedo enfrentarme sola a tres personas.

—Me pregunto a qué sonará un estirado cuando suplica por su vida —dice Peter entre risas—. Deprisa.

Intento concentrarme en la mano de la boca. Debe de haber algo característico en ella que me permita identificar a su dueño. Su identidad es un problema que puedo resolver, necesito resolver un problema ahora mismo para no ponerme histérica.

La palma está sudorosa y blanda. Aprieto los dientes y respiro por la nariz. El olor a jabón me resulta familiar: hierba limón y salvia. El mismo olor que rodea la litera de Al. Noto un peso en el estómago.

Oigo el ruido del agua al chocar contra las rocas. Estamos cerca del abismo…, debemos de estar por encima de él, dado el volumen del sonido. Aprieto los labios con fuerza para no gritar: si estamos por encima del abismo, ya sé lo que pretenden hacerme.

—Levántala, vamos.

Forcejeo y me rozo con su basta piel pero sé que no servirá de nada. También grito, aunque sé que nadie me oirá aquí.

Sobreviviré hasta mañana, lo haré.

Las manos me empujan de un lado a otro y arriba, y me golpeo la columna contra algo duro y frío. A juzgar por el ancho y la curvatura, es una barandilla metálica. Es la barandilla metálica, la que da al abismo. Jadeo y la niebla me toca la nuca. Las manos me obligan a arquear la espalda sobre la barandilla. Mis pies dejan de tocar el suelo, y los atacantes son lo único que evita que caiga al agua.

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