En el Chicago distópico de Beatrice Prior, la sociedad está dividida en cinco facciones, cada una de ellas dedicada a cultivar una virtud concreta: Verdad los




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títuloEn el Chicago distópico de Beatrice Prior, la sociedad está dividida en cinco facciones, cada una de ellas dedicada a cultivar una virtud concreta: Verdad los
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Una mano pesada me toca por el pecho.

—¿Seguro que tienes dieciséis años, estirada? No pareces tener más de doce.

Los otros chicos se ríen.

Me sube la bilis a la garganta y trago su amargo sabor.

—Espera, ¡creo que he encontrado algo! —exclama, mientras me aprieta.

Me muerdo la lengua para no gritar y oigo más risas.

Al me aparta la mano de la boca.

—Para ya —le dice, y reconozco su característica voz grave.

Cuando Al me suelta, me retuerzo otra vez y caigo al suelo. Esta vez muerdo con todas mis fuerzas el primer brazo que encuentro. Oigo un grito y aprieto más la mandíbula hasta que noto sangre. Algo duro me golpea la cara y noto un calor blanco que me recorre la cabeza. Si la adrenalina no corriera por mis venas como si fuera ácido, habría dicho que era dolor.

El chico recupera su brazo y me tira al suelo. Me golpeo el codo contra la piedra y me llevo las manos a la cabeza para quitarme la venda, pero un pie me tira de lado y me deja sin aire. Jadeo, toso y forcejeo con la venda. Alguien me agarra por el pelo y me golpea la cabeza contra algo duro. Dejo escapar un grito de dolor; estoy mareada.

Me toco torpemente el lateral de la cabeza para buscar el borde de la venda, arrastro hacia arriba la mano, que me pesa mucho, me llevo con ella la tela y parpadeo. La escena que tengo delante está de lado y da botes. Veo a alguien correr hacia nosotros y a alguien huir, alguien grande, Al. Me aferro a la barandilla que tengo al lado y me sujeto a ella para levantarme.

Peter me agarra por el cuello con una mano y me levanta en el aire, poniéndome el pulgar bajo la barbilla. Su pelo, que suele estar reluciente y liso, está alborotado y se le pega a la frente. Su pálido rostro está contraído, y aprieta los dientes; me sostiene sobre el abismo mientras noto unos puntos que aparecen en los bordes de mi campo de visión, rodeándole la cara, verdes, rosas y azules. No dice nada. Intento darle una patada, pero mis piernas son demasiado cortas. Mis pulmones gritan pidiendo aire.

Oigo un grito, y Peter me suelta.

Estiro los brazos al caer, entre jadeos, y me doy en las axilas contra la barandilla. Paso los codos sobre ella para engancharme y gruño. La niebla me roza los tobillos, el mundo da vueltas y vueltas a mi alrededor, y alguien está en el Pozo (Drew) gritando. Oigo golpes, patadas, gruñidos.

Parpadeo unas cuantas veces y me concentro todo lo que puedo en la única cara que logro ver; está llena de rabia; sus ojos son azul oscuro.

—Cuatro —grazno.

Cierro los ojos, y unas manos me envuelven los brazos justo por donde se unen con los hombros. Me levanta por encima de la barandilla y me aprieta contra su pecho para cargarme en brazos, poniéndome un brazo bajo las rodillas. Escondo la cara en su hombro y, de repente, se hace un silencio hueco.

CAPÍTULO

VEINTIDÓS

ABRO LOS ojos y me encuentro con las palabras «Teme solo a Dios» pintadas en una sencilla pared blanca. Vuelvo a oír agua que corre, aunque, esta vez, el sonido viene de un grifo y no del abismo. Pasan unos segundos antes de ver bordes en lo que me rodea, las líneas del marco de una puerta, una encimera y un techo.

El dolor es un latido constante en la cabeza, la mejilla y las costillas. No debería moverme, eso lo empeoraría todo. Veo una colcha azul de retazos bajo mi cabeza y hago una mueca cuando intento moverme para ver de dónde viene el sonido del grifo.

Cuatro está en el baño, con las manos dentro del lavabo. La sangre que le sale de los nudillos hace que el agua parezca de color rosa. Tiene un corte en la comisura de los labios, pero, por lo demás, parece ileso. Se examina los cortes con expresión apacible, cierra el grifo y se seca las manos con una toalla.

Solo tengo un recuerdo de cómo llegué hasta aquí, nada más que una imagen: tinta negra formando remolinos alrededor del lateral de un cuello (la esquina de un tatuaje) y un suave vaivén que tiene que significar que me llevaba en brazos.

Apaga la luz del cuarto de baño y saca una bolsa de hielo de la nevera que está en la esquina de la habitación. Cuando se acerca a mí considero la posibilidad de cerrar los ojos y fingir estar dormida, pero entonces nuestras miradas se encuentran y pierdo la oportunidad.

—Tus manos —grazno.

—No son asunto tuyo —contesta.

Apoya una rodilla en el colchón y se inclina sobre mí para ponerme el hielo debajo de la cabeza. Antes de apartarse, acerco la mano para tocarle el corte del labio, pero me detengo al darme cuenta de lo que estoy a punto de hacer y se me queda la mano en el aire.

«¿Qué tienes que perder?», me pregunto, y le toco con delicadeza la boca.

—Tris —dice, hablando con los labios pegados a mis dedos—, estoy bien.

—¿Por qué estabas allí? —pregunto, dejando caer la mano.

—Volvía de la sala de control y oí un grito.

—¿Qué les has hecho?

—Dejé a Drew en la enfermería hace media hora —responde—, Peter y Al salieron corriendo. Drew aseguraba que solo querían asustarte. Por lo menos, creo que eso era lo que intentaba decir.

—¿Está mal?

—Vivirá —contesta, y añade en tono cortante—: Aunque no sé en qué condiciones.

No está bien desear que alguien sufra solo porque me haya hecho daño, pero una corriente triunfal de calor al rojo blanco me recorre el cuerpo al pensar en que Drew está en la enfermería; aprieto el brazo de Cuatro.

—Bien —le digo.

La voz me suena tensa y fiera, la rabia crece en mi interior y la sangre se me convierte en agua amarga que me llena y me consume. Quiero romper algo, golpear algo, pero me da miedo moverme, así que me echo a llorar.

Cuatro se agacha al lado de la cama y me observa, no distingo compasión en su mirada. Me habría decepcionado encontrarla. Aparta la muñeca y, sorprendida, veo que me pone la mano en la mejilla y me acaricia el pómulo con el pulgar con mucho cuidado.

—Podría informar sobre esto —me dice.

—No, no quiero que piensen que tengo miedo.

Asiente con la cabeza y sigue moviendo el pulgar con aire ausente por mi pómulo, adelante y atrás.

—Suponía que dirías eso.

—¿Crees que sería mala idea sentarme?

—Te ayudaré.

Cuatro me agarra por el hombro con una mano y me sostiene la cabeza con la otra mientras me levanto. Noto estallidos agudos de dolor por todo el cuerpo, aunque intento no hacer caso y reprimo un gruñido.

—Te puedes permitir sentir dolor —me dice después de pasarme la bolsa de hielo—. Aquí solo estoy yo.

Me muerdo el labio. Tengo lágrimas en la cara, pero ninguno de los dos lo menciona, hacemos como si no estuvieran.

—Te sugiero que, a partir de ahora, confíes en la protección de tus amigos trasladados —añade.

—Creía que lo hacía —respondo, y vuelvo a sentir la mano de Al en la boca; el sollozo hace que mi cuerpo se incline hacia delante. Me llevo la mano a la frente y me mezo despacio—. Pero Al…

—Él quería que fueras la chica pequeñita y callada de Abnegación —responde Cuatro en voz baja—. Te hizo daño porque tu fuerza lo hacía sentir débil. Nada más.

Asiento con la cabeza e intento creérmelo.

—Los demás no te tendrán tantos celos si demuestras algún signo de vulnerabilidad, aunque no sea cierto.

—¿Crees que tengo que fingir ser vulnerable? —pregunto, arqueando una ceja.

—Sí —responde, y me quita la bolsa de hielo para sostenerla él mismo contra mi cabeza; sus dedos rozan los míos.

Bajo la mano sin protestar, necesito relajar el brazo. Cuatro se levanta y yo me quedo mirando el dobladillo de su camiseta.

A veces lo veo como a cualquier persona, mientras que otras veces noto su presencia en las tripas, como si fuera una puñalada.

—Lo que tienes que hacer es ir a desayunar mañana para demostrar a tus atacantes que no te ha afectado lo de hoy —añade—, pero que se te vea el moratón de la mejilla, y camina con la cabeza gacha.

La idea me provoca náuseas.

—Creo que no podré hacerlo —digo con voz apagada, mirándolo.

—Tienes que hacerlo.

—Me parece que no lo entiendes —insisto, y se me pone la cara roja—. Me tocaron.

Se tensa de arriba abajo al oírlo, sus manos aprietan con fuerza la bolsa de hielo.

—Te tocaron —repite, y sus oscuros ojos se vuelven muy fríos.

—No… de la forma que estás pensando —añado, aclarándome la garganta; al decirlo no me he dado cuenta de lo incómodo que me resultaría hablar de ello—. Pero… casi.

Aparto la vista.

Se queda en silencio y quieto tanto rato que, al final, tengo que decir algo.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—No quiero decir esto, pero creo que debo hacerlo. Por ahora, es más importante para ti estar a salvo que tener razón, ¿lo entiendes?

Ha bajado las cejas, siempre rectas, hasta que se le han quedado prácticamente pegadas a los ojos. Se me retuerce el estómago, en parte porque sé que está en lo cierto y no quiero reconocerlo, y en parte porque quiero algo que no sé cómo expresar; quiero apretarme contra el aire hasta hacer desaparecer el espacio que nos separa.

Asiento con la cabeza.

—Pero, por favor, en cuanto veas la oportunidad… —añade, y me aprieta la mejilla con la mano, fría y fuerte, para ladearme la cabeza hasta obligarme a mirarlo; le brillan los ojos, parece un depredador—. Destrúyelos.

—Das un poco de miedo, Cuatro —respondo, dejando escapar una risa temblorosa.

—Hazme un favor, no me llames eso.

—¿Y qué te llamo?

—Nada —responde, y me quita la mano de la cara—, todavía.

CAPÍTULO

VEINTITRÉS

ESTA NOCHE no vuelvo al dormitorio. Dormir en el mismo cuarto que la gente que me atacó solo para parecer valiente habría sido una estupidez. Cuatro duerme en el suelo y yo en su cama, encima de la colcha, respirando el aroma de su funda de almohada. Huele a detergente y a algo denso, dulce y claramente masculino.

El ritmo de su respiración se ralentiza y me asomo un poco para ver si está dormido. Está tumbado boca abajo, con un brazo alrededor de la cabeza. Tiene los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Por primera vez aparenta la poca edad que tiene y me pregunto quién será en realidad. ¿Quién es cuando no es de Osadía, ni instructor, ni Cuatro, ni nada en particular?

Sea quien sea, me gusta. Me resulta más fácil admitirlo ahora, a oscuras, después de todo lo sucedido. No es dulce ni cariñoso, ni tampoco especialmente amable, pero es listo y valiente, y, a pesar de haberme salvado, me ha tratado como si yo fuera una persona fuerte. Es lo único que necesito saber.

Me quedo mirando cómo se le dilatan y contraen los músculos de la espalda hasta que me quedo dormida.

Me despierto dolorida por todas partes. Hago una mueca al sentarme, sosteniéndome las costillas, y me acerco al espejito de la pared de enfrente. Soy demasiado baja para reflejarme en él, pero consigo verme la cara poniéndome de puntillas. Como esperaba, tengo un moratón azul oscuro en la mejilla. Odio la idea de dejarme caer con esta pinta en la silla del comedor, pero me he quedado con las instrucciones de Cuatro: debo arreglar las cosas con mis amigos, necesito parecer débil para obtener protección.

Me recojo el pelo en un moño detrás de la cabeza. La puerta se abre y entra Cuatro con una toalla en la mano y el pelo reluciente de la ducha. Noto un escalofrío en el estómago cuando veo la línea de piel que aparece sobre su cinturón cuando levanta la mano para secarse el pelo; tengo que obligarme a mirarlo a la cara.

—Hola —lo saludo con voz tensa; ojalá no sonara tensa.

Él me toca la mejilla amoratada con la punta de los dedos.

—No está mal —comenta—. ¿Qué tal tu cabeza?

—Bien —respondo, aunque miento, ya que la noto palpitar.

Me rozo el chichón con los dedos y el dolor me recorre todo el cuero cabelludo. Podría ser peor, podría estar flotando en el río.

Se me tensan todos los músculos del cuerpo cuando baja la mano hasta mi costado, donde me dieron la patada. Lo hace como si nada, pero yo me quedo paralizada.

—¿Y el costado? —pregunta con voz grave.

—Solo me duele cuando respiro.

—Va a ser difícil evitarlo —responde, sonriendo.

—Seguro que Peter montaría una fiesta si dejo de respirar.

—Bueno, yo solo iría si invitan a tarta.

Me río y hago una mueca; pongo una mano encima de la suya para sujetarme las costillas. Él la baja despacio, rozándome el costado con la punta de los dedos. Después levanta por fin los dedos y noto un dolor en el pecho. Cuando termine este momento, tengo que recordar lo que pasó anoche; y quiero quedarme aquí, con él.

Asiente con la cabeza y salimos los dos.

—Yo iré primero —dice cuando llegamos a la puerta del comedor—. Nos vemos después, Tris.

Atraviesa las puertas y me quedo sola. Ayer me dijo que creía que yo tendría que fingir ser débil, pero se equivocaba, ya que no tendré que fingir nada. Me preparo apoyando la espalda en la pared y apretándome la frente con las manos. Me cuesta respirar hondo, así que respiro deprisa unas cuantas veces. No puedo dejar que pase, me atacaron para hacerme sentir débil y, para protegerme, puedo fingir que tuvieron éxito, pero no permitir que sea cierto.

Me aparto de la pared y entro en el comedor sin pensarlo más. Tras dar unos pasos recuerdo que tiene que parecer que soy débil, así que freno un poco, me pego a la pared y mantengo la cabeza gacha. Uriah, que está en la mesa de al lado de la de Will y Christina, levanta la mano para saludarme… y la vuelve a bajar.

Me siento al lado de Will.

Al no está aquí, no está por ninguna parte.

Uriah se sienta a mi lado, y deja su magdalena a medio comer y su vaso de agua a medio beber en la otra mesa. Durante un segundo, los tres se limitan a mirarme.

—¿Qué te ha pasado? —pregunta Will, bajando la voz.

Miro por encima de su hombro, hacia la mesa que está detrás de la nuestra. En ella está Peter comiéndose una tostada y susurrándole algo a Molly. Aprieto con fuerza la mesa, quiero hacerle daño, pero no es el momento.

Drew no está, lo que significa que sigue en la enfermería. Al pensarlo noto un placer malvado.

—Peter, Drew… —empiezo a decir en voz baja; me agarro el costado cuando alargo la mano para coger una tostada porque me duele al estirarme, así que al final hago una mueca y me inclino hacia delante con toda la intención del mundo—. Y… —añado, tragando saliva—. Y Al.

—Dios mío —dice Christina con los ojos muy abiertos.

—¿Estás bien? —pregunta Uriah.

Los ojos de Peter se encuentran con los míos y tengo que obligarme a apartar la mirada. Mostrarle que le tengo miedo hace que note un sabor amargo en la boca, pero debo hacerlo. Cuatro tenía razón, debo hacer todo lo posible para asegurarme de que no vuelvan a atacarme.

—No mucho —respondo.

Me arden los ojos y no lo estoy fingiendo, a diferencia de la mueca de antes. Me encojo de hombros y empiezo a creerme la advertencia de Tori: Peter, Drew y Al estaban dispuestos a tirarme al abismo por celos, ¿por qué no voy a creerme que los líderes de Osadía sean capaces de asesinar?

Me siento incómoda, como si llevase puesta la piel de otra persona. Si no tengo cuidado, moriré. Ni siquiera puedo confiar en los líderes de mi facción, en mi nueva familia.

—Pero si no eres más… —empieza Uriah, apretando los labios—. No es justo, ¿tres contra uno?

—Sí, con lo que se preocupa Peter por la justicia. Por eso fue a por Edward mientras dormía y le clavó un cuchillo en el ojo —responde Christina, sacudiendo la cabeza—. Pero ¿Al? ¿Estás segura, Tris?

Me quedo mirando el plato, soy la siguiente Edward. Sin embargo, a diferencia de él, yo no pienso irme.
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