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Todos los Marcus desaparecen, las luces se encienden y nos permiten ver una habitación larga y estrecha con paredes de ladrillo roto y suelo de cemento. —¿Ya está? —pregunto—. ¿Esos eran tus peores miedos? ¿Por qué tienes solo cuatro…? —empiezo, pero dejo la frase sin terminar: solo cuatro miedos—. Oh —añado, y vuelvo la vista atrás para mirarlo—. Por eso te llaman… Las palabras se me escapan cuando le veo la cara: tiene los ojos muy abiertos y parece casi vulnerable a la luz de la sala. También tiene entreabiertos los labios. Si no estuviéramos aquí, lo describiría como una expresión de asombro, pero no entiendo por qué me mira así. Me rodea el codo con las manos y me aprieta con el pulgar la suave piel de encima de mi antebrazo antes de acercarme a él. La piel de la muñeca todavía me pica, como si el cinturón fuese real, aunque está tan pálida como el resto de mi persona. Mueve los labios poco a poco sobre mi mejilla, me aprieta los hombros con los brazos y esconde la cara en mi cuello, respirando sobre mi clavícula. Me quedo rígida un segundo, y después lo abrazo y suspiro. —Eh —digo en voz baja—, lo hemos conseguido. Levanta la cabeza y me mete los dedos en el pelo para ponérmelo detrás de la oreja. Nos miramos en silencio, mientras él acaricia con aire ausente un mechón de mi pelo. —Gracias a ti —dice al final. —Bueno —respondo; tengo la boca seca, intento no hacer caso de la electricidad nerviosa que me recorre el cuerpo cada segundo que sigue tocándome—, es fácil ser valiente cuando no son mis miedos. Dejo caer las manos y me las limpio con aire ausente en los vaqueros, esperando que no se dé cuenta. Si lo hace, no lo comenta. Enlaza sus dedos con los míos. —Vamos, tengo que enseñarte una cosa —me dice. CAPÍTULO VEINTISÉIS CAMINAMOS DE la mano hacia el Pozo. Estoy pendiente de la presión de mi mano: primero me parece que no aprieto lo suficiente y después me da la impresión de que aprieto demasiado. Nunca había entendido por qué la gente caminaba de la mano, pero, entonces, él me acaricia la palma con las puntas de los dedos, me estremezco y lo entiendo perfectamente. —Entonces… —comento, aferrándome al último pensamiento coherente que recuerdo—. Cuatro miedos. —Cuatro miedos entonces, cuatro miedos ahora —responde, asintiendo con la cabeza—. No han cambiado, así que sigo viniendo aquí, pero… todavía no he conseguido avanzar. —Es imposible no tener miedo a nada, ¿recuerdas? Porque todavía hay cosas que te importan, te importa tu vida. —Lo sé. Paseamos por el borde del Pozo, por un camino estrecho que da a las rocas del fondo. No lo había visto antes (se camufla en la pared de roca), pero se ve que Tobias lo conoce bien. Aunque no quiero fastidiar el momento, tengo que saber lo de su prueba, tengo que saber si es divergente. —Me ibas a contar lo de los resultados de tu prueba de aptitud —le digo. —Ah —responde, rascándose la nuca con la mano libre—. ¿Importa? —Sí, quiero saberlo. —Qué exigente —dice, sonriendo. Llegamos al final del camino, al fondo del abismo, donde las rocas forman un terreno inestable y surgen de la corriente de agua en cortantes ángulos. Me conduce arriba y abajo, por pequeños huecos y afiladas crestas. Los zapatos se me pegan a las rocas, y las suelas dejan marcada una huella húmeda en cada una de ellas. Encuentra una roca relativamente plana cerca de un lateral en el que la corriente no es tan fuerte, y se sienta con los pies colgando del borde. Me siento a su lado. Aquí parece sentirse cómodo, a pocos centímetros de las peligrosas aguas. Me suelta la mano y miro el irregular borde de la roca. —No le cuento estas cosas a la gente, ¿sabes? Ni siquiera a mis amigos —me dice. Entrelazamos nuestros dedos y le aprieto la mano. Es el lugar perfecto para que me cuente que es divergente, si es que lo es. El rugido del abismo evitará que nos oigan; no sé por qué eso me pone tan nerviosa. —Mi resultado era el que cabría esperar: Abnegación. —Oh —respondo, y algo dentro de mí se desinfla; me había equivocado con él. Pero… había supuesto que, si no era divergente, le habría salido Osadía en la prueba. Y, técnicamente, yo también obtuve un resultado de Abnegación…, según el sistema. ¿Le pasó lo mismo a él? Y, si es así, ¿por qué no me cuenta la verdad? —Pero elegiste Osadía de todos modos —comento. —Por necesidad. —¿Por qué tenías que irte? Aparta rápidamente la mirada y clava la vista al frente, como si buscara la respuesta en el aire. No necesita darme ninguna, todavía noto el dolor fantasma de un cinturón en la muñeca. —Tenías que huir de tu padre —le digo—. ¿Por eso no querías ser líder de Osadía? ¿Porque, si lo fueras, a lo mejor tendrías que volver a verlo? —Por eso y porque siempre he sentido que, en realidad, no pertenezco a Osadía —responde, encogiéndose de hombros—. Al menos, no como es ahora. —Pero eres… increíble —salto, y hago una pausa para aclararme la garganta—. Quiero decir, según los estándares de Osadía. Cuatro miedos es algo inaudito. ¿Cómo no vas a pertenecer a Osadía? Se encoge de hombros, no parece importarle su talento, ni tampoco su estatus entre los osados, y eso es lo que se esperaría de alguien de Abnegación. No estoy segura de cómo tomármelo. —Tengo una teoría: creo que el altruismo y la valentía no son tan distintos —responde—. Te entrenan toda la vida para olvidarte de ti, de modo que, cuando estás en peligro, ese es tu primer instinto. Encajaría igual de bien en Abnegación. De repente noto un peso sobre los hombros: a mí no me bastó con toda una vida de entrenamiento, ya que mi primer instinto sigue siendo la supervivencia. —Sí, bueno —le digo—, dejé Abnegación porque no era lo bastante altruista, por mucho que lo intentara. —Eso no es del todo cierto —responde, sonriendo—. Esa chica que dejó que le lanzaran cuchillos para salvar a un amigo, que recibió un golpe con el cinturón de mi padre para protegerme…, ¿no eras tú? Ha averiguado más sobre mí que yo misma. Aunque parezca imposible que sienta algo por mí, teniendo en cuenta todo lo que no soy…, quizá no sea tan imposible. —Has estado prestándome mucha atención, ¿no? —pregunto, frunciendo el ceño. —Me gusta observar a la gente. —A lo mejor estás hecho para Verdad, Cuatro, porque eres un pésimo mentiroso. Pone la mano en la roca que tiene al lado, alineando sus dedos con los míos. Miro nuestras manos: tiene dedos largos y finos, manos hechas para movimientos diestros y elegantes. No son manos de Osadía, que deberían ser gruesas, duras, listas para romper cosas. —De acuerdo —responde, acercándose a mi cara, centrando la vista en mi barbilla, en mis labios, en mi nariz—. Te observaba porque me gustas —dice tranquilamente, con valentía, y me mira a los ojos—. Y no me llames Cuatro, ¿vale? Me gusta volver a oír mi nombre. Así, sin más, por fin se ha declarado, y yo no sé qué responder. Noto las mejillas calientes y solo se me ocurre decir: —Pero eres mayor que yo…, Tobias. —Sí —contesta, sonriendo—, ese insalvable abismo de dos años que nos separa, ¿no? —No intento menospreciarme, es que no lo entiendo. Soy más joven, no soy guapa… Se ríe, una risa grave que suena como salida de lo más profundo de su interior, y me besa en la sien. —No finjas —le digo con la voz entrecortada—, sabes que no lo soy. No soy fea, pero tampoco es que sea guapa. —Vale, no eres guapa, ¿y qué? —pregunta, y me besa en la mejilla—. Me gusta tu aspecto, eres tan lista que das miedo, eres valiente y, a pesar de saber lo de Marcus… —añade, más blando—, no me estás echando la típica mirada que se le echa a un cachorrito maltratado o algo así. —Es que no lo eres. Durante un segundo me mira a los ojos y guarda silencio. Entonces me toca la cara y se acerca más para rozar mis labios con los suyos. El río ruge y noto el agua salpicarme los tobillos. Él sonríe y aprieta su boca contra la mía. Al principio me pongo tensa, insegura, así que, cuando se aparta, pienso que he hecho algo mal o que me he equivocado. Sin embargo, él me sujeta la cara entre las manos, me acaricia la piel y vuelve a besarme, esta vez con más decisión, más seguro. Lo rodeo con un brazo, deslizándole la mano por el cuello y metiéndosela en el pelo. Nos besamos durante unos minutos, en el fondo del abismo, con el estruendo del agua a nuestro alrededor, y, cuando nos levantamos de la mano, me doy cuenta de que si los dos hubiésemos elegido cosas distintas podríamos haber acabado haciendo lo mismo, solo que en un lugar más seguro, vestidos de gris en vez de negro. CAPÍTULO VEINTISIETE A LA MAÑANA siguiente me siento ligera y tonta. Cada vez que reprimo la sonrisa, vuelve a aparecer. Al final dejo de intentar evitarla, me suelto el pelo y abandono mi uniforme de camisetas amplias para ponerme una que me deja los hombros al aire y permite que se me vean los tatuajes. —¿Qué te pasa hoy? —pregunta Christina de camino a desayunar; todavía tiene los ojos hinchados de recién levantada, y el pelo enredado le forma un halo encrespado alrededor de la cara. —Bueno, ya sabes, el sol brilla, los pájaros cantan… Ella arquea una ceja, como queriendo recordarme que estamos en un túnel subterráneo. —Deja que la chica siga de buen humor —le dice Will—. Es una ocasión única. Le doy una palmada en el brazo y me apresuro a llegar al comedor. El corazón me late con fuerza porque sé que, en algún momento de la próxima media hora, veré a Tobias. Me siento en mi sitio de siempre, al lado de Uriah, y con Will y Christina enfrente. El asiento de mi izquierda se queda vacío. Me pregunto si Tobias se sentará ahí, si me sonreirá durante el desayuno, si me mirará de esa forma secreta y furtiva con la que me imagino que yo lo miraré a él. Cojo una tostada de la bandeja que está en el centro de la mesa y empiezo a untarle mantequilla con un pelín más de entusiasmo de la cuenta. Me comporto como una lunática, aunque no puedo evitarlo, sería como negarme a respirar. Entonces, entra él. Lleva el pelo más corto, lo que hace que parezca más oscuro, casi negro. Me doy cuenta de que es un corte de Abnegación. Le sonrío y levanto la mano para saludarlo, pero se sienta al lado de Zeke sin tan siquiera mirar hacia mí, así que dejo caer la mano y me quedo mirando la tostada. Ya no me resulta tan sencillo sonreír. —¿Pasa algo? —pregunta Uriah con la boca llena de tostada. Sacudo la cabeza y doy un mordisco a la mía. ¿Qué me esperaba? Que nos hayamos besado no quiere decir que vaya a cambiar algo. A lo mejor ha cambiado de idea y ya no le gusto. A lo mejor cree que besarme fue un error. —Hoy toca paisaje del miedo —dice Will—. ¿Creéis que veremos nuestros propios paisajes? —No —responde Uriah, sacudiendo la cabeza—, pasaréis por uno de los paisajes de los instructores, me lo contó mi hermano. —Oooh, ¿de qué instructor? —pregunta Christina, animándose de golpe. —Oye, no es justo que vosotros tengáis información privilegiada y nosotros no —añade Will, mirando con rabia a Uriah. —Como si vosotros no fueseis a aprovechar la ventaja si la tuvierais —responde Uriah. —Espero que sea el paisaje de Cuatro —comenta Christina sin hacerles caso. —¿Por qué? —pregunto, y la pregunta me sale demasiado incrédula; me muerdo el labio deseando poder retirarla. —Parece que a alguien le ha cambiado el humor —dice ella, poniendo los ojos en blanco—. Como si tú no quisieras saber cuáles son sus miedos. Se hace tanto el duro que seguro que le dan miedo las nubes de azúcar y las puestas de sol demasiado brillantes, o algo así. Se pasa para compensar. —No será el suyo —respondo. —¿Y cómo lo sabes? —Es una predicción. Recuerdo al padre de Tobias en su paisaje del miedo; no dejará que nadie lo vea. Lo miro y, durante un segundo, sus ojos se encuentran con los míos, pero sin expresar nada. Después, aparta la vista. Lauren, la instructora de los iniciados nacidos en Osadía, está de pie con las manos en las caderas en la puerta de la sala del paisaje del miedo. —Hace dos años me daban miedo las arañas, ahogarme, las paredes que me atrapaban y me aplastaban, que me echaran de Osadía, desangrarme, que me pillara un tren, la muerte de mi padre, la humillación pública y que me secuestraran unos hombres sin rostro —anuncia, y todos la miramos sin expresión alguna—. La mayoría de vosotros tendréis entre diez y quince miedos en vuestros paisajes. Esa es la media. —¿Cuál es el número más bajo que se ha conseguido? —pregunta Lynn. —En los últimos años, cuatro —responde Lauren. Aunque no he mirado a Tobias desde que salimos del comedor, no puedo evitar mirarlo ahora. Mantiene la vista fija en el suelo. Yo sabía que cuatro era un número muy bajo, lo bastante como para merecer un apodo, pero no sabía que la media era más del doble. Me observo con rabia los pies: es una persona excepcional, y ahora ni siquiera me mira. —Hoy no averiguaréis cuál es vuestro número —dice Lauren—. La simulación está programada para mostrar mi paisaje del miedo, así que experimentaréis mis miedos, en vez de los vuestros. Le echo una mirada mordaz a Christina, puesto que yo tenía razón: no pasaremos por el paisaje de Cuatro. —Sin embargo, para este ejercicio cada uno de vosotros pasará por tan solo uno de mis miedos, para que así os hagáis una idea de cómo funciona la simulación. Lauren nos señala al azar y nos asigna un miedo a cada uno. Yo estoy en la parte de atrás, así que iré casi la última. Me ha asignado el miedo al secuestro. Como no estoy enganchada al ordenador mientras espero, no veo la simulación, sino la reacción de cada persona. Es la forma perfecta de distraerme de mis preocupaciones sobre Tobias: cierro las manos formando puños mientras Will se aparta unas arañas que yo no veo y Uriah empuja unas paredes que son invisibles para mí, y sonrío cuando Peter se pone completamente rojo durante lo que sea que esté experimentando en su «humillación pública». Entonces, me toca a mí. El obstáculo no me resultará cómodo, pero, como he sido capaz de manipular las simulaciones anteriores y no solo esta, y como ya he pasado por el paisaje de Tobias, no me pongo nerviosa cuando Lauren me pincha en el cuello. Entonces la escena cambia y empieza el secuestro. El suelo se convierte en hierba, y unas manos me agarran por los brazos y me tapan la boca. Está oscuro y no veo nada. Estoy cerca del abismo, oigo el rugido del agua. Grito tras la mano que me cubre la boca y forcejeo para liberarme, pero los brazos son demasiado fuertes; mis secuestradores son demasiado fuertes. Me veo cayendo en la oscuridad, la misma imagen que ahora llevo siempre conmigo en mis pesadillas. Vuelvo a gritar; grito hasta que me duele la garganta y lágrimas calientes me caen de los ojos. Sabía que volverían a por mí. Grito de nuevo…, no pidiendo ayuda, ya que no me ayudará nadie, sino porque eso es lo que haces cuando estás a punto de morir y no hay forma de evitarlo. —Paradlo —dice una voz seria. Las manos desaparecen y se encienden las luces. Estoy de pie en un suelo de cemento, en la sala del paisaje del miedo. Me tiembla el cuerpo, caigo de rodillas y me llevo las manos a la cara. Acabo de fracasar, he perdido el control y el juicio, el miedo de Lauren se había transformado en el mío. Y todos me han visto, Tobias me ha visto. Oigo pasos. Tobias se acerca y me levanta de golpe. —¿Qué narices ha sido eso, estirada? —Es que… No… —intento responder, entre hipidos. |
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