En el Chicago distópico de Beatrice Prior, la sociedad está dividida en cinco facciones, cada una de ellas dedicada a cultivar una virtud concreta: Verdad los




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—¡Contrólate! Esto es lamentable.

Noto que algo se suelta dentro de mí. Dejo de llorar, noto una corriente de calor por el cuerpo que acaba con la debilidad y hace que le dé tal puñetazo que me arden los nudillos. Se me queda mirando con un lado de la cara rojo, y yo le devuelvo la mirada.

—Cierra la boca —le digo; me suelto de su mano y salgo del cuarto.

CAPÍTULO

VEINTIOCHO

ME CUBRO BIEN los hombros con la chaqueta. Llevo mucho tiempo sin salir al exterior; el sol me ilumina la cara con sus pálidos rayos, y observo el vaho que formo al respirar.

Al menos he conseguido una cosa: convencer a Peter y a sus amigos de que ya no soy una amenaza. Mañana, cuando pase por mi propio paisaje, solo tengo que asegurarme de probar que se equivocan. Ayer, fallar me parecía imposible, pero hoy no estoy tan segura.

Me paso las manos por el pelo. Ya no siento el impulso de llorar. Me lo trenzo y lo sujeto con la goma que llevo en la muñeca. Vuelvo a ser yo, y eso es lo único que necesito: recordar quién soy. Soy alguien que no permite que la detengan cosas intrascendentes, como los chicos o las experiencias cercanas a la muerte.

Me río y sacudo la cabeza; ¿de verdad lo soy?

Oigo la bocina del tren. Las vías rodean el complejo de Osadía y siguen más allá de lo que me alcanza la vista. ¿Dónde empiezan? ¿Dónde terminan? ¿Cómo es el mundo del otro lado? Camino hacia ellas.

Quiero irme a casa, pero no puedo. Eric nos advirtió que no demostrásemos demasiado apego por nuestros padres el Día de Visita, así que ir a casa sería traicionar a Osadía, cosa que no puedo permitirme. Sin embargo, Eric no dijo nada sobre visitar a gente de otras facciones que no fueran la nuestra, y mi madre me pidió que visitara a Caleb.

Sé que no tengo permiso para salir sin supervisión, pero no me detengo. Camino cada vez más deprisa hasta que echo a correr. Impulsándome con los brazos, corro en paralelo al último vagón hasta que logro agarrarme al asidero y subir; hago una mueca cuando mi cuerpo dolorido se queja.

Una vez en el vagón, me tumbo boca arriba cerca de la puerta y contemplo el complejo de Osadía hasta que desaparece. No quiero volver; sin embargo, decidir abandonar, quedarme sin facción, sería lo más valiente que haya hecho nunca, y hoy me siento bastante cobarde.

El aire me pasa por encima y me da vueltas en los dedos. Dejo la mano colgando por el borde para que note la presión del viento. No puedo volver a casa, pero sí puedo ir a buscar un trocito de ella. Caleb está en todos mis recuerdos de la niñez, es parte de mis raíces.

El tren frena cuando llega al centro de la ciudad, y me siento para observar cómo los edificios más pequeños se convierten en edificios mayores. En Erudición viven en grandes edificios de piedra que dan al pantano. Me agarro al asidero y salgo lo bastante como para ver adónde van las vías. Bajan a la altura de la calle justo antes de torcer al este. Inhalo y me llega el olor a pavimento mojado y aire del pantano.

El tren baja, frena un poco, y salto. Me tiemblan las piernas con el impacto del aterrizaje, así que corro unos pasos para recuperar el equilibrio. Camino por el centro de la calle en dirección sur, hacia el pantano. Hay tierra vacía hasta donde me alcanza la vista, una llanura marrón que choca con el horizonte.

Tuerzo a la izquierda. Los edificios de Erudición se yerguen sobre mí, oscuros y extraños. ¿Cómo voy a encontrar a Caleb?

Los eruditos guardan registros, forma parte de su naturaleza. Deben de guardar registros de sus iniciados, y alguien tendrá acceso a los registros, solo hay que encontrarlo. Examino los edificios. Lógicamente, el central debe de ser el más importante, así que puedo empezar por ahí.

Hay miembros de la facción por todas partes. Las normas de Erudición establecen que los miembros tienen que llevar puesta, como mínimo, una prenda de vestir azul, ya que el azul hace que el cuerpo libere sustancias químicas calmantes y «una mente tranquila es una mente clara». El color también sirve para identificar a su facción. Ahora, ese color tan brillante me molesta; me he acostumbrado a la penumbra y la ropa oscura.

Esperaba tener que abrirme paso entre la gente esquivando codos y mascullando «perdone», como siempre, pero no hace falta. Convertirme en osada me ha hecho visible. La multitud me deja pasar y me mira. Me quito la goma del pelo y lo sacudo para soltarlo antes de entrar por las puertas principales.

En el interior, me paro un momento y echo la cabeza atrás: la habitación es enorme, está en silencio y huele a páginas cubiertas de polvo. El suelo de madera cruje bajo mis pies. Las paredes de ambos lados están llenas de libros, aunque parecen más decorativos que otra cosa, ya que en las mesas del centro de la habitación hay ordenadores y nadie lee. Todos están concentrados en las pantallas, tensos.

Debería haber sabido que el edificio principal de Erudición sería una biblioteca. Me llama la atención el retrato que hay colgado en la pared de enfrente, mide el doble que yo, es cuatro veces más ancho y en él se ve a una mujer atractiva con ojos gris pálido y gafas: Jeanine. Se me enciende la garganta al verla. Como es la representante de Erudición, ella fue la que publicó el informe sobre mi padre. No me ha gustado desde que mi padre empezó a despotricar sobre ella a la hora de cenar, pero ahora directamente la odio.

Bajo ella hay una enorme placa en la que pone: «El conocimiento conduce a la prosperidad».

Prosperidad. Para mí, la palabra tiene una connotación negativa. Abnegación la usa para describir la falta de moderación.

¿Cómo puede haber elegido Caleb a esta gente? Todo lo que hacen y quieren está mal, aunque seguro que él opina lo mismo de Osadía.

Me acerco al escritorio que hay justo debajo del retrato de Jeanine. El joven sentado tras él no levanta la mirada cuando me pregunta:

—¿En qué puedo ayudarla?

—Estoy buscando a alguien, se llama Caleb. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

—No se me permite dar información personal —responde sin más mientras toca la pantalla que tiene delante.

—Es mi hermano.

—No se me permi…

Doy una palmada en el escritorio, y él sale de su aturdimiento y me mira desde el otro lado de sus gafas. Varias personas se vuelven para mirarme.

—He dicho que estoy buscando a alguien —insisto en tono seco—. Es un iniciado. ¿Puede al menos decirme dónde encontrarlos?

—¿Beatrice? —pregunta una voz a mi espalda.

Me vuelvo, y allí está Caleb, detrás de mí, con un libro en la mano. Le ha crecido el pelo, así que lo tiene levantado sobre las orejas, y lleva una camiseta azul y unas gafas rectangulares. Aunque parece distinto y ya no se me permite quererlo, corro hacia él lo más deprisa que puedo y lo abrazo.

—Tienes un tatuaje —dice con voz ahogada.

—Y tú tienes gafas —respondo, retirándome un poco para mirarlo con ojos entrecerrados—. Tu visión es perfecta, Caleb, ¿qué estás haciendo?

—Hmmm —dice, mirando hacia las mesas que nos rodean—. Ven, vamos a salir de aquí.

Salimos del edificio y cruzamos la calle. Tengo que correr para seguirle el ritmo. Enfrente de la sede de Erudición hay algo que antes era un parque, ahora simplemente lo llamamos «Millenium», y no es más que una extensión de tierra vacía y varias esculturas de metal oxidado: una es un mamut abstracto chapado, otra tiene forma de haba gigante.

Nos detenemos en el hormigón que rodea el haba metálica, donde los de Erudición se sientan en grupitos con periódicos o libros. Se quita las gafas y se las mete en el bolsillo, después se pasa una mano por el pelo y me mira a los ojos un segundo, nervioso, como si estuviera avergonzado. Quizá yo también debería estarlo: estoy tatuada, llevo el pelo suelto y ropa ajustada. Pero no, no lo estoy.

—¿Qué haces aquí? —pregunta.

—Quería ir a casa y tú eras lo más parecido que se me ocurría.

Aprieta los labios.

—No pareces muy contento de verme —añado.

—Eh —responde, poniéndome las manos en los hombros—. Estoy encantado de verte, ¿vale? Es que no está permitido. Hay normas.

—Me da igual. No me importa, ¿vale?

—A lo mejor debería importarte —dice en tono amable; ha puesto su típica cara de «esto no lo apruebo»—. Si estuviera en tu lugar, no querría tener problemas con tu facción.

—¿Qué se supone que quiere decir eso?

Sé perfectamente lo que quiere decir: ve mi facción como la más cruel de las cinco, nada más.

—Es que no quiero que te hagan daño. No te enfades tanto conmigo —añade, ladeando la cabeza—. ¿Qué te ha pasado ahí?

—Nada, no me ha pasado nada.

Cierro los ojos y me restriego la nuca con una mano. Aunque pudiera explicárselo todo, no querría hacerlo, ni siquiera soy capaz de reunir la fuerza de voluntad suficiente para pensar en ello.

—¿Crees…? —empieza, y se mira los zapatos—. ¿Crees que hiciste la elección correcta?

—No creo que hubiera una correcta. ¿Y tú?

Echa un vistazo a su alrededor; la gente se nos queda mirando cuando pasa por nuestro lado. Él los mira de reojo y sigue estando nervioso, aunque quizá no sea ni por su aspecto ni por mí, sino por ellos. Lo agarro por el brazo y me lo llevo bajo el arco del haba metálica. Caminamos bajo su barriga hueca. Veo mi reflejo por todas partes, distorsionado por la curva de las paredes, roto por las zonas oxidadas y sucias.

—¿Qué está pasando? —pregunto, cruzándome de brazos; no me había dado cuenta antes de las ojeras de Caleb—. ¿Algo va mal?

Caleb apoya una mano en la pared metálica. En su reflejo, la cabeza es pequeña y está aplastada por un lado, y su brazo parece doblarse hacia dentro. Sin embargo, mi reflejo es pequeño y achaparrado.

—Está pasando algo gordo, Beatrice, algo malo —responde, y veo que tiene los ojos vidriosos y muy abiertos—. No sé qué es, pero la gente corre de un lado a otro hablando en voz baja, y Jeanine está todo el tiempo, casi a diario, dando discursos sobre lo corrupta que es Abnegación.

—¿Y la crees?

—No. Puede. No… No sé qué creer —concluye, sacudiendo la cabeza.

—Sí que lo sabes —respondo en tono severo—. Sabes quiénes son nuestros padres, sabes quiénes son nuestros amigos. ¿Crees que el padre de Susan es un corrupto?

—¿Y cuánto sé yo? ¿Cuándo me permitieron saber? No se nos permitía hacer preguntas, Beatrice; ¡no se nos permitía saber nada! Y aquí… —añade, y levanta la vista, y en el círculo plano de espejo que tenemos encima contemplo nuestras diminutas figuras, del tamaño de uñas; creo que ese es nuestro verdadero reflejo: tan pequeño como nosotros—. Aquí la información circula libremente, siempre está disponible.

—Esto no es la facción de Verdad, aquí hay mentirosos, Caleb. Hay personas que son tan listas que saben cómo manipularte.

—¿No crees que me enteraría si me estuvieran manipulando?

—Si son tan listos como dices, no, creo que no te enterarías.

—No sabes de lo que hablas —insiste, sacudiendo la cabeza.

—Sí, ¿cómo iba a saber yo lo que es una facción corrupta? Total, solo me entreno para ser de Osadía, por amor de Dios. Al menos, yo sé de qué formo parte, Caleb, mientras que tú has decidido no hacer caso de lo que siempre hemos sabido: que estas personas son arrogantes y codiciosas, y que no te llevarán a ninguna parte.

—Creo que deberías irte, Beatrice —responde en tono seco.

—Será un placer —le digo—. Ah, y supongo que no te importará, pero mamá me dijo que te pidiera que investigases el suero de la simulación.

—¿La has visto? —pregunta, dolido—. ¿Por qué no…?

—Porque los de Erudición ya no permiten que los de Abnegación entren en su complejo. ¿Esa información no estaba disponible?

Lo empujo para que me deje pasar, y me alejo de la cueva de espejo y la escultura para volver a la acera. No debería haberme marchado. Ahora el complejo de Osadía es mi hogar; al menos allí sé por dónde piso: sé que piso terreno peligroso.

Cada vez hay menos gente a mi alrededor, así que levanto la mirada para ver por qué. De pie, a pocos metros de mí, hay dos hombres de Erudición cruzados de brazos.

—Perdone —me dice uno de ellos—, pero tiene que venir con nosotros.

Uno de los hombres camina detrás de mí, aunque tan cerca que noto su aliento en la nuca. El otro me conduce por la biblioteca y a lo largo de tres pasillos hasta llegar a un ascensor. Más allá de la biblioteca, el suelo pasa de madera a losetas blancas y las paredes brillan como el techo de la sala de la prueba de aptitud. El brillo rebota en las puertas plateadas del ascensor, así que entrecierro los ojos para poder ver.

Intento mantener la calma, me hago preguntas sacadas de la formación de Osadía: «¿Qué haces si alguien te ataca por detrás?». Me imagino clavando un codo en un estómago o una entrepierna. Me imagino corriendo. Ojalá tuviera una pistola. Son pensamientos de Osadía, pensamientos que he hecho míos.

«¿Qué haces si te atacan dos personas a la vez?»

Sigo al hombre por un pasillo vacío e iluminado que conduce a un despacho. Las paredes son de cristal; supongo que ya sé qué facción diseñó mi instituto.

Hay una mujer sentada detrás de un escritorio metálico. Me quedo mirando su cara: es la misma cara que preside la biblioteca de Erudición, la misma que empapela todos los artículos que publican los eruditos. ¿Cuánto tiempo hace que odio esa cara? Ni me acuerdo.

—Siéntate —dice Jeanine, y su voz me resulta familiar, sobre todo cuando está irritada; clava en mí sus líquidos ojos grises.

—Mejor no.

—Siéntate —repite; sin duda, he oído esa voz antes.

La oí en el pasillo, hablando con Eric, antes de que me atacaran. La oí mencionar a los divergentes y, antes de eso, la oí…

—La voz de la simulación era suya —le digo—. En la prueba de aptitud, quiero decir.

Ella es el peligro del que me advirtieron Tori y mi madre, el peligro que conlleva ser divergente. Lo tengo sentado delante.

—Correcto. La prueba de aptitud es, de lejos, mi mayor logro como científica —contesta—. Consulté tus resultados, Beatrice. Al parecer, hubo un problema con la prueba, no se grabó y tuvieron que introducir los datos a mano. ¿Lo sabías?

—No.

—¿Sabías que eres una de las únicas dos personas que, después de obtener un resultado de Abnegación, se pasaron a Osadía?

—No —respondo, intentando disimular la sorpresa. ¿Tobias y yo somos los únicos? Pero su resultado era genuino y el mío, una mentira, así que, en realidad, él es el único.

Me da un vuelco el estómago al pensar en él. Ahora mismo me da igual lo único que sea; dijo que yo era lamentable.

—¿Qué te hizo elegir Osadía?

—¿Qué tiene esto que ver con nada? —pregunto, intentando suavizar el tono, aunque sin conseguirlo—. ¿No me va a regañar por abandonar mi facción para buscar a mi hermano? «La facción antes que la sangre», ¿no? —añado, y hago una pausa—. Ahora que lo pienso, ¿por qué estoy en su despacho? Se supone que es usted una persona importante y tal, ¿no?

Puede que eso le baje un poco los humos.

—Dejaré las reprimendas para Osadía —responde tras fruncir los labios un segundo; después, se reclina en su silla.

Coloco las manos en el respaldo de la silla en la que me he negado a sentar y aprieto los dedos. Detrás de ella hay una ventana que da a la ciudad, y veo que el tren toma despacio una curva a lo lejos.

—En cuanto a la razón de tu presencia aquí…, una de las cualidades de mi facción es la curiosidad y, mientras repasaba tu historial, he visto que había otro error en otra de tus simulaciones. Tampoco pudo grabarse. ¿Lo sabías?

—¿Por qué tiene acceso a mi historial? Solo pueden acceder los de Osadía.

—Porque Erudición desarrolló las simulaciones, así que tenemos un… acuerdo con Osadía, Beatrice —responde, ladeando la cabeza para sonreírme—. Únicamente me preocupa la competencia de nuestra tecnología. Si falla contigo, debo asegurarme de que no sigue haciéndolo, ¿lo entiendes?
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