En el Chicago distópico de Beatrice Prior, la sociedad está dividida en cinco facciones, cada una de ellas dedicada a cultivar una virtud concreta: Verdad los




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Solo entiendo una cosa: me está mintiendo. Le da igual la tecnología; lo que pasa es que sospecha que hay algo raro en los resultados de mi prueba. Igual que los líderes de Osadía, está olisqueando en busca de divergentes, y si mi madre quiere que Caleb investigue el suero de la simulación, seguramente será porque lo desarrolló Jeanine.

Pero ¿por qué les supone tanta amenaza mi habilidad para manipular las simulaciones? ¿Por qué le importa eso precisamente a la representante de Erudición?

No tengo respuesta, aunque la mirada que me echa me recuerda a la del perro que ataca en la prueba de aptitud: una mirada cruel, de depredador. Quiere hacerme pedazos, y ahora no puedo tumbarme para demostrarle sumisión, sino que yo también debo convertirme en un perro al ataque.

Noto el corazón en la garganta.

—No sé cómo funcionan —digo—, pero el líquido que me inyectaron me puso mala. Puede que la persona que se encargó de mi simulación estuviera distraída viéndome vomitar, y por eso se le olvidó grabarla. También me mareé después de la prueba de aptitud.

—¿Sueles tener un estómago sensible, Beatrice? —pregunta, y su voz es como el filo de una navaja; se pone a dar golpecitos con sus uñas perfectas sobre el escritorio.

—Desde que era pequeña —respondo con toda la calma posible.

Suelto el respaldo de la silla y lo rodeo para sentarme en ella. No puedo parecer tensa, por mucho que sienta como si se me retorcieran las entrañas.

—Has tenido mucho éxito en las simulaciones —comenta—. ¿A qué atribuyes la facilidad con la que las has superado?

—Soy valiente —respondo, mirándola a los ojos; las demás facciones ven de cierta manera a Osadía: gente desenvuelta, agresiva, impulsiva, creída. Así que tengo que ser lo que ella espera—. Soy la mejor iniciada que tienen —añado, sonriendo.

Me echo hacia delante y apoyo los codos en las rodillas. Tendré que ir más lejos si quiero resultar convincente.

—¿Quiere saber por qué elegí Osadía? —pregunto—. Porque estaba aburrida. —Más, tengo que ir más allá, las mentiras requieren compromiso—. Estaba cansada de ser una niñita buena y quería salir de allí.

—Entonces, ¿no echas de menos a tus padres? —pregunta con delicadeza.

—¿Que si echo de menos que me regañen por mirarme en un espejo? ¿Que si echo de menos que me manden callar cuando estamos comiendo? —pregunto, y sacudo la cabeza—. No, no los echo de menos. Ya no son mi familia.

La mentira me quema la garganta al salir, o puede que sean las lágrimas que reprimo. Me imagino a mi madre detrás de mí, cepillo y tijeras en mano, sonriendo un poquito mientras me corta el pelo, y preferiría gritar antes que insultarla de esta manera.

—Entonces, ¿puedo dar por sentado que…? —empieza a decir Jeanine, aunque frunce los labios y se detiene unos segundos antes de terminar—. ¿Que estás de acuerdo con los informes que se han publicado sobre los líderes políticos de esta ciudad?

¿Los informes que aseguran que mi familia es un grupo de dictadores corruptos y ambiciosos con aires de superioridad moral? ¿Los informes que incluyen sutiles amenazas y apuntan a la revolución? Me ponen mala. Saber que ella es la que los publicó hace que me entren ganas de estrangularla.

Sonrío.

—De todo corazón —respondo.

Uno de los lacayos de Jeanine, un hombre con camisa azul y gafas de sol, me conduce de vuelta al complejo de Osadía en un lustroso coche plateado que no tiene nada que ver con los coches que he visto antes. El motor apenas hace ruido. Cuando pregunto por él al hombre, me dice que funciona con energía solar e inicia una larga explicación de cómo los paneles del techo convierten la luz del sol en energía. Dejo de prestar atención al cabo de sesenta segundos y me dedico a mirar por la ventana.

No sé qué me harán cuando regrese, aunque sospecho que no será agradable. Me imagino con los pies colgando del abismo y me muerdo el labio.

Cuando el conductor aparca delante del edificio de cristal que está encima del complejo, Eric me está esperando en la puerta para agarrarme del brazo y llevarme al interior sin dar las gracias al chófer. Los dedos de Eric me aprietan tanto que sé que me saldrán moratones.

Se pone entre la puerta que lleva adentro y yo, y empieza a hacer crujir los nudillos. Por lo demás, se queda completamente inmóvil.

Me estremezco sin querer.

El suave ruidito de sus nudillos es lo único que oigo aparte de mi propia respiración, que se acelera por segundos. Cuando termina, entrelaza los dedos delante de él.

—Bienvenida de nuevo, Tris.

—Eric.

Se acerca a mí, dando cada paso con sumo cuidado.

—¿En qué… —dice en voz baja— estabas pensando… —añade, más alto— exactamente?

—No… —empiezo a responder; está tan cerca que veo los agujeros en los que entran todos sus pendientes—. No lo sé.

—Me tienta la idea de declararte traidora a la facción, Tris. ¿Es que nunca has oído la frase: «La facción antes que la sangre»?

He visto a Eric hacer cosas horribles y lo he oído decir cosas horribles, pero nunca lo había visto así. Ya no es un maníaco, sino que está perfectamente controlado, perfectamente tranquilo. Tranquilo y cuidadoso.

Por primera vez, reconozco a Eric por lo que es: un erudito disfrazado de osado; un genio, además de un sádico; un cazador de divergentes.

Quiero salir corriendo.

—¿No te satisface la vida que has encontrado aquí? ¿Te arrepientes de tu decisión? —pregunta Eric, arqueando sus dos cejas repletas de metal y arrugando la frente—. Me gustaría oír una explicación de por qué has traicionado a Osadía, te has traicionado a ti y me has traicionado a mí —añade, dándose un golpecito en el pecho— para aventurarte a entrar en la sede de otra facción.

—Pues…

Respiro hondo. Me mataría si supiera lo que soy, lo noto. Aprieta los puños. Estoy sola, si me pasa algo, nadie lo sabrá y nadie lo verá.

—Si no puedes explicarte —insiste, bajando la voz—, puede que me vea obligado a reconsiderar tu puesto en la clasificación. O, como pareces tan apegada a tu antigua facción…, a lo mejor me veo obligado a reconsiderar los puestos de tus amigos. Puede que la pequeña abnegada que llevas dentro se tome más en serio esa amenaza.

Mi primer pensamiento es que no puede hacerlo, que no sería justo. El segundo, que, por supuesto, claro que lo haría, que no dudaría un segundo en hacerlo. Y tiene razón: la idea de que mi comportamiento imprudente expulse a alguien de una facción hace que se me encoja el corazón de miedo. Lo intento otra vez.

—Pues…

Pero me cuesta respirar.

Entonces se abre la puerta y sale Tobias.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta a Eric.

—Sal de aquí —dice Eric en voz más alta y no tan monocorde. Suena más como el Eric que conozco, y también le cambia la expresión, se hace más móvil y viva. Me quedo mirando, maravillada ante su capacidad de transformación, y me pregunto qué estrategia se esconderá detrás.

—No —responde Tobias—. No es más que una chica estúpida, no hace falta arrastrarla hasta aquí e interrogarla.

—Una chica estúpida —repite Eric—. Si solo fuera una chica estúpida no iría la primera, ¿no?

Tobias se pellizca el puente de la nariz y me mira a través del espacio entre los dedos. Intenta decirme algo; pienso a toda velocidad; ¿qué consejo me ha dado Cuatro recientemente?

Lo único que se me ocurre es: «Finge ser vulnerable».

Ya me ha funcionado antes.

—Es que… estaba avergonzada y no sabía qué hacer —digo, metiendo las manos en los bolsillos y mirando al suelo; entonces me pellizco una pierna con tanta fuerza que se me saltan las lágrimas, y miro a Eric sorbiéndome los mocos—. Intenté… y… —añado, sacudiendo la cabeza.

—¿Intentaste qué? —pregunta Eric.

—Besarme —responde Tobias—. Y yo la rechacé, así que salió corriendo como una cría de cinco años. De lo único que podemos culparla es de ser estúpida.

Los dos esperamos.

Eric me mira, mira a Tobias y se ríe, aunque con una risa demasiado fuerte y demasiado larga; es un sonido amenazador y que raspa como papel de lija.

—¿No es un poco mayor para ti, Tris? —pregunta, sonriendo de nuevo.

Me limpio la mejilla como si me secara una lágrima.

—¿Puedo irme ya?

—Vale —responde Eric—, pero no se te permite abandonar el complejo de nuevo sin supervisión, ¿me oyes? Y tú —añade, volviéndose hacia Tobias—, será mejor que te asegures de que ningún trasladado vuelva a salir del complejo. Y de que ninguno más intente besarte.

—Vale —contesta Tobias, poniendo los ojos en blanco.

Dejo la habitación y vuelvo a salir al exterior, sacudiendo las manos para librarme de los temblores. Me siento en el pavimento y me abrazo las rodillas.

No sé cuánto tiempo llevo aquí sentada, con la cabeza gacha y los ojos cerrados, cuando la puerta se abre de nuevo. Puede que hayan sido veinte minutos o puede que una hora. Tobias se me acerca.

Me levanto y cruzo los brazos, a la espera de la reprimenda. Le di una bofetada y después me metí en líos con Osadía, tiene que haber una reprimenda.

—¿Qué? —pregunto.

—¿Estás bien? —dice; le aparece una arruga entre las cejas y me toca la mejilla con delicadeza, pero le aparto la mano.

—Bueno, primero me insultan delante de todos, después tengo que charlar con la mujer que intenta destruir a mi antigua facción y, por último, Eric está a punto de expulsar a mis amigos de Osadía, así que, sí, está resultando ser un gran día…, Cuatro.

Él sacude la cabeza y mira hacia el edificio derruido de su derecha, que está hecho de ladrillo y apenas se parece en algo a la reluciente aguja de cristal que tengo detrás. Debe de ser muy antiguo; ya no se construye con ladrillo.

—¿Y qué más te da a ti, por cierto? —añado—. O eres el instructor cruel o eres el novio preocupado —digo, y me pongo tensa al pronunciar la palabra «novio»; no quería hacerlo con tanta indiferencia, pero ya es tarde—. No puedes interpretar los dos papeles a la vez.

—No soy cruel —responde, frunciendo el ceño—. Esta mañana te estaba protegiendo. ¿Cómo crees que habrían reaccionado Peter y sus amigos idiotas si descubren que tú y yo estamos…? Nunca ganarías —asegura, suspirando—. Dirían que tu puesto es resultado de favoritismo, no de tu habilidad.

Abro la boca para protestar, pero no puedo. Se me ocurren unos cuantos comentarios sarcásticos, pero los descarto. Tiene razón. Me pongo roja e intento refrescarme las mejillas con las manos.

—No tenías que insultarme para probarles nada —digo al fin.

—Y tú no tenías que salir corriendo a ver a tu hermano solo porque te hice daño —responde, restregándose la nuca—. Además…, funcionó, ¿no?

—A mi costa.

—No sabía que te afectaría tanto —asegura; después baja la mirada y se encoge de hombros—. A veces se me olvida que puedo hacerte daño, que es posible hacerte daño.

Me meto las manos en los bolsillos y me balanceo sobre los talones. Una extraña sensación me recorre el cuerpo, una dulce y dolorosa debilidad: Tobias hizo lo que hizo porque creía en mi fortaleza.

En casa, Caleb era el fuerte porque podía olvidarse de sí mismo, porque todas las características que mis padres valoraban a él le salían de manera natural. Hasta ahora, nadie había estado convencido de mi fortaleza.

Me pongo de puntillas, levanto la cabeza y lo beso. Solo se tocan nuestros labios.

—Eres genial, ¿sabes? —comento, sacudiendo la cabeza—. Siempre sabes lo que hay que hacer.

—Solo porque llevo pensando en esto mucho tiempo —responde, dándome un beso rápido—. En cómo manejaría la situación si tú y yo… —Se aparta un momento y sonríe—. ¿Te he oído decir que soy tu novio, Tris?

—No exactamente. ¿Por qué? ¿Quieres que lo haga?

Él me pasa las manos por el cuello y me levanta la barbilla con los pulgares hasta que mi frente toca la suya. Durante un momento se queda así, con los ojos cerrados, respirando mi aire. Noto el pulso en las puntas de sus dedos. Noto que se le acelera la respiración. Parece nervioso.

—Sí —dice al fin, y pierde la sonrisa—. ¿Crees que los hemos convencido de que no eres más que una niña tonta?

—Espero que sí. A veces ayuda ser tan pequeñita. Aunque no estoy segura de haber convencido a los eruditos.

Tobias pierde del todo la sonrisa y me mira, muy serio.

—Tengo que contarte una cosa.

—¿El qué?

—Ahora no —responde, mirando a su alrededor—. Reúnete conmigo a las once y media. No le cuentes a nadie adónde vas.

Asiento con la cabeza y se vuelve para irse tan deprisa como ha venido.

—¿Dónde te has metido todo el día? —me pregunta Christina cuando regreso al dormitorio; la habitación está vacía, los demás deben de estar cenando—. Te busqué fuera, pero no te encontré. ¿Va todo bien? ¿Te has metido en líos por pegar a Cuatro?

Sacudo la cabeza, ya que la mera idea de contarle la verdad sobre mi salida me deja agotada. ¿Cómo voy a explicarle el impulso de saltar a un tren para ir a visitar a mi hermano? ¿O la espeluznante calma en la voz de Eric cuando me interrogó? ¿O la razón por la que estallé y pegué a Tobias?

—Tenía que largarme. Estuve dando vueltas por ahí un buen rato. Y no, no me he metido en líos. Me gritó, me disculpé…, y ya está.

Mientras hablo procuro mirarla a los ojos y mantener las manos pegadas a los costados.

—Bien —responde—, porque tengo que contarte una cosa.

Mira por encima de mí, hacia la puerta, y se pone de puntillas para examinar la parte superior de las literas, seguramente para asegurarse de que están vacías. Después me pone las manos sobre los hombros.

—¿Puedes ser una chica durante unos segundos?

—Siempre soy una chica —respondo, frunciendo el ceño.

—Ya sabes lo que quiero decir, una chica tonta y fastidiosa.

—Chachi —respondo en tono infantil, enrollándome un mechón de pelo en el dedo.

Ella esboza una sonrisa tan amplia que le veo hasta las últimas muelas.

—Will me dio un beso.

—¿Qué? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Qué pasó?

—¡Vaya, sí que puedes ser una chica! —exclama, y se endereza, quitándome las manos de los hombros—. Bueno, después de tu pequeña escena, fuimos a comer y después de paseo cerca de las vías. Estábamos hablando de… Ni siquiera me acuerdo de lo que hablábamos. Y entonces se paró, se inclinó y… me besó.

—¿Sabías que le gustabas? Quiero decir, ya sabes, así.

—¡No! —responde, entre risas—. Esa fue la mejor parte. Después seguimos andando y hablando como si no hubiera pasado nada. Bueno, hasta que yo lo besé a él.

—¿Cuánto hace que sabes que te gusta?

—No lo sé, supongo que no lo sabía. Pero los pequeños detalles… Que me pusiera un brazo sobre los hombros en el funeral, que me abriera la puerta como si yo fuese una chica y no alguien que puede darle una paliza…

Me río. De repente quiero hablarle de Tobias y contarle todo lo que ha pasado entre nosotros, pero me detienen las mismas razones que me dio él para fingir que no estamos juntos. No quiero que piense que mi posición tiene algo que ver con mi relación con él, así que me limito a decir:

—Me alegro mucho por ti.

—Gracias. Yo también me alegro. Y creía que tardaría mucho en poder sentir…, ya sabes.

Se sienta en el borde de mi cama y contempla el dormitorio. Algunos de los iniciados ya han hecho las maletas. Pronto nos trasladaremos a unos apartamentos al otro lado del complejo, y los que tengan trabajos gubernamentales se mudarán al edificio de cristal que se yergue sobre el Pozo. No tendré que volver a preocuparme por que Peter me ataque mientras duerme, ni tampoco tendré que seguir viendo la cama vacía de Al.

—No puedo creerme que casi hayamos terminado —me dice—. Es como si acabáramos de llegar, pero también es como…, como si llevara un siglo fuera de casa.
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