En el Chicago distópico de Beatrice Prior, la sociedad está dividida en cinco facciones, cada una de ellas dedicada a cultivar una virtud concreta: Verdad los




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—¿La echas de menos? —le pregunto, apoyándome en la estructura de la cama.

—Sí —responde, encogiéndose de hombros—. Aunque algunas cosas no cambian. Es decir, en casa todos son tan gritones como aquí, y eso está bien, aunque allí todo resulta más fácil. Siempre sabes a qué atenerte con la gente, básicamente porque te lo dice. No hay… manipulación.

Asiento con la cabeza. Abnegación me preparó para ese aspecto de la vida en Osadía: los abnegados no son manipuladores, pero tampoco tan directos.

—De todos modos, creo que no habría sobrevivido a la iniciación en Verdad —sigue explicando, y sacude la cabeza—. Allí, en vez de simulaciones, tienes detectores de mentiras. Todo el día, todos los días. Y la prueba final… —añade, arrugando la nariz—. Te dan una cosa que llaman suero de la verdad y te sientan delante de todos para hacerte un montón de preguntas muy personales. En teoría, si confiesas todos tus secretos, no tendrás ganas de mentir nunca más sobre nada. Como lo peor de ti ya ha quedado al descubierto, ¿por qué no ser sincera?

No sé cómo he conseguido acumular tantos secretos: ser divergente; mis miedos; lo que siento por mis amigos, mi familia, Al y Tobias… La iniciación de Verdad sacaría a la luz cosas que ni siquiera las simulaciones pueden tocar; una cosa así me destrozaría.

—Parece horrible —comento.

—Siempre supe que no podría ser veraz. Vamos, que intento ser sincera, pero hay algunas cosas que no quieres que la gente sepa. Además, me gusta controlar lo que pienso.

Como a todos.

—En fin —sigue diciendo, y abre el armario que está a la izquierda de nuestra litera.

Al hacerlo, una polilla sale volando directa hacia su cara, y Christina suelta un chillido tan fuerte que casi me para el corazón y empieza a darse palmadas en las mejillas.

—¡Quítamela! ¡Quítamela, quítamela, quítamela! —grita.

La polilla se aleja volando.

—¡Se ha ido! —grito, y me echo a reír—. ¿Te dan miedo las… polillas?

—Son asquerosas. Esas alas como de papel y esos estúpidos cuerpos de bicho… —responde, estremeciéndose.

Sigo riéndome. Me río tanto que tengo que sentarme y sujetarme el estómago.

—¡No tiene gracia! —exclama—. Bueno…, vale, a lo mejor sí. Un poquito.

Por la noche, cuando me reúno con Tobias, no me dice nada, se limita a tomarme de la mano y tirar de mí hacia las vías.

Se sube con apabullante facilidad al primer tren que pasa y me ayuda a hacer lo mismo. Caigo sobre él, con la mejilla sobre su pecho, y él me desliza los dedos por los brazos y me sujeta por los codos mientras el vagón avanza entre traqueteos por las vías de acero. El edificio de cristal que domina el complejo de Osadía se hace cada vez más pequeño.

—¿Qué tenías que contarme? —le grito para hacerme oír por encima del viento.

—Todavía no —responde.

Se deja caer en el suelo y tira de mí, de modo que él queda sentado con la espalda apoyada en la pared, mientras que yo estoy de cara a él, con las piernas a un lado, sobre el suelo polvoriento. El viento me suelta mechones de pelo y me los lanza contra el rostro. Tobias me pone las manos en la cara, desliza los dedos índice detrás de mis orejas y me atrae hacia su boca.

Oigo el chirrido de los frenos del tren, lo que significa que debemos de estar cerca del centro de la ciudad. El aire es frío, pero sus labios son cálidos, igual que sus manos. Ladea la cabeza y me besa la piel de debajo de la mandíbula. Me alegro de que el aire haga tanto ruido, ya que así no me oye suspirar.

El vagón se bambolea y me hace perder el equilibrio, así que bajo una mano para no caerme. Una fracción de segundo después me doy cuenta de que la he puesto sobre su cadera, que noto el hueso en la palma de la mano. Debería apartarla, pero no quiero. Una vez me dijo que fuera valiente y, aunque he sido capaz de no moverme mientras me lanzaba cuchillos a la cara y también de tirarme de un tejado, jamás se me habría ocurrido que iba a necesitar ser valiente en los pequeños momentos de la vida; pero así es.

Me muevo, paso una pierna por encima de él hasta quedar sentada a horcajadas, y, aunque noto el corazón en la garganta, lo beso. Él se sienta más derecho y noto que me pone las manos en los hombros. Sus dedos se deslizan por mi columna, y un escalofrío los acompaña en su camino hasta el final de mi espalda. Me baja la cremallera de la chaqueta unos centímetros, y yo aprieto las manos contra las piernas para que dejen de temblarme. No debería estar nerviosa, se trata de Tobias.

El aire frío me acaricia la piel desnuda. Él se aparta y observa con atención los tatuajes que me hice sobre la clavícula. Los roza con las puntas de los dedos y sonríe.

—Pájaros —comenta—. ¿Son cuervos? Siempre se me olvida preguntártelo.

—Sí —respondo, intentando devolverle la sonrisa—. Uno por cada miembro de mi familia. ¿Te gustan?

No responde, sino que me aprieta más contra él y me besa los cuervos, uno a uno. Cierro los ojos. Me toca con cuidado, con delicadeza. Una sensación cálida y densa, como de miel derramada, me llena por dentro y ralentiza mis pensamientos. Me toca la mejilla.

—Odio tener que decirlo, pero hay que levantarse ya —me dice.

Asiento con la cabeza y abro los ojos. Los dos nos levantamos y Tobias tira de mí hacia la puerta abierta del vagón. Como el tren ha frenado, el viento ya no es tan fuerte. Es más de medianoche, así que todas las luces de la ciudad están apagadas, y los edificios parecen mamuts que surgen de la oscuridad y vuelven a sumergirse en ella. Tobias levanta una mano y señala un grupo de edificios que están tan lejos que parecen del tamaño de una uña. Son el único punto iluminado del oscuro mar que nos rodea: otra vez la sede de Erudición.

—Al parecer, las ordenanzas de la ciudad no significan nada para ellos —dice—, porque dejan las luces encendidas toda la noche.

—¿Nadie más se ha dado cuenta? —pregunto, frunciendo el ceño.

—Seguro que sí, pero no han hecho nada para evitarlo. Puede que sea porque no quieren meterse en problemas por algo tan insignificante —responde Tobias encogiéndose de hombros, aunque está tan tenso que me preocupa—. De todos modos, hace que me pregunte qué estarán haciendo en Erudición para necesitar luces por la noche. —Se vuelve hacia mí y se apoya en la pared—. Debes saber dos cosas sobre mí. La primera es que sospecho de todo el mundo en general; siempre espero lo peor de la gente. Y la segunda es que resulta sorprendente lo bien que se me dan los ordenadores.

Asiento con la cabeza. Me había dicho que su otro trabajo consistía en trabajar con ordenadores, aunque todavía me cuesta imaginármelo sentado frente a una pantalla todo el día.

—Hace unas semanas, antes de que empezara el entrenamiento, estaba en el trabajo y encontré una forma de entrar en los archivos protegidos de Osadía. Al parecer, no se nos da tan bien como a Erudición la seguridad, y lo que descubrí parecían planes de guerra: órdenes apenas veladas, listas de suministros, mapas…, cosas así. Y eran archivos enviados por Erudición.

—¿Guerra? —pregunto, apartándome el pelo de la cara.

Escuchar a mi padre insultar a Erudición toda mi vida me ha hecho desconfiar de ellos, y mis experiencias en el complejo de Osadía me han hecho desconfiar de la autoridad y de los seres humanos en general, así que tampoco me sorprende tanto que una facción planee una guerra.

Y lo que Caleb me dijo antes…: «Está pasando algo gordo, Beatrice». Miro a Tobias.

—¿Guerra contra Abnegación?

Me toma las manos, entrelazando los dedos, y responde:

—Contra la facción que controla el gobierno, sí.

Noto un nudo en el estómago.

—Pretendían que sus informes levantaran a la gente contra Abnegación —dice, y fija la mirada en la ciudad—. Está claro que ahora quieren acelerar el proceso, y no tengo ni idea de qué hacer al respecto…, ni siquiera de qué podría hacerse.

—Pero ¿por qué iba Erudición a aliarse con Osadía?

Entonces se me ocurre algo, algo que es como un puñetazo en la barriga y que me corroe las tripas: Erudición no tiene armas y no sabe cómo luchar, pero Osadía sí.

Miro a Tobias con ojos como platos.

—Van a usarnos —digo.

—Me pregunto cómo pretenderán obligarnos a luchar.

Le aseguré a Caleb que Erudición sabe cómo manipular a los demás. Podrían convencernos a algunos pasándonos información falsa o apelando a la codicia, hay muchas formas. Sin embargo, en Erudición son tan meticulosos como manipuladores, así que no lo dejarían todo en manos del azar, se asegurarían de cubrir todos sus puntos débiles. Pero ¿cómo?

El viento me pone el pelo en la cara y lo veo todo a rayas; no sigo adelante con la reflexión.

—No lo sé —respondo.

CAPÍTULO

VEINTINUEVE

SALVO ESTE, he asistido todos los años a la ceremonia de iniciación de Abnegación y se trata de un acontecimiento tranquilo. Los iniciados, que se pasan treinta días haciendo servicios a la comunidad antes de convertirse en miembros de pleno derecho, se sientan todos juntos en un banco. Uno de los miembros mayores lee el manifiesto de Abnegación, que es un corto párrafo sobre olvidar el egoísmo y procurar alejarse de los peligros de la egolatría. Después, todos los miembros mayores lavan los pies a los iniciados. Para finalizar, hay una comida en la que todo el mundo sirve a la persona que tiene a la izquierda.

En Osadía no lo celebran así.

El día de la iniciación hace que el complejo de Osadía sea presa del caos y la demencia. Hay gente por todas partes y, a mediodía, casi todo el mundo está ya ebrio. Me abro paso entre ellos para conseguir un plato de comida y llevármelo al dormitorio. De camino allí veo a alguien caerse del sendero que recorre la pared del Pozo y, por los gritos y la forma en que se agarra la pierna, diría que se ha roto algo.

Al menos, el dormitorio está tranquilo. Me quedo mirando el plato de comida; me he echado a toda prisa lo que mejor pinta tenía y, ahora que lo observo con atención, me doy cuenta de que es una pechuga de pollo, un cucharón de guisantes y un trozo de pan oscuro. Comida de Abnegación.

Suspiro: soy una abnegada. Es lo que soy cuando no pienso en lo que hago; es lo que soy cuando me ponen a prueba; es lo que soy incluso cuando parezco ser valiente. ¿Estoy en la facción equivocada?

Pensar en mi antigua facción hace que me tiemblen las manos, ya que debo advertir a mi familia sobre la guerra que planea Erudición, pero no sé cómo. Encontraré el modo, aunque hoy no, hoy tengo que concentrarme en lo que me espera. Cada cosa a su tiempo.

Como igual que un robot, eligiendo por turnos un trozo de pollo, unos guisantes, un bocado de pan y vuelta a empezar. Da lo mismo cuál sea en realidad mi facción, dentro de dos horas caminaré por la sala del paisaje del miedo con los otros iniciados, atravesaré mis temores y me convertiré en osada. Es demasiado tarde para echarse atrás.

Cuando termino, escondo la cara en la almohada. No quiero quedarme dormida, pero, al cabo de un rato, me duermo y no me despierto hasta que Christina me sacude el hombro.

—Hora de irse —me dice; está lívida.

Me restriego los ojos para espantar el sueño. Ya tengo los zapatos puestos. Los otros iniciados están en el dormitorio atándose los cordones, abrochándose las chaquetas y sonriendo como queriendo dar a entender que no pasa nada. Me hago un moño y me pongo la chaqueta negra con la cremallera subida hasta el cuello. Pronto terminará la tortura, pero ¿podremos olvidar las simulaciones? ¿Volveremos a dormir de un tirón, a pesar de los recuerdos de nuestros miedos? ¿O conseguiremos olvidarlos hoy todos, como se supone que debe ser?

Vamos hasta el Pozo y subimos por el camino que lleva al edificio de cristal. Levanto la mirada para ver el techo transparente. No veo la luz del sol porque hay suelas de zapatos tapando cada centímetro del cristal que tenemos encima. Durante un segundo me parece oír un crujido, pero es cosa de mi imaginación. Sigo subiendo las escaleras con Christina, y la multitud me ahoga.

Soy demasiado baja para ver por encima de las cabezas de los demás, así que me quedo mirando la espalda de Will y camino tras él. El calor de tanto cuerpo junto hace que me cueste respirar, y noto que las perlas de sudor se me acumulan en la frente. La multitud se abre un poco y logro ver qué es lo que hay en el centro: una serie de pantallas en la pared de mi izquierda.

Oigo vítores y me paro para ver las pantallas. En la de la izquierda hay una chica vestida de negro que está en la sala del paisaje del miedo: Marlene. La veo moverse con los ojos muy abiertos, aunque no sé a qué obstáculo se enfrenta. Gracias a Dios, la gente de aquí fuera tampoco verá mis miedos, sino tan solo cómo reacciono ante ellos.

En la pantalla del centro se ve su pulso. Se le acelera durante un segundo y después baja. Cuando alcanza un ritmo normal, la pantalla se pone verde y los osados lanzan vítores. En la pantalla de la derecha se ve su tiempo.

Me obligo a dejar de mirar la pantalla, y corro para alcanzar a Christina y a Will. Tobias está de pie, a la entrada de una puerta en la que no me había fijado mucho antes, a la izquierda de la sala. Está al lado de la habitación del paisaje del miedo. Paso junto a él sin mirarlo.

La sala es grande y tiene otra pantalla similar a la de fuera. Una fila de personas está sentada frente a ella; allí están Eric y Max. Los otros también son mayores y, a juzgar por los cables que llevan conectados a la cabeza y los ojos inexpresivos, están observando la simulación.

Detrás de ellos hay otra fila de sillas, todas ocupadas. Soy la última en entrar, así que no me siento.

—¡Eh, Tris! —me llama Uriah desde el otro lado de la habitación.

Está sentado con los demás iniciados nacidos en Osadía, y solo quedan cuatro, el resto ya ha pasado por su paisaje.

—Puedes sentarte en mi regazo, si quieres —me ofrece, dándose una palmadita en la pierna.

—Muy tentador —respondo, sonriendo—, pero no pasa nada, me gusta estar de pie.

Además, no quiero que Tobias me vea sentada encima del regazo de otro.

Las luces iluminan la habitación del paisaje del miedo y dejan al descubierto a Marlene, que está agachada y con la cara cubierta de lágrimas. Max, Eric y otros más salen del aturdimiento de la simulación y se levantan. Unos segundos después, los veo en la pantalla, felicitando a la chica por haber terminado.

—Trasladados, pasaréis por la última prueba en orden, según vuestro puesto actual en la clasificación —anuncia Tobias—. Así que Drew entrará primero y Tris será la última.

Eso significa que tendré a cinco personas delante.

Me quedo en la parte de atrás, a unos cuantos metros de Tobias; nos miramos cuando Eric pincha a Drew con la aguja y lo envía a la habitación del paisaje del miedo. Cuando me toque ya sabré cómo lo han hecho los demás y cuánto tendré que esforzarme para superarlos.

Los paisajes del miedo no son interesantes desde fuera; veo que Drew se mueve, pero no sé por qué. Al cabo de unos minutos, cierro los ojos en vez de seguir mirando e intento no pensar en nada. Especular sobre los miedos a los que tendré que enfrentarme y sobre cuántos serán no tiene ya sentido. Solo debo recordar que tengo el poder de manipular las simulaciones y que ya lo he practicado antes.

Molly es la siguiente; tarda la mitad que Drew, pero incluso ella tiene problemas. Se pasa demasiado tiempo con la respiración entrecortada, intentando controlar el pánico. En cierto momento hasta se pone a gritar a todo pulmón.

Me sorprende lo fácil que me resulta abstraerme de todo: la guerra contra Abnegación, Tobias, Caleb, mis padres, mis amigos, mi nueva facción…, todo desaparece. Lo único que puedo hacer en estos momentos es superar este obstáculo.
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