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Christina es la siguiente. Después, Will. Después, Peter. No miro la pantalla, solo sé cuánto tardan en salir: doce minutos, diez minutos, quince minutos. Y, entonces, mi nombre. —Tris. Abro los ojos y camino hasta la parte delantera de la sala de observación, donde está Eric con una jeringa llena de líquido naranja. Apenas noto la aguja entrarme en el cuello, apenas veo la cara perforada de Eric al presionar el émbolo. Me imagino que el suero es adrenalina líquida que me corre por las venas haciéndome más fuerte. —¿Lista? —me pregunta. CAPÍTULO TREINTA ESTOY LISTA. Entro en el cuarto armada no con una pistola ni un cuchillo, sino con el plan que medité anoche. Tobias me dijo que la tercera etapa se basa en la preparación mental, en elaborar estrategias para superar mis miedos. Ojalá supiera en qué orden aparecerán. Me pongo a rebotar sobre los talones mientras espero a que salga el primer miedo; ya noto la respiración algo entrecortada. De repente, el suelo que tengo bajo los pies cambia, del hormigón crece una hierba que se mece con un viento que no noto. Un cielo verde sustituye a las tuberías. Presto atención por si oigo los pájaros, y noto el miedo como algo lejano, un corazón que late fuerte y un pecho encogido, pero no algo que exista en mi cabeza. Tobias me aconsejó que averiguara qué quiere decir esta simulación. Tenía razón: no tiene nada que ver con los pájaros, sino con el control. Noto el aleteo al lado de la oreja, y las garras del cuervo se me clavan en el hombro. Esta vez no golpeo al pájaro con todas mis fuerzas; me agacho, me quedo escuchando el trueno de alas que tengo detrás y meto la mano entre la hierba, justo encima de la tierra, para acariciarla. ¿Con qué se combate la impotencia? Con poder. Y la primera vez que me sentí poderosa en el complejo de Osadía fue cuando me dieron la pistola. Noto un nudo en la garganta, ¡quiero quitarme las garras de encima! El cuervo grazna y se me encoge el estómago, pero entonces noto algo duro y metálico en la hierba: mi pistola. Apunto con ella al pájaro que tengo en el hombro, y el animal sale volando por los aires en un estallido de sangre y plumas. Me vuelvo, apunto al cielo y veo la nube de plumas oscuras que desciende sobre mí. Aprieto el gatillo, y disparo una y otra vez al mar de pájaros, mientras sus cuerpos oscuros se desploman sobre la hierba. Al apuntar y disparar noto la misma sensación de poder que la primera vez que sostuve un arma. El corazón me late más despacio, y el campo, la pistola y los pájaros desaparecen. Estoy de nuevo a oscuras. Cambio de postura y algo cruje bajo mis pies. Me agacho y paso la mano por un panel frío y suave: cristal. Tengo paredes de cristal a ambos lados del cuerpo, es otra vez el tanque. No me da miedo ahogarme, esto no es por el agua, es por mi incapacidad para escapar del tanque, por mi debilidad. Solo tengo que convencerme de que soy lo bastante fuerte como para romper el cristal. Se encienden las luces azules y el agua empieza a cubrir el suelo, pero no permito que la simulación llegue tan lejos: doy un golpe con la palma de la mano en la pared que tengo delante, suponiendo que se romperá. La mano me rebota sin causar daños. Se me acelera el pulso, ¿y si lo que funcionaba en la primera simulación ya no funciona? ¿Y si no puedo romper el cristal a no ser que esté en grave peligro? El agua me lame los tobillos, entra cada vez más deprisa. Tengo que calmarme, calmarme y centrarme. Me apoyo en la pared que tengo detrás y doy una patada a la otra con todas mis fuerzas. Otra vez. Me duelen los dedos del pie, pero no pasa nada. Me queda otra opción, puedo esperar a que el tanque se llene de agua (ya me llega a la altura de las rodillas) e intentar calmarme mientras me ahogo. Me pego a la pared, sacudiendo la cabeza: no, no pienso ahogarme, no lo haré. Cierro las manos y golpeo la pared con los puños, soy más fuerte que el cristal; el cristal es fino como agua recién congelada, mi mente hará que lo sea. Cierro los ojos. El cristal es hielo, el cristal es hielo, el cristal es… El cristal se rompe en mil pedazos, el agua se derrama por el suelo y, entonces, vuelve la oscuridad. Sacudo las manos. Tendría que haber sido un obstáculo fácil de superar, me he enfrentado a él antes en las simulaciones. No puedo permitirme volver a perder tanto tiempo. De repente, algo que parece un muro sólido me golpea por detrás y me deja sin aire, de modo que caigo al suelo entre jadeos. No sé nadar; solo he visto masas de agua de este tamaño, con esta fuerza, en imágenes. Debajo tengo una roca de aristas irregulares, resbaladiza por culpa del agua. Y el agua me tira de las piernas, así que me agarro a la roca y noto la sal en los labios. Por el rabillo del ojo veo un cielo oscuro y una luna roja como la sangre. Me golpea otra ola en la espalda, me doy con la barbilla contra la piedra y hago una mueca. El mar es frío, aunque la sangre que me cae por el cuello está caliente. Estiro un brazo y encuentro el borde de la roca. El agua me tira de las piernas con una fuerza irresistible. Me sujeto todo lo que puedo, pero no soy lo bastante fuerte, el agua tira y la ola lanza mi cuerpo hacia atrás, de modo que las piernas me vuelan por encima de la cabeza y los brazos a los lados hasta acabar chocándome contra la piedra, con la espalda sobre ella y el agua en la cara. Mis pulmones piden aire a gritos. Me retuerzo y me agarro al borde de la roca, levantándome sobre el agua. Jadeo, y me golpea otra ola aún más fuerte que la anterior, aunque ahora estoy mejor agarrada. En realidad no debe de darme miedo el agua, seguro que lo que temo es perder el control. Para enfrentarme a esto, debo recuperar el control. Con un grito de frustración, estiro el brazo y encuentro un agujero en la roca. Me tiemblan mucho los brazos mientras me arrastro hacia delante, y logro sacar los pies antes de que la ola me lleve con ella. Una vez tengo los pies libres, me levanto y echo a correr, a esprintar, mis pies vuelan sobre la piedra, veo la luna roja delante, pero el océano ha desaparecido. Y, a continuación, todo lo demás desaparece también y me quedo inmóvil. Demasiado inmóvil. Intento mover los brazos, pero los tengo bien atados a los lados. Bajo la vista y veo que una cuerda me rodea el pecho, los brazos y las piernas. Hay una pila de troncos a mis pies y un poste detrás. Estoy en alto. Empieza a salir gente de entre las sombras, y sus caras me resultan familiares: son los iniciados, con Peter al frente, y todos llevan antorchas. Los ojos de Peter son pozos negros, y esboza una sonrisa de satisfacción demasiado amplia, tanto que se le arrugan las mejillas. Alguien empieza a reírse entre la gente, y la risa gana intensidad al unirse a ella otras voces. Solo oigo carcajadas. Mientras las carcajadas aumentan de volumen, Peter acerca su antorcha a la madera, y las llamas suben desde el suelo, titilando al borde de cada tronco para después arrastrarse sobre la corteza. No intento desatarme, sino que cierro los ojos y me lleno los pulmones de aire. Esto es una simulación, no puede hacerme daño. El calor de las llamas me rodea. Sacudo la cabeza. —¿Hueles eso, estirada? —pregunta Peter; habla tan alto que lo oigo por encima de las carcajadas. —No —respondo, aunque las llamas siguen subiendo. —Es el olor de tu carne ardiendo —responde, olisqueando el aire. Cuando abro los ojos, las lágrimas me enturbian la visión. —¿Sabes qué huelo yo? —pregunto. Intento que mi voz sea tan fuerte que se oiga más que la risa que me rodea, que la risa que me oprime tanto como el calor. Me pican los brazos y quiero luchar contra las cuerdas, pero no lo haré, no lucharé en vano, no me entrará el pánico. Me quedo mirando a Peter a través de las lágrimas, notando que el calor atrae la sangre hacia la superficie de mi piel, que fluye a través de mí y derrite las puntas de mis zapatos. —Huelo a lluvia —añado. Los truenos rugen sobre mi cabeza y grito cuando una llama me toca las puntas de los dedos y hace que el dolor me grite por la piel. Echo la cabeza atrás y me concentro en las nubes que se agrupan en el cielo, cargadas de lluvia, oscuras por la lluvia. Un relámpago lo ilumina todo y noto la primera gota en la frente. «¡Más deprisa, más deprisa!» La primera gota me cae por la aleta de la nariz y una segunda me da en el hombro, es tan grande que parece hecha de hielo o de roca, en vez de agua. Una manta de lluvia me rodea, y oigo el fuego chisporrotear por encima de la risa. Sonrío, aliviada, cuando la lluvia apaga las llamas y me alivia las quemaduras de las manos. Las cuerdas caen y me paso las manos por el pelo. Ojalá fuese como Tobias, que solo tuvo que enfrentarse a cuatro miedos, pero yo no soy tan buena. Me aliso la camiseta y, cuando levanto la mirada, estoy en mi dormitorio del sector de Abnegación de la ciudad. Nunca antes había visto este miedo. Las luces están apagadas, pero la habitación se ilumina gracias a la luz de luna que entra por las ventanas. Una de las paredes está cubierta de espejos, así que me vuelvo hacia ella, desconcertada. Esto no está bien, no me permiten tener espejos. Miro la imagen del espejo: tengo los ojos muy abiertos, las sábanas grises de la cama están bien tirantes, la cómoda con mi ropa, la estantería, las paredes desnudas… Me fijo en la ventana que tengo detrás. Y en el hombre que está al otro lado. Noto que el frío me baja por la espalda como si fuera una gota de sudor y me pongo rígida. Lo reconozco, es el hombre de la cicatriz en la cara, el de la prueba de aptitud. Va de negro y está quieto como una estatua. Parpadeo, y otros dos hombres aparecen a su izquierda y a su derecha, igual de inmóviles, aunque sus caras no tienen rasgos, no son más que cráneos cubiertos de piel. Me vuelvo rápidamente y veo que están en mi dormitorio. Retrocedo hasta estar pegada al espejo. Durante un instante, la habitación queda en silencio, hasta que los puños empiezan a golpear la ventana, no solo dos, cuatro o seis, sino docenas de puños con docenas de dedos estrellándose contra el cristal. El ruido es tan fuerte que noto la vibración en las costillas; entonces, el hombre de la cicatriz y sus dos compañeros comienzan a acercarse con movimientos cautelosos. Han venido a por mí, como Peter, Drew y Al, a matarme. Lo sé. Simulación, esto es una simulación. Con el corazón a punto de salírseme del pecho, aprieto la palma de la mano contra el espejo que tengo detrás y lo deslizo hacia la izquierda, ya que no es un espejo, sino la puerta de un armario. Me digo dónde estará el arma: colgada de la pared de la derecha, a pocos centímetros de mi mano. No le quito los ojos de encima al hombre de la cicatriz, pero localizo la pistola con la punta de los dedos y agarro la culata. Me muerdo el labio y disparo al de la cicatriz. No espero a ver si le da la bala, sino que apunto a los hombres sin rostro uno a uno, lo más deprisa que puedo. Me duele el labio de mordérmelo y, aunque se detienen los golpes contra la ventana, oigo un chirrido y los puños se convierten en manos con dedos doblados que arañan el cristal intentando entrar. El cristal cruje por la presión de las manos, se agrieta y se hace pedazos. Grito. No me quedan suficientes balas en la pistola. Cuerpos pálidos (cuerpos humanos, aunque destrozados, brazos torcidos en ángulos extraños, bocas demasiado abiertas y con dientes afilados, cuencas de ojos vacías) entran a trompicones en mi dormitorio, unos detrás de otros, se ponen en pie como pueden y se acercan a mí. Me meto en el armario y cierro la puerta. Una solución, necesito una solución. Me hago un ovillo y me llevo la pistola a la cabeza. No puedo ganarles, no puedo ganarles, así que tengo que tranquilizarme. El paisaje del miedo registrará que se me ralentiza el pulso y respiro con normalidad, y pasará al siguiente obstáculo. Me siento en el suelo del armario. La pared que tengo detrás cruje, oigo golpes (los puños lo están intentando otra vez, están golpeando la puerta del armario), pero me vuelvo y me asomo a través del panel oscuro que tengo detrás. No es una pared, sino otra puerta. Consigo empujarla y abrirla, y veo el pasillo de arriba. Sonriendo, me arrastro por el agujero y me pongo de pie. Huelo algo que se hornea: estoy en casa. Respiro hondo y veo que mi casa se desvanece. Por un segundo, se me había olvidado que estaba en la sede de Osadía. Entonces, Tobias aparece frente a mí. Sin embargo, Tobias no me da miedo. Vuelvo la vista atrás, a lo mejor hay otra cosa en la que deba concentrarme, pero no, detrás solo veo una cama con dosel. ¿Una cama? Tobias se acerca despacio. «¿Qué está pasando?» Me quedo mirándolo, paralizada. Él me sonríe, y es una sonrisa que me resulta amable, familiar. Me besa y abro los labios. Aunque creía que sería imposible olvidarme de que estaba en una simulación, me equivocaba, él hace que todo lo demás se desintegre. Sus dedos encuentran la cremallera de mi chaqueta y la bajan de un solo tirón. Me quita la chaqueta de los hombros. «Oh.» Es lo único que puedo pensar mientras vuelve a besarme. «Oh.» Me da miedo estar con él. He recelado del afecto toda mi vida, pero no sabía lo profundo que era ese recelo. Sin embargo, este obstáculo no parece como los otros, es una clase de miedo distinta, pánico nervioso, más que terror ciego. Me pasa las manos por los brazos y me aprieta las caderas, deslizando los dedos por la piel que asoma por encima del cinturón. Noto un escalofrío. Lo aparto con delicadeza y me aprieto la frente con las manos. Me han atacado cuervos y hombres de caras grotescas; me ha prendido fuego el chico que casi me tira por un precipicio; he estado a punto de ahogarme… dos veces, ¿y este es el miedo que soy incapaz de superar? ¿Este es el miedo para el que no tengo solución? ¿Que un chico que me gusta quiera… mantener relaciones sexuales conmigo? El Tobias de la simulación me besa en el cuello. Intento pensar, tengo que enfrentarme al miedo, tengo que controlar la situación y descubrir un modo de que no me asuste tanto. Miro a los ojos al Tobias de la simulación y afirmo, muy seria: —No voy a acostarme contigo en una alucinación, ¿vale? Entonces lo agarro por los hombros y lo vuelvo hacia el poste de la cama, empujándolo contra él. Noto algo que no es miedo, un pinchazo en la barriga, una burbuja de risa. Me aprieto contra él y lo beso mientras le rodeo los brazos con las manos. Noto su fuerza, hace que me sienta… bien. Y desaparece. Me río escondiendo la boca en la mano hasta que noto calor en la cara. Debo de ser el único iniciado con este miedo. Oigo el chasquido de un gatillo al lado de mi oreja. Casi se me había olvidado este. Noto el peso de una pistola en la mano y la sujeto con los dedos, poniendo el índice sobre el gatillo. Un foco que sale del techo, de origen desconocido, ilumina un punto de la habitación y, dentro del círculo de luz, están mi madre, mi padre y mi hermano. —Hazlo —dice entre dientes una voz a mi lado; es de mujer, aunque dura, como si estuviera llena de rocas y cristales rotos. Suena como Jeanine. El cañón de una pistola me aprieta la sien formando un círculo frío sobre mi piel. El frío me atraviesa el cuerpo, hace que el vello de la nuca se me ponga de punta. Me limpio el sudor de las manos en los pantalones y miro a la mujer por el rabillo del ojo. Sí que es Jeanine; tiene las gafas torcidas y no distingo sentimiento alguno en sus ojos. Mi peor miedo: que mi familia muera y yo sea la responsable. —Hazlo —repite, con más insistencia—. Hazlo o te mataré. |
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