En el Chicago distópico de Beatrice Prior, la sociedad está dividida en cinco facciones, cada una de ellas dedicada a cultivar una virtud concreta: Verdad los




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Me quedo mirando a Caleb, que asiente, juntando las cejas, comprensivo.

—Adelante, Tris —dice en voz baja—. Lo entiendo, no pasa nada.

—No —respondo; me arden los ojos y tengo un nudo tan enorme en la garganta que me duele.

Sacudo la cabeza.

—¡Te daré diez segundos! —grita la mujer—. ¡Diez! ¡Nueve!

Dejo de mirar a mi hermano y miro a mi padre. La última vez que lo vi me miró con desprecio, aunque ahora lo hace con cariño y los ojos muy abiertos. Nunca le he visto esa expresión en la vida real.

—Tris —me dice—, no tienes alternativa.

—¡Ocho!

—Tris —dice mi madre, y sonríe; tiene una sonrisa muy dulce—. Te queremos.

—¡Siete!

—¡Cállate! —grito, levantando la pistola.

Puedo hacerlo, puedo dispararles. Lo entenderán, me lo están pidiendo. No querrían que me sacrificara por ellos. Ni siquiera son reales, esto es una simulación.

—¡Seis!

No es real, no significa nada. Los amables ojos de mi hermano son como dos taladros que me abren un agujero en la cabeza. El sudor hace que se me resbale un poco la pistola.

—¡Cinco!

No tengo alternativa. Cierro los ojos y pienso, tengo que pensar. Que mi corazón se acelere con la urgencia del problema depende de una sola cosa: la amenaza a mi vida.

—¡Cuatro! ¡Tres!

¿Qué fue lo que me dijo Tobias?: «El altruismo y la valentía no son tan distintos».

—¡Dos!

Quito el dedo del gatillo, suelto el arma y, antes de perder las agallas, me doy la vuelta y aprieto la frente contra el cañón de la pistola que tengo detrás.

«Dispárame a mí.»

—¡Uno!

Oigo un chasquido y un estruendo.

CAPÍTULO

TREINTA Y UNO

SE ENCIENDES las luces. Estoy sola en la sala vacía de paredes de hormigón, temblando. Caigo de rodillas y me abrazo el pecho. No hacía frío cuando entré, pero ahora sí que lo noto, así que me froto los brazos para librarme de la carne de gallina.

Nunca antes me había sentido tan aliviada, todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo se relajan de golpe, y vuelvo a respirar con calma. Ni se me ocurriría pasar por el paisaje del miedo en mi tiempo libre, como hace Tobias. Aunque antes me parecía valiente, ahora me suena más a masoquismo.

La puerta se abre y me levanto. Max, Eric, Tobias y unas cuantas personas que no conozco entran en la habitación en fila y forman un grupito frente a mí. Tobias me sonríe.

—Enhorabuena, Tris —dice Eric—, has concluido con éxito tu evaluación final.

Intento sonreír, pero no me sale. No consigo quitarme de la cabeza el recuerdo de la pistola contra la cabeza. Todavía noto el cañón entre las cejas.

—Gracias —respondo.

—Una última cosa antes de que vayas a prepararte para el banquete de bienvenida —añade, y llama a una de las personas desconocidas que hay detrás de él.

La mujer, que tiene el pelo azul, le entrega una cajita negra. Eric la abre, y saca una jeringa y una larga aguja.

Me pongo tensa al verla. El líquido naranja de la jeringa me recuerda a lo que nos inyectan antes de las simulaciones, y se supone que ya he acabado con ellas.

—Por lo menos no te dan miedo las agujas —comenta—. Esto sirve para inyectarte un dispositivo de seguimiento que se activará si se informa de tu desaparición. Por precaución.

—¿Con qué frecuencia desaparece la gente? —pregunto, frunciendo el ceño.

—No mucha —responde Eric, sonriendo—. Es un nuevo invento, cortesía de Erudición. Se lo hemos inyectado a todos los osados a lo largo del día, y supongo que el resto de las facciones también lo harán en cuanto les sea posible.

Se me retuerce el estómago: no puedo dejar que me inyecte nada, y menos algo desarrollado por Erudición…, quizá incluso por Jeanine. Sin embargo, tampoco puedo negarme si no quiero que vuelva a dudar de mi lealtad.

—De acuerdo —respondo con un nudo en la garganta.

Eric se acerca con la aguja y la jeringa en la mano. Me aparto el pelo del cuello y ladeo la cabeza. Aparto la vista cuando Eric me limpia el cuello con una toallita antiséptica e introduce la aguja. Noto un dolor profundo que se me extiende por el cuello, fuerte, aunque breve. Él guarda la jeringa en su estuche y me pega una venda adhesiva sobre el pinchazo.

—El banquete es dentro de dos horas —me dice—. Entonces anunciaremos tu puesto en la clasificación de los iniciados, incluidos los nacidos en Osadía. Buena suerte.

El grupito sale de la habitación, pero Tobias se queda atrás, se detiene al lado de la puerta y me llama para que lo siga, cosa que hago. En la sala de cristal que está sobre el Pozo hay muchísimos osados, algunos caminando por las cuerdas extendidas sobre nuestras cabezas, otros hablando y riendo en grupos. Tobias me sonríe, no debe de haber estado observando la prueba.

—Me ha llegado el rumor de que solo has tenido que enfrentarte a siete obstáculos —me dice—. Algo casi inaudito.

—¿No… no estabas viendo la simulación?

—Solo las pantallas. Los líderes son los únicos que lo ven todo. Parecían impresionados.

—Bueno, siete miedos no es tan impresionante como cuatro —contesto—, pero bastará.

—No me sorprendería que acabaras la primera.

Entramos en la sala de cristal. La gente sigue aquí, aunque hay menos, ya que la última persona (yo) ya ha salido.

Al cabo de unos segundos empiezan a reconocerme. Me quedo cerca de Tobias cuando empiezan a señalarme, pero no consigo caminar lo suficientemente deprisa como para evitar algunos vítores, algunas palmadas en el hombro y algunas felicitaciones. Mientras observo a la gente que me rodea, me doy cuenta de lo extraños que les resultarían a mis padres y a mi hermano, y de lo normales que me parecen a mí, a pesar de los anillos metálicos en la cara y de los tatuajes en los brazos, el cuello y el pecho. Les devuelvo la sonrisa.

Bajamos los escalones hasta el Pozo.

—Tengo una pregunta —comento, y me muerdo el labio—. ¿Qué te han contado de mi paisaje del miedo?

—La verdad es que nada, ¿por qué?

—Por nada —respondo, dándole una patada a un guijarro para tirarlo por el borde.

—¿Tienes que volver al dormitorio? —pregunta—. Porque, si quieres un poco de tranquilidad, puedes quedarte conmigo hasta el banquete.

Se me encoge el estómago.

—¿Qué pasa? —pregunta.

No quiero volver al dormitorio y no quiero que Tobias me dé miedo.

Vamos —respondo.

Tobias cierra la puerta a nuestra espalda y se quita los zapatos.

—¿Quieres agua? —pregunta.

—No, gracias —respondo, manteniendo las manos delante de mí.

—¿Estás bien?

Me toca la mejilla, y su mano me acuna la cara, metiéndome los largos dedos entre el pelo. Sonríe y me sujeta la cabeza mientras me besa. Noto que el calor se extiende por mi cuerpo, al igual que el miedo, que me vibra como una alarma en el pecho.

Sin apartar sus labios de los míos, me quita la chaqueta de los hombros. Me encojo cuando la oigo caer y lo aparto de un empujón. Me arden los ojos y no sé por qué me siento así, no me sentí así cuando me besó en el tren. Me llevo las manos a la cara y me tapo los ojos.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Sacudo la cabeza.

—No me digas que no es nada —insiste en tono frío, agarrándome por el brazo—. Oye, mírame.

Me quito las manos de la cara y lo miro a los ojos. Me sorprende ver el dolor y la rabia que se reflejan en su rostro y en lo apretado de su mandíbula.

—A veces me pregunto qué sacas de esto —empiezo, con toda la calma que puedo—. Con esto… sea lo que sea.

—Que qué saco de esto —repite, y da un paso atrás, sacudiendo la cabeza—. Eres idiota, Tris.

—No soy idiota, y por eso sé que es un poco raro que, de todas las chicas que podrías haber elegido, te quedaras conmigo. Así que, si solo buscas…, bueno, ya sabes…, eso…

—¿El qué? ¿Sexo? —pregunta, frunciendo el ceño—. Si solo quisiera eso seguramente no serías la primera a la que acudiría.

Es como si me hubiera dado un puñetazo en el estómago; claro que no acudiría a mí, ni soy la primera, ni la más guapa, ni la más deseable. Me aprieto el vientre y aparto la mirada mientras intento reprimir las lágrimas. No soy de las que lloran, ni tampoco de las que gritan. Parpadeo unas cuantas veces, bajo las manos y lo miro.

—Me voy a ir —anuncio en voz baja, y me vuelvo hacia la puerta.

—No, Tris —responde, agarrándome por la muñeca para tirar de mí.

Lo aparto de un fuerte empujón, pero él me agarra por la otra muñeca y mantiene nuestros brazos cruzados entre los dos.

—Siento haber dicho eso —asegura—. Lo que quería decir es que tú no eres así y lo supe en cuanto te conocí.

—Tú eras uno de los obstáculos de mi paisaje del miedo —confieso, y noto que me tiembla el labio inferior—. ¿Lo sabías?

—¿Qué? —dice, soltándome las muñecas y volviendo a poner cara de sentirse dolido—. ¿Me tienes miedo?

—A ti no —respondo; me muerdo el labio para mantenerlo quieto—. A estar contigo…, con cualquiera. Nunca he tenido una relación con nadie y… tú eres mayor, y no sé qué es lo que esperas, y…

—Tris, no sé qué historias te habrás montado en la cabeza, pero esto también es nuevo para mí.

—¿Historias? —repito—. ¿Quieres decir que no has…? —pregunto, pero me paro y arqueo las cejas—. Oh. Oooh. Suponía… —Suponía que, como yo estoy tan obsesionada con él, el resto del mundo también lo estaría—. Bueno, ya sabes.

—Pues supusiste mal —responde, y aparta la mirada; le brillan las mejillas, como si le diera vergüenza—. Puedes contarme cualquier cosa, ¿sabes? —me asegura, tomando mi cara entre sus manos, manos con dedos fríos y palmas calientes—. Soy más amable de lo que parezco en el entrenamiento, te lo prometo.

Me lo creo, pero esto no tiene nada que ver con la amabilidad.

Me da un beso entre las cejas y en la punta de la nariz, y, a continuación, en la boca. Estoy de los nervios, noto electricidad por las venas, en vez de sangre. Quiero que me bese, sí; lo que temo es lo que pueda pasar después.

Baja las manos hasta mis hombros, y sus dedos acarician el borde de la venda. Se aparta, preocupado.

—¿Te has hecho daño? —pregunta.

—No, es otro tatuaje. Está curado, pero… no quería destaparlo.

—¿Puedo verlo?

Asiento con la cabeza, a pesar del nudo que tengo en la garganta. Me bajo la manga y dejo el hombro al aire. Tobias se queda mirando el hombro durante un segundo antes de recorrerlo con los dedos, que suben y bajan con la curva de mis huesos, que me sobresalen más de lo que me gustaría. Cuando me toca, es como si la conexión cambiara cada punto en que nuestras pieles se encuentran. Noto un escalofrío en el estómago, no de miedo, sino también de otra cosa. Un anhelo.

Levanta la esquina de la venda y sus ojos examinan el símbolo de Abnegación; sonríe.

—Yo tengo el mismo —comenta, riéndose—. En la espalda.

—¿En serio? ¿Me lo enseñas?

Él vuelve a colocar la venda sobre el tatuaje y me pone bien la camiseta.

—¿Me estás pidiendo que me desnude, Tris?

—Solo… un poco —respondo, y una risa nerviosa me sale de la garganta.

Tobias asiente y, de repente, pierde la sonrisa, me mira a los ojos y se baja la cremallera de la sudadera. La deja caer por los hombros y la lanza sobre la silla del escritorio. Ya no tengo ganas de reír, solo me siento capaz de mirarlo.

Sus cejas se juntan en el centro de la frente mientras tira del borde de su camiseta y, con un movimiento rápido, se la saca por la cabeza.

Unas llamas de Osadía le adornan el lado derecho, pero, aparte de eso, el pecho no tiene marca alguna. Aparta la mirada.

—¿Qué pasa? —pregunto, frunciendo el ceño; parece… incómodo.

—No invito a muchas personas a mirarme. A nadie, de hecho.

—No sé por qué —respondo en voz baja—. En fin, con ese cuerpo…

Lo rodeo despacio y veo que en la espalda tiene más tinta que piel. Se ha dibujado los símbolos de todas las facciones: Osadía en lo alto de la columna, Abnegación justo debajo, y las otras tres, más pequeñas, al fondo. Me quedo mirando unos segundos la balanza que representa a Verdad, el ojo de Erudición y el árbol símbolo de Cordialidad. Tiene sentido que se ponga el símbolo de Osadía, su refugio, e incluso el de Abnegación, su lugar de origen, como yo, pero ¿y los otros tres?

—Creo que cometimos un error —explica en voz baja—. Todos hemos empezado a menospreciar las virtudes de las demás facciones para reafirmar las nuestras. No quiero que sea así, quiero ser valiente y altruista, y también inteligente, amable y sincero —añade, aclarándose la garganta—. La amabilidad me cuesta bastante.

—Nadie es perfecto —susurro—. No funciona así. Una cosa mala se va y aparece otra para sustituirla.

Yo cambié la cobardía por la crueldad; cambié la debilidad por la ferocidad.

Acaricio el símbolo de Abnegación con la punta de los dedos.

—Tenemos que avisarlos, y pronto.

—Lo sé —responde—. Lo haremos.

Se vuelve hacia mí. Quiero tocarlo, pero me da miedo su desnudez, me da miedo que me desnude a mí también.

—¿Esto te da miedo, Tris?

—No —respondo con la voz rota; me aclaro la garganta—. La verdad es que no. Solo me da miedo… lo que deseo.

—¿Y qué deseas? —pregunta, y al instante le noto la tensión en el rostro—. ¿A mí?

Asiento con la cabeza, muy despacio.

Él hace lo mismo y me toma las manos con dulzura, guiándolas hacia su estómago. Con la mirada gacha, me sube las manos por su torso, por su pecho y me las sujeta contra su cuello. Tocar su piel, suave y cálida, me hace cosquillas en las manos. Noto calor en la cara, pero me estremezco de todos modos. Me mira.

—Algún día —dice—, si todavía me deseas, podemos… —empieza, aunque hace una pausa para aclararse la garganta—. Podemos…

Esbozo una sonrisita y lo abrazo antes de que termine la frase, apretando una mejilla contra su pecho. Noto el latido de su corazón en la cara, va tan deprisa como el mío.

—¿Te doy miedo, Tobias?

—Me aterras —contesta, sonriendo.

Giro la cabeza y le beso en el hueco bajo el cuello.

—A lo mejor ya no vuelves a aparecer en mi paisaje del miedo —murmuro.

Él se inclina un poco y me besa muy despacio.

—Entonces todos podrán llamarte Seis.

—Cuatro y Seis —respondo.

Nos besamos de nuevo y, esta vez, me resulta familiar. Sé exactamente cómo encajamos juntos, con su brazo alrededor de mi cintura, mis manos en su pecho, la presión de sus labios en los míos. Nos conocemos de memoria.

CAPÍTULO

TREINTA Y DOS

OBSERVO CON atención el rostro de Tobias de camino al comedor en busca de cualquier indicio de decepción. Nos hemos pasado dos horas tumbados en su cama, hablando, besándonos y, al final, durmiendo hasta que hemos oído gritos en el pasillo: gente que se dirige al banquete.

Lo único que veo es que quizá esté un poco más contento que antes. Al menos, sonríe más.

Cuando llegamos a la entrada, nos separamos. Yo entro primero, y corro a la mesa que comparto con Will y Christina. Él entra unos minutos después y se sienta al lado de Zeke, que le pasa una botella oscura, pero él la rechaza.

—¿Dónde te habías metido? —pregunta Christina—. Todos los demás volvieron al dormitorio.

—He estado dando vueltas por ahí. Estaba demasiado nerviosa como para hablar con los demás del tema.

—No tienes por qué estarlo —asegura ella, sacudiendo la cabeza—. Me volví un momento para hablar con Will y ya no estabas.

Detecto una pizca de celos en su voz y, de nuevo, desearía poder explicarle que estaba bien preparada para la simulación por lo que soy. Sin embargo, me limito a encogerme de hombros.
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