En el Chicago distópico de Beatrice Prior, la sociedad está dividida en cinco facciones, cada una de ellas dedicada a cultivar una virtud concreta: Verdad los




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Camino casi un kilómetro antes de encontrar la respuesta.

Empiezo a oír pequeños estallidos. No puedo mirar a mi alrededor para ver de dónde vienen, pero, cuanto más camino, más fuertes y nítidos son, hasta que me doy cuenta de que son disparos. Aprieto la mandíbula, tengo que seguir andando, tengo que seguir mirando al frente.

Muy por delante de nosotros veo a una soldado de Osadía obligar a un hombre de gris a ponerse de rodillas. Reconozco al hombre, es un miembro del consejo. La soldado saca la pistola y, con ojos ciegos, le mete una bala en la parte de atrás de la cabeza al miembro del consejo.

La soldado tiene un mechón gris en el pelo; es Tori. Estoy a punto de perder el paso.

«Sigue andando —me ordeno, aunque me arden los ojos—. Sigue andando.»

Dejamos atrás a Tori y al miembro caído del consejo; cuando paso por encima de su mano estoy a punto de romper a llorar.

Entonces, los soldados que tengo delante se detienen y yo hago lo mismo. Me quedo tan inmóvil como puedo, pero lo único que deseo es ir en busca de Jeanine, Eric y Max, y matarlos a todos. Me tiemblan las manos de manera descontrolada; respiro deprisa por la nariz.

Otro disparo. Por el rabillo del ojo veo un borrón gris que se derrumba sobre el pavimento. Toda Abnegación morirá si esto sigue así.

Los soldados de Osadía cumplen unas órdenes silenciosas sin vacilar y sin hacer preguntas. Se están llevando a algunos miembros adultos de Abnegación a uno de los edificios cercanos, junto con los niños. Un mar de soldados de negro vigila las puertas, y la única gente que no veo entre ellos son los líderes de Abnegación. A lo mejor ya están todos muertos.

Uno a uno, los soldados que tengo delante se dispersan para realizar una u otra tarea. Pronto los líderes se darán cuenta de que yo no recibo las señales que están recibiendo los demás, ¿qué haré cuando suceda?

—Esto es una locura —susurra una voz masculina a mi derecha.

Veo un mechón de pelo largo y grasiento, y un anillo de plata: Eric. Me da en la mejilla con el índice y yo resisto el impulso de apartarlo de un manotazo.

—¿De verdad no pueden vernos? ¿Ni oírnos? —pregunta una voz femenina.

—Oh, sí, pueden ver y oír, pero no procesan de la misma forma lo que ven y oyen —responde Eric—. Reciben órdenes de nuestros ordenadores en los transmisores que les hemos inyectado…

Mientras lo dice, me aprieta con los dedos el punto de la inyección para enseñarle a la mujer dónde está. «Quédate quieta —me digo—. Quieta, quieta, quieta.»

—Y las llevan a cabo sin problemas —añade Eric; después da un paso a un lado y se acerca a la cara de Tobias, sonriendo—. Vaya, esto sí que me alegra la vista. El legendario Cuatro. Ya nadie recordará que quedé el segundo, ¿verdad? Nadie me va a preguntar: «¿Cómo fue entrenarse con el tipo que solo tenía cuatro miedos?».

Entonces saca una pistola y apunta a la sien izquierda de Tobias, y el corazón se me acelera tanto que lo noto en el cráneo. No puede disparar, no lo hará.

—¿Crees que alguien se dará cuenta si recibe un disparo accidental? —pregunta Eric, ladeando la cabeza.

—Adelante —responde la mujer, como si estuviera aburrida; si le está dando permiso a Eric, debe de ser una líder de Osadía—. Ahora no es nadie.

—Qué pena que no aceptaras la oferta de Max, Cuatro. Bueno, qué pena para ti, claro —dice Eric en voz baja mientras mete la bala en la recámara.

Me arden los pulmones, llevo casi un minuto sin respirar. Por el rabillo del ojo veo que a Tobias le tiembla la mano, pero yo ya he puesto la mía en mi pistola. Aprieto el cañón contra la frente de Eric, que abre mucho los ojos, pierde toda expresión y, por un instante, se parece mucho a los demás soldados dormidos de Osadía.

Mi dedo índice está suspendido sobre el gatillo.

—Aparta la pistola de su cabeza —ordeno.

—No me dispararás —contesta Eric.

—Una teoría muy interesante —respondo, pero no soy capaz de asesinarlo, imposible.

Aprieto los dientes y bajo el arma para dispararle en el pie. Él grita y se lo agarra con ambas manos. En cuanto su pistola deja de apuntar a la cabeza de Tobias, Tobias saca la suya y dispara en la pierna a la amiga de Eric. No espero a ver si le da la bala, agarro a Tobias del brazo y salgo corriendo.

Si conseguimos llegar al callejón, desapareceremos en los edificios y no nos encontrarán. Hay que recorrer casi doscientos metros. Oigo pisadas detrás de nosotros, aunque no miro atrás. Tobias me da la mano y la aprieta, tirando de mí para que corra más deprisa que nunca, más deprisa de lo que soy capaz. Tropiezo detrás de él, oigo un tiro.

El dolor es agudo y repentino, me empieza en el hombro y se extiende hacia el exterior con unos dedos eléctricos. Ahogo un grito y caigo, raspándome la mejilla con el pavimento. Levanto la cabeza y veo que Tobias se arrodilla junto a mi cara, así que le grito:

—¡Corre!

—No —responde con voz tranquila y serena.

En pocos segundos nos rodean, y Tobias me ayuda a levantarme, cargando con mi peso. Me cuesta concentrarme por culpa del dolor. Los soldados nos apuntan con sus armas.

—Rebeldes divergentes —dice Eric, que solo apoya un pie en el suelo y tiene una palidez enfermiza—. Entregad vuestras armas.

CAPÍTULO

TREINTA Y CUATRO

ME APOYO completamente en Tobias, mientras el cañón de pistola que me aprieta la espalda me urge a seguir caminando. Entramos por la puerta principal de la sede de Abnegación, un sencillo edificio gris de dos plantas. Me cae sangre por el costado. No me da miedo lo que se avecina, me duele demasiado como para pensar en ello.

La pistola me empuja hacia una puerta vigilada por dos soldados de Osadía. Tobias y yo la atravesamos, y entramos en un despacho sencillo en el que hay un escritorio, un ordenador y dos sillas vacías. Jeanine está sentada detrás del escritorio, hablando por teléfono.

—Bueno, pues envía a algunos de vuelta en el tren —dice—. Tiene que estar bien protegido, es lo más importante.., no estoy dici… Tengo que irme.

Cuelga de golpe y me clava sus ojos grises. Me recuerdan al acero fundido.

—Rebeldes divergentes —dice uno de los de Osadía; debe de ser un líder, o puede que un recluta al que han sacado de la simulación.

—Sí, ya lo veo.

Se quita las gafas, las dobla y las deja en el escritorio. Seguramente las lleva por vanidad y no por necesidad, porque cree que la hacen parecer más lista; eso decía mi padre.

—Lo tuyo —dice, señalándome— me lo esperaba. Todo el lío con tu prueba de aptitud me hizo sospechar de ti desde el principio. Pero lo tuyo… —sigue diciendo, sacudiendo la cabeza mientras vuelve la mirada hacia Tobias—. Tobias, ¿o debería llamarte Cuatro?, tú conseguiste eludirme —explica en voz baja—. Todos tus datos encajaban: los resultados de la prueba, las simulaciones de iniciación, todo. Pero aquí estás, a pesar de ello. —Junta las manos y apoya la barbilla en ellas—. Quizá puedas explicarme cómo es posible.

—Tú eres el genio —responde Tobias en tono frío—. ¿Por qué no me lo explicas tú?

—Mi teoría es que en realidad tendrías que estar en Abnegación —contesta ella, sonriendo—, que tu divergencia es más débil.

Sonríe con más ganas, como si se divirtiera. Aprieto los dientes, y medito la posibilidad de lanzarme sobre la mesa y estrangularla. Si no tuviera una bala metida en el hombro, puede que lo hiciera.

—Tu razonamiento deductivo es asombroso —suelta Tobias—, estoy adecuadamente impresionado.

Lo miro de reojo. Casi se me había olvidado este lado suyo, el lado que tiende más a estallar que a tumbarse y morir.

—Una vez verificada tu inteligencia, a lo mejor te decides a matarnos de una vez —sigue diciendo Tobias, y cierra los ojos—. Al fin y al cabo, todavía te quedan unos cuantos líderes de Abnegación por asesinar.

Si el comentario de Tobias molesta a Jeanine, no se le nota, ya que sigue sonriendo y se levanta con elegancia. Lleva puesto un vestido azul que se le pega al cuerpo desde los hombros hasta las rodillas, lo que revela una capa de grasa en la cintura. La habitación me da vueltas cuando intento concentrarme en su cara, y me inclino sobre Tobias para que me sujete. Él me rodea la cintura con un brazo para que no me caiga.

—No seas tonto, no hay prisa —dice Jeanine, como si nada—. Los dos estáis aquí para servir a un propósito de suma importancia. Verás, durante un tiempo me desconcertó bastante que los divergentes fueran inmunes al suero que había desarrollado, así que he estado trabajando para solucionarlo. Creía que lo había hecho con el último lote, pero, como sabéis, me equivocaba. Por suerte, tengo otro lote listo para hacer la prueba.

—¿Por qué molestarte? —pregunto.

A ella y a los líderes de Osadía nunca les ha costado matar a los divergentes, ¿por qué ahora es distinto?

Me sonríe.

—Hay una pregunta a la que doy vueltas desde que empecé con el proyecto de Osadía, y es la siguiente: ¿por qué, entre todas las facciones, la mayoría de los divergentes son don nadies débiles y píos de Abnegación? —dice mientras sale de detrás de su escritorio, acariciando la superficie con un dedo.

No sabía que la mayoría de los divergentes fueran de Abnegación y no sé por qué será. Y, probablemente, no viva lo suficiente para averiguarlo.

—Débiles —se burla Tobias—. Hace falta una gran voluntad para manipular una simulación, al menos la última vez que vi una. Ser débil es controlar mentalmente a un ejército porque es demasiado difícil entrenarlo tú mismo.

—No soy tonta —responde Jeanine—. Una facción de intelectuales no es un ejército. Estamos cansados de que nos domine un puñado de idiotas santurrones que rechazan la riqueza y el progreso, pero no podíamos hacer esto solos. Y vuestros líderes osados estuvieron más que contentos de hacerme el favor si, a cambio, les garantizaba un sitio en nuestro nuevo y mejorado gobierno.

—Mejorado —repite Tobias, resoplando.

—Sí, mejorado. Mejorado y preparado para trabajar por un mundo en el que la gente disfrute de abundancia, confort y prosperidad.

—¿A costa de quién? —pregunto, y mi voz suena espesa, arrastro las palabras—. Toda esa abundancia… no sale de la nada.

—En la actualidad, los abandonados suponen una sangría de recursos —contesta Jeanine—. Igual que Abnegación. Estoy segura de que cuando los restos de tu antigua facción sean absorbidos por el ejército de Osadía, Verdad cooperará y por fin seremos capaces de empezar a trabajar.

Absorbidos por el ejército de Osadía. Sé lo que significa: también quiere controlarlos a ellos. Quiere que todos sean maleables y fáciles de controlar.

—Empezar a trabajar —repite Tobias en tono amargo, alzando la voz—. No te equivoques, estarás muerta antes de que acabe el día…

—Si fueras capaz de controlar tu genio —lo interrumpe Jeanine—, a lo mejor no te encontrarías en esta situación, Tobias.

—Estoy en esta situación porque tú me pusiste en ella —responde él—. En cuanto organizaste el ataque contra personas inocentes.

—Personas inocentes —dice ella entre risas—. Me parece muy divertido viniendo de ti. Suponía que el hijo de Marcus comprendería que no todas estas personas son inocentes —añade, y se sienta en el borde del escritorio, de modo que la falda le deja las rodillas al descubierto; están llenas de estrías—. Sinceramente, ¿me dices que no te alegrarías si descubrieras que han matado a tu padre en el ataque?

—No —responde él entre dientes—, pero al menos su maldad no implicaba la manipulación de una facción entera y el asesinato sistemático de todos los líderes políticos que tenemos.

Se quedan mirando unos segundos, lo bastante como para ponerme completamente en tensión, hasta que por fin Jeanine se aclara la garganta.

—Lo que iba a decir es que, dentro de poco, docenas de abnegados y sus hijos pequeños estarán bajo mi responsabilidad, y que no me vendría nada bien que muchos de ellos fueran divergentes como vosotros, incapaces de controlar mediante las simulaciones.

Se levanta y camina unos pasos hacia la izquierda con las manos cruzadas delante de ella. Tiene las uñas mordidas hasta la raíz, como yo.

—Por tanto, era necesario desarrollar una nueva forma de simulación a la que no sean inmunes. Me he visto obligada a reevaluar mis propias hipótesis. Ahí es donde entráis vosotros —añade, dando unos pasos a la derecha—. Como bien decís, vuestra voluntad es fuerte, no soy capaz de controlarla. Pero sí puedo controlar otras cosas.

Se detiene para mirarnos. Apoyo la sien en el hombro de Tobias mientras la sangre me cae por la espalda. El dolor ha sido tan constante durante los últimos minutos que he llegado a acostumbrarme, como cuando una persona se acostumbra a una sirena si el ruido es continuo.

Jeanine aprieta las palmas de las manos y no veo ningún brillo malicioso en sus ojos, ni tampoco el sadismo que esperaba. Es más máquina que maníaca. Ve problemas y aporta soluciones a partir de los datos que reúne. Abnegación se interponía en su deseo de poder, así que encontró la forma de eliminarla. No tenía ejército, así que se buscó uno en Osadía. Sabía que necesitaría controlar a grandes grupos de personas para estar segura, así que desarrolló una forma de hacerlo mediante sueros y transmisores. La divergencia no es más que otro problema que debe solucionar, y por eso es una persona tan aterradora: porque es lo suficientemente lista como para resolver cualquier cosa, incluso el problema de nuestra existencia.

—Puedo controlar lo que veis y oís —sigue explicando—, así que he creado un suero nuevo que adaptará lo que os rodea para manipular vuestra voluntad. Los que se niegan a aceptar nuestro liderazgo deben ser supervisados muy de cerca.

Supervisados… o privados de su libre albedrío. Se le dan bien las palabras.

—Tú serás el primer sujeto de prueba, Tobias. Sin embargo, Beatrice… —añade, sonriendo—. Estás demasiado herida para serme de mucha utilidad, así que tu ejecución tendrá lugar cuando concluya esta reunión.

Intento ocultar el estremecimiento que me recorre el cuerpo ante la palabra «ejecución» y, con el hombro matándome de dolor, miro a Tobias. Me cuesta reprimir las lágrimas cuando veo el terror que se refleja en sus ojos, grandes y oscuros.

—No —dice Tobias; le tiembla la voz, aunque su expresión es firme cuando sacude la cabeza—. Preferiría morir.

—Me temo que no tienes más alternativa —contesta Jeanine en tono alegre.

Tobias me sujeta la cara entre las manos y me besa, presionando con sus labios para abrir los míos. Me olvido del dolor y del terror de una muerte inminente y, durante un instante, me siento agradecida de poder tener fresco el recuerdo de este beso cuando llegue el final.

Entonces me suelta y tengo que apoyarme en la pared. Sin más aviso que la súbita tensión de sus músculos, Tobias se lanza sobre el escritorio y agarra el cuello de Jeanine. Los guardias de Osadía que hay junto a la puerta saltan sobre él con las armas preparadas, y yo grito.

Hacen falta dos soldados para apartarlo de Jeanine y tirarlo al suelo. Uno de ellos lo sujeta con las rodillas sobre sus hombros y las manos sobre su cabeza, apretándole la cara contra la alfombra. Yo me lanzo sobre ellos, pero otro guardia me da un manotazo en los hombros y me pega contra la pared. Estoy débil por la pérdida de sangre y soy demasiado pequeña.

Jeanine se apoya en el escritorio, resoplando y jadeando. Se restriega el cuello, que está rojo y muestra las huellas de Tobias. Por muy mecánica que parezca, no deja de ser humana: le veo lágrimas en los ojos cuando saca una caja del cajón del escritorio y la abre; dentro hay una aguja y una jeringa.

Todavía con la respiración entrecortada, va con ella hacia Tobias, que aprieta los dientes y da un codazo en la cara a uno de los guardias. El guardia le golpea en la cabeza con la culata de la pistola, y Jeanine le clava la aguja en el cuello. Tobias se desmaya.
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