Diker, Gabriela ¿Qué hay de nuevo en las nuevas infancias? -1° ed. – Los Polvorines: Universidad Nacional de General Sarmiento; Buenos Aires: Biblioteca Nacional, 2009




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Diker, Gabriela ¿Qué hay de nuevo en las nuevas infancias? -1° ed. – Los Polvorines: Universidad Nacional de General Sarmiento; Buenos Aires: Biblioteca Nacional, 2009



El discurso de la novedad

El discurso sobre lo nuevo de la infancia no es nuevo. De hecho, los niños siempre nos han sorprendido, siempre han repre­sentado un límite a nuestro saber y a nuestra capacidad de anticipa­ción. Sin embargo, en los últimos años, el modo en que pensamos y experimentamos la novedad de la infancia parece haber cambiado. Este se nos presenta con una radicalidad tal que hace estallar las categorías disponibles para pensarla y desborda la capacidad de las instituciones (familiares, educativas, judiciales, sanitarias, etc.) para procesarla. Así, en lugar de la vieja sorpresa frente a "los nuevos" aparece el desconcierto, y en el lugar del reconocimiento crece la sensación de extrañamiento.

Frente a esto, los discursos actuales se han ido poblando de nuevos nombres destinados a reconocer "lo que hay de nuevo en la infancia": infancias (en plural), nuevas infancias, infancia hiperrealizada e infancia desrrealizada, cyberniños, niños-adultos, niños vulnerables, niños en riesgo, niños consumidores, son sólo algunos de ellos. También se han generado diversas hipótesis acerca de "lo que queda de infancia en lo nuevo", llegándose a postular incluso que estamos asistiendo al fin de la infancia. En este capítulo nos interesa abrir algunas preguntas acerca de las condiciones de emergencia de estos discursos. Para ello nos proponemos analizar qué hay de nuevo y de viejo en los discursos sobre la novedad de la infancia que vienen multiplicándose en las últimas dos décadas, qué concepciones conmueven y qué efectos producen.


La novedad es propia de la infancia
"Con cada nacimiento algo singularmente nuevo entra al mundo", decía la filósofa alemana Hannah Arendt. Por supuesto, con esta expresión Arendt no se refería al hecho biológico del nacimiento, en tanto tal indefinidamente repetido; tampoco a la dimensión demográfica de la natalidad, con sus cifras indiferentes a la pluralidad de lo que nace. Se refería más bien al nacimiento como acontecimiento biográfico de la acción humana, que al mismo tiempo que asegura la continuidad del mundo marca el advenimiento de algo radicalmente nuevo, irreductible a lo ya existente.

Es que, como dice Jorge Larrosa, un niño que nace es "algo otro" que aparece entre nosotros. No podemos anticipar del todo qué serán, cómo serán nuestros niños ni qué harán en el mundo con lo que les ha sido dado. Por supuesto, aun antes del nacimiento, desplegamos sobre ellos una innumerable cantidad de gestos desti­nados a reducir esa extranjeridad, a conjurar la alteridad radical que trae consigo cada nueva vida, para convertir a los recién llegados en uno de los nuestros; estos gestos —de recepción, de inscripción de los nuevos en una cadena generacional, y también, por cierto, los gestos de rechazo— están hechos de saberes anticipatorios, de expectativas, de deseos, de mandatos familiares y sociales. Ahora bien, lo que no podemos anticipar es de qué modos singulares se combinarán esos gestos, cómo impactarán o cómo contribuirán a hacer de nuestros niños lo que son. En la novela Contrapunto, Aldous Huxley describe con mucha elocuencia la extrañeza de una madre cuando advierte que, como resultado de una enigmática alquimia identificatoria, su hijo es, fatalmente, otro:

Aquel súbito levantamiento de la barbilla... Sí, era la parodia del gesto de superioridad del viejo Mr. Quarles. El niño fue por un instante su suegro, su absurdo y deplorable suegro, caricaturizado y en miniatura. Era cómico pero al mismo tiempo dejaba de ser una broma. Ella quiso reír, pero se sintió oprimida por los misterios y complejidades de la vida, del temible e insondable porvenir. Allí estaba su hijo, pero él era también Philip, era también ella misma, era también Walter, su padre y su madre y ahora, he ahí que, levantando la barbilla se había revelado súbitamente como el deplorable Mr. Quarles. Y él podía ser también cientos de otras personas. ¿Podía ser? Era ciertamente. Era tías y primos que Elinor ape­nas había visto; abuelos y hermanos de abuelos que ella había conocido sólo de niña y que había olvidado completamente; antepasados que habían muerto hace mucho tiempo que se remontaban al origen de las cosas. Toda una población de extraños habitaba en aquel cuerpecillo y le daba forma, vivía en aquel espíritu y gobernaba sus deseos, le dictaban sus pen­samientos y así continuarían dictando y gobernando. Phil, el pequeño Phil: el nombre era una abstracción, un título con­cedido arbitrariamente, como "Francia" o "Inglaterra" a una colectividad, jamás por mucho tiempo la misma, de indivi­duos que nacen, viven y mueren en su ser, como los habitantes de un país aparecen y desaparecen, pero que mantienen viva a su paso la identidad de la nación a la cual pertenecen. Elinor miró al niño con una especie de terror. ¡Qué responsabilidad!

A los ojos de la madre el hijo se revela, al mismo tiempo, propio y extraño. Su cuerpo porta la historia familiar, la actualiza, la pone en escena: es uno de nosotros. Sin embargo, el reconocimiento no es completo; los modos singulares en que se combinan y recombinan las ofertas identificatorias desplegadas (a veces misteriosamente) sobre el hijo, desbordan las anticipaciones y expectativas de la madre. Y es en ese punto que escapa al reconocimiento pleno, que el niño emerge como otro. Esa alteridad, irreductible a los "nuestros" que lo habitan, es lo que le produce a la madre inquietud, e incluso, como dice Huxley, una "especie de terror". Porque si no podemos antici­par del todo qué serán y qué harán los niños en el mundo con lo que les ha sido dado, tampoco podemos anticipar -y éste es el asunto que convierte a la natalidad en un problema filosófico- qué le harán al mundo, a nuestro mundo, al que llegan como extranjeros.

Ahora bien, a diferencia de la madre que describe Huxley en su novela, Arendt encuentra en este enigma acerca de lo que los recién llegados harán con el mundo, más que una amenaza, la esperanza de su continuidad. Porque el nacimiento es para ella lo único que impide el retorno de lo mismo, lo que renueva sin cesar a la sociedad, salva al mundo de la ruina y lo preserva, nos dice, "de la mortali­dad de sus creadores y de sus habitantes". Desde esta perspectiva, el nacimiento representa algo más que el inicio de una vida singular; es también, y sobre todo, el inicio de algo radicalmente nuevo en el mundo, que inaugura cada vez la posibilidad de una acción sobre él que no puede anticiparse, que es, por definición, inesperada.
El punto es que también somos responsables de proteger al mundo de esa acción y de esa novedad. Arendt lo dice de manera contundente: debemos impedir que el mundo "sea devastado y destruido por la ola de recién llegados que arriban a él con cada nueva generación". De hecho, buena parte de lo que hacemos en relación con la infancia tiene el propósito de anticipar, reducir, orientar y controlar los efectos de su acción, lo que lleva a las sociedades contemporáneas a la pretensión de saberlo todo sobre el niño aun antes del nacimiento.

El desarrollo actual de las inves­tigaciones biomédicas que permiten realizar diagnósticos genéticos de los embriones humanos para decidir si se prosigue o no con un embarazo o, en el caso de que se trate de fecundación in vitro, qué embriones serán implantados según su mayor viabilidad, ilustra el extremo de esta pretensión y abre también un conjunto de dilemas éticos. Al respecto, Egle Becchi y Dominique Julia se preguntan: "¿Hasta dónde tenemos derecho a reducir el riesgo, a disminuir la parte no conocida del niño por venir? Tocamos aquí la defini­ción misma de lo normal y el doctor Frankenstein no está lejos si el conocimiento que hemos adquirido de los embriones humanos termina funcionando como una herramienta de segregación". La afirmación no es exagerada si recordamos aquella brutal frase de Sir Francis Crick (premio Nobel en 1962 por haber descubierto, junto con Watson, la estructura del ADN): "Ningún niño recién nacido debería ser reconocido humano antes de haber pasado por un cierto número de test sobre su dotación genética. Si él no pasa con éxito estos test, pierde su derecho a la vida".

No es éste el lugar para extendernos en ese debate. Lo que nos interesa sí destacar es que, a pesar de los esfuerzos incesantes por producir un saber cada vez más acabado sobre la infancia, a pesar incluso de lo que la información genética obtenida aun antes del nacimiento permita predecir, siempre queda un resto. Un resto enigmático en la infancia que se juega en el encuentro del niño con el mundo sobre el cual cada nacimiento abre la posibilidad de una acción que, según Arendt, es "infinitamente improbable".
En este sentido, la infancia representa un límite a nuestro saber y a nuestro poder. Y no un límite circunstancial, histórico, que puede todavía ser corrido. Como dice Larrosa, no se trata de lo que aún no sabemos sobre la infancia, se trata más bien de lo que está llamado a desbordar nuestros saberes, a inquietarlos, de lo que no se deja atrapar por las categorías de las que disponemos ni por las prácticas que desplegamos sobre los niños. Se trata en fin, de lo que nunca sabremos.

La infancia así se vuelve también metáfora: de lo que no se puede decir, de lo que no se puede escribir, de lo que no se deja escribir, de lo que "llama quizás a un lector que no sabe ya leer o no sabe todavía", dice Lyotard. Según este autor, la infancia, como posibilidad de alteración radical del orden del siempre-lo-mismo, puebla el discurso y es a la vez su resto. Un resto que no encuen­tra palabras porque infantía es ese estado sin palabras. Salir de la infancia, dirá Agamben, es justamente constituirse como sujeto del lenguaje, entrar en el universo de lo semántico, abriendo así la posibilidad de la historia.

Ahora bien, si los filósofos nos advierten que ningún saber (ni ninguna ambición de saber) podrá conjurar del todo el enigma de la infancia, Arendt agrega además (con un tono si se quiere más cercano al espíritu prescriptivo de la pedagogía que a la filosofía), que la novedad no debe ser del todo despejada, que el enigma no debe ser conjurado. Por el contrario, dirá que es imprescindible pre­servar lo que es nuevo y revolucionario en cada niño, proteger la novedad que traen los recién llegados para introducirla "como un fermento nuevo en un mundo ya viejo". Ésta es para Arendt la tarea de la educación: proteger la promesa de renovación que la infancia trae consigo y, al mismo tiempo, presentarles a los niños el mundo, hacerles allí un lugar, inscribirlos en la cadena de las generaciones, para así también proteger ese mundo, para que los niños encuentren el modo de realizar lo nuevo sin atentar contra él.

Pero volvamos ahora al inicio. Si la infancia es, por definición, novedad, si en tanto tal está llamada a irrumpir en el orden social y familiar instituido portando la promesa de renovación del mundo, si esa promesa es irreductible a lo que ya sabemos y a lo que ya somos, si la infancia está, por lo tanto, llamada a sorprendernos, entonces: ¿cuándo la sorpresa se convirtió en desconcierto? ¿Cuándo -como dice Débora Kantor- lo nuevo se volvió hostil? ¿Por qué sostener que en la actualidad hay algo nuevo en los nuevos? En relación con estas preguntas propondremos provisoriamente dos hipótesis.

La primera es que, como efecto de diversos procesos -algunos de los cuales intentaremos analizar aquí- hoy se registran cambios muy profundos en el modo en que los "nuevos" ingresan al mundo y en el modo en que el mundo les es presentado. Allí donde Arendt imaginaba un adulto (en particular, un educador) que se dirigía a los recién llegados diciendo "he aquí nuestro mundo" y que habi­litaba a la infancia el ingreso al territorio público, hoy hay miles de pantallas presentando una infinidad de mundos (reales o virtuales, poco importa) a los que los niños llegan y de los que participan sin la intermediación adulta; al mismo tiempo, fuera de las panta­llas hay un mundo que tampoco parece tener porteros, ni discursos de bienvenida, ni gestos de recepción, en el que no hay lugar para todos, y en el que una parte de la infancia se configura, en palabras de Violeta Nuñez, como resto, ya no en el sentido metafórico, sino como resto material de un mundo que no les hace lugar.

En este escenario, los adultos nos mostramos, además, cada vez menos convencidos acerca de cuál es "nuestro mundo" y cuál es nuestro lugar en él; cada vez con mayor frecuencia nos encontra­mos situados en el lugar del no saber que reservábamos a los niños, sin entender cuál es el mundo en el que vivimos y por el que, se supone, deberíamos responder. Por otra parte, desde las institucio­nes y desde las políticas tampoco estamos pudiendo responder por los que llegan (por todos los que llegan), en la medida en que como generación nos mostramos a veces impotentes y a veces indiferentes frente a la brutal fragmentación social que en las últimas décadas ha encontrado en los niños sus principales víctimas, y que condena a buena parte de la población infantil a la exclusión.

Y aunque sostenemos todavía (en las familias, en las escuelas) el gesto de la transmisión, éste resulta ineficaz si no podemos reco­nocer que habitamos un mundo común y si no podemos asumir la responsabilidad de recibir a los que llegan a él. Entonces es como ver la tele sin volumen: podemos ver el gesto de la transmisión, pero éste es un gesto mudo, que no pronuncia palabras, al menos no palabras de reconocimiento de aquel al que se dirigen. Pocas imágenes son tan expresivas de este fenómeno como aquella que vimos cientos de veces repetida en los noticieros televisivos en los últimos tiempos: una profesora sostiene el gesto de enseñar, de dar clase (de pie, carpeta en mano, volumen alto, mirando al frente) mientras un alumno la acosa, la insulta, la empuja y otro filma y otros se ríen y otros la escuchan y otros miran por la ventana y la filmación va a parar youtube y de allí a la televisión y desde allí (sí, desde allí) a la escuela y, procedimientos disciplinarios mediante, el "alumno acosador" a la calle. Frente a esta escena, la imagen arendtiana del educador diciendo "he aquí nuestro mundo, pasen, vean, ocupen un lugar, respondo por él y respondo por la novedad que ustedes traen" no puede resultar más ingenua. Y sin embargo, he aquí nuestro mundo.

Segunda hipótesis: si hoy la infancia nos sorprende de una manera particular es también porque conmueve las certezas que his­tóricamente habíamos construido acerca de cómo los niños son y deben ser, acerca de lo que harán en su devenir con el mundo y en él. En efecto, llevamos por lo menos tres siglos produciendo un saber acerca de la infancia con el propósito de -a pesar de las advertencias de la filosofía— despejar todo enigma, anticipar la novedad y con­trolar sus efectos. Hoy ese saber se muestra ineficaz para dar cuenta de la multiplicidad de modos de transitar la infancia, de las mane­ras particulares en que tiene lugar el devenir infantil. Asimismo, las instituciones destinadas tradicionalmente a la atención de la infancia se revelan muchas veces impotentes para actuar sobre un cuerpo que es hoy superficie de inscripción de discursos y prácticas que obedecen a otros principios y a otras lógicas (la de los medios, la del mercado, la de las tecnologías de la información, la de la felicidad química garan­tizada, etc.). Entonces aparece el desconcierto: los niños ya no son lo que eran, vienen distintos, devienen adultos por caminos diferentes a los previstos. Y con frecuencia estamos más dispuestos a dudar de la realidad que del saber sobre la infancia que tan pacientemente hemos acumulado; entonces nos preguntamos: ¿son niños?
Aclaremos: no estamos sosteniendo que alguna vez dispusimos de un saber sobre la infancia que logró describir con éxito lo que los niños eran y lo que podía esperarse de ellos, y que el problema actual es que los niños cambiaron. Lo que afirmamos es que alguna vez dispusimos de un saber que ocupó el lugar de esa certeza y que sostuvo una fenomenal maquinaria de institucionalización de la infancia que fijó las coordenadas dentro de las cuales los niños serían reconocidos como tales: las de la infancia moderna. Hoy, cuando esas coordenadas tambalean, otros cuerpos se hacen visibles y la infancia emerge múltiple, desconocida, desconcertante.

Entonces comencemos por el principio y analicemos, aunque más no sea sintéticamente, cuáles eran y cómo funcionaban algunas de esas certezas que hoy parecen perdidas.
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