Programa I jornadas de sexología de castilla y leóN




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1. ¿Por qué no se ha estudiado la sexualidad infantil?


Las razones de la ausencia de estudios son fundamentalmente las siguientes:

a. Estamos en una cultura que niega la existencia de la sexualidad infantil. La sexualidad adulta era reducida a sus manifestaciones genitales, dentro del matrimonio, para procrear, entre heterosexuales. Incluso para los adultos el instinto sexual llegó a ser considerado “la enfermedad de la naturaleza” y uno de los principales “enemigos del alma” –el mundo el demonio y la carne–. La sexualidad era situada en las “partes bajas” del cuerpo, considerada como peligrosa (López y Fuertes, 1989). En este marco no puede hablarse de sexualidad infantil. Reconocer la sexualidad infantil contradecía la concepción general de la sexualidad y hubiera alarmado a los padres, educadores y a la sociedad en general. Por eso la propuesta de Ellis y Freud fue tan “revolucionaria”. Incluso el vocabulario de Freud, el niño como “perverso polimorfo”, no deja de pagar un tributo a esta concepción.

b. Hay dificultades éticas para estudiar la sexualidad infantil de manera experimental, a través de observaciones o a través de preguntas directas a los menores. Objetivamente es difícil en nuestra cultura estudiar las manifestaciones sexuales infantiles, puesto que muy pronto los menores aprenden que deben ocultarlas a los ojos de los adultos.

Un instrumento de investigación que puede llevarse a cabo con respeto, como la entrevista a los propios menores, se vuelve difícil, cuando lo que se trata de investigar no son temas como la identidad o los roles de género –dimensión que hemos estudiado con este y otros instrumentos (López, 1988)–.

c. No es precisamente fácil interpretar el significado que para los niños tiene sus manifestaciones sexuales, puesto que nosotros, incluso los propios menores que ya han pasado la pubertad, hemos cambiado en aspectos muy importantes –cambios anatómicos, fisiológicos y hormonales, en los afectos sexuales: deseo, atracción, enamoramiento y en las capacidades mentales– que implican una reinterpretación personal y social de las conductas sexuales.

2. ¿Qué estudios se han hecho sobre la sexualidad prepuberal?


De hecho, los pocos estudios que se han realizado tienen numerosas limitaciones:

2.1. Los estudios psicoanalíticos, basados en recuerdos reelaborados en situación de análisis, permitieron descubrir la existencia de la sexualidad infantil y su posible importancia para el resto de la vida, pero se basan en presupuestos discutibles, como el Complejo de Edipo o el periodo de latencia, y se basan en datos de sujetos clínicos, que no necesariamente son generalizables a la infancia en general (Fenichel, 1950; Villamarzo, 1994; Glaser y Frosh, 1997). El psicoanálisis infantil ha estudiado la sexualidad infantil a través de los propios niños, normalmente utilizando el juego y la interpretación de los sueños, junto a otras fuentes de información, pero lo han hecho con menores con problemas clínicos y, claro está, a través de los presupuestos psicoanalíticos. Mucho debemos al psicoanálisis, en relación con el reconocimiento de la sexualidad infantil, su significado afectivo-emocional, la posible influencia en la vida adulta y la importancia de la dinámica familiar, pero la metodología de investigación y la metapsicología o interpretación de los resultados, no son compartidas por numerosos autores.

2.2. Los estudios antropológicos, como los de Malinowsky, tienen la ventaja de basarse en observaciones de conductas hechas en un contexto natural, pero pertenecen únicamente a algunas culturas. Nos indican más cómo podría ser la sexualidad infantil, si se dieran ciertas condiciones culturales, que cómo es entre la mayoría de los pueblos actuales. En todo caso, los estudios antropológicos, también los referidos a especies cercanas a las nuestras, son una aportación fundamental que permite reconocer la existencia de numerosas manifestaciones sexuales infantiles durante más tiempo –a lo largo de toda la infancia–, porque en algunas culturas éstas no son tan reprimidas como en la nuestra. Malinowski (1929) dedica un capítulo de su libro sobre Melanesia a la sexualidad infantil, describiendo numerosas conductas y juegos sexuales en un contexto de gran permisividad, regulado, eso sí, por el tabú del incesto. Ford y Beach (1951) describen también numerosas conductas sexuales prepuberales en un número importante de culturas.

Pero hay que tener en cuenta que el ser humano es muy cultural y que, por tanto, los resultados de estas investigaciones, no pueden tomarse como referencia para lo que “debe ser” el tratamiento de la sexualidad infantil entre nosotros. Por ejemplo, si en una cultura se permite a los niños observar las conductas sexuales de los padres, esto no significa que sea más adecuado suprimir nuestra costumbre de tener, especialmente entre los padres, las conductas sexuales “en la intimidad”.

Aunque no sea el momento de profundizar en este hecho, es muy importante tener en cuenta que, en todo caso, la prohibición del incesto es, en la práctica, universal. Es decir, que el reconocimiento de la sexualidad infantil tiene un límite universal, el uso de los niños como objeto de satisfacción sexual de los padres y de los familiares, biológicos o políticos, más cercanos.

2.3. Los datos obtenidos a través de cuestionarios o entrevistas a adolescentes o a personas adultas. Se trata de una metodología que recurre al recuerdo consciente de personas que de una u otra forma representan a la población en general.

Broderick (1973) resume los resultados de varias investigaciones llevadas a cabo entre los años 40 y 50 con esta metodología (Ramsey, 1943 –que entrevisto a 291 varones adolescentes– y Kinsey y colaboradores, 1948, 1953 –que, como es sabido entrevistaron a más de 10.000 adultos, incluyendo también cuestiones sobre los recuerdos de su sexualidad infantil–). Aunque los resultados de Ramsey muestran una mayor y más temprana actividad sexual infantil –vez por tratarse varones y por ser aún adolescentes– en ambos casos se ofrece un cuadro amplio y variado de las conductas sexuales infantiles recordadas tanto por los varones como por las mujeres. En ambos estudios se constatan numerosas conductas sexuales infantiles (masturbación, juegos con personas del propio sexo o del otro sexo, intentos de coito, etc.) tanto en chicos como en chicas, antes de la pubertad. Por ejemplo, en torno al 5% de los adultos varones recuerdan haberse masturbado entre los 9 y los 11 años en el estudio de Kinsey y colaboradores, mientras en el estudio de Ramsey, que durante un tiempo colaboró con Kinsey, son más del 50% los varones que recuerdan haberse masturbado antes de los 11 años, un 5% antes de los 6 años. Por lo que se refiere a las mujeres, solo incluidas en el estudio de Kinsey, hay que destacar que tienen tantas o más conductas sexuales que los chicos en la primera infancia, pero se incrementan menos en torno a la pubertad que es cuando en los chicos aumentan de forma espectacular.

Por otra parte, es sabido que equipo de Kinsey fue mucho más allá y usando fuentes de información que han sido muy criticadas, como adultos que habían tenido experiencias con menores, consideran que los prepúberes pueden llegar a tener conductas sexuales orgásmicas desde el primer año de vida: vasocongestión genital, cambios en la respiración y el ritmo cardiaco, cambios en la coloración de la piel, concentración de la atención, hipertonía muscular y movimientos pélvicos similares a los adultos.

El problema de estos estudios basados en el recuerdo, con independencia de otras posibles limitaciones metodológicas es triple: En primer lugar no llegan a los primeros años de vida, por lo que nada o casi nada pueden aportarnos sobre la sexualidad infantil hasta los cuatro o seis años; en segundo lugar, no es fácil definir el grado de veracidad de los recuerdos –más aún en investigaciones hechas por cuestionario o entrevistas que no focalizan esta problemática– y, por último puede ser especialmente arriesgado dar por cierta la interpretación que de estas conductas dan los sujetos años después, habiendo pasado por la pubertad y tenido experiencias sexuales de uno u otro tipo.

2.4. Los padres y los educadores como informantes. Más recientemente se ha seguido otra línea de investigación prometedora, basándose en lo que han podido observar los padres y los educadores.

Friedrich y colaboradores (1991), por ejemplo, ha aplicado un cuestionario de 35 preguntas a 871 madres de una consulta de pediatría, demostrando que éstas han tenido la oportunidad de observar numerosas conductas sexuales, especialmente durante los seis primeros años de vida (el 23% de los hijos y el 16% de las hijas habrían sido vistas masturbándose con la mano), para ir decreciendo posteriormente (el 11% de los hijos y el 9% de las hijas entre los siete y doce años).

Lindblad y colaboradores (1995) aplicaron un cuestionario a educadores que tenían a su cargo 251 menores de entre 2 y 6 años. Los resultados demuestran que numerosas conductas sexuales (masturbación, exhibir los genitales, mirar los genitales de otro, juegos sexuales, etc.) habían sido observadas por los educadores. Por ejemplo, en el 6,4% de los preescolares se habían podido observar conductas de masturbación, en frecuencia similar en niños y en niñas.

La ventaja de estos datos es que los aportan quienes más se resisten a admitir que las manifestaciones sexuales son frecuentes en la infancia. Entre las limitaciones más importantes están las siguientes: los datos suelen ser imprecisos, las conductas sexuales se ocultan a los padres y educadores desde muy pronto, por lo que sus datos tienen más valor durante el periodo preescolar y, por último, la interpretación que dan a estas conductas no siempre es segura.

2.5. Sexualidad infantil en investigaciones hechas con otros fines. A veces se llevan a cabo investigaciones que aunque no pretendan directamente estudiar la sexualidad infantil, nos aportan datos sobre estas conductas. Así, por ejemplo, cuando se estudian síntomas y problemas de conducta de la infancia –como es el caso de los trabajos que aplican el cuestionario de Achenbach (1983)– y, sobre todo, de las investigaciones y el trabajo clínico con menores que han sufrido abusos sexuales.

Lamb y Coakley (1993) llevaron a cabo un estudio que está a medio camino entre los estudios incluidos en el apartado 2.4 (basados en recuerdos de los adultos) y los que vamos a incluir en este apartado. Estos autores llevaron a cabo una investigación con 128 mujeres estudiantes adultas. El objetivo era estudiar los juegos sexuales en la infancia y el grado de normalidad-anormalidad percibido. El 85% de las mujeres recordaban juegos sexuales (44% con chicos y 56% con chicas; 56% con iguales, 26% con niños mayores y 18% con menores que ellas; 58% se repitieron). En general era más frecuente que se percibieran con mayor grado de anormalidad (persecuciones o algún grado de coerción) los juegos con los chicos.

El contenido de estos juegos era muy variado incluyendo juegos de imitación o reproducción de roles, estimulaciones, besos, etc. Con frecuencia las mujeres recordaban que se habían sentido excitadas.

Como ya había hecho el equipo de Kinsey, Borneman (1983) usó agresores sexuales como fuente de información. Fuente que de una forma u otra usan también quienes evalúan a los agresores o les ofrecen terapia. En general los agresores dan una visión de la sexualidad infantil orientada a justificar su conducta, insistiendo en la colaboración voluntaria de los menores, la satisfacción que sienten y los pocos efectos perniciosos que según ellos tendría esta conducta. En este contexto informan de multitud de conductas y de la excitabilidad sexual de los niños prepúberes, especialmente cuando el abuso se repite y forma parte de una relación en la que se consigue involucrarlos para que colaboren durante un tiempo.

Quienes investigan, evalúan u ofrecen terapia a los menores víctimas de abusos suelen poner el énfasis en que estos menores, incluso si son prepúberes, tienen más conductas sexuales precoces (impropias de su edad), excesivo interés en la sexualidad propia y ajena, usan palabras “soeces adultas” para hablar de la sexualidad, se masturban demasiado, abusan, a su vez, más de otros menores, etc. (Pithers y colaboradores, 1998 y un sin fin más de investigaciones en este sentido).

Lo que podemos saber a través de estos estudios sobre los agresores, las víctimas y la supuesta normalidad o anormalidad de las conductas sexuales infantiles tiene una indudable utilidad para comprender el problema de los abusos, pero está lejos de ser la mejor fuente cuando pretendemos entender la sexualidad infantil en general, porque los sujetos estudiados son víctimas o agresores y quienes los estudian con frecuencia tienen prejuicios contra las manifestaciones sexuales infantiles “saludables”. La mejor prueba del valor relativo de estos estudios son sus propias conclusiones cuando intentan descubrir el grado de acuerdo-desacuerdo de los supuestos expertos en abusos sexuales en relación con otros profesionales y el resto de la población. Estos expertos son más restrictivos en sus criterios de normalidad que otros profesionales, especialmente que los que trabajan en educación sexual (Heiman y colaboradores, 1998). Los expertos en abusos de manera especial, pero también otros muchos profesionales, padres y educadores tienden a considerar “anormales” las conductas que implican penetración vaginal, anal u oral, por un lado, y son también, en general, más restrictivos con todas las conductas sexuales que impliquen a más de un niño, aunque sea consentida, mientras se muestras más permisivos en su juicio cuando se trata de conductas autoeróticas que no involucran a otros menores. Volveremos sobre este tema al final de este trabajo.
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