¿No habrá, entre la forma habitual de reflexionar y la práctica reflexiva, la misma diferencia que existe entre la respiración de cualquier ser humano y la de un cantante o un atleta?




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Saber reflexionar sobre la propia práctica: ¿es éste el ob¡etivo fundamental de la formación de los enseñantes?

Saber reflexionar sobre la propia práctica, ¿acaso no es la cosa más compartida del mundo? ¿Acaso no reflexionan todos los profesionales sobre lo que hacen? ¿Podríamos, de alguna forma, evitar que lo hagan? ¿Acaso la reflexión en la acción y sobre la acóón no constituye ya una parte inherente del ser humano?

En pocas palabras: ¿por qué formar para reflexionar, si parece algo tan natural como respirar? ¿Por qué deberíamos hacer de este aprendizaje el núcleo de la formación de los enseñantes, si ya constituye una condición preexistente? Si aceptan personal con estudios secundarios o estudios superiores, ¿no es, precisamente, porque son estudiantes cuyos estudios secundarios los habrán ejercitado en la reflexión que aplicarán a su formación y, posteriormente, a sus cometidos profesionales?

Es cierto que los futuros enseñantes tienen tanto menos necesidad de formación profesional para aprender a pensar, cuanto que su itinerario preparatorio ya se la ha facilitado. ¿Acaso no será por este motivo que ya de entrada presentan las posturas y los habitus mentales propios de un practicante reflexivo? ¿No habrá, entre la forma habitual de reflexionar y la práctica reflexiva, la misma diferencia que existe entre la respiración de cualquier ser humano y la de un cantante o un atleta?

Se trata de una postura y de una práctica reflexivas que son la base de un análisis metódico, regular, instrumentado, sereno y efectivo, disposición y competencia que normalmente se adquiere a base de un entrenamiento intensivo y voluntario.

Los estudios de Schón hacen referencia a todo tipo de oficios y dejan abierta la cuestión de si el enseñante es o debe convertirse en un practicante reflexivo. A partir de este punto, se plantean dos preguntas concretas:

  1. ¿Por qué formar a los enseñantes a reflexionar sobre su práctica?

  2. ¿Cómo actuar de forma eficaz en este sentido durante la forma­ ción inicial?

He aquí algunas respuestas.

¿Por qué formar o los enseñantes paro reflexionar sobrp su práctico?

En este apartado, consideraremos diez razones, vinculadas de forma muy dispar a la evolución y a las necesidades recientes de los sistemas educati­vos. Todas ellas traducen una visión definida del oficio de enseñante y de la escuela. El lector que no la comparta no hallará las mismas razones para formar a los enseñantes a reflexionar sobre su práctica. Incluso es posible que no encuentre ninguna ...

No existe ninguna cronología ni jerarquía entre estas razones. Entonces, podemos esperar de una práctica reflexiva que:

Compense la superficialidad de la formación profesional.

Favorezca la acumulación de saberes de experiencia.

Acredite una evolución hacia la profesionalización.

Prepare para asumir una responsabilidad política y ética.

Permita hacer frente a la creciente complejidad de las tareas.

Ayude a sobrevivir en un oficio imposible.

Proporcione los medios para trabajar sobre uno mismo.

Ayude en la lucha contra la irreductible alteridad del aprendiz.

Favorezca la cooperación con los compañeros.

Aumente la capacidad de innovación.

Analicemos una a una estas razones.

Compensar lo superficialidad de lo formación profesional

En general, en los países desarrollados, los enseñantes dominan bastante bien los conocimientos que deben transmitir. Siempre se puede considerar que una mayor cultura y un mayor dominio de la teoría aumentarán su imaginación didáctica y su capacidad de improvisación, observación, planificación y trabajo y a partir de los errores o los obstáculos con que se topan sus alumnos. Nunca es inútil saber más, no para transmitir todo lo que uno sabe, sino para «tener margen», dominar la materia, relativizar los conocimientos y adquirir la seguridad necesaria para aplicar los métodos de investigación con los alumnos y alumnas, o bien para orientar el debate hacia los conocimientos.

La formación académica de los enseñantes no es excelente, sin embargo, debemos reconocer que deja menos que desear que su formación didáctica y pedagógica. El desequilibrio es mayor en la educación secundaria y alcanza su punto máximo en la enseñanza superior, puesto que una parte de los profesores desempeñan esta función sin ninguna formación didáctica.

¿Cómo sobreviven? Las mentalidades menos compasivas responderán que se las apañan haciendo fracasar a todos los estudiantes incapaces de comprender un curso inadecuado. Los más optimistas, en cambio, dirán que «lo que se entiende bien se enuncia con claridad y las palabras para expresarlo vienen con fluidez»: con sólo dominar su disciplina, los profesores enseguida deberían ser capaces de exponerla de forma clara a los estudiantes correctamente seleccionados, a quienes se considera que poseen el nivel exigido para tomar notas, leer tratados y estudiar con serenidad y reflexión la palabra magistral. Asimismo, se podría apuntar que los profesores de universidad, igual que todo el mundo, aprenden de la experiencia, mejoran con el transcurso de los años y terminan por crear un sistema di­dáctico para desarrollar el saber hacer. Y lo logran, pese a su ignorancia y, en ocasiones, su desprecio por las ciencias de la educación, puesto que su formación intelectual especializada los prepara para observar y analizar con realismo lo que pasa y adaptar sus acciones en consecuencia.

Podemos plantear la misma hipótesis para los estudiantes procedentes de los Instituts universitaires de fortmation des maítres (Institutos universitarios de formación de maestros -IUFM-) creados en Francia en 1989. Estos nuevos profesores se forman con el nivel de estudios secundarios más cinco años universitarios (como mínimo), pero sólo siguen un breve año de formación estrictamente profesional: el último. Todo lo anterior (formación disciplinar y preparación de oposiciones) conduce de forma secundaria a la enseñanza y al aprendizaje, y fundamentalmente al dominio de los contenidos que deben transmitirse. No obstante, según indican las primeras encuestas, se las arreglan con dignidad en su clase. ¿Por qué? Seguramente, porque su nivel de formación los hace capaces de aprender de la experiencia analizando lo que hacen y regulando su labor profesional de acuerdo con ello.

De todo ello, puede deducirse que, para saber reflcxionar sobre la propia práctica, basta con dominar los instrumentos generales de objetivación y de análisis y poseer un entrenamiento para el pensamiento abstracto, el debate, el control de la subjetividad, el enunciado de las hipótesis y la observación metódica. Éste es el motivo por el cual, una formación para la investigación puede, en cierta medida, preparar para una práctica reflexiva, y a la inversa (Perrenoud, 1994a).

Para los profesores de enseñanza secundaria, y todavía más para los de primaria, dicho nivel de formación dista mucho de ser la norma vigente y no se dispone en muchos lugares del mundo de estudios profundos para desarrollar los medios de una práctica reflexiva espontánea. Además, no es seguro que la inteligencia, el rigor y el buen criterio sean suficientes para alimentar una reflexión que incremente la eficacia de la enseñanza. Se podría lanzar de antemano la hipótesis, algo cínica, de que buena parte de los profesores hacen evolucionar su práctica, desde un punto de vista muy egocéntrico, hasta que hallan en ésta su felicidad o, por lo menos, un mínimo de equilibrio y rendimiento económico. Inmediatamente, conectan el «piloto automático». Del mismo modo que alguien que tiene frío reflexiona hasta que se resuelve su problema y después, ya no piensa más en ello.

Este hecho subraya la importancia, en una formación para la práctica reflexiva, de un enfoque sistémico, de una concienciación de las necesidades de los alumnos y alumnas y de una preocupación por la democratización del acceso al saber. Una práctica reflexiva que permita al profesor detectar a los alumnos y alumnas «menos dotados» para desentenderse de ellos y a los alumnos y alumnas menos colaboradores para neutralizarlos rápidamente, no mejoraría la calidad de la enseñanza, sino que únicamente mejoraría la comodidad del docente ... Una práctica reflexiva no es solamente. una competencia al servicio de los intereses legítimos del enseñante, sino que también es una expresión de la conciencia profesional. Los profesores que no reflexionan más que por necesidad y que dejan de plantearse cuestiones desde el momento en que se sienten seguros no son practicantes reflexivos.

¿Acaso no es paradójico esperar de una formación profesional consi­derada demasiado breve que, además, prepare a todos para que reflexionen sobre la propia práctica? ¿No sería mejor enriquecer, en el currículo, la parte de las competencias profesionales, más que tratar de colmar las carencias mediante una práctica reflexiva?

No podemos avalar las formaciones profesionales más superficiales, sino que tenemos que defender lo contrario para elevar el lugar del conocimiento y de las competencias para enseñar. De otra forma, sería absurdo esperar que una formación inicia!, por más completa que sea, pueda anti­cipar todas las situaciones con las que deberá enfrentarse un enseñante, un día u otro, en su labor y dotarlo de todos los conocimientos y competencias que algún día podrían ser adecuados. Todos los enseñantes son, en grados diversos, autodidactas y están condenados a aprender, en parte, su oficio «sobre el terreno».

Una postura y una práctica reflexivas conducen a vivir este aprendiza­ je de forma positiva, a organizarlo de forma activa y a llevarlo más allá de la simple supervivencia. De este modo, se puede aplicar a la formación inicia! esta máxima china:

Vale más enseñar a un hombre hambriento a pescar que regalarle pescado

Favorecer la acumulación de saberes de experiencia

Toda experiencia no siempre genera el aprendizaje de forma automática. Una rutina eficaz tiene precisamente la virtud de que evita el planteamiento de preguntas. El ser humano aspira a adquirir rutinas parecidas, a funcionar sin devanarse los sesos. Su experiencia no constituye una fuente de autoformación, o tan sólo lo hace en el sentido restringido de una con­ solidación de lo que funciona

Incluso cuando la experiencia todavía no se parece a un tranquilo y largo río o cuando surgen imprevistos inesperados, la reflexión que de ello se desprende no desemboca necesariamente en conocimientos que se puedan volver a utilizar en otras situaciones. Una parte de la reflexión sobre la acción produce un ajuste pragmático. El profesor, por ejemplo, aprende a proporcionar las consignas de forma más precisa para evitar los malentendidos, a controlar determinadas conversaciones para evitar el desorden en clase, a formular los exámenes de forma distinta para facilitar su corrección, a no introducir una actividad si falta tiempo para desarrollarla antes del final del trimestre, etc. Estos aprendizajes se traducen en conductas nuevas, acompañadas, sin lugar a dudas, por lo menos al principio, de un razonamiento más o menos explícito. Una vez se ha solventado el problema, el profesor podrá volver a conectar el piloto automático.

¿Acaso se acumulan los saberes, en el sentido de conocimientos reducidos a la mínima expresión y generalizables a situaciones similares? ¿Acaso produce el .ajuste una «teoría», un principio explicativo y una heurística susceptibles de aprovecharse de nuevo? ¿O tal vez se limita a una simple adaptación de la práctica, que arroja resultados más satisfactorios sin que sepamos realmente por qué? Cuando los estudiantes en período de prácticas preguntan a los formadores, a menudo reciben respuestas confusas y vagas a la pregunta sobre por qué el educador experimentado hace lo que hace. Seguramente, cualquier gesto profesional albergaba, en su origen, una jus­tificación, pero ésta cae en el olvido. La memoria de los docentes suele ser frágil.

Desarrollar una práctica reflexiva significa aprender a aprovecharse de la reflexión gracias a:

  • Un ajuste de los esquemas de acción, que permita una intervención más rápida, más concreta o más segura.

  • Un refuerzo de la imagen de uno mismo como profesional reflexi­vo en proceso de evolución.

  • Un saber integrado, que permitirá comprender y dominar otros problemas profesionales.

.¿Cuáles son los ingredientes necesarios para ir más allá del beneficio inmediato? Probablemente, la curiosidad y la voluntad de saber más que distinguen a aquellos que cierran un libro en cuanto han encontrado la in­formación que buscaban de los que se sumen profundamente en la labor y siguen leyendo ...

Sin lugar a dudas, la pereza intelectual inhibe la práctica reflexiva. Esta última representa una labor de la mente, tanto en plena acción como a posteriori. Incluso si esta labor se escoge libremente y se vive de modo constructivo, exige energía y obstinación. Los enseñantes que desean dejar sus preocupaciones profesionales para la escuela y a quienes no les gusta buscarle tres pies al gato no se convertirán en practicantes reflexivos, ni tampoco los que están agotados por cuestiones de salud o monetarias, por las tareas familiares o las responsabilidades asociativas.

Sin embargo, el trabajo y la disponibilidad no bastan. Hay dos ingredientes más que parecen necesarios:

Una forma de método, de memoria organizada, de perseverancia.

Los marcos conceptuales que sirven de estructuras de acogida.

El método puede pasar por rituales, formas de escritura, conversaciones regulares con los compañeros, el entorno familiar o el gato ... Lógicamenlte, es favorable entrar en interacción con otros profesionales de la enseñanza o con aficionados «iluminados».

Reflexionar o debatir sin fundamentarse en determinados conocimientos no nos conducirá muy lejos. La experiencia singular no produce aprendizaje a menos que se conceptualice, vinculada a los conocimientos que la convierten en algo inteligible y la inscriben en una u otra forma de regularidad. Sabemos que el conocimiento se desarrolla en red, que construimos campos conceptuales (Vergnaud, 1990, 1994, 1996) más que conceptos aislados y que el aprendizaje es un valor añadido que depende del capital que ya se haya almacenado. Éste es el motivo por el que los estudiantes principiantes en prácticas se aburren con facilidad cuando hacen un curso en una clase; ello se debe a la falta de estructuras conceptuales diferenciadas, tienen la impresión de ver «siempre lo mismo»: un maestro, los alumnos y alumnas, y los deberes.

Por el contrario, un practicante reflexivo nunca deja de sorprenderse, de urdir la trama, puesto que lo que observa está en consonancia con sus mar­cos conceptuales. Estos últimos pueden provenir de una larga práctica reflexiva personal y de los conocimientos personales que le ha permitido acumular el transcurso de los años. En general, la reflexión resulta más fructífera si también se nutre de lecturas, formaciones, saberes teóricos o saberes profesionales creados por otros, investigadores o practicantes. Evi­dentemente, es de desear que los conocimientos de la experiencia sean «fecundados» por una verdadera cultura de ciencias de la educación. Cier­tos puntos de vista sobre la gestión mental, los enseñantes eficaces, el análisis transaccional o la programación neurolingüística (PNL) pueden funcionar como marcos conceptuales y puntos de referencia de la expe­ riencia, a pesar del juicio severo que emiten numerosos investigadores sobre la validez de dichas teorías.

El capital de conocimientos acumulados siempre tiene una doble función: guía y agudiza la mirada durante la interacción; a continuación, contribuye a poner orden en las observaciones, a relacionadas con otros elementos del saber ya «teorizar la experiencia». Cumplirá con esta doble función tanto mejor cuanto que la formación haya entrenado al estudiante para familiarizado con los conocimientos teóricos generales en situaciones singulares.

En contrapartida, es posible que el enseñante en formación se apropie de los conocimientos didácticos y pedagógicos necesarios para pasar los exámenes y, sin embargo, sea incapaz de movilizarlos en una clase y, por tanto, de enriquecerlos en función de la experiencia. Esta expresión leve de esquizofrenia no es imaginaria: determinados enseñantes han construido determinados conocimientos durante sus estudios y otros lo han hecho a través de la práctica, pero estas dos esferas no se comunican, puesto que la articulación de los saberes académicos y los conocimientos surgidos de la experiencia cotidiana nunca se ha valorado ni utilizado.

Por consiguiente, en este punto, ya podemos adivinar lo absurdo de convertir el aprendizaje de una práctica reflexiva en una formación «metodológica» alejada de las formaciones didácticas, transversales y tecnológicas. Es acerca de las facetas importantes de la práctica cuando aprendemos a reflexionar, y no en el vacío ni con ejemplos irrelevantes.
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