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![]() El León Invisible Alberto Vázquez Figueroa PRIMERA EDICIÓN ENERO 2004 Me llamo Aziza Smain. No. No sé cuándo nací, pero creo que debió ser hace unos veinticinco años, más o menos. Fue en este mismo pueblo, en esta misma casa, en esa habitación en la que nacieron también mis tres hermanos. La última. Hubo otros que no recuerdo bien, porque entonces yo era muy pequeña y debieron morir casi al nacer. Sí, eso es muy cierto; aquí, son más los niños que no llegan a adultos que los adultos que llegan a cumplir medio siglo, puesto que son muy pocos los que pasan de esa edad. Éste es un pueblo en que abundan los viejos porque la mayor parte de los jóvenes emigraron a las grandes ciudades donde la vida es muy diferente y se encuentra trabajo. No, mi marido no quiso emigrar. Su padre tenía más de cien cabras y cuarenta camellos, pero mi marido sabía que si se marchaba no le quedaría nada en el reparto de la herencia. ¿Rico? En estas tierras la gente no es rica, señor. Si le alcanza para comer una vez al día ya se da por contenta. ¿El caíd Shala? Sí. Naturalmente. El caíd Shala es muy rico y tiene un palacio precioso, pero el caíd no es gente. El caíd es el caíd. Lo he visto dos veces; el día de mi boda, y el día que ratificó de modo oficial mi condena a muerte. La voz era cálida, muy personal y tan repleta de matices que hacían comprender que su dueña hablaba con sencilla naturalidad, resignación y tristeza, aunque sin intentar atraer la compasión de quien le escuchaba o exagerar la magnitud de la terrible tragedia en que se había convertido su vida. ¿Por qué habría de guardarle rencor? La ley es la ley, y una vez que el tribunal me hubo juzgado y condenado, al caíd no le quedaba otra opción que decir que sí a todo y firmar, aunque me consta que lo hizo a disgusto. ¿Los culpables? ¿Culpables de qué? No lo sé. Supongo que nadie. He pasado la mayor parte de mi vida en ese huerto o este patio, y las cosas que me han ocurrido le ha ocurrido a infinidad de mujeres de esta parte del país. Que yo sepa han lapidado a más de veinte en Hingawana y los pueblos de los alrededores. La última, y a ésa sí que la conocí personalmente, fue Yasmin, una prima hermana de mi padre. Recuerdo bien la escena. Aún era casi una niña, por lo que mi madre no me permitió acudir a la plaza, pero mis hermanos y yo nos subimos a la azotea. La verdad es que no conseguí ver gran cosa, pero recuerdo con horror los gritos y los insultos de la gente, y sobre todo los alaridos de dolor de la pobre Yasmin. No entiendo la pregunta. ¿Le importaría repetirla? ¡Desde luego! Aquí todas las mujeres vivimos con el temor de que algún día nos pueden matar a pedradas puesto que impedirlo no depende de nosotras. Supongo que fui una hija obediente y respetuosa y una esposa honrada y trabajadora, pero desde el momento en que murió Malik, hace ya unos seis años, comprendí que las cosas empezarían a ir muy mal. ¿Hermosa? Le agradezco que considere que aún soy hermosa, pero aquí ser joven y hermosa cuando se es viuda no constituye una bendición de Alá, sino más bien un castigo de Saitán el Apedreado, que tal vez por eso lleva ese nombre. Te conviertes en el blanco de todas las miradas; las de los hombres que te ven como al antílope que corre libre por la llanura esperando a que lo cacen, y las de los ancianos que pasan horas y horas parloteando sobre si ya te han cazado o quién y cuándo te va a cazar. El rugiente motor del poderoso Ferrari comenzó a runrunear en el momento en que el propietario del rojo bólido se detuvo en el arcén de la avenida Princesa Grace, con el fin de elevar levemente el volumen de la radio y escuchar con mayor atención una voz que resultaba sin lugar a dudas cautivadora, tanto por el timbre y la cadencia con que hablaba, como por la naturalidad con la que se refería al terrible destino que al parecer le aguardaba. No, señor, no, decía. Aquí ningún hombre decente se casaría nunca con una viuda que además tiene una hija. Si fuera un muchacho tal vez sí, porque muy pronto lo pondría a pastorear camellos y arar campos, pero mi pequeña Kalina es una criatura delicada a la que a duras penas he conseguido sacar adelante. Ninguna ayuda. No es costumbre. La familia del difunto suele culpar a la esposa de que no supo cuidarle durante su enfermedad, por lo que normalmente la repudian, incluidos los hijos. ¿Y cómo puedo saberlo, señor? Una mañana no fue capaz de levantarse porque le dolía terriblemente el vientre, comenzó a sudar y a tener fiebre, y por muchos caldos que le preparé y muchos paños húmedos que le puse en la frente, el dolor fue en aumento, toda esta parte de aquí, sobre la ingle, se le puso tensa como la piel de un tambor, y cuando se la rozaba rugía como un buey. ¿Cómo ha dicho? Nunca he oído esa palabra. ¿Perito... qué? Es posible, señor. Yo nunca he entendido de esas cosas, y me temo que el "médico" que le atendió tampoco, porque lo cierto es que se da más maña para sanar camellos que personas. El mismo día en que enterraron a Malik metí en un cesto a mi hija y lo poco que quedaba de mi ajuar, y regresé a este patio, a vivir de las sobras de lo que comen mi hermana mayor y su familia. La mayoría de las veces no sobra gran cosa. No. En absoluto. Supongo que para ustedes el hambre es algo que experimentan de tanto en tanto, entre comida y comida, y que por lo general se limita a una desagradable sensación de vacío en el estómago, pero para nosotros el hambre es algo normal, con lo que convivimos, y lo que en verdad nos sorprende es no sentirla. Oscar Schneeweiss Gorriticoechea apagó por completo el motor de su espectacular bólido, sin lugar a dudas uno de los automóviles más costosos del mercado, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento de cuero negro y entrecerró los ojos observando, sin prestar atención, las copas de los árboles, puesto que podría creerse que todos sus sentidos permanecían pendientes de las palabras de una mujer que sin duda se encontraba a miles de kilómetros de distancia, pero que en realidad parecía vivir en una galaxia a años luz de la Tierra. No. Mientras estuve casada casi nunca sentí hambre. De niña, algunas veces. Ahora vivo con ella, me sigue a todas partes, de día y de noche, pero al fin y al cabo ése no es el mayor de mis problemas. ¡Muchas gracias! No, con esto me basta porque si de pronto comiera en exceso mi cuerpo lo rechazaría y sentiría arcadas. No conviene acostumbrarse a algo que no se va a tener mañana, pero si me permite coger un poco de pan para la niña se lo agradecería mucho. A ella tampoco le sobra la comida, aunque en ocasiones mi hermana le da algo de leche a espaldas de su marido. Mi hermana no es mala y sé que me quiere, pero entiendo que su posición es muy difícil. Si se pusiera de mi lado, Hassan la repudiaría y pronto o tarde acabaría en una situación parecida a la mía. Tiene tres hijos y debe luchar por ellos. Probablemente yo haría lo mismo. ¿Por qué quiere que hable tanto? ¿A quién le puede interesar lo que yo diga? Por mucho que hable, por más que recoja mis palabras en ese aparato, y por mucho que le cuente de mi vida o incluso me decidiera a dar los nombres de quiénes me violaron, las cosas no cambiarían puesto que ya se ha dictado sentencia, y en cuanto deje de amamantar al pequeño me ejecutarán, como siempre ha sucedido. Lo único que le pido a Alá es que alguien sea lo suficientemente compasivo como para atinarme en la cabeza con una de las primeras piedras, de modo que pierda pronto el sentido, pero por desgracia me consta que la gente prefiere tirar piedras pequeñas y dar en la espalda, los brazos y el pecho para que el castigo sea más largo y la agonía más dolorosa. Se trata de una muerte muy dura, lo sé, terriblemente dura, pero ésa es la ley, o la costumbre, y así suele cumplirse. Las manos, que hasta ese momento se limitaban a descansar sobre el volante, se crisparon en cuanto se escuchó la palabra muerte, puesto que era aquél un vocablo que obligaban al dueño de esas manos a rememorar tiempos de espanto. Siguió un largo silencio que al fin rompió una voz masculina, potente y bien timbrada pero a la que se advertía en cierto modo quebrada por la emoción, que señalaba: Han escuchado ustedes las declaraciones de Aziza Smain, la joven nigeriana que no sólo fue brutalmente violada, sino que además ha sido condenada a morir lapidada debido a que como consecuencia de dicha violación había dado a luz a un hijo. René Villeneuve, en exclusiva para Radio Montecarlo. Durante casi diez minutos, Oscar Schneeweiss Gorriticoechea permaneció completamente inmóvil en el interior de su fastuoso deportivo aparcado en el arcén de la avenida Princesa Grace de la hermosa y exclusiva ciudad de Montecarlo, tal vez incapaz de aceptar que lo que acababa de oír pudiera ser cierto y pudiera tener lugar en los primeros años del siglo XXI. Una muchacha nigeriana a la que en cualquier otra circunstancia aguardaba sin duda una larga vida, iba a ser ejecutada de la forma más cruel imaginable porque había cometido el espantoso e imperdonable delito de haber permitido que la violaran varios hombres. ¡Nigeria! Se esforzó por recordar dónde se encontraba exactamente Nigeria y con qué países africanos compartía las fronteras, pero lo único que le vino a la memoria fue que era muy grande, tenía yacimientos de petróleo y lo atravesaba el río Níger, que tenía entendido que iba a desembocar en el golfo de Guinea. Y si esa memoria no le fallaba, su caótica capital, que se llamaba Lagos, se alzaba a orillas del mar, aunque aquél era un dato del que no estaba del todo seguro. Al fin y al cabo, ¿qué importancia tenía? Lo que en verdad importaba es que existía un lugar del planeta en el que el fanatismo religioso continuaba siendo tan virulento como en los tiempos de Cristo, pese a que él se encontrara en aquellos momentos al volante de una máquina capaz de rodar a trescientos kilómetros por hora. ¿De qué había servido el paso de los últimos dos mil años? O tal vez debería decir mejor, veinte mil años, puesto que lo primero que debieron hacer los monos cuando se decidieron a descender de los árboles fue arrojar piedras a sus enemigos, y al parecer aquélla seguía siendo una costumbre que algunos herederos de tan violentos simios no se avenían a abandonar. Transcurrió un largo rato antes de que el hasta poco antes despreocupado dueño del fastuoso Ferrari se decidiera a ponerlo en marcha con el fin de dirigirse, muy lentamente puesto que nunca tenía la más mínima prisa, hacia la parte alta de la ciudad. El hombre, muy grande, muy grueso y muy calvo, que lucía una corta y descuidada barba blanca permanecía tan absorto en la contemplación del luminoso cuadro que apenas prestó atención cuando la puerta del amplio salón se abrió para que hiciera su aparición el propietario de una de las mansiones más admiradas de una costa que desde hacía más de un siglo había cobrado fama porque en ella proliferaban las residencias de lujo. ¿Es auténtico? quiso saber. Naturalmente. ¿Un auténtico Velázquez? se asombró el gordo volviéndose ahora por completo. Supongo que debe ser de los pocos que no se encuentran en un museo. Lo es, admitió el recién llegado indicándole con un gesto que tomara asiento en uno de los sillones desde los que a través del amplio ventanal se distinguía la totalidad del principado de Mónaco y parte de la costa francesa. Pero el mérito no es mío. Pertenece a la familia de mi madre desde hace cinco generaciones. Pero continúa siendo un Velázquez, puntualizó René Villeneuve con su hermosa voz de profesional de la radio. Y estoy convencido de que la mayoría de la gente ya lo habría vendido. ¿Para comprar qué... ? quiso saber remarcando mucho las palabras Oscar Schneeweiss Gorriticoechea. Si con el dinero que me dieran por él pudiera conseguir algo más bello, valioso y duradero, lo vendería, pero lo cierto es que no se me ocurre nada. Razón le sobra, admitió el periodista estrella de Radio Montecarlo. Y es que por lo general cuando sobra el dinero las otras razones sobran. Y hablando de dinero... añadió de inmediato, su amable invitación no tenía por qué ir acompañada de un cheque tan sumamente generoso. El simple placer de conocerle bastaba. Se lo agradezco y hasta soy capaz de creerle, fue la despreocupada respuesta. No obstante, como nunca me he visto en la necesidad de trabajar, respeto mucho el trabajo ajeno, y lo que ahora me interesa, aparte de almorzar en su agradable compañía, es que me informe sobre cosas que supongo que conoce porque forma parte de su trabajo, y me parece lógico que ello conlleve una justa compensación. ¡Como quiera! admitió el otro con una leve sonrisa. Si por lo visto yo poseo la información y usted el dinero no está de más intercambiar un poco de ambas cosas. ¿Qué es lo que quiere saber? Todo cuanto pueda decirme sobre Aziza Smain. ¿La nigeriana? Exactamente. ¿Y eso? Casualmente el otro día escuché su programa. Oscar Schneeweiss Gorriticoechea abrió las manos como si buscara disculparse al puntualizar: Bueno, lo cierto es que suelo escucharlo cuando bajo a jugar al golf, pero aquel día me llamó particularmente la atención. Esa muchacha habla de que la van a ejecutar de un modo salvaje con tanta naturalidad y resignación que consiguió conmoverme. Le mentiría si no admitiera que a mí me ocurrió lo mismo, reconoció el locutor. Sentarme allí, frente a ella, y observar su entereza y el hecho evidente de que no le preocupaba su suerte sino el futuro de sus hijos es la experiencia más traumática que he tenido a todo lo largo de mi vida profesional... ¡Y de la otra! ¿Y no pudo hacer nada por ella? ¿Como qué? Vive entre una pandilla de fundamentalistas que no creen más que en lo que dicta la famosa sharía, la ley coránica que aplican a su antojo, sobre todo a las mujeres. Pero por lo que tengo entendido, el gobierno nigeriano se opone a ese tipo de prácticas. ¿Por qué no impiden una salvajada sin justificación que le desprestigia a los ojos del mundo? Lo intenta, pero el problema es muy complejo, teniendo en cuenta la realidad de un país tan grande, tan poblado y tan extenso. Recuerde el dicho: A Nigeria no la creó Dios; la crearon los ingleses. ¿Le importaría aclararme ese punto mientras almorzamos? Para eso me paga. Diez minutos más tarde, y tras dar cuenta de un bol de caviar servido en cristal de Murano con cubertería de oro, René Villeneuve inició con evidente parsimonia su larga disertación. La nefasta política colonial inglesa, la peor imaginable tras la alemana o la belga, convirtió Nigeria en un poderoso país de casi ciento cuarenta millones de habitantes, el más extenso y poblado del continente africano, pero dividido en unas doscientas etnias que conforman tres grandes grupos que se odian a muerte: los hausas, fanáticos musulmanes, al norte; los yoruba, tibiamente cristianos al sudoeste, y los ibos, en su mayor parte animistas, al sudeste. ¡Mala mezcla es ésa! admitió el dueño de la soberbia mansión que dominaba, como un nido de águilas el principado de Mónaco. Francamente mala a mi modo de ver. La peor, puede creerme. Como ellos mismos aseguran, los hausas son el azufre, los yorubas el salitre y los ibos el carbón. Cuando se mezclan el resultado es pólvora, y basta una simple chispa para que todo reviente. ¿Y ahora la chispa se llama Aziza Smain? ¡No necesariamente! Les apasiona aniquilarse. Hace tres años en la región de Kaduna más de dos mil animistas y cristianos fueron degollados por los intransigentes musulmanes, y durante la sangrienta guerra de Biafra los muertos se contaron por centenares de miles. Lo sé porque estuve allí. |
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