Geoffrey Chaucer Cuentos de Canterbury




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Geoffrey Chaucer




Cuentos de Canterbury

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INDICE



SECCIÓN PRIMERA

1. Prólogo general

2. El cuento del caballero

3. Diálogo entre el anfitrión y el molinero

4. El cuento del molinero

5. Prólogo al cuento del administrador

6. El cuento del administrador

7. Prólogo al cuento del cocinero

8. El cuento del cocinero
SECCIÓN SEGUNDA

1. Palabras del anfitrión al grupo

2. Prólogo del magistrado

3. El cuento del magistrado

4. Epílogo
SECCIÓN TERCERA

1. Prólogo de la comadre de Bath

2. La disputa entre el fraile y el alguacil

3. El cuento de la comadre de Bath

4. Prólogo del fraile

5. El cuento del fraile

6. Prólogo del alguacil

7. El cuento del alguacil
SECCIÓN CUARTA

1. Prólogo del erudito

2. El cuento del erudito

3. Prólogo del mercader

4. El cuento del mercader

5. Epílogo

SECCIÓN QUINTA

1. Prólogo del escudero

2. El cuento del escudero

3. Lo que el terrateniente dijo al escudero y el anfitrión al primero

4. Prólogo del terrateniente

5. El cuento del terrateniente

SECCIÓN SEXTA

1. El cuento del doctor en medicina

2. Palabras del anfitrión al médico y al bulero

3. Prólogo del bulero

4. El cuento del bulero
SECCIÓN SÉPTIMA

1. El cuento del marino

2. Siguen las alegres palabras entre el anfitrión, el marino y la priora

3. Prólogo al cuento de la priora

4. El cuento de la priora

5. Las alegres palabras entre el hospedero y Chaucer

6. El cuento de sir Topacio

7. Interrupción

8. El cuento de Melibeo

9. Las alegres palabras entre el anfitrión y el monje

10. El cuento del monje

11. Prólogo del capellán de monjas

12. El cuento del capellán de monjas

13. Epilogo al cuento del capellán de monjas
SECCIÓN OCTAVA

1. Prólogo de la segunda monja

2. El cuento de la segunda monja

3. El prólogo del criado del canónigo

4. El cuento del criado del canónigo
SECCIÓN NOVENA

1. Prólogo del intendente

2. El cuento del intendente
SECCIÓN DÉCIMA

l. Prólogo del párroco

2. El cuento del párroco

3. La despedida del autor
SECCIÓN PRIMERA

1. PRÓLOGO GENERAL.

2. EL CUENTO DEL CABALLERO.

3. DIÁLOGO ENTRE EL ANFITRIÓN Y EL MOLINERO.

4. EL CUENTO DEL MOLINERO.

5. PRÓLOGO AL CUENTO DEL ADMINISTRADOR O EL CUENTO DEL ADMINISTRADOR. PRÓLOGO AL CUENTO DEL COCINERO.

6. EL CUENTO DEL COCINERO.

1. PRÓLOGO GENERAL


Las suaves lluvias de abril han penetrado hasta lo más profundo de la sequía de marzo y empapado todos los vasos con la humedad suficiente para engendrar la flor; el delicado aliento de Céfiro1 ha avivado en los bosques y campos los tiernos retoños y el joven sol ha recorrido la mi­tad de su camino en el signo de Aries2; las avecillas, que duer­men toda la noche con los ojos abiertos, han comenzado a trinar, pues la Naturaleza les despierta los instintos. En esta época la gente siente el ansia de peregrinar, y los piadosos viajeros desean visitar tierras y distantes santuarios en países extranjeros; especialmente desde los lugares más recónditos de los condados ingleses llegan a Canterbury para visitar al bienaventurado y santo mártir3 que les ayudó cuando esta­ban enfermos.

Un día, por aquellas fechas del año, a la posada de «El Ta­bardo», de Southwark4, en donde me alojaba dispuesto a emprender mi devota peregrinación a Canterbury, llegó al anochecer un grupo de 29 personas. Pertenecían a diversos esta­mentos, se habían reunido por casualidad, e iban de camino hacia Canterbury.

Las habitaciones y establos eran cómodos y todos recibi­mos el cuidado más esmerado. En resumen, a la puesta del sol ya había conversado con todos ellos y me habían acepta­do en el grupo. Acordamos levantarnos pronto para empren­der el viaje como les voy a contar.

Sin embargo, creo conveniente, antes de proseguir la his­toria, describir, mientras tengo tiempo y ocasión, cómo era cada uno de ellos según yo los veía, quiénes eran, de qué cla­se social y cómo iban vestidos. Empezaré por el Caballero.

El Caballero era un hombre distinguido. Desde los inicios de su carrera había amado la caballería, la lealtad, honorabi­lidad, generosidad y buenos modales. Había luchado con bravura al servicio de su rey5. Además había viajado más le­jos que la mayoría de los hombres de tierras paganas y cris­tianas. En todas partes se le honraba por su bravura. Había estado en la caída de Alejandría6. Casi siempre se le otorgó el lugar de honor con preeminencia a los caballeros de todas las otras naciones cuando estuvo en Prusia7. Ningún otro caba­llero cristiano de su categoría había participado más veces en las incursiones por Lituania y Rusia. También había interve­nido en el sitio de Algeciras en Granada, luchado en Benma­rin8 y tomado Ayar y Atalia9, y en expediciones por el Medi­terráneo oriental. Había sobrevivido a 15 mortíferas batallas y entablado combate en Trasimeno para defender la fe en tres torneos, y siempre había dado muerte a su rival. Este dis­tinguido Caballero había asistido al rey de Palacia en sus lu­chas contra un enemigo pagano en Turquía. Y siempre con­siguió una gran reputación. Aunque sobresalía, era prudente y se comportaba con la modestia de una doncella. Nunca se dirigió con descortesía a nadie. A decir verdad, era un perfec­to caballero. Por lo que respecta a su apariencia, sus montu­ras eran excelentes, pero no llevaba vestidos llamativos. Ves­tía un sobretodo de algodón grueso marcado con el orín de su cota de mallas. Acababa de llegar de sus expediciones y se disponía a peregrinar.

Le acompañaba su hijo, que era un joven Escudero, apren­diz de Caballero y enamoradizo, de rizados cabellos como si se acabara de quitar los rulos. Frisaría, al parecer los veinte años. Era de mediana estatura, lleno de vida y fortaleza. Ha­bía intervenido en salidas de caballería en Flandes, Artois y Picardía10. En tan poco tiempo se había comportado excelen­temente y esperaba obtener el favor de su dama. Iba adoma­do como pradera repleta de frescas flores, rojas y blancas. Todo el día tocaba la flauta o cantaba y era alegre como el mes de mayo. Su túnica, corta y de anchas y largas mangas.

Era un buen jinete y sabía dominar a su montura. Podía componer la música y la letra de sus canciones, lidiar en tor­neos, bailar, dibujar bien y escribir. Era un amante tan apasionado, que de noche no dormía más que un ruiseñor11. Era cortés, modesto, servicial y corta­ba la carne para su padre en las comidas.

El Asistente era el único criado que acompañaba al Caba­llero en aquella ocasión: así lo había querido. Iba vestido de verde -jubón y capucha-, con un haz de agudas flechas rematadas con plumas brillantes de pavo real que llevaba a mano en bandolera. Preparaba, como el mejor, todos los apa­rejos de su grado: sus flechas nunca dejaban de alcanzar el blanco por no tener las plumas bien dispuestas.

En la mano llevaba un potente arco. Su tez era morena, su cabello cortado a cepillo y era hábil en todo lo relacionado con el trabajo de la madera. Llevaba el brazo protegido por una pieza de cuero, y a un costado, la espada y el escudo; al otro, una daga de buena montura, aguda como la punta de una espada; sobre el pecho, una medalla de San Cristóbal de plata brillante. De un cinturón verde, en bandolera, le colga­ba el cuerno. Era un verdadero hombre de los bosques

También había una Monja, una Priora que sonreía de modo natural y sosegado; su mayor juramento era: «¡Por San Eligio!»12. Se llamaba señora Eglantine. Cantaba bonitamen­te las horas litúrgicas, pero entonadas con voz nasal13. Habla­ba un francés bueno y elegante, según la escuela de Strafford at Bow, porque desconocía el francés de París 14.

En la mesa mostraba en todo sus buenos modales. De su boca nunca caía migaja alguna o se humedecían sus dedos por meterlos codiciosamente en la salsa. Cuando se llevaba la comida a la boca tenía cuidado en no derramar gota alguna sobre su toca. Mostraba gran interés por los buenos modales. Se secaba el labio superior con tanto cuidado, que no dejaba la más mínima señal de grasa en el borde de su copa después de haber bebido. Al comer tomaba los alimentos con delica­deza. Era muy alegre, agradable y amistosa. Se esforzaba en imitar la conducta cortesana y cultivar un porte digno, de for­ma que se le considerase persona merecedora de respeto.

Era tan sensible y de corazón tan delicado y lleno de com­pasión que lloraba si veía a un ratón atrapado, sobre todo si sangraba o estaba muerto. Cuidaba unos perrillos, a los que alimentaba con carne frita, leche y pan de la mejor calidad. Si uno de ellos moría o alguien cogía un palo amenazándo­los, lloraba amargamente. Era todo sensibilidad y ternura de corazón. Llevaba su toca adecuadamente plegada. Su nariz estaba bien formada; sus ojos eran grises como el vidrio; su boca, pequeña, pero suave y roja. Su frente, sin embargo, era amplia; posiblemente tendría un palmo de amplitud. A decir verdad, estaba bastante desarrollada.

Sus vestidos eran, a mi entender, elegantes. Llevaba en el brazo un rosario de pequeñas cuentas de coral, intercaladas con otras grandes y verdes; de él colgaba un broche dorado y brillante que tenía escrita una A coronada y debajo el lema: Amor vincit omnia15.

Como secretaria y ayudante le acompañaba otra Monja, su capellán y tres sacerdotes16. Se hallaba también un Monje de buen aspecto, adminis­trador de las posesiones del convento y amante de la caza; un hombre cabal con cualidades más que sobradas para con­vertirse en abad. Guardaba muchos y hermosos caballos en el establo. Mientras cabalgaba, se podía escuchar a pleno viento silbante el tintineo de las campanitas con la misma claridad y fuerza que el de la campana de la capilla del con­vento filial del que era prior. Como la regla de San Mauro o de San Benito17 le resultaba anticuada y demasiado estricta a este monje, descuidaba las normas pasadas de moda y se guiaba por otras más modernas y mundanas.

Le importaba un comino el texto en donde se afirmaba que los cazadores no pueden ser santos; o que monje que no guar­de la clausura, o sea, monje fuera del convento, es como un pez fuera del agua; para él todo esto eran tortas y pan pintado.

Su opinión me parecía correcta. ¿Por qué debía estudiar y malgastar su talento en libros de convento, o dedicarse al tra­bajo manual y trabajar como lo ordenó San Agustín? Que se quede Agustín con su trabajo manual. Por eso era un cazador empedernido de a caballo. Poseía podencos veloces como pájaros. Todo su placer consistía en perseguir y cazar liebres, sin reparar en gastos.

Vi que sus bocamangas estaban ribeteadas con pieles, gri­ses y costosas, las mejores del país. Le sujetaba la capucha un broche labrado en oro, rematado con un complicado lazo por debajo de la barbilla. Tenía una calva brillante como bola de cristal, al igual que la cara; parecía que la hubieran ungi­do. Estaba rechoncho y gordinflón.

Sus ojos, saltones e inquietos, relampagueaban como as­cuas bajo el caldero. Llevaba unas botas flexibles y su caballo era perfecto. Más parecía un vistoso prelado que un ajado es­píritu. Su plato favorito era el pavo cebado rustido. Su mon­tura, de color castaño bayo.

Nos acompañaba también un Fraile mendicante, un festivo y alegre distrital de aspecto solemne. No existía en las cuatro Ordenes mendicantes18 nadie que le superase en adulación y chismorreo. Había financiado el matrimonio de muchas jóve­nes19. Era una firme columna de su Orden. Se le tenía en gran consideración y recibía el trato familiar de los hacendados de toda la zona, así como de las señoras ricas de la ciudad. Tenía más poder de absolución que un simple párroco: era licencia­do de su Ordene20. Escuchaba las confesiones con dulzura y ab­solvía con gusto, si estaba seguro de obtener un buen rancho. La generosidad con una Orden mendicante era, para él, la me­jor señal de una buena confesión. Ante la dádiva se vanagloria­ba de conocer el arrepentimiento de un hombre. A tanto llega la dureza de corazón, que mucha gente, aun con remordi­miento sincero, no puede llorar. Por consiguiente, las oracio­nes y lágrimas pueden ser sustituidas por la entrega de dinero a los pobres frailes. Llevaba siempre la capucha cargada de cu­chillos y agujas para hermosas mujeres.

¡Qué agradable era su voz! Podía cantar y tocar el violín a la perfección y entonaba las baladas como el mejor. Su cuello, blanco como un lirio, escondía la fortaleza de un luchador. Conocía las tabernas, posaderos y mozas de mesón mejor que a los leprosos y mendigos. No resultaba adecuado a un hom­bre de tan distinguida posición alternar con enfermos leprosos ni era conveniente ni lucrativo tratar con semejante puma; pero sí con mercaderes y acomodados. Por esto ofrecía humil­de y amablemente sus servicios allí donde podía sacar tajada.

Era el más capacitado de todos y el más efectivo mendi­cante de su comunidad. Pagaba una cantidad fija por tener el territorio donde mendigaba; ningún miembro de su fratemi­dad «trabajaba» furtivamente en sus dominios.

Aunque se topara con una viuda sin zapatos, tan persuasi­vo resultaba su In Principio21, que siempre obtenía alguna pe­queña dádiva antes de partir. Lo que recogía superaba con creces a sus ingresos legales.

En los días en que había que arreglar querellas domésticas era de gran ayuda. Tenía aspecto de maestro o Papa, no el de un monje con hábito raído como de estudiante.

Su capa era doble, redonda como campana recién salida del molde. Tartamudeaba un tanto, con cierto amaneramien­to para hacer su inglés más atractivo. Cuando tocaba el arpa y terminaba su canción le brillaban los ojos bajo las cejas como estrellas en noche de helada. Este singular fraile se ape­llidaba Hubert.

Había también un Mercader de barba partida, de vestido multicolor, montado en silla elevada, botas con hermosas y limpias hebillas. Sobre la cabeza, un sombrero flamenco de castor. Hablaba con engolamiento de los numerosos benefi­cios que obtenía. Deseaba que los mares entre Middleburg y Orwe1122 quedaran navegables a cualquier precio.

Era un experto en el cambio de escudos. Este distinguido mercader utilizaba su cerebro en provecho propio. Todos ig­noraban que estaba adeudado (tan dignamente ejecutaba sus transacciones y peticiones de crédito). Era un personaje nota­ble, pero, en verdad, no recuerdo su nombre.

También estaba un Erudito de Oxford que llevaba largo tiempo estudiando lógica23. Su caballo era delgado como un poste y os aseguro que él no estaba más gordo. Tenía un aspecto enjuto y atemperado. Se cubría con una capa corta muy raída. No había encontrado todavía subvención y era demasiado poco mundano para ejercer un empleo.

Prefería tener en la cabecera de su cama los 20 libros de Aristóteles encuadernados en negro o en rojo que vestidos lujosos, el violín y el salterio. A pesar de toda su sabiduría, guardaba poco dinero en su cofre. Gastaba en libros y erudi­ción todo lo que podía conseguir de sus amigos, y en pago rezaba activamente por las almas de los que le facilitaban di­nero para proseguir su formación. Dedicaba la máxima aten­ción y cuidado al estudio.

Nunca pronunciaba palabras innecesarias y hablaba siem­pre con circunspección, brevedad y concisión, y selecto vo­cabulario. Sus palabras impulsaban hacia las virtudes mora­les. Disfrutaba estudiando y enseñando.

No faltaba también un Magistrado24, prudente y habilido­so, que frecuentaba los porches25, y era muy conocido, dis­creto y distinguido; o al menos así lo parecía; sus palabras re­zumaban sabiduría. Había actuado como juez en los proce­sos por real decreto y tenía jurisdicción plena para enjuiciar todos los casos; por su saber y reputación se había hecho acreedor a muchos regalos y vestidos. Nunca compró nadie propiedades por tan poco; los asuntos más embrollados los clarificaba y dejaba libres de carga.

Era el más ocupado de los mortales y, sin embargo, toda­vía lo parecía más de lo que en realidad lo estaba. Conocía todos los casos legales y decisiones que se habían dictamina­do en los procesos desde los tiempos de Guillermo el Con­quistador26. Se sabía las leyes de memoria.

Integraba también el grupo un Terrateniente, de barba blanca como pétalos de margarita. Era de temperamento san guíneo27. Por las mañanas le apetecía pan remojado en vino.

Si Epicuro sostenía que la plenitud de la felicidad consistía en el deleite perfecto, nuestro terrateniente era verdadero hijo suyo. En su casa ejercía la hospitalidad en sumo grado. Era el San Julián28 de su comarca. Su pan y cerveza poseían una calidad exquisita. Su bodega estaba repleta de vinos se­lectos. La despensa rebosaba de tortas, pescados, carne... Inundaba la casa de alimentos y bebidas con todos los refi­namientos que imaginarse puedan y variaba los platos y co­midas de acuerdo con las distintas estaciones del año.

Poseía muchas perdices, bien criadas, en pequeñas jaulas, así como peces de agua dulce, brecas y lucios, en un estan­que. ¡Ay del cocinero si no condimentaba la salsa fuerte y pi­cante y no estaba preparado para cualquier contingencia! Su comedor siempre se hallaba dispuesto a acoger posibles co­mensales.

Presidía frecuentemente las sesiones de los jueces de paz y a menudo había sido elegido representante por su conda­do29. De su cinto colgaba una pequeña daga y una bolsa blanca cual leche recién ordeñada. Había desempeñado tam­bién el cargo de sheriffy de supervisor en el pago de impues­tos. En resumen, era un respetabilísimo terrateniente.

Entre los demás se hallaban un Mercero, un Carpintero, un Tejedor, un Teñidor y un Tapicero, todos ataviados con li­brea uniforme, perteneciente a un gremio poderoso y honorable. Su atuendo era nuevo y recién repasado; sus dagas no terminaban en latón, sino que estaban delicadamente mon­tadas con plata forjada cincelada, haciendo juego con sus cinturones y bolsas30. Cada uno parecía un auténtico ciuda­dano de burgo, digno de tener un lugar en el estrado de la casa consistorial y su capacidad y buen juicio, aparte de sufi­cientes posesiones e ingresos, para ostentar el cargo de conce­jal. Para esto todos ellos contarían con el entusiasta asenti­miento de sus esposas -de lo contrario, dichas señoras me­recerían total reprobación. Pues resulta muy agradable ser llamada «Doña» y desfilar en primer lugar en las fiestas de la iglesia y que le lleven a una el manto con gran pompa. Habían llevado con ellos, para tal ocasión, a un Cocinero que se quedaba solo cuando hervía pollo con huesos de tuétano, sazonándolo con pimienta y especias. ¡Y lo bien que conocía el sabor de la cerveza de Londres!31. Sabía asar, freír, hervir, tostar, hacer guisos y repostería. Pero era una verdadera lástima que tuviera una supurante úlcera en la espinilla, o al menos así pensaba yo, pues hacía budín de arroz condi­mentado con salsa blanca con los ejemplares de pollo más selectos.

Se encontraba, además, en el grupo un Marino que vivía en la parte occidental del país; me imagino que procedía de Dartmouth32. Cabalgaba lo mejor que podía, montado so­bre un caballo de granja y vestía una túnica de basta sarga que le llegaba a las rodillas. Bajo el brazo llevaba una daga colgada de una correa que le rodeaba el cuello. El cálido ve­rano había tostado su piel; era todo un pillastre, capaz de echarse al coleto cualquier cantidad de vino de Burdeos mientras los mercaderes dormían. No tenía escrúpulos de ningún género: si luchaba y vencía, arrojaba a sus prisione­ros por la borda y les enviaba a casa por mar, procedieran de donde fuera. Desde Hull a Cartagena33 no había quien le igualara en conocimientos marinos para calcular mareas, co­rrientes y calibrar los peligros que le rodeaban; o en su expe­riencia de puertos, navegación y cambios de la Luna. Era un aventurero intrépido y astuto; su barba había recibido el azote de muchas tormentas y galemas. Conocía todos los puertos existentes entre Gottland (Suecia) y el cabo Finiste­rre y todas las ensenadas34 de Bretaña y España. Su barco se llamaba Magdalena.

Nos acompañaba un Doctor en Medicina. No tenía rival en cuestiones de medicina y cirugía, pues poseía buenos fundamentos en astrología. Estos conocimientos le permitían elegir la hora más conveniente para administrar remedios a sus pacientes; y tenía gran destreza en calcular el momento más propicio para fabricar talismanes para sus clientes35. Sa­bía diagnosticar toda suerte de enfermedades y decir qué or­gano o cuál de los cuatro humores -el caliente, el frío, el húmedo o el seco-- era el culpable de la dolencia. Era un médico modelo. Tan pronto como descubría el origen de la perturbación, daba allí mismo al enfermo la medicina corres­pondiente, pues tenía sus farmacéuticos a mano para suministrarle drogas y jarabes. De este modo cada uno actuaba en beneficio del otro -su asociación no era reciente. El Doctor estaba muy versado en los autores antiguos de la clase médi­ca36: Esculapio, Dioscóndes, Rufo, Hall, Galeno, Serapio, Rhazes, Avicena, Averroes, Damasceno, Constantino, Ber­nardo, Gaddesden y Gilbert. Era moderado para su propia dieta: no contenía nada superfluo, sino sólo lo que era nutri­tivo y digestivo. Raramente se le veía con la Biblia en las ma­nos. Vestía ropajes de color rojo sangre y azul grisáceo, forrados de seda y tafetán; sin embargo, no era ningún manirro­to, sino que ahorraba todo lo que ganaba gracias a la peste37. En la medicina, el oro es un gran reconstituyente; y por eso le tenía un afecto especial.

Entre nosotros se hallaba una digna Comadre que proce­día de las cercanías de la ciudad cle Bath38; por desgracia, era un poco sorda. Tejiendo telas llegaba a superar incluso a los famosos tejedores de Ypres y Gante. Ninguna mujer de su pa­rroquia osaba adelantársele cuando se dirigía al ofertorio; pues si alguna se atrevía, se enojaba hasta perder los estribos. Sus pañuelos eran del más fino lienzo; y me atrevo a decir que el que llevaba los domingos sobre la cabeza pesaba diez libras. Sus medias eran del más hermoso color escarlata y las llevaba tensas; calzaba relucientes zapatos nuevos; su rostro era bello; su expresión, altanera, y su talante, gracioso. Toda su vida había sido una mujer respetable. Se había casado consecutivamente por la Iglesia con cinco maridos, sin con­tar sus varios amores de juventud, de los que no es preciso hablar ahora. Había visitado Jerusalén tres veces y cruzado muchísimos ríos del extranjero; había estado en Roma, en Boulogne, en la catedral de Santiago de Compostela y en Colonia39, por lo que sabía muchísimo de viajes. Por cierto que tenía los dientes separados40. Montaba cómodamente a lomos de un caballo cansino y cubría su cabeza con una toca y un sombrero que más parecía un escudo o coraza. Una fal­da exterior cubría sus anchas caderas, mientras que en sus ta­lones llevaba un par de puntiagudas espuelas. Cuando tenía compañía, reía con sonoras carcajadas. Sin duda conocía to­dos los remedios para el amor, pues en ese juego había sido maestra.

Nos acompañaba también un hombre religioso y bueno, Párroco de una ciudad, pobre en dinero, pero rico en santas obras y pensamientos. Era, además, hombre culto, un erudi­to que predicaba la verdad del Evangelio de Jesucristo y en­señaba con devoción a sus feligreses. De carácter apacible y bonachón, buen trabajador y paciente en la adversidad -pues había estado sometido con frecuencia a duras prue­bas-, se sentía reacio a excomulgar41 a los que dejaban de pagar el diezmo. A decir verdad, solía repartir entre los po­bres de su parroquia lo que le habían dado los ricos, o lo que tenía de su propio peculio, pues se las arreglaba para vivir con muy poco. A pesar de regentar una parroquia extensa, con pocas casas y muy distantes entre sí, ni la lluvia ni el trueno, ni la enfermedad ni el infortunio le impedían ir a pie, con la vara en la mano, a visitar a sus feligreses más alejados, tanto si eran de alta alcurnia como de baja condición. A su grey le daba el hermoso ejemplo de practicar, luego predicar. Era un precepto que había sacado del Evangelio, al que aña­día este proverbio: «Si el oro puede oxidarse, ¿qué es lo que hará el hierro?» Pues si el cura en el que confiamos está co­rrompido, nadie debe maravillarse de que el hombre corrien­te se corrompa también. ¡Que tomen nota los sacerdotes! ¿No es una vergüenza que el pastor se halle cubierto de es­tiércol mientras sus ovejas están limpias?

Al sacerdote corresponde dar ejemplo a su rebaño con una vida pura y sin mácula. Él no era de los que recogían su be­neficio y dejaban a las ovejas revolcándose en el fango mien­tras coman a la catedral de San Pablo en Londres en pos de una vida fácil, como una chantría, en la que, les pagaran para cantar misas por el alma de los difuntos, o una capellanía en uno de los gremios, sino de los que permanecían en casa vi­gilantes sobre su rebaño para que el lobo no le hiciese daño. Era un pastor de ovejas, no un sacerdote mercenano42. Pero, a pesar de su virtud, no despreciaba al pecador. Su forma de hablar no era ni distante ni severa; al revés, se mostraba con­siderado y benigno al impartir sus enseñanzas. Se esforzaba en ganar adeptos para el cielo mediante el ejemplo de una vida modélica. Sin embargo, si alguien -sin importarle su rango- se empeñaba en ser obstinado, jamás dudaba en propinarle una severa amonestación. Me atrevería a decir que no existe en parte alguna mejor sacerdote. Nunca busca­ba ser objeto de ceremonias o de especial deferencia, y su conciencia no era excesivamente escrupulosa. Enseñaba, es verdad, el Evangelio de Jesucristo y sus doce Apóstoles; pero él era el primero en cumplirlo al pie de la letra.

Venía con él su hermano, un Labrador. ¡La de cargas de es­tiércol que había llevado en el carro este buen y fiel trabaja­dor! Vivía en paz y armonía con todos. En primer lugar, amaba a Dios con todo su corazón, tanto en los buenos tiempos como en los malos; luego amaba a su prójimo como a sí Mismo43. Trillaba, cavaba y abría zanjas y, por amor a Jesucristo, cuando sus caudales se lo permitían, hacía lo mismo para cualquier persona pobre sin percibir emolumento alguno. Pagaba el justo diezmo, tanto por sus cosechas como por el au­mento de su ganado, sin escatimar nada. Cabalgaba humilde­mente sobre una yegua y vestía una holgada camisa de labriego.

Por último, había un Administrador, un Molinero, un Al­guacil, un Bulero, un Intendente y, el último de todos, yo. El Molinero era un sujeto alto y fornido, de osamenta grande y poderosos músculos que utilizaba a las mil maravi­llas en las justas de lucha de un extremo al otro del país, pues se llevaba el premio en cada una de ellas. Era rechoncho, cuadrado y musculoso; no había puerta que no pudiera sacar de sus goznes o derribarla embistiéndola con la cabeza. Su bar­ba era pelirroja como el pelaje de una zorra o las cerdas de una marrana, y por su anchura, semejante a una azada. En el lado derecho de la punta de la nariz tenía una verruga de la que surgía un penacho de pelos rojos parecidos a las cerdas de la oreja de un puerco. Sus fosas nasales eran inmensas y negras. En bandolera ceñía espada y escudo. Tenía una boca­za ancha como la puerta de un horno y su hablar era general­mente obsceno y picante. Contaba chistes irreverentes y era todo un parlanchían goliárdico44. Y hay que ver lo bien que se sabía todos los trucos de su oficio, como sisar grano y co­brar tres veces el justo valor; sin embargo, era bastante hon­rado para ser molinero. Vestía una chaqueta blanca y una ca­peruza azul y nos sacó de la ciudad al son alegre de la gaita.

Otro personaje era Intendente de uno de los Colegios de Abogados, que podía haber servido de modelo a todos los proveedores por su astucia al comprar víveres; pues, tanto si pagaba al contado como si compraba a crédito, vigilaba los precios del momento, por lo que siempre era el primero en entrar y hacer una buena compra. Ahora bien, ¿no es nota­ble ejemplo de la gracia de Dios que el ingenio de un hom­bre sin educación, como éste, sobrepasase la sabiduría de un grupo de hombres cultos? Sus superiores eran más de trein­ta, y todos ellos eruditos y expertos en cuestiones legales. Ha­bía una docena de ellos en el Colegio capaces de manejar las rentas y las tierras de cualquier par de Inglaterra de modo que, a no ser que éste fuese un loco despilfarrador, podría vi­vir honorablemente y libre de deudas con sus ingresos, o, al menos, del modo sencillo que le gustase; capaces también de asesorar a todo un condado sobre cualquier pleito que pudie­ra surgir. A pesar de todo ello, este tal administrador podía engañar a todos ellos juntos.

Era un hombre delgado y colérico. Apuraba el afeitado de su barba al máximo y recortaba los cabellos alrededor de sus orejas dejándolos muy cortos; la parte superior de la cabeza la llevaba tundida por delante como si fuera la de un sacer­dote. Sus piernas, largas y escuálidas, parecían estacas; sus pantorrillas no se veían. Cuidaba hábilmente de las arcas y graneros; ningún interventor podía con él. Observando la se­quía y las precipitaciones de lluvia podía estimar con bastan­te precisión el rendimiento de sus semillas y granos. Todo el ganado de su dueño, tanto bovino como vacuno, porcino y caballar, la producción de leche y las aves de corral, estaban a cargo de este hombre, que había tenido que rendir cuentas desde que su amo cumplió los veinte años. Nadie podía de­mostrar que iba atrasado en los pagos. Estaba al corriente de todos los trucos y timos realizados por los administradores, vaqueros y trabajadores de la granja, por lo que le temían como a la peste. Residía en una bonita casa sombreada por frondosos árboles y circundada por un prado. Sabía comprar mejor que su dueño y había sido capaz de almacenar bienes secretamente. Era muy ducho en obsequiar a su amo con re­galos que ya le pertenecían, por lo que, al mismo tiempo que conseguía ganar su aprecio, obtenía el obsequio de un traje o una caperuza. De joven había aprendido un buen oficio en el que era muy diestro: el de carpintero. Montaba una robus­ta jaca de color gris, moteada, a la que llamaba «Escocesa». Vestía un largo gabán azul; de su cinto colgaba una espada herrumbrosa. Procedía de los alrededores de la ciudad de Bawdeswell, en Norfolk45. Llevaba el gabán recogido con un ceñidor, al estilo de los frailes, y siempre era el que cerraba el cortejo cuando cabalgábamos.

En la posada, entre nosotros, había un Alguacil de menu­dos ojos y rostro encendido como el de un querubín46, total­mente cubierto de granos. Era cachondo y lascivo como un gorrión. Los niños se asustaban de su cara con sus roñosas ce­jas negras y su escuálida barba. Ni el mercurio, el blanco de plomo, el azufre, el bórax, el albayalde, el crémor tártaro ni otros ungüentos que limpian y queman podían librarle de las blancas pústulas o de los botones granulentos que llenaban sus mejillas. Tenía una gran pasión por los ajos, cebollas y puerros47 y por beber un fuerte vino tinto, rojo como la san­gre de toro, que le hacía bramar y charlar como si estuviera chiflado; cuando estaba realmente borracho de vino no ha­blaba más que en latín. Sabía dos o tres términos legales que había aprendido de algún edicto, lo que no es de extrañar, puesto que oía latín durante todo el día, pues, como se sabe, cualquier individuo puede enseñar a un grajo a pronunciar wat48 igual que el mismísimo Papa. Sin embargo, si se hurga­ba más en él, se descubría que era poco profundo; todo lo que sabía hacer era repetir como un loro questio quid juns49 una y otra vez.

Era un tipo sinvergüenza y campechano, tan bueno como ustedes puedan imaginar. Por un litro escaso de vino permi­tía a cualquier camarada conservar su concubina durante un año y, además, le perdonaba. Además era muy capaz de se­ducir a una mujer. Si alguna vez hallaba a un tipo amartela­do con una chica, solía decirle que no se preocupara por la excomunión del Arcediano para tal caso, a menos que creye­ra que su bolsa se hallaba en el lugar de su alma, pues era pre­cisamente en la bolsa donde sería castigado. «Tu bolsa es el infierno del Arcediano», solía decir. Pero estoy seguro de que mentía como un bellaco; los culpables deben temer el signi­ficavit50 porque destruye el alma de la misma forma que la ab­solución la salva, y, por consiguiente, también debía estar al cuidado del mandato judicial que los metía en la cárcel. To­das las prostitutas jóvenes de la diócesis estaban enteramente bajo su dominio, puesto que era su confidente y único ase­sor y consejero. Este alguacil había colocado sobre su cabeza una guirnalda tan grande como las que cuelgan de las facha­das de las cervecerías. Llevaba un escudo redondo como una torta.

Con él cabalgaba un digno Bulero de Rouncival51, su ami­go y compañero del alma, que había llegado directamente desde el Vaticano de Roma. Canturreaba en voz alta «Acérca­te, amor»52, mientras el alguacil entonaba la parte baja con mas estridencia que una trompeta. El cabello de este Bulero tenía el color amarillo cual la cera y lo llevaba lustroso y bri­llante como madeja de lino; los rizos le caían en pequeños grupos extendidos sobre sus hombros, en donde descansa­ban en forma de mechones finamente esparcidos. Se sentía más cómodo cuando andaba sin caperuza, que llevaba meti­da en un hato. Por el hecho de llevar el cabello suelto y sin cubrir, salvo por un pequeño solideo, pensaba estar a la últi­ma moda. Tenía unos grandes ojos saltones como los de un conejo. En la parte interior del solideo llevaba cosida una pe­queña reproducción del lienzo de la Verónica. Su cartera, que apoyaba en su regazo, iba llena a reventar de indulgen­cias, todavía calentitas, procedentes de Roma. Tenía una voz delgada como de cabra y su rostro no mostraba ni el menor vestigio de barba, que parecía no tener ganas de crecer; su cu­tis era tan fino como acabado de afeitar. Lo tomé por castra­do o invertido. Pero en cuanto a su profesión, desde Berwick a Ware53 no había bulero que le llegase a la suela del zapato, puesto que en su bolsa guardaba una funda de almohada que, según él decía, estaba hecha del velo de Nuestra Señora. Aseguraba poseer un fragmento de la vela de la barca perte­neciente a San Pedro cuando intentó caminar sobre las aguas y Jesucristo le sostuvo. Tenía una cruz de latón montada en guijarros y un relicario de vidrio lleno de huesos de cerdo. Sin embargo, cuando tropezaba con un pobre clérigo cam­pesino sabía hacer más dinero en un día con dichas reliquias que el clérigo en dos meses. Es decir, por medio de una des­carada adulación y un poco de pases y visajes se metía al clé­rigo y a su gente en el bolsillo. Si queremos ser justos con él, en la iglesia era, desde todos los puntos de vista, un buen eclesiástico. Leía a la perfección un pasaje o una parábola, pero sobresalía en el himno del ofertorio, porque después de haberlo cantado, consciente de que tenía que predicar, sabía muy bien cómo hacer soltar dinero a los fieles con su hablar meloso. Por eso siempre cantaba con gran fuerza y alegría.

Hasta aquí les he descrito a ustedes en pocas palabras la clase de gente, atuendo y número que formaba nuestro gru­po y la razón por la que se reunieron en esta excelente posa­da de Southwark, «El Tabardo», al lado mismo de «La Cam­pana»54. Ha llegado ya el momento de contarles la forma de comportarnos la noche en que llegamos a la posada; luego les hablaré de nuestro viaje y del resto del peregrinaje. Pero, en primer lugar, debo rogar a ustedes indulgencia en no atri­buirme falta de refinamiento si utilizo aquí un lenguaje sen­cillo al dar cuenta de su conversación y conducta y reproduz­co las palabras exactas que utilizaron. Pues ya saben ustedes tan bien como yo que quien repite una historia o un cuento que ha explicado otro, debe hacerlo reproduciendo con la máxima fidelidad posible las palabras que se le han confiado, por grosero o descuidado que sea su lenguaje; de otro modo debe falsificar el cuento o reinventarlo o encontrar nuevas palabras para relatarlo. Aunque el hombre sea su hermano, no debe contenerse sino utilizar las palabras que usó, cuales­quiera que fueren. En la Biblia, el lenguaje del propio Jesucristo es claro y directo; pero, como ustedes saben, esta con­dición no constituye ningún atentado al buen gusto. Ade­más, Platón dice (como cualquiera que le lea puede compro­bar por sí mismo): «Las palabras deben corresponder a la ac­ción»55. Por ello les ruego que me perdonen si en este relato no presto la debida atención al rango de las personas en el or­den en que debieran aparecer. No soy tan listo como ustedes podrían suponer.

Nuestro Anfitrión nos recibió con los brazos abiertos a to­dos y nos asignó inmediatamente lugares para la cena. Nos sirvió las mejores viandas; el vino era fuerte y nos apetecía beber. Era un individuo de aspecto sorprendente, un adecua­do maestro de ceremonias para cualquier sala. Era corpulen­to, de ojos saltones (no hay ciudadano en Cheapsides56 con mejor presencia que él), atrevido en el hablar, pero astuto y cortés; un hombre de cuerpo entero. Además era bastante bromista, puesto que, después de cenar, cuando habíamos pagado cada uno la cuenta, empezó a hablar de proporcio­narnos diversión, diciendo:

-Damas y caballeros: bienvenidos. Les doy mi palabra de que no miento si afirmo que no he visto compañía más agra­dable bajo mi techo en lo que va de año. Si supieran cómo me gustaría proporcionarles alguna diversión... Pero acaba de ocurrírseme un juego que les divertirá y no les va a costar ni un penique. Ustedes van a Canterbury. ¡Que tengan un buen viaje y que el santo mártir les recompense! Sin embar­go, pueden divertirse relatando cuentos durante el camino. No tiene sentido cabalgar mudos como estatuas. Por ello, tal como les acabo de decir, idearé un juego que les aporte algu­na diversión. Si les gusta, acepten unánimemente mi deci­sión y hagan lo que les indicaré cuando partan mañana. Les juro por el alma de mi padre que podrán cortarme la cabeza si no lo pasan bien. Ni una palabra más. ¡Levanten todos la mano!

No tardamos mucho en decidirnos. No vimos ventaja al­guna en discutir su propuesta, por lo que la aceptamos sin re­chistar y le rogamos que nos diese las órdenes pertinentes.

-Damas y caballeros -empezó el anfitrión-, háganse a sí mismos un favor y escuchen lo que voy a decir y no menos­precien mis palabras. En resumen, he ahí mi propuesta: cada uno de ustedes, para que el camino les parezca más corto, de­berá contar dos cuentos durante el viaje. Quiero decir, dos en la ida y dos en la vuelta. Cuentos del estilo de «érase una vez...». El que relate su historia mejor -con el argumento más edificante y divertido- será obsequiado con un banque­te a costa del resto del grupo, aquí, en esta posada y bajo este mismo techo, al regresar de Canterbury. Y para hacerlo más divertido, tendré mucho gusto en cabalgar junto a ustedes a mis propias expensas y en ser su guía. El que no se someta a mi decisión deberá pagar todos los gastos del trayecto. Aho­ra, si ustedes están de acuerdo, háganmelo saber enseguida, sin más dilación, y efectuaré los preparativos pertinentes.

Su propuesta fue aceptada. Alegremente le dimos palabra y le encarecimos que, tal como había manifestado, fuera nuestro guía, juez y árbitro de nuestros relatos y que dispusiera una cena a un precio fijo de antemano. Aceptamos ser gobernados por sus decisiones en todo, por lo que unánime­mente nos sometimos a su buen juicio. Entonces mandó a buscar más vino, y cuando nos lo hubimos bebido, nos fui­mos a la cama sin dilación.

A la mañana siguiente nuestro anfitrión se levantó al rom­per el alba, nos despertó y nos reunió a todos en grupo. Sali­mos cabalgando un poco más rápido que al paso, hasta que llegamos al abrevadero de Santo Tomáss57, donde nuestro an­fitrión tiró de la brida de su caballo y dijo:

-Damas y caballeros, ¡atiendan, por favor! ¿Recuerdan lo que prometieron? Si en esta mañana persisten en la misma idea que tenían anoche, vamos a ver a quién le toca contar el primer cuento. El que se rebele contra mis disposiciones ten­drá que pagar todo lo que gastemos por el camino; de lo contrario, que nunca más beba ni una sola gota. Ahora, an­tes de proseguir, echemos suertes.

-Señor caballero -dijo él-, ¿quiere su señoría echar las suertes?, pues ésta es mi voluntad. Acérquese más, mi señora priora, y usted también, señor erudito; abandonen esa timi­dez y actitud comedida. ¡Todos a echar suertes!

Todos pusieron manos a la obra. Por cierto que, sea por ca­sualidad, destino o fatalidad, la verdad es que le tocó la chi­na al caballero, para deleite de todos. Por lo que ahora le co­rresponde a él relatar su historia, de acuerdo con lo estipula­do y según lo descrito. ¡¿Qué más puedo decir yo? Cuando el buen hombre vio cómo estaban las cosas, con gran sensatez cumplió la promesa que había hecho libremente, y dijo:

-Ya que me corresponde a mí iniciar el juego, así sea, ¡por Dios! y ¡bendita sea mi suerte! Ahora sigamos cabal­gando y escuchad lo que voy a decir.

Proseguimos nuestro viaje a caballo y enseguida empezó su animado relato con estas palabras.

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