Historias del Hospital Monterrey Jair García-Guerrero




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fecha de publicación25.02.2016
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Historias del Hospital Monterrey Jair García-Guerrero

Editorial Jus

El otro

Ocurrió en febrero de 2005, al poniente de Monterrey, en el Hospital homónimo. No se lo conté a nadie, porque mi primer propósito fue olvidarlo, no caer en la locura. Ahora, en 2008, pienso que si lo escribo los otros lo leerán como un cuento y con los años también lo será para mí.

Recuerdo que fue muy extraño mientras duró. Me llevaron a la fuerza. No me gusta consultar y prefiero aguantarme sin medicamentos. Acepto algún paliativo de los síntomas, pero esa vez no decidí yo sino mi madre. Eran las diez de la mañana de un martes. Recostado en una camilla del Hospital Monterrey, Departamento de Observación de Adultos, frente a mí la ventana dejaba ver el flujo de gente de arriba abajo en la calle Obispado. Al fondo había un estacionamiento. Los carros se enfilaban para entrar y, ya estacionados, de sus entrañas surgían toda clase de seres con variada rapidez. La prisa de una señora por llegar a su destino me hizo pensar en el tiempo, el constante reloj de arena. Yo había dormido bien, pues resolví muchas dudas de mi clase del día anterior con una tarde entera en la biblioteca. Me encanta la biblioteca Magna Universitaria: su poca luz, su intimidad de selva, cueva, útero. Pero amanecí con ese dolor... y el vómito, y mi madre, me trajo a Urgencias.

Después del ingreso, la entrevista y el suero, reposando el espasmo de los vómitos, sentí la impresión, que según los psiquiatras corresponde a un estrés postraumático, de haber vivido ya aquel momento. Por un extremo de la sala común alguien había entrado. Yo hubiera preferido la sala en silencio, pero no quise fingir sueño. El otro saludó a las enfermeras: era un médico mayor. Entonces ocurrió la primera de las muchas vicisitudes de esa mañana. Su saludo, su manera de saludar formal y directa (siempre he querido así), era la misma frase que yo uso desde mi viaje a Valladolid: Muy buenas. El estilo me remitió a un recuerdo en la cafetería del Hospital Clínico, cuando llegó un cirujano abriendo plaza, con su aura de sabiduría y el paso heroico. Regresé del recuerdo y observé sus entradas: iguales a las de papá. Lo reconocí con horror.

Levanté la mano. Al verme, se sonrió y acercó con el Muy buenas. Le respondí imitándolo y frunció el ceño.

-¿Es usted el médico de ojos?

-Sí. ¿Qué se le ofrece?

Lo miré preguntándome desde dónde miraba yo. Luego repuse:

-Disculpe, ¿sus padres son Pedro y Herlinda, y sus hermanos Lalo y Rosario?

Hubo un silencio. Después me respondió:

-Efectivamente. ¿Nos conocemos?

-En ese caso –añadí-, usted es Juan Luis González. Sucede que también soy Juan Luis González. Estamos en el 2005, en el Hospital Monterrey.

-No- me respondió con mi propia voz, un poco lejana.

Al cabo de un momento insistió:

-Yo estoy aquí, en el Hospital Clínico de Barcelona, Departamento de Urgencias. Lo raro es que nos parecemos, pero tú eres chaval.

Me miró consternado. Desde el primer saludo, su cordialidad mostraba una profunda cavilación, apenas notoria. Continué con el diálogo, o monólogo si se aclara que era conmigo con quien hablaba:

-Puedo probarle que no miento, diciéndole cosas que no puede saber más que usted. Tiene una cicatriz en la espalda, de la herida que le hizo Guillermo. Alguien le auguró que la formación queloide remanente sería dolorosa, y lo fue. Su hermana murió a los seis años de una amigdalectomía, técnica quirúrgica sobre la que escribió un ensayo de su evolución histórica. De niño sus primos le llamaban Nan. En casa guardaba muchos libros, pero sus favoritos eran un libro original de 1848 de Gonzalitos, con la dedicatoria del autor, y otro de Las Mil y Una Noches, que le regaló Elvia; una traducción al francés de la poesía de Reyes, un ejemplar antiguo de las Hojas de Hierba de Whitman y El Aleph de Borges, cuya edición facsimilar conserva bajo llave. ¿Esos argumentos le bastan?

-No -aseveró-. Esas pruebas no confirman nada. Si yo estoy soñando, es natural que tú sepas lo que yo sé. Mis datos biográficos y los libros de entonces son muy antiguos.

La objeción era sensata. Indagué:

-Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno pensará que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra única oportunidad, mientras tanto, es intentar la plenitud, pensando en el Arquitecto que nos puso en el mismo lugar en dos tiempos diferentes. ¿Habrá una falla en Su Orden Eterno?

-Puede ser- admitió pensativo.

Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí una ecuanimidad que ciertamente no sentía:

-Me levanté por la madrugada con dolor en el vientre, vomité y obré suelto. Esas medicinas para el vómito creo que me cayeron mal. ¿No quiere saber algo de mi vida, que viene siendo su pasado remoto?

Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:

-Mamá sigue siendo tan luchadora como siempre. Acabamos de resentir la delincuencia, pues le robaron su camioneta; pero ella insiste al optimismo como la mejor opción. Papá no deja de madrear al gobierno y la política. Ayer mismo dijo que el mejor alcalde para Monterrey sería el payaso Brozo, para continuar la comedia local. Chayito ya se quiere casar con Gerardo, y Lalo piensa en mudarse al otro lado por el trabajo. A nuestro abuelo Lenchito cada vez lo afecta más la demencia: sus pesadillas con arañas gigantes y monos cabezones son más frecuentes, pero le hemos controlado últimamente el que ande malbaratando sus cosas. Abuela Chonita sigue feliz y terriblemente amorosa, como siempre. Por cierto, ¿cómo están en casa?

-Bien. Nuestros padres felices en Monterrey, en un barrio con un parque rodeado de árboles; Lenchito y Chonita murieron hace tiempo; tuvieron una muerte tan tranquila que apenas nos afectó. Antes de partir, sus despedidas fueron plenas. Con los años me sigo sorprendiendo de las bondades de la vida austera. Chayito, tu hermana, se casó y divorció, pero luego encontró la felicidad nuevamente. Lalo es ya abuelo, y seguimos en contacto a pesar de la distancia.

Parpadeó y balbuceó:

-¿Y tú?

-Salvo por esta mañana en que me ha tumbado la enfermedad, he tenido un buen inicio de semestre. Estoy a punto de terminar la carrera: Olga y yo ya cumplimos un año de novios, y eso me tiene feliz. La rotación por oftalmología terminó por convencerme, pero es algo que usted ya sabe. El fin de semana salimos con Memo y Katia a bailar, y me dio mucho gusto salir con ellos. La carrera no me ha dejado salir tanto todos estos años, pero ya viene la recompensa. Pienso hacer mi servicio social dando clases de Historia, pero eso depende del doctor Hernán. Él me estimula a seguir escribiendo poesía, e incluso me anima a entrar a un concurso.

Me agradó que no me preguntara por Memo: quizá eso significaba que seguíamos siendo amigos. Tampoco preguntó por Olga, ni sobre los resultados de los certámenes literarios. Meneó un poco la cabeza de lado, sopesando dos afirmaciones válidas, cuando le pregunté:

-¿Cómo es el futuro?

-La sociedad evolucionó, se comunica más y el tema de la revolución informática ya es un lugar común. Existen trajes para que un individuo pueda volar. La realidad de Ícaro. Los trenes, tactones, las copteras y otras aeronaves son veloces, pero siguen inseguros. Además, la genética cumplió la promesa de los clones: ahora son minoría racial, y enfrentan la eterna discriminación como cuando los negros. Ya se trasplantan ojos y ciertas regiones cerebrales, pero el dilema ético persiste, pues contra todos los pronósticos, la bioética no ha puesto de acuerdo a los científicos. En cuanto a la realidad mexicana, el norte del país es ahora el eje y Monterrey la capital estratégica: se volvió frío, abrumadoramente tecnológico y su industria se multiplicó exponencialmente, gracias al acuerdo de 2022. La Ciudad de México ahora se recupera de otro temblor, pero de menor intensidad que el del siglo pasado, y su rescate es intelectual, histórico, casi arqueológico. Hubo otra guerra, no tan lejana como Irak, pues llegó a América Latina. A México le benefició, y ahora goza de mucha vida, como si despertara de un largo sueño. No me sorprendería que este año ganen el Nobel todos nuestros candidatos.

Las imágenes de Estocolmo, Irak, el temblor del ochenta y seis y Monterrey me sofocaron un momento. Eso, o el miedo a las revelaciones de lo imposible. Yo, el menor de tres hermanos, sentí por ese señor, más íntimo que un padre, una oleada de reverencia por sus desconocidas sendas, más que por sus canas. Vi que traía dos libros en un bolsillo de su bata. Le pregunté cuáles eran.

-Los demonios, de Dostoievski –me replicó mostrándomelo. Noté que estaba en ruso.- El otro es un libro de cuentos de un autor... que no debes ver aún.

-¿Aprenderé otro idioma además del ruso?

No bien lo dije, sentí que la pregunta era una intromisión más allá de lo que debía saber. O de lo que se quisiera saber. Le regresé el volumen, que guardó en su bata y apuntó:

-Los diferentes idiomas son distintas maneras de ver la vida. Además del español y el inglés, estudiarás la realidad mediante otros lenguajes que descubrirás a su hora. ¿Ya iniciaste el italiano, o aún no?

Asentí, pero su pregunta inocente me aterró por las posibilidades que me ofrecía si, con un cándido ingenio, intentábamos sacarnos sopa. Era como si me pudiera evitar las malas decisiones y, con ello, el sufrimiento. Después de unos segundos en los que me perdí, lo descubrí mirándome con curiosidad, como si nuestros pensamientos estuvieran conectados, pues apenas lo sospeché me miró agudamente, y sugirió:

-¿Qué no me hablas de lo que has estado escribiendo?

Le contesté que preparaba un libro de poemas que se titularía Poesía del tamarindo. También pensé en Ritmos del tamarindo.

-¿Porqué no? –me dijo-. Puedes argumentar el denso sabor de nuestra fruta, aún desconocida acá en Europa.

Su comentario me llevó a muchos años después, viviendo y ejerciendo la medicina en Barcelona. Le comenté que no era mi intención promover la flora y fauna mexicana, pero sí la hermandad: el poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a los sufrimientos contemporáneos de la humanidad.

Se quedó pensando y me preguntó si realmente me sentía hermano de todos los hombres. Por ejemplo, de todos los sacerdotes católicos, de todos los mercadólogos de las empresas tabacaleras, de todos los golfistas, de todos los secuestradores a sueldo, de los políticos, de los clones. Le contesté que toda persona dotada de razón podía cantar un himno a la vida, se trate de esclavos o subdesarrollados.

-Tu masa de esclavos y subdesarrollados –me contestó- no es más que una abstracción. Sólo los individuales existen, si en dado caso existe alguien. El hombre de ayer sigue siendo el hombre de hoy y, aunque no son el mismo, la especie no se ha corrompido ni ha involucionado, como apuntaban los fatalistas. Tú y yo, en este Hospital de Monterrey o Barcelona, tal vez somos la prueba.

Salvo en los terribles días de la Historia, los hechos memorables necesitan de frases en el mismo tono. Con una apendicitis en evolución, mi delirio me llevó a Sócrates, a Harry Potter, a Lucano: quise incrustar, discutir sus frases en el diálogo con mi Yo del futuro, pero no pude. Nuestra situación era única. Hablamos fatalmente de letras; mi alter ego creía inventar nuevas metáforas, resueltas en la disección analítica de pares de elementos de la realidad: el viento y el amor, el hambre y el retiro, el dolor en la vista. Mientras le exponía mis reflexiones, el otro me miraba con ternura. Me preguntó:

-Si tú eres yo, ¿cómo he podido olvidar este encuentro con un señor de edad que, en 2005, dijo también ser Juan Luis?

No había pensado en esa dificultad. Mascullé:

-Tal vez ésta discusión me reveló cosas que fue mejor negar inconscientemente.

Aventuró una teoría más elaborada. Dijo, más para sí que para compartírmela, que quizás el encuentro se dio en el sueño de la anestesia o aún en el estado postoperatorio de mi apendicectomía, y que por ello lo había olvidado. Me disgustaron ambos infortunios: comprobar que esa mañana terminaría en el quirófano y su incredulidad, así que le sugerí:

-Puedo probarle que esto ni es sueño, ni es delirio postoperatorio. La panza me duele, de veras. Comparto su zozobra, pero ni su discurso ha sido apocalíptico, ni he escuchado cosas que no quiero. Además, usted sabe todo de mí, y así es difícil la improvisación.

Suspiró. Bajo nuestra conversación de personas de misceláneos momentos y gustos opuestos comprendimos que era imposible la comunión. Éramos muy diferentes, pero también demasiado parecidos. La atmósfera no colaboraba con la empatía, pues aunque ambos estábamos en nuestro hábitat, a mí me tocó ser el paciente, papel que no sé representar bien. El otro tampoco hallaba como dominarse.

De pronto lo asaltó una idea.

-Vamos a ver –me dijo-. ¿Tienes una moneda?

Le respondí que no, pero le mostré lo único que me dejaron: el celular. Cuando lo tomó murmuró “mi celular” con una voz lejana, dándole vueltas al aparato, abriéndolo y colocándolo como para hablar. Me extrañó su actitud y le pregunté si en el futuro ya no había celulares.

-Ahora tenemos –dijo mientras me regresaba el aparato- unos artefactos de funciones similares que, de algún modo, están conectados a nuestro cuerpo. Por desgracia no he traído el mío para mostrártelo, pero son como conchas que se adhieren a la queratina de las mejillas.

Habíamos regresado a las profecías. A ninguno le apetecía cambiar el rumbo de la historia, a pesar de nuestra atracción compartida por la innovación. Luego del dilema tecnológico, miró su reloj: una pulsera casi invisible.

-Tengo que pasar visita –me dijo-; en media hora vengo a ver cómo sigues, ¿vale?

-Sí doctor –dije espontáneamente, reparando en lo absurdo de esperar mi propia visita.

Se alejó rumbo a la estación central de enfermería. Habló con una enfermera que me observó, asintió a sus indicaciones, y me saludó desde lejos. Yo levanté la mano y otro cólico me hizo cerrar los ojos. Cuando los abrí, ya no estaba en la sala de urgencias.

He cavilado un poco sobre esto y resolví escribirlo así, como un cuento. Creo haber descubierto la clave: el encuentro fue real. En el futuro me encontraré con un joven que dirá ser yo mismo. Yo le creeré, pero lo haré por haber encontrado, en mi juventud, a un doctor grande que estaba seguro que era yo mismo de viejo. Conversé con él hace tres años, pero nunca sabré si fue durante la vigilia o el sueño. Lo que sí sé es que no me han operado nunca.



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