ESPACIO Y CIUDAD
ORIGINADO A PARTIR DF UN FNUUFNTRO, ya antiguo, en Heidelberg con el filósofo Hans Georg Gadamer y algunos arquitectos, este texto propone tres pequeños caminos de investigación en lo que concierne al espacio urbano, tres divagaciones que permiten cruzar y confrontar, desde Grecia, ayer y hoy. En primer lugar, pequeñas historias personales sobre cómo surgió en mi espíritu la cuestión de la arquitectura y del urbanismo. Luego, naturalmente, un rodeo por la Grecia antigua para plantear el problema de los vínculos entre poder político, espacio social y urbanismo: cómo van a converger, a partir del siglo VII a. C., organización social, conocimiento intelectual, matemática, arquitectura y urbanismo. Flnalmente, apoyándome nuevamente en Grecia, una consulta a filósofos y urbanistas para saber si existen, en este mundo que ha cambiado totalmente, algunas constantes. Comencemos, pues, por las pequeñas historias personales. Estábamos en 1935; yo era más joven, o debería decir menos viejo; había partido para recorrer Grecia a pie y había vagabundeado mucho. Desde Corfú, donde me encontraba con mi hermano y un amigo, tomamos un barco hasta el pequeño puerto albanés de Sarandé que está enfrente y, desde allí, nos remontamos en dirección al lago Scutarl a través de toda Albania. Hacíamos el viaje a pie, aprovechando a veces algún camión que nos embarcaba. En la ruta encontramos a hombres montados sobre sus asnos, seguidos por mujeres que llevaban sobre la espalda todo aquello que se consideraba demasiado pesado o demasiado vulgar para ser transportado, como los hombres, sobre una montura. Cruzamos casas, aldeas (quizá cristianas) en lo alto de una colina, rodeadas de muros defensivos; esas construcciones se in132
tcgraban al paisaje, ya que estaban construidas con los mismos materiales que él, tierra y madera: hábitats más que edificios. El hombre de los tiempos más remotos encontró refugios, cavernas o abrigos, para protegerse. Era todavía un poco eso. Yo estaba fascinado y sorprendido a la vez por lo que ese hábitat conservaba de primitivo. Alcanzamos el lago Scutari, lo atravesamos, descendimos por las bocas de Kotor, y arribamos a Dubrovnik. Dubrovnik, un momento de felicidad, como si, al atravesar una frontera, uno se reencontrara consigo mismo: casas, construcciones, piedra, cierta cosa pensada al mismo tiempo que construida: una ciudad que implica una forma de cultura donde el tiempo ha sido dominado. Uno pasea y, en las formas del presente, encuentra el pasado: historia, organización social, cálculo y estética al mismo tiempo. Permanecimos allí quince días y tomamos un barco que remontó la costa adriática hasta Venecia, adonde yo jamás había ido. Una maravilla. Di un paso más en esa especie de peregrinaje hacia la esencia del urbanismo y de la arquitectura. ¿Por qué? Porque tanto Dubrovnik como las viejas ciudades que conocía estaban construidas sobre un terreno y adaptadas a él, amoldadas obligatoriamente al relieve, teniendo en cuenta la materialidad del suelo sobre el que se edifica; hay colinas barrancos, calles que ascienden y descienden, grandes ríos cuyas riberas se deben seguir. En Venecia, la impresión —ilusión seguramente, pero que se impone— es que esta ciudad no descansa sobre nada, que no hay terreno al cual deba adosarse y adaptarse, como si concretara un proyecto puramente imaginario. Venecia parece descansar sobre el agua de la laguna; sus bloques de piedra con todo el peso del pasado, sus palacios, sus iglesias, los muelles, los pasadizos, las plazas, las escaleras, todo eso se erige como un maravilloso decorado puesto directamente sobre el mar para alzarse entre el agua y el cielo, esas dos extensiones sin límites, sin otra frontera que esa línea en el horizonte donde se encuentran. La felIcidad de ese espectáculo proviene de que las certezas más estables, las categorías mejor aseguradas se presentan allí basculantes, invertidas. El basamento material, el anclaje en la naturaleza, es el agua y el cielo, la fluidez líquida y el espacio aéreo, es decir, lo que señala lo inconsistente, lo inasible, la no forma, el sueño. Y es el sueño humano del arquitecto que construyó la ciudad que, encarnándose en la piedra dura, en la consistencia y la perennidad de los edificios, toma la forma de una realidad sustancial. Al término de este peregrinaje en medio de los años treinta (tenía entonces 20 años), descubro una idealidad urbana en el sentido en que los historiadores de las matemáticas dicen de los griegos, que, junto a los sabios chinos, indios y babilónicos, inventaron la idea del número y del espacio; es decir que no van a discutir sobre cosas reales, sobre las figuras que traza la mano, el punto, la línea, la superficie, sino sobre números y extensión. Delante de Venecia, comprendo de golpe que la ciudad, como la pintura, también es una cosa mental. Salteo un buen número de años para encontrarme de nuevo en la época en que trabajaba sobre Grecia. Mi investigación, en ese momento, se enfocaba en un hombre como Hipodarno de Mileto, porque es uno de los mejores ejemplos de la conjunción entre pensamiento matemático y pensamiento político: escribe tratados políticos y redacta también libros de astronomía. Meteorólogo y urbanista, modifica en el sentido de la más grande racionalidad los planos a los que debe obedecer la construcción de las ciudades, haciendo de esa manera una contribución esencial a lo que puede denominarse geometriza ción del espacio urbano. Hacia el segundo milenio antes de nuestra era aparecieron, junto al establecimiento de grupos humanos sedentarios, las revoluciones palaciegas. Es la era de los grandes palacios cretenses, con su compleja reunión de salas, de patios interiores, de muros soberbiamente decorados, de técnicas sofisticadas para asegurar la aireación y la luz en el interior de esas habitaciones. Esos edificios se abren, por lo general, directamente sobre el campo. Están separados y al mismo nivel de los hábitats exteriores. En el siglo xiv, los palacios micénicos son otra cosa. Están construidos como fortaleza que dominan las planicies por debajo de ellos. La monumentalidad de la residencia real, la magnificencia de las tumbas, en contraste con las casas de los campesinos, proclaman la eminente dignidad del poder soberano. El edificio no responde solamente a las funciones que el monarca debe ejercer. Es como el aspecto visible de la soberanía; la manifiesta a los ojos de todos. El palacio es la encarnación del poder en lo que admite de excepcional, de lo que va más allá de la norma humana. Hacia el siglo vro, con el advenimiento de la ciudad-Estado, de la polis, todo cambia. El espacio urbano no gravita más en torno de una ciudadela real que lo domina; ahora se centra en el ágora, que, incluso más que el mercado donde se intercambian los productos, es por excelencia el lugar donde circula libremente la palabra entre iguales. El milagro griego (que no es sólo uno): un grupo humano se propone despersonalizar el poder soberano, ponerlo en una situación tal que nadie pueda ejercerlo solo, a su antojo. Y para que no sea posible apropiarse del poder, se lo “sitúa en el centro”. ¿Por qué? Porque, para una comunidad de individuos donde todos, como ciudadanos de una misma ciudad, se consideran “semejantes” e “iguales” en el plano político, el centro representa, a equidistancia de cada uno, un espacio común a todos, no apropiable, público, abierto a los ojos de todos, socialmente controlado, donde la opinión de cualquiera, libremente expresada mediante la palabra en el curso de un debate general, es puesta a disposición de todos. Depositar el krntoq, el poder de la dominación, en ese lugar pensado como central, del que todos los miembros de la ciudad están a la misma distancia, no es sólo despersonalizarlo, sino neutralizarlo, desacralizarlo de alguna manera para hacer de él el envite de una discusión abierta, de una aproximación crítica, de una reflexión inteligente. De ese modo surge lo político: una comunidad desea regular ella misma, soberanamente ya que lo hace sin soberano, mediante la discusión pública argumentada, todas las cuestiones de interés general. Esto implica que, al lado de lo “común”, lo ‘público”, van a estar los asuntos privados. Cada casa es una casa individual, propia. Para los arquitectos, eso significa muchas cosas. Un solo ejemplo: según las excavaciones que han podido hacerse en Siciha, en Megara Hyblaea, cuando los fundadores de la colonia llegan de Grecia, a partir del siglo vii, desembarcan sobre un terreno virgen de todo habitante anterior, sin vestigios. No hay nada, todo está por hacerse; ellos sólo tienen planos. Van entonces a proyectar sobre el territorio la concepción del espacio y de la ciudad que tienen en su cabeza, van a realizar experimentos, y lo primero que hacen es determinar dónde no se podrá construir. Reservan un espacio en el que está prohibido establecer su casa, y ése es el espacio, precisamente en el centro, donde se prevé colocar todo lo que es público y común. Esos colonos arriban entonces con la idea de que, en materia de arquitectura y de urbanismo, debe haber allí algo común, y que una ciudad debe reflejar en su estructura esa geometría, ese espacio organizado, que es, al mismo tiempo, un espacio político. Habrá un ágora, pero también emplazamientos para los templos, para el gimnasio, para el estadio, y un poco más tarde también para el teatro y las termas. He aquí el asunto... Se ve así cómo en un momento dado, en la historia de la humanidad, lo político ha llegado a confluir con ese carácter intelectual y estético del trabajo de la arquitectura. Esto evoluciona aún más, pero pasemos sobre los cambios ulteriores, todo lo que va a ocurrir en la época helenística, bajo el Imperio Romano, con el cristianismo, seguramente, y hoy. Quiero, sobre todo, abordar un punto con el cual voy a la última página de este texto. Los griegos, dentro de las concepciones más antiguas que tienen del espacio, para pensarlo, y para pensarlo de manera mítica y religiosa, recurrieron a dos divinidades: Hestia, por un lado; Hermes, por el otro. Estas divinidades, aunque no son parientes ni están relacionadas de ninguna manera, forman una pareja: se las ve juntas, muchas veces, sobre los frisos, y los himnos destinados a Hestia, por ejenipIo, terminan diciendo: “y junto a ti, Hestia, celebro a Hermes”. Hestia es el hogar doméstico, es el fuego doméstico, y sabemos muy bien lo que eso significa: es un fuego que arraiga cada casa en el suelo y que, al hacerlo, al mismo tiempo la comunica con el cielo, ya que en la parte alta del hogar hay un hueco por donde pasa el humo y, cuando se hace un sacrificio en el altar doméstico, el humo asciende directamente hasta el dios al que se destina el sacrificio. Por lo tanto, arraigamiento en el suelo, unión con el cielo. Todo esto circunscribe un espacio, el de la casa, el de la familia, que se distingue de todos los demás; este espacio se cierra sobre sí mismo. Naturalmente, Hestia está unida a ese pequeño buen hombre, absolutamente jocoso, extravagante, mentiroso, ladrón, que es Hermes. Él es el movimiento en su estado puro, él es quien indica siempre lo que puede suceder, en cualquier circunstancia, de un punto al otro. Hermes penetra las murallas, se mofa de las cerraduras, une el cielo y la tierra, visita a los muertos; es él quien cuida de los matrimonios y quien hace que los sexos opuestos se encuentren; es el ser de los atajos, de la comunicación, del contacto. Por supuesto, si Hestia representa el hogar doméstico, el lugar privado, Hermes cuidará del espacio público, y se hallará en el ágora; es un dios del ágora, un dios del comercio. Hermes está en el estadio, en cuya entrada se encuentran sus estatuas. Sin embargo, los griegos no serían griegos si no hubieran comprendido algo de lo que H. G. Gadamer decía: es que, en general, en los asuntos humanos no hay un bien completamente opuesto a un mal. El gran problema en la política y, creo, en la arquitectura es encontrar algo de lo que Gadamer también ha hablado: los compuestos, la unión de cosas que son contradictorias. Eso es verdadero en la democracia: en el régimen democrático, se suprime el poder personal y, por consiguiente, cuando hay un problema, relacionado incluso con la arquitectura, es preciso de- batirlo. Para debatirlo se proponen argumentos racionales, pero hay al menos dos campos, dos partidos: se discuten dos discursos opuestos, y después hay una votación a mano alzada, una mayoría y una minoría; entonces, la ciudad se divide. Dicho de otro modo, al suprimir el poder y su violencia gratuita, se crea un sistema en el que la posibilidad de la división y de la violencia está siempre presente. Se podría decir que la invención de la democracia, al mismo tiempo que crea hombres libres y esclavos, muestra que regir una ciudad de manera democrática es, en cierto modo, prever, rechazar e intentar evitar la guerra civil, que está inscrita precisamente en la idea de hacer una ciudad unida. No existe una ciudad unida, armoniosa, donde todo el mundo es igual, sin que esta ciudad no sea capaz de destrozarse en condiciones espantosas. Sucede lo mismo respecto del espacio: los griegos son muy astutos; así, al mismo tiempo que tenían una Hestia para cada casa, muy religiosa, decidieron convertir a la ciudad en lo que denominaron la Hestia koiné, el hogar común, que fue instalado en el ágora. Este hogar, que se puede situar en donde se quiera, y que se puede desplazar, tiene un papel considerable: es allí donde se reunían los pritaneos y es en ese mismo hogar donde se recibía a los embajadores extranjeros. Se puede ver bien cómo, en todo momento, lo de dentro y lo de fuera, el hogar privado y la vida pública, van a encontrarse al mismo tiempo opuestos y asociados. Hoy, los arquitectos tienen problemas de fondo que no son muy diferentes. Si reflexionamos sobre sus proyectos y sus realizaciones, comprobaremos que, algunas veces, al margen de una dimensión utópica —la misma que señalaba a propósito de Venecia—, se obstinan casi siempre en un peligro que conocen bien: una concepción arquitectónica y urbanística que no obedece a ninguna otra lógica que la impuesta por las exigencias técnicas y los intereses económicos dominantes, sin que lo político pueda intervenii a riesgo de terminar en abatimientos espantosos, ciudades inhabitables, viviendas inviables. Pero hay otro problema: ¿cómo se procederá en el futuro? ¿La solución del mañana se encuentra del lado de Hestia? Dicho de otro modo, ¿se trata de construir casas en las que el padre de familia, su mujer y los hijos de todas las edades se reunirán, mientras que el mundo exterior llegará allí por intermedio de Internet o de cualquier otra red, de manera que sus ocupantes, con los pies en las pantuflas, no tendrán que moverse ya que el cosmos entero irá a visitarlos a sus casas? Eso significaría renunciar a lo que ha sido la ciudad tradicionalmente, a eso que, para los hombres de mi edad, debe continuar siendo: un lugar de socialidad. Renunciar al hecho de salir de la casa y que la ciudad sea ese espacio donde hay bares, calles, cruces, plazas, sitios de espectáculos. La verdadera socialidad reside en la ciudad; en el campo, se trata de otra cosa, existe la vecindad. La verdadera socialidad presenta, indisociables, dos aspectos opuestos. Es en la ciudad donde uno se encuentra en todas las esquinas con personas de las que no se sabe ni quiénes son ni de dónde vienen. Pero es también allí donde cada negocio tiene sus clientes, de los que conoce sus gustos y sus hábitos; es allí donde el carnicero, cuando voy a comprar un trozo de vaca loca, me dice: “Entonces, señor Vernant, ¿cómo anda su vejiga?”. Eso es la ciudad, eso es la socialidad. Por lo tanto, ¿cuál es la opción? ¿Cómo hacer que nuestras ciudades del mañana resuelvan ese doble problema que es la estabilidad de los hogares y el movimiento que no cesa de arrastrarnos? ¿Cómo hacer para unir la intimidad de una casa y la socialidad urbana? Los problemas, por cierto, son completamente diferentes de los de Grecia, y, sin embargo, mis dos humildes dioses, en cierto modo, hacen estas preguntas por mi boca.
EN DEMOCRATIE ANCIENNE ET MODERNE, Moses Finley escribe: “Son los griegos, después de todo, quienes descubrieron no sólo la democracia, sino también lo político, el arte de decidir por medio de la discusión y de obedecer esas decisiones como condición necesaria para una existencia social civilizada”.’ El acuerdo de fondo con Finley deja abiertos muchos interrogantes. De fecha, en primer lugar. Si la instauración de la democracia puede ser fácilmente señalada y datada, ¿en qué momento fijar el nacimiento de lo “político”? ¿Se trata de la Grecia de las ciudades de los siglos vn y vi? O incluso antes? Respecto de esto, Henri van Effenterre estima poder discernir un indicio arqueológico (una plaza pública) en el mundo creto-micénico. Antes, y quizá también en otra parte: Marc Abélés, en Le Lieu du polití que, señala su presencia en el suroeste de Etiopía, entre los Ochollo, con plazas públicas, asambleas, formas de ciudadanía. Puede, en efecto, haber allí, en ciertas comunidades humanas, aspectos de lo político. Pero el caso griego es particular porque lo político ha cobrado ahí una forma suficientemente densa, organizada y consciente como para dirigir todo el campo social e imprimirle su sello. Las razones, de orden histórico, son múltiples y se sitúan en diversos planos. Es su convergencia lo que condujo a lo que llamamos polis, la ciudad-Estado. Esta invención de la polis tiene, me parece, una condición previa que no ha sido suficientemente analizada y que considero esencial. Se trata de la manera según la cual, en los comienzos de la ciudad, hacia el siglo vii, los griegos concibieron la soberanía; cómo imaginaron, en función de sus tradiciones, los vínculos en- 1 Moses Fintey, Dérnocra Cie ancienne ci moderne [1973], París, La Découverte, 1983, p. 13.
tre el poder y del orden social, entre el rey y el grupo humano sometido a él. En el Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Émile Benveniste ha notado la diferencia entre la realeza indoeuropea (el rex latino, el raj indio), por una parte, y la realeza griega, por la otra. En la noción indoeuropea de soberanía, el acento está puesto en la función sacra más que en la fuerza guerrera: el rey es menos político que religioso. Su misión no es mandar, ejercer un poder, sino fijar las reglas, determinar lo que está permitido. Él se parece más a un sacerdote que a un jefe. En Grecia, por el contrario, el rey es definido como des potes, aquel cuyo poder es tal que dispone a su antojo de quienes están sometidos a su autoridad. Aristóteles podrá decir que el rey establece con respecto a sus súbditos la misma relación de completa dominación que el jefe de familia ejerce sobre sus hijos o el hombre libre sobre los esclavos de los que es el amo. A estas observaciones de Benveniste, es preciso añadir las de André-Georges Haudricourt, que opone las funciones reales del soberano entre los pueblos “agricultores”, como los antiguos chinos, y los pueblos “pastores”, dedicados esencialmente a la ganadería, como los griegos de la época homérica. Entre los primeros, el mejor rey es aquel que no hace nada: de su persona irradia un orden social en el que cada ser, en el lugar que le corresponde, se desarrolla de manera espontánea, siguiendo su propia naturaleza. La acción rea’ siempre reviste una forma “indirecta y negativa”; ella suprime los obstáculos, despeja el terreno, irriga, no obliga de ninguna manera. La domesticación de los animales lleva a los pastores, por el contrario, a concebir el vínculo del rey con sus súbditos a partir del modelo de dominación ejercido por el pastor sobre los animales de su rebaño. El rey es “pastor de pueblos”, poimén laón, como se formula más de cuarenta veces en la Ilíada y más de diez veces en la Odisea. La soberanía está entonces íntimamente ligada en el espíritu de los antiguos griegos a la idea del kratos, del poder de dominación, de la bíe, la violencia brutal. Dos ejemplos para explicar lo que implica esta concepción. La Teogonía de Hesíodo, en el siglo vn a. C., es un gran poema que cuenta cómo Zeus, promovido a rey de dioses, soberano del mundo, va a establecer un orden cósmico inmutable. Este orden, para existir y subsistir, debe haber sido fundado, instituido, por iniciativa de un monarca resuelto a asegurar su mantenimiento. El poder aparece primero con relación al orden. Si Zeus es rey, es porque él ha sabido domeñar a sus adversarios con la fuerza y los brazos, bíe kai khersí damasas, porque los olímpicos, agrupados detrás de él, resolvieron “arreglar por la fuerza sus conflictos con los Titanes”. El acceso a la soberanía, conquistada gracias a la victoria en la prueba de fuerza, se marca por la presencia permanente, junto al rey Zeus, de dos personajes de origen titánico, los dos hijos de Estigia: ligados a la persona del soberano, ellos no desean para nada abandonar a Zeus y lo escoltan a donde él ponga sus pasos. Su nombre dice muy claramente lo que son: uno se llama Kra tos, Dominación, y el otro Bíe, Violencia brutal. Otro ejemplo. En el Prometeo encadenado de Esquilo, Zeus encarna la soberanía absoluta. Los pertrechos asociados a su supremacía incluyen las trabas, el yugo, los lazos, el freno, el látigo, el aguijón. Zeus reina sin reglas; él tiene lo justo y el orden a su voluntad. Todo ser, divino o humano, recibe en el reparto un lote que lo define y lo limita. Lo que le tocó a Zeus es no caer bajo el golpe de esta necesaria repartición; en lugar de padecerla, él es el único que reparte a cada uno, reinando sobre todos como amo absoluto. Para un grupo humano que comparte esta concepción tan particular, tan positiva del soberano, el problema no será definir lo que funda y consagra el estatus de rey, lo que justifica la sumisión para con él, sino lo que va a permi”neutralizar” el poder supremo que ejerce sobre los otros dioses. Estas modalidades de neutralización son las que conducirán al surgimiento de un plano político. Existen en griego tres términos para decir rey. El primero, ánax, es aquel que designa, entre 1450 y 1200, en el mundo micénico, a la figura que rige desde su palacio, con la ayuda de sus escribas, toda la vida social, económica, guerrera y religiosa de su reino. Ánax es un término absoluto: se es ánax o no se lo es. En la epopeya homérica, en el siglo viii, se ha desdibujado, banalizado. En adelante, es basiléus el término que designa al rey, pero admite un comparativo: se es basiléuteros, más rey que otro y menos que un tercero. Se puede también ser el mayor rey de todos, basiléuta tos, como Agamenón. En el ejército aqueo comprometido en la expedición contra Troya, no hay un soberano único, sino reyes, personajes reales, a la cabeza de sus contingentes. Son independientes y se consideran iguales entre sí. Forman una clase selecta, los áristoi, los mejores, y se definen por su superioridad de valentía en el combate, por su valor guerrero o bien por la calidad eminente de sus opiniones en los consejos. Fuerza de brazos, pero también sabiduría en el discurso, prudencia de lengua. Cuando el ejército, en sus diversos componentes, se reúne en asamblea, ésta forma un círculo y deja en su centro un espacio libre, común a todos, donde cada uno interviene; si alguien es considerado uno de los áristoi, avanza, se sitúa mese agoré, en medio de la asamblea, toma en su mano, a su turno, el skeptron, que reviste ya un carácter colectivo, y expresa lo que siente. En ese meson, espacio común, público, situado bajo la mirada y el control de todos, Aquiles desahoga su corazón y exhibe su pelea con el rey de reyes, con total libertad de lenguaje, y sin inmutarse trata a Agamenón como si fuera la peor escoria. El tercer término, tannos, un poco sinónimo de basiléus, asumirá más tarde los valores negativos de la soberanía, para designar, a partir del siglo y, en el personaje del monarca, a aquel que no conoce límite ni otra regla que el arbitrio de su capricho, dispuesto a llevar a cabo por el poder todos los crímenes; si se le antoja hacerlo, se acostará con su madre, matará a su padre, se comerá a sus propios hijos: su estatus fuera de toda norma lo excluye a su vez de la ciudad y de lo humano. Neutralizar el poder consistirá, para el grupo de los que se consideran iguales (grupo que se ampliará hasta englobar a todos los ciudadanos), en depositar el kratos en el centro, para despersonalizarlo y volverlo común, de manera que todos tengan su parte y que ninguno pueda apropiárselo.
Así lo hizo en Cirene, hacia el 550, Demonacte a quien el oráculo de Delfos le encargó instituir una nueva constitución. Él conserva para el rey Bato dominios y praderas, pero “el resto de lo que poseían los reyes hasta ese momento, lo deposita en el centro para el pueblo (es meson to demo étheke)”.2 También hizo lo mismo Cadmo, en Cos, a comienzos del siglo y: “Él había recibido de su padre una tiranía sólidamente establecida y, por su propia voluntad, sin que nada fastidioso lo amenazara, Sino obedeciendo a un sentimiento de justicia, situó el poder en el centro (es meson ka tethéis ten arkhén) para la gente de Cos”.3 En 522, en Samos, el poder, kratos, estaba en manos de Menandrio. Se lo había transmitido el tirano Polícrates antes de morir. ¿Qué le dijo a sus conciudadanos? “Es a mí, ustedes lo saben, que se me ha confiado el cetro y todo el poder de Polícrates; la ocasión me permite hoy reinar sobre ustedes. Pero evitaré hacer yo mismo lo que le reprocharía a otros. Porque Polícrates no tenía mi consentimiento cuando reinaba como amo sobre hombres que eran semejantes a él (des pozon homoion heontó). Al poner el poder en el centro, proclamo para vosotros la iSoflomía (en meso ten arkhén tithéis isonomíen hymín proagoreuo) y les otorgo la libertad” .‘ Depositar el poder en el centro quiere decir que las decisiones de interés común serán tomadas al término de un debate público en el que cada uno podrá intervenir, y que su ejecución será puesta en práctica por el conjunto de los ciudadanos; cada uno a su turno pasará al centro para ocupar y luego ceder el cargo de las diversas magistraturas, ya que la ley, nomos, y la justicia, dike, sustituyeron a la fuerza del soberano. No hay otro rey que la ley común; nomos basiléus, Esta neutralización del poder supone también que éste pierde su carácter sacro y que los intereses comunes del grupo, los asuntos humanos, son tratados como un dominio relevante, a través del debate, del análisis intelectual, de la experiencia razonada, de la reflexión positiva. Desde comienzos del siglo vi hay testimonio de una forma de pensamiento que pone las controversias y las decisiones políticas en el mismo nivel que la conducta racional. Cuando Atenas, entre 594 y 593, al borde de la guerra civil, confía el arcontado a Solón para que reconcilie a la ciudad consigo misma arbitrando el conflicto, el estadista, considerado también poeta y sabio, explica en sus elegías que ha rehusado conducirse por la fuerza de la tiranía, tyrannidos bíe. Recurrió, en cambio, a la fuerza de la ley, kratei nomon, ajustando la fuerza y la justicia, bíe y dike, una a la otra. Kratos nomou: esta ley, común a todos, conocida por todos, es humana en sí misma y tiene a la vez un valor soberano. Escuchemos, pues, a Solón: El poder de la nieve y del granizo viene de la nube, el trueno proviene del relámpago brillante, pero es por los poderosos [demasiado poderosos] que una ciudad es destruida y es su misma ignorancia la que lleva al demos, al pueblo, a la esclavitud de la monarkhía, del poder de uno solo. Depositar el poder en el centro, ponerlo en común, es también despojarlo del misterio, arrancarlo del secreto para convertirlo en un objeto de pensamiento y de debate público. La palabra politeia se aplicará a los diversos tipos de constitución que deben definirse, agruparse, compararse entre sí, que se pueden también imaginar, rehacer mentalmente elaborando el cuadro de una constitución ideal. Lo político, desde entonces, no se contenta sólo con existir en la práctica institucional: ha llegado a ser “consciente de sí”, confiere a la vida en grupo, a los individuos reunidos en una misma comunidad, su carácter propiamente humano.
El diploma de doctor que la universidad Masaryk me concede hoy representa para mí, desde luego, un honor, al igual que las distinciones análogas que me han sido conferidas en Estados Unidos y en Inglaterra. Pero, viniendo de ustedes, reviste a mis ojos un valor particular. Me hace feliz como si diera a toda una parte de mi vida su recompensa y su justificación. Puesto que la costumbre, en semejante circunstancia, manda que el recipiendario tome la palabra, algunas de mis frases tendrán, con motivo del singular placer que esta distinción me brinda, un tono más personal, más íntimo, que ciertamente no concuerda con esta clase de ceremonia. ¿Por qué este diploma, como si respondiera a mi expectativa, despierta en mí un eco tan bienvenido? Es que siendo francés, y muy viejo, guardo en el corazón el recuerdo de los años treinta, el tiempo de mi juventud y de mis estudios, cuando seguía, horrorizado y con vergüenza, el drama de vuestro país y la cobardía del mío. Los Acuerdos de Múnich, a través de los cuales los entregaron al Tercer Reich con la bendición de ingleses y de franceses, me han marcado para siempre, me han quedado en la garganta. Yo era de los que veían en el abandono de vuestro país el preludio de todas las catástrofes, y sentía ya vuestras desdichas como si fueran también mías. ‘Este discurso fue pronunciado luego de la entrega del título de doctor honoris causa por la Universidad de Masaryk, en Brno (República Checa), el 3 de octubre de 1998.
Cuando las tropas alemanas, con las banderas nazis al viento, desfilaron en París en los Champs-Élysées, en 1940, volví a ver como en sobreimpresión las imágenes, difundidas no hacía mucho en los noticiarios cinematográficos, de las mismas tropas entrando en Praga entre dos hileras de espectadores abatidos. En la guerra, los combates de la Resistencia, la Liberación, ciertamente, era siempre mi país el que estaba en juego; pero estaba también el vuestro, al que no socorrimos cuando todavía estábamos a tiempo. Como muchos intelectuales antifascistas de mi generación, yo era comunista después de la guerra. Esperaba, imaginaba que iba a prosperar en el este de Europa, especialmente en Checoslovaquia, un Estado obrero democrático. Lo que pasó entre ustedes, los dramas que ustedes han vivido jugaron un papel decisivo en mi ruptura con el Partido Comunista francés. Ellos me dejaron durante largo tiempo el gusto amargo de la decepción y del remordimiento. Luego del fracaso de la “primavera de Praga”, cuando, para ahogar todo pensamiento libre, se puso en su lugar el pesado encubrimiento de la estupidez, del fanatismo, de la represión policial, desde que pareció posible ayudar a los intelectuales amordazados y perseguidos, romper su aislamiento manifestando nuestra total solidaridad con nuestra presencia junto a ellos, intervine en esa oportunidad, quizá con el sentimiento de redimir las faltas que pude haber cometido al respecto en otro tiempo. Con Jacques Derrida, fundamos la asociación francesa Jan-Hus, que aún hoy presido. Fui el primer francés en ir a Praga, en abril o mayo de 1981, para participar en seminarios que tenían lugar allí de manera más o menos clandestina. Era primavera; fui alojado en una vieja mansión, en la calle Vsehrdova en Mala Strana, destinada a los deportistas que visitaban la capital. Durante la mañana paseaba, y por la tarde un amigo venía a buscarme para llevarme al lugar donde me esperaban. Praga estaba en todo el esplendor de su belleza, plena de sol, de flores, de lilas. El contraste entre la claridad luminosa del ambiente y el sofocante clima del régimen policial era sorprendente. Fue uno de los momentos de mi vida en que me sentí libre y feliz.
Ignoro si, en mis declaraciones, aporté a mis interlocutores lo que tenían derecho a esperar; lo que sé, por el contrario, es lo que me dieron ellos con su contacto; la evidencia irrecusable me golpeaba. El verdadero coraje, en el interior de uno mismo, es no ceder, no doblegarse, no renunciar. Ser el grano de arena que las máquinas más pesadas, que rompen todo a su paso, no logran quebrar. Volví otra vez a Praga en condiciones análogas. Y hoy, cuando esas condiciones felizmente han cambiado, percibo con más claridad de dónde procedían esos sentimientos de paz y de alegría que experimentaba cuando mis estadías no transcurrían sin algún peligro. Estudié la Grecia antigua durante más de medio siglo: su religión, su literatura, sus instituciones, sus artes plásticas, sus ciencias, su filosofía. Intenté, para comprenderla mejor, convertirme en griego por dentro, en mi manera de pensar y en mi forma de sentir. ¿Qué lecciones he deducido de esto? En primer lugar, la exigencia de una total libertad de espíritu: ninguna prohibición, ningún dogma deben obstaculizar en ningún dominio una investigación crítica, una investigación sin a priori. Luego, que el carácter humano del hombre está ligado a su estatus de ciudadano, a su participación activa en una comunidad de iguales donde nadie pueda ejercer su poder de dominación sobre los otros. Finalmente, que este mundo, del que formamos parte, es bello, que nos des- borda y sobrepasa infinitamente, que puede destruirnos pero que debemos aceptar de él con gratitud, como un don, todas las ocasiones que nos ofrece de descubrir lo que oculta de maravilloso, sus luces junto a sus sombras y sus noches. Aquí, en Brno, tengo un sueño, ciertamente ilusorio: que mis investigaciones eruditas sobre la Antigüedad y mis compromisos apasionados en los combates actuales vuelven a juntarse, que coinciden porque ellos revelan una misma confianza en ciertos valores.
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