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Hacia una geografía históricaCarl O. Sauer Discurso a la Asociación Norteamericana de Geógrafos. Baton Rouge, Louisiana. Diciembre de 1940. www.colorado.edu/geography Traducción y presentación de Guillermo Castro H.
DisculpasEstas observaciones se refieren a la naturaleza de la geografía histórica, y a algunos de sus problemas. En principio, debería ofrecerles datos y conclusiones provenientes de mi propio trabajo sobre México. Sin embargo, pensándolo mejor he optado por hace lo que tantas veces se ha hecho antes en presencia de esta Asamblea: presentar de uno u otro modo una confesión de la fe que ha venido animando la labor realizada. Es obvio que quienes nos consideramos geógrafos no nos entendemos muy bien entre nosotros hoy en día. Más que una base intelectual común, no vincula un sentimiento fraternal de mutua pertenencia en torno al cual nos reunimos en cómoda libertad. Difícilmente podemos decir que nos proporcionamos unos a otros nuestro principal estímulo intelectual, o que esperamos con impaciencia los resultados de la investigación de nuestros colegas como algo necesario para nuestra propia labor. Tenemos opiniones muy diversas acerca de los campos de que nos ocupamos. Mientras permanezcamos en tal condición de incertidumbre sobre nuestros principales objetivos y problemas, será necesario hacer cada cierto tiempo el intento de orientarnos a nosotros mismo a lo largo de un camino común. Una retrospectiva (norte) americanaEsto no será otro intento de referencia a la geografía en su conjunto, sino una protesta contra el desdén de que es objeto la geografía histórica. Durante casi cuarenta años de existencia de esta Asociación, tan solo dos discursos presidenciales se han ocupado de la geografía histórica: uno de Ellen Sample, y otro de Almon Perkins. Una peculiaridad de nuestra tradición geográfica norteamericana ha consistido en su falta de interés en los procesos y secuencias históricas, al punto incluso del abierto rechazo. Una segunda peculiaridad de la geografía norteamericana ha sido el intento de ceder a otras disciplinas los campos de la geografía física. El reciente estudio metodológico de Hartshorne ofrece una interesante ilustración de estas dos actitudes. Aunque se apoya mucho en Hetner, no considera el hecho de que las contribuciones de éste al conocimiento han ocurrido sobre todo en el campo de la geografía física. Tampoco sigue a Hetner en su principal postura metodológica, según la cual la geografía, en todas sus ramas, debe ser una ciencia genética, esto es, debe ocuparse de orígenes y procesos. Los discípulos de Hetner han hecho muchas de las más importantes contribuciones a la geografía histórica en años recientes. Hartshorne, sin embargo, enfila su dialéctica contra la geografía histórica, ofreciéndole tolerancia únicamente en los márgenes externos del tema. He citado esta posición porque es la más reciente y, según creo, el mejor planteamiento de un punto de vista muy generalizado en este país, tanto los hechos como en las omisiones. Quizás en el futuro los años transcurridos entre La Geografía como Ecología Humana, de Barrow, y el último resumen de Hartshorne serán recordados como los de una Gran Retirada. Esta retracción de las líneas se inició al separar a la geografía de la geología. La geografía, por supuesto, debe su origen académico en este país al interés de los geólogos. En parte para ganar independencia administrativa en las universidades y colegios, los geógrafos empezaron a buscar intereses que los geólogos no podían aspirar a compartir. En el curso de este proceso, la geografía norteamericana dejó gradualmente de formar parte de las Ciencias de la Tierra. Muchos geógrafos han renunciado por completo a la geografía física, no solo como tema de investigación, sino como objeto de enseñanza. A esto siguió el intento de crear una ciencia natural del ambiente humano, una relación que fue gradualmente ablandada con el paso del término “control” a los de “influencia”, “adaptación” o “ajuste”, y finalmente al menos litúrgico de “respuesta”. Las dificultades metodológicas en la búsqueda de esa relación condujeron a una restricción aun mayor, a una descripción no genética del contenido humano de áreas, llamada a veces corografía, en la aparente esperanza de que de algún modo tales estudios agregarían algo al conocimiento sistémico. Este esbozo de nuestra generación, en sus motivos dominantes, está simplificado pero no distorsionado, espero. A lo largo de este tiempo, el deseo ha sido el de limitar el campo con el propósito de asegurar su control. Ha existido tal sentimiento de que éramos demasiado pocos y demasiado débiles para llevar a cabo todas las cosas que habían sido hechas en nombre de la geografía, y de que una restricción suficiente significaría un mejor trabajo, y nos liberaría de las disputas por invasiones. En cualquier dirección que haya escogido, el geógrafo norteamericano no ha podido encontrar el campo indisputado en el que sólo haya lugar para geógrafos profesionales calificados. Los sociólogos han venido invadiendo todos los recintos de la ecología humana. Odum y sus asociados de Carolina del Norte han venido explorando con éxito las connotaciones de los conceptos de región y regionalismo. La geografía económica ha sido abordada desde nuevos ángulos por economistas como Zimmerman y McCarty. La planificación del uso del suelo, ciertamente, no puede ser reclamada como una disciplina del geógrafo, ni como una disciplina en ningún otro sentido, pues resulta obvio que debe ser proyectada ante todo a partir de una teoría específica del Estado. Esto años de nomadismo no nos han llevado al refugio deseado. No encontraremos nuestro hogar intelectual en este tipo de movimientos que nos aleja de nuestro patrimonio. La geografía norteamericana de hoy es esencialmente un producto nativo; es cultivada de manera predominante en el Medio Oeste y, en su desatención al análisis serio de procesos culturales o históricos, refleja con claridad sus antecedentes. En el Medio Oeste, las diferencias culturales de origen se desvanecen con rapidez en el proceso de forjar una civilización basada en una gran abundancia de recursos naturales. Quizás en ninguna otra parte, ni en ningún otro tiempo, ha tomado forma una gran civilización con tanta rapidez, y de manera tan sencilla y directa, a partir de la fertilidad de la tierra y de las riquezas del subsuelo. Según parece, aquí, como en ningún otro lugar, la lógica formal de costos y beneficios dominó un mundo económico en expansión racionalizada y sostenida. El crecimiento de la geografía norteamericana ocurrió en importante medida en una época en que parecía razonable llegar a la conclusión de que en toda situación de ambiente natural existía expresión de uso, ajuste o respuesta superior a cualquier otra. ¿No fue acaso el Cinturón Cerealero la expresión lógica del suelo y el clima de las llanuras? ¿No muestra acaso Chicago, su capital, en el carácter y la energía de su crecimiento el destino manifiesto inherente a su posición en el extremo Sur del lago Michigan, hacia el límite Este de las llanuras? El verde mar de cereales que desplazó a las hierbas nativas de las llanuras, ¿no representa acaso el aprovechamiento ideal del mejor uso económico de un lugar, al igual que la distorsión de las líneas de comunicación, para llevarlas a converger en el centro dinámico de Chicago? Aquí, el crecimiento de centros de industria pesada en los puntos de más económica convergencia de materias primas fue una demostración cuasi matemática de la función de toneladas / millas, expresada de modo convencional en términos de estructuras de tarifas de carga. De este modo, en el sencillo dinamismo del Medio Oeste a principios del siglo XX, el complejo cálculo de crecimiento o pérdida históricos no parecía ser realmente importante o verdadero. Ante un ajuste tan “racional” entre actividades y recursos, ¿era en verdad una actitud realista la de decir que cualquier sistema económico no era más que el conjunto en equilibrio temporal de opciones y costumbres correspondientes a un grupo particular? Parece que, en este breve momento de plácida plenitud, debe haber una estricta lógica de relación entre lugar y satisfacción, algo que se aproxime a la validez de un orden natural. ¿Recuerdan ustedes: los estudios que vinculan el uso de la tierra con sumas numéricas que expresaban el ambiente natural, que relacionaban la intensidad de la producción con la distancia al mercado, que planificaban el “mejor” uso futuro de la tierra y la distribución más “deseable” de la población? Actores en las escenas finales de una obra que había comenzado a principios del siglo XIX, no estaban realmente conscientes de que formaban parte de un gran drama histórico. Llegaron a pensar que la geografía humana y la historia eran en realidad campos muy diferentes, y no abordajes distintos de un mismo problema: el del crecimiento y el cambio cultural. Para los que no siguieron esta tendencia, los últimos veinte años de la geografía norteamericana no han sido muy alentadores. Quienes concentraron su labor en los campos de la geografía física a menudo se sintieron apenas tolerados. Ha sido especialmente deprimente la tendencia a subordinar la admisibilidad de un trabajo a su capacidad para satisfacer o no una definición estrecha de la geografía, antes que a la calidad, la originalidad o el significado de la investigación realizada. Cuando un tema es definido por el deslinde de sus límites y no por el interés que genera, resulta muy probable que se encamine a la extinción. Este camino conduce a la muerte del aprendizaje. Tan persistente ha sido la enfermedad de la geografía académica norteamericana, que la pedantería – que es la lógica combinada con la falta de curiosidad – ha intentado expulsar de su campo a los trabajadores que no se han ajustado a las definiciones prevalentes. Las materias de que se ocupa serán determinadas para el descubrimiento y la organización. Solo si llegamos al día en que podamos reunirnos hasta el anochecer comparando nuestros hallazgos y discutiendo todas sus implicaciones, nos habremos recuperado del pernicioso estado de anemia del “pero, ¿acaso – esto – es – geografía?”. |