Para que el cultivo de la historia de la ciencia ad­quiera cabal sentido y rinda todos los frutos que promete, se impone el examen de ciertas coyun­turas




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Newton, Stahl, Boerhaave et la doctrine chimique (París, 1930), pp. 34-68.

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mósfera, etc.—, esos criterios aproximados tenían pocas aplicaciones. Guiados por su paradigma, la mayoría de los químicos consideraban a todos esos casos intermedios como químicos, debido a que los procesos de que consistían estaban todos ellos gobernados por fuerzas del mismo tipo. La sal en el agua o el oxígeno en el nitrógeno era un ejemplo de combinación química tan apropia­do como la producida mediante la oxidación del cobre. Los argumentos en pro de la considera­ción de las soluciones como compuestos eran muy poderosos. La teoría misma de la afinidad estaba bien asentada. Además, la formación de un compuesto explicaba la homogeneidad obser­vada en una solución. Por ejemplo, si el oxígeno y el nitrógeno estuvieran sólo mezclados y no combinados en la atmósfera, entonces el gas más pesado, el oxígeno, se depositaría en el fondo. Dalton, que consideró que la atmósfera era una mezcla, no fue capaz nunca de explicar satisfac­toriamente por qué el oxígeno no se depositaba en el fondo. La asimilación de su teoría atómica creó, eventualmente, una anomalía en donde no había existido antes.21

Nos sentimos tentados a decir que los quími­cos que consideraban a las soluciones como com­puestos se diferenciaban de sus sucesores sólo en una cuestión de definición. En cierto sentido, es posible que ése haya sido el caso. Pero ese sentido no es el que hace que las definiciones sean simplemente convenciones convenientes. En el siglo XVIII no se distinguían completamente las mezclas de los compuestos por medio de pruebas operacionales y es posible que no hu-

21 Ibid., pp. 124-29, 139-48. Sobre Dalton, véase Leonard K. Nash, The Atomic Molecular Theory ("Harvard Case Histories in Experimental Science", Caso 4; Cambridge, Mass., 1950), pp. 14-21.

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biera sido posible hacerlo. Incluso en el caso de que los químicos hubieran tratado de descubrir esas pruebas, habrían buscado criterios que hi­cieran que las soluciones se convirtieran en com­puestos. La distinción entre mezclas y compues­tos era una parte de su paradigma —parte del modo como veían todo su campo de investiga­ción— y, como tal, tenía la prioridad sobre cual­quier prueba de laboratorio, aunque no sobre la experiencia acumulada por la química como un todo.

Pero mientras se veía la química de ese modo, los fenómenos químicos eran ejemplos de leyes que diferían de las que surgieron de la asimila­ción del nuevo paradigma de Dalton. Sobre todo, en tanto las soluciones continuaban siendo com­puestos, ninguna cantidad de experimentación química hubiera podido, por sí misma, producir la ley de las proporciones fijas. A fines del siglo XVIII se sabía generalmente que algunos compuestos contenían, ordinariamente, proporciones fijas, re­lativas a los pesos, de sus constituyentes. Para algunas categorías de reacciones, el químico ale­mán Richter incluso había anotado las regulari­dades actualmente abarcadas en la ley de los equi­valentes químicos.22 Pero ningún químico utilizó esas regularidades excepto en recetas, y ninguno de ellos, casi hasta fines del siglo, pensó en gene­ralizarlas. Teniendo en cuenta los obvios ejem­plos en contrario, como el vidrio o la sal en el agua, no era posible ninguna generalización sin el abandono de la teoría de la afinidad y la recon-ceptualización de los límites del dominio del quí­mico. Esta consecuencia se hizo explícita al final del siglo, en un famoso debate entre los químicos franceses Proust y Berthollet. El primero pre-

22 J. R. Partington, A Short History of Chemistry (2a ed.; Londres, 1951), pp. 161-63.

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tendía que todas las reacciones químicas tenían lugar en proporciones fijas y el último que no era así. Ambos reunieron pruebas experimentales impresionantes para apoyar en ellas sus opinio­nes. Sin embargo, los dos hombres necesaria­mente hablaron fuera de un lenguaje común y su debate no llegó a ninguna conclusión. Donde Berthollet veía un compuesto que podía variar en proporción, Proust veía sólo una mezcla física.23 En este caso, ningún experimento ni cambio de convención definicional hubiera podido tener im­portancia. Los dos hombres estaban tan funda­mentalmente en pugna involuntaria como lo ha­bían estado Galileo y Aristóteles.

Ésta era la situación que prevalecía durante los años en que John Dalton emprendió las in­vestigaciones que culminaron finalmente en su famosa teoría atómica química. Pero hasta las últimas etapas de esas investigaciones, Dalton no fue un químico ni se interesaba por la química. Era, en lugar de ello, un meteorólogo que inves­tigaba lo que creía que eran problemas físicos de la absorción de gases por el agua y de agua por la atmósfera. En parte debido a que su pre­paración correspondía a otra especialización di­ferente y en parte debido a su propio trabajo en esa especialidad, abordó esos problemas con un paradigma distinto al de los químicos contem­poráneos suyos. En particular, consideraba la mezcla de gases o la absorción de un gas por el agua como procesos físicos en los cuales las fuer­zas de la afinidad no desempeñaban ninguna fun­ción. Por consiguiente, para él, la homogeneidad observada en las soluciones constituía un pro­blema; pero pensó poder resolverlo, si lograba

23 A. N. Meldrum, "The Development of the Atomic Theory: (1) Berthollet's Doctrine of Variable Propor tions", Manchester Memoirs, LIV (1910), 1-16.

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determinar los tamaños y pesos relativos de las diversas partículas atómicas en sus mezclas ex­perimentales. Para determinar esos tamaños y pesos, Dalton se volvió finalmente hacia la quí­mica, suponiendo desde el comienzo que, en la gama restringida de reacciones que considera­ba como químicas, los átomos sólo podían com­binarse unívocamente o en alguna otra propor­ción simple de números enteros.24 Esta suposi­ción natural le permitió determinar los tamaños y los pesos de partículas elementales, pero también convirtió a la ley de las proporciones constantes en una tautología. Para Dalton, cualquier reac­ción en la que los ingredientes no entraran en proporciones fijas no era ipso facto un proceso puramente químico. Una ley que los experimen­tos no hubieran podido establecer antes de los trabajos de Dalton, se convirtió, una vez acep­tados esos trabajos, en un principio constitutivo que ningún conjunto simple de medidas químicas hubiera podido trastornar. Como resultado de lo que es quizá nuestro ejemplo más completo de revolución científica, las mismas manipulacio­nes químicas asumieron una relación con la gene­ralización química muy diferente de la que ha­bían tenido antes.

No es preciso decir que las conclusiones de Dalton fueron muy atacadas cuando las anunció por primera vez. Berthollet, sobre todo, no se convenció nunca. Tomando en consideración la naturaleza del problema, no necesitaba conven­cerse. Pero para la mayoría de los químicos el nuevo paradigma de Dalton resultó convincente allí donde el de Proust no lo había sido, pues tenía implicaciones más amplias e importantes que un mero nuevo criterio para distinguir una

24 L. K. Nash, "The Origin of Dalton's Chemical Atomic Theory", Isis, XLVII (1956), 101-16.

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mezcla de un compuesto. Por ejemplo, si los átomos sólo pudieran combinarse químicamente en proporciones simples de números enteros, en­tonces un nuevo examen de los datos químicos existentes debería mostrar ejemplos de propor­ciones múltiples así como de fijas. Por ejemplo, los químicos dejaron de escribir que los dos óxi­dos del carbono, contenían 56 y 72 por ciento de oxígeno, en peso; en lugar de ello, escribieron que un peso de carbón se combinaría ya fuera con 1.3 o con 2.6 pesos de oxígeno. Cuando se registraban de este modo los resultados de las antiguas manipulaciones, saltaba a la vista una proporción de 2 a 1; y esto ocurría en el análisis de muchas reacciones conocidas, así como tam­bién de varias otras nuevas. Además, el paradig­ma de Dalton hizo que fuera posible asimilar el trabajo de Richter y comprender toda su gene­ralidad. Sugirió asimismo nuevos experimentos, principalmente los de Gay-Lussac, sobre la com­binación de volúmenes y esos experimentos die­ron como resultado otras regularidades, con las que los químicos no habían soñado siquiera. Lo que los químicos tomaron de Dalton no fueron nuevas leyes experimentales sino un modo nuevo para practicar la química (Dalton mismo lo llamó "nuevo sistema de filosofía química") y ello re­sultó tan rápidamente fructífero que sólo unos cuantos de los químicos más viejos de Francia e Inglaterra fueron capaces de oponerse.25 Como resultado, los químicos pasaron a vivir en un mundo en el que las reacciones se comportaban en forma completamente diferente de como lo habían hecho antes. Mientras tenía lugar todo esto, ocurrió otro

25 A. N. Meldrum, "The Develpoment of the Atomic Theory: (6) The Reception Accorded to the Theory Advo­cated by Dalton". Manchester Memoirs, LV (1911), 1-10

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cambio típico y muy importante. En diversos lugares, comenzaron a cambiar los datos numé­ricos de la química. Cuando Dalton examinó pri­meramente la literatura química para buscar da­tos en apoyo de su teoría física, encontró varios registros de reacciones que concordaban, pero le hubiera sido casi imposible no descubrir otros que no lo hacían. Por ejemplo, las propias me­diciones que hizo Proust de los dos óxidos de cobre dieron como resultados una proporción en peso de oxígeno de 1.47:1, en lugar de 2:1, que era lo que exigía la teoría atómica; y Proust es justamente el hombre a quien pudiera consi­derarse como el más indicado para llegar a la proporción de Dalton.26 En realidad, era un ex­perimentador muy fino y su visión de la relación entre las mezclas y los compuestos era muy cer­cana a la de Dalton. Pero es difícil hacer que la naturaleza se ajuste a un paradigma. De ahí que los enigmas de la ciencia normal sean tan difíciles, y he aquí la razón por la cual las me­diciones tomadas sin un paradigma conducen tan raramente a alguna conclusión definida. Por con­siguiente, los químicos no podían simplemente aceptar la teoría de Dalton por las pruebas, de­bido a que gran parte de ellas eran todavía nega­tivas. En lugar de ello, incluso después de acep­tar la teoría, tuvieron que ajustar todavía a la naturaleza un proceso que, en realidad, hizo ne­cesario el trabajo de casi otra generación. Cuan­do se llevó a cabo, incluso el porcentaje de com-

26 Sobre Proust, véase "Berthollet's Doctrine of Va­riable Proportions", de Meldrum, Manchester Memoirs, LIV (1910), 8. La historia detallada de los cambios gra­duales en las mediciones de la composición química y de los pesos atómicos no ha sido escrita todavía; pero Partington, op. cit., proporciona muchas indicaciones útiles.

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posición de los compuestos conocidos resultó di­ferente. Los datos mismos habían cambiado. Éste es el último de los sentidos en que podemos desear afirmar que, después de una revolución, los científicos trabajan en un mundo diferente.

XI. LA INVISIBILIDAD DE LAS REVOLU­CIONES

todavía debemos inquirir cómo se cierran las. re­voluciones científicas. Sin embargo, antes de ha­cerlo, parece indicado un último intento para reforzar la convicción sobre su existencia y su naturaleza. Hasta ahora he tratado de mostrar revoluciones por medio de ejemplos y éstos pue­den multiplicarse ad nauseam. Pero, evidente­mente, la mayor parte de esos ejemplos, que fueron deliberadamente seleccionados por su fa­miliaridad, habitualmente han sido considerados no como revoluciones sino como adiciones al co­nocimiento científico. Con la misma facilidad podría tenerse también esa opinión de cualquier ilustración complementaria y es probable que ésta resultara ineficaz. Creo que hay excelentes razones por las que las revoluciones han resul­tado casi invisibles. Tanto los científicos como los profanos toman gran parte de la imagen que tienen de las actividades científicas creadoras, de una fuente de autoridad que disimula siste­máticamente —en parte, debido a razones fun­cionales importantes— la existencia y la significa­ción de las revoluciones científicas. Sólo cuando se reconoce y se analiza la naturaleza de esta autoridad puede esperarse que los ejemplos his­tóricos resulten completamente efectivos. Ade­más, aunque este punto sólo podrá ser desarro­llado en la sección final de este ensayo, el análisis necesario en este caso comenzará indicando uno de los aspectos del trabajo científico que lo dis­tingue con mayor claridad de cualquier otra em­presa creadora, con excepción, quizá, de la teo­logía.

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Como fuente de autoridad, acuden a mi ima­ginación, sobre todo, los libros de texto científi­cos junto con las divulgaciones y las obras filosó­ficas moldeadas sobre ellos. Estas tres categorías —hasta hace poco tiempo no se disponía de otras fuentes importantes de información sobre la cien­cia, excepto la práctica de la investigación— tie­nen una cosa en común. Se dirigen a un cuerpo ya articulado de problemas, datos y teorías, con mayor frecuencia que al conjunto particular de paradigmas aceptado por la comunidad científica en el momento en que dichos libros, fueron escri­tos. Los libros de texto mismos tienen como meta el comunicar el vocabulario y la sintaxis de un lenguaje científico contemporáneo. Las obras de divulgación tratan de describir las mismas apli­caciones, en un lenguaje que se acerca más al de la vida cotidiana. Y la filosofía de la ciencia, sobre todo la del mundo de habla inglesa, ana­liza la estructura lógica del mismo cuerpo de conocimientos científicos, íntegro. Aunque un es­tudio más completo tendría necesariamente que ocuparse de las distinciones muy reales entre esos tres géneros, sus similitudes son las que más nos interesan por el momento. Las tres catego­rías registran los resultados estables de revolu­ciones pasadas y, en esa forma, muestran las bases de la tradición corriente de la ciencia normal. Para cumplir con su función, no necesitan pro­porcionar informes auténticos sobre el modo en que dichas bases fueron reconocidas por primera vez y más tarde adoptadas por la profesión. En el caso de los libros de texto, por lo menos, exis­ten incluso razones poderosas por las que, en esos temas, deban ser sistemáticamente enga­ñosos.

En la sección II señalamos que con el surgi­miento de un primer paradigma en cualquier

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campo de la ciencia, existía una invariable con­comitancia respecto a una seguridad creciente en los libros de texto o en sus equivalentes. En la última sección de este ensayo sostendremos cómo el dominio por dichos libros de texto de una ciencia madura, diferencia de manera importante su patrón de desarrollo del de otros campos. Por el momento, demos por sentado que, hasta un punto sin precedente en otros campos, tanto los conocimientos científicos de los profesionales como los de los profanos se basan en libros de texto y en unos cuantos tipos más, de literatura derivada de ellos. Sin embargo, puesto que los libros de texto son vehículos pedagógicos para la perpetuación de la ciencia normal, siempre que cambien el lenguaje, la estructura de problemas o las normas de la ciencia normal, tienen, ínte­gramente o en parte, que volver a escribirse. En resumen, deben volverse a escribir inmediata­mente después de cada revolución científica y, una vez escritos de nuevo, inevitablemente disimu­lan no sólo el papel desempeñado sino también la existencia misma de las revoluciones que los produjeron. A menos que personalmente haya experimentado una revolución durante su propia vida, el sentido histórico del científico activo o el del lector profano de los libros de texto sólo se extenderá a los resultados más recientes de las revoluciones en el campo.

Así pues, los libros de texto comienzan trun­cando el sentido de los científicos sobre la histo­ria de su propia disciplina y, a continuación, proporcionan un substituto para lo que han eli­minado. Es característico que los libros de texto de ciencia contengan sólo un poco de historia, ya sea en un capítulo de introducción o, con mayor frecuencia, en dispersas referencias a los grandes héroes de una época anterior. Por me-

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dio de esas referencias, tanto los estudiantes como los profesionales llegan a sentirse participantes de una extensa tradición histórica. Sin embargo, la tradición derivada de los libros de texto, en la que los científicos llegan a sentirse participantes, nunca existió efectivamente. Por razones que son obvias y muy funcionales, los libros de texto cien­tíficos (y demasiadas historias antiguas de la ciencia) se refieren sólo a las partes del trabajo de científicos del pasado que pueden verse fácil­mente como contribuciones al enunciado y a la solución de los problemas paradigmáticos de los libros de texto. En parte por selección y en parte por distorsión, los científicos de épocas anterio­res son representados implícitamente como si hubieran trabajado sobre el mismo conjunto de problemas fijos y de acuerdo con el mismo con­junto de cánones fijos que la revolución más reciente en teoría y metodología científicos haya hecho presentar como científicos. No es extraño que tanto los libros de texto como la tradición histórica que implican, tengan que volver a escri­birse inmediatamente después de cada revolución científica. Y no es extraño que, al volver a escri­birse, la ciencia aparezca, una vez más, en gran parte como acumulativa.

Por supuesto, los científicos no son el único grupo que tiende a ver el pasado de su disciplina como un desarrollo lineal hacia su situación ac­tual. La tentación de escribir la historia hacia atrás es omnipresente y perenne. Pero los cien­tíficos se sienten más tentados a volver a escribir la historia, debido en parte a que los resultados de las investigaciones científicas no muestran una dependencia evidente sobre el contexto his­tórico de la investigación y, en parte, debido a que, excepto durante las crisis y las revolucio­nes, la posición contemporánea de los científicos

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parece ser muy segura. Un número mayor de detalles históricos, tanto sobre el presente de la ciencia como sobre su pasado o una mayor res­ponsabilidad sobre los detalles históricos presen­tados, sólo podría dar un
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