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La Guerra de las Ciencias y la Tercera Cultura Evaristo Álvarez Muñoz. Doctor en Filosofía. Biblioteca de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Minas. Universidad de Oviedo. http://rehue.csociales.uchile.cl/publicaciones/moebio/19/frames01.htm Resumen Se repasan y analizan los conceptos problemáticos de "tercera cultura" (Snow, 1963; Brockman, 1991) y "guerras de la ciencia" (Andrew Ross, 1995) y la relación entre ellos desde diversas perspectivas científicas, sociológicas, históricas y filosóficas. Finalmente se propone desde la filosofía una interpretación gnoseológica que incide en la pluralidad de las ciencias y que resuelve ciertas imposturas científicas e intelectuales. Palabras claves: epistemología, tercera cultura, guerras de la ciencia, imposturas científicas e intelectuales. 1. Antecedentes En mayo de 1959 el científico y escritor C. P. Snow dictó en Cambridge una conferencia en la que desarrolló la noción de "las dos culturas" para aludir a la creciente separación entre los saberes de los científicos y los saberes de los humanistas. Aunque la grieta había comenzado a abrirse en el XVII, el siglo de la ciencia; la categórica fractura —que nunca había dejado agrandarse— pudo ser certificada desde la generalización del empleo del término "scientist" (científico) en el sentido acuñado por William Whewell en el Prefacio a The Philosophy of the Inductive Sciences de 1840. Desde entonces, la venerable figura del filósofo natural —Newton, Lavoisier o Lyell habían sido filósofos naturales— desaparece para dar paso a los científicos como gremio bien distinto del de los filósofos. En el siglo XIX se habían producido algunos intentos de integrar teóricamente ambos tipos de pensamiento o saberes. Entre tales tentativas destacó muy especialmente la sociología de Comte, pretendida ciencia omniabarcante, de jerarquía superior a la biología y a la física. Sin embargo, la primera reflexión filosófica metacientífica claramente delimitada y definida como disciplina autónoma suele atribuirse al positivismo lógico del círculo de Viena (Schlick, Popper, Carnap, Morris, Neurath, etc.) y en tal sentido, la epistemología surgió asociada al magno intento aglutinador que en la década de 1930 supuso la Enciclopedia de la Ciencia Unificada. Tras la Segunda Guerra Mundial el crecimiento exponencial y el auge social de la ciencia —en una civilización que se podría caracterizar sin ambages como científica a la vista de su estrecha dependencia de ella— propiciaron el acercamiento a este fenómeno por parte de investigadores sociales como R. K. Merton, quien propuso un código de honestidad intelectual de la ciencia, y De Solla Price, J. D. Bernal o el citado C. P. Snow, quienes profundizaron en aspectos relacionados con los mecanismos de control de la ciencia por parte de la sociedad. Paralelamente, en la segunda mitad del siglo XX, la filosofía de la ciencia renunció prácticamente a imponer sus ideas sobre la naturaleza o sobre la ciencia y se marcó como tarea la de reflexionar a posteriori acerca de las grandes teorías científicas surgidas a lo largo de la historia, teorías por tanto ya construidas. Se trataría de analizar la ciencia a partir de sus métodos, leyes, axiomas, hipótesis, experimentos, etc. para después intentar reconstruirla sintácticamente desde un punto de vista formal o lógico-matemático. Pero esta tarea, a la que se aplicaron filósofos de vocación estructuralista, como Carnap o Stegmüller entre otros, no tardó en mostrarse excesivamente ardua y no demasiado productiva. La reconstrucción analítica también fue ensayada a partir de la concepción semántica de la verdad de Tarski, pero el enfoque semántico resultó igualmente irrealizable e incompleto. Otra aproximación indudablemente más factible y exitosa fue la debida a Thomas S. Kuhn con La estructura de las revoluciones científicas (1962): en este caso ya no se trataba de desentrañar la estructura de la ciencia —desde el punto de vista de su justificación, como habría dicho Reichenbah—, sino de estudiar el desarrollo histórico de sus teorías o paradigmas —un punto de vista más cercano al descubrimiento—. La senda historicista abierta por Kuhn para el estudio de la ciencia tuvo una excelente acogida al manifestarse más viable que las opciones analíticas y estructuralistas. Mas la preeminencia de la ciencia en la sociedad contemporánea genera una reflexión pragmática incesante acerca de ella misma desde perspectivas cambiantes y no exclusivamente históricas. Siguiendo la estela de Kuhn desde posiciones gradualmente más radicales surgieron en las últimas décadas del siglo XX numerosos programas interdisciplinares de Ciencia, Tecnología y Sociedad, CTS, dedicados al estudio de la práctica científica y de la relación entre la ciencia y la sociedad. La ciencia y, sobre todo, la tecnología son objeto de análisis social y protagonizan el debate político. La sociología —cuyo interés tradicional por la ciencia solía limitarse al análisis del contexto social en que se enmarcaba la actividad científica— dio un paso más y propuso explicaciones en términos sociológicos incluso para los contenidos de las teorías científicas. David Bloor fue uno de los fundadores de lo que vino a llamarse el "programa fuerte" de sociología del conocimiento. En una línea parecida cabe mencionar los trabajos de Barnes, Pickering, Collins y Pinch entre otros "científicos sociales". Estos autores son contemporáneos y coincidentes en algunos conceptos con las tendencias filosóficas y literarias postmodernas con las que parecen confluir en un relativismo histórico-social crítico respecto de las concepciones dogmáticas o simplemente tradicionales de la ciencia. 2. Dos culturas, tres culturas... En la famosa conferencia de 1959 a la que se hacía mención al inicio de este artículo, C. P. Snow —pese a reconocer la dependencia cada vez mayor de la civilización respecto del desarrollo científico— afirmaba que la fractura entre los dos supuestos tipos de saberes, el científico y el humanístico, no había hecho sino agrandarse a lo largo del siglo XX. Sin embargo, en la segunda edición fechada en 1963 de su celebérrima conferencia, Snow agregó un nuevo ensayo —Las dos culturas y un segundo enfoque— en el que auguraba la emersión de "una nueva tercera cultura" que habría de tender un puente entre científicos y humanistas. Menos claro queda el asunto de cómo habría de realizarse el proceso de colonización del espacio destinado a la tercera cultura tal como fue propuesto por Snow. Si habrían de ser los pensadores humanistas (tal vez filósofos o sociólogos) quienes iniciaran el acercamiento o incluso pretendieran un determinado control social de la poderosa ciencia, como se ha avanzado en el epígrafe precedente, o si por el contrario deberían ser los científicos quienes se dignaran a dar el primer paso iniciando al resto de la comunidad pensante en sus trascendentes pero hasta entonces herméticas investigaciones. No en vano, científicos como Einstein, Heisenberg, Böhr, Gödel, etc., ya habían intentado conectar ambas orillas explicando la ciencia al público culto en general. Tras el vaticinio de Snow, en efecto, otros científicos habrían de destacar en los campos de la historia o de la filosofía de la ciencia más aún que en los respectivos campos científicos en los que se habían formado, pensemos en los casos de T. S. Kuhn o de M. Bunge. Pero hay más, desde la perspectiva de las relaciones entre ciencia y cultura, tal vez el fenómeno más reseñable de las últimas décadas haya sido el auge de la divulgación científica, que últimamente recibe una atención muy cuidada por parte de los editores, quienes encontraron un rico filón en los trabajos de autores como C. Sagan, S. Hawkins o S. J. Gould. El peaje a pagar por los divulgadores tras haber irrumpido en una esfera más literaria que científica fue, como era de esperar, el de un cierto desdén por parte de sus colegas científicos. Mas los ciudadanos de una sociedad básicamente científica no pueden vivir de espaldas a la ciencia y agradecen generalmente que algún científico se acuerde de ellos y se moleste en explicarles "dónde les aprieta el zapato". En 1991, John Brockman publicó un ensayo titulado "The emerging Third Culture" que prosiguió con una serie de entrevistas con y entre científicos de lo que él consideraba la tercera cultura y que dio lugar a la publicación en 1995 de The Third Culture: Beyond The Scientific Revolution. En esta obra deplora que la consideración de "culto" haya estado tradicionalmente en manos de los miembros de la primera cultura: la de las letras, la filosofía, la historia y las artes. Brockmann argumenta que los hombres de letras no se relacionan con los científicos por lo que, a partir de los años ochenta, los científicos decidieron tomar por asalto el terreno de la primera cultura y comunicarse directamente con el público, algunos con gran habilidad, de forma que lo que tradicionalmente se llamaba "ciencia" se ha convertido en "cultura pública". Este desplazamiento habría generado, según Brockman, la "tercera cultura". "La tercera cultura reúne a aquellos científicos y pensadores empíricos (1) que, a través de su obra y su producción literaria, están ocupando el lugar del intelectual clásico a la hora de poner de manifiesto el sentido más profundo de nuestra vida, replanteándose quiénes y qué somos" (J. Brockman, 1995:13). El cócktail propuesto por Brockman no podría haber sido más del agrado del bolchevique Molotov pues algunos de los científicos referidos andaban ya enzarzados en interminables disputas a cuenta de la extrapolación de las conclusiones de sus respectivas ciencias al terreno abierto de los intereses generales de los lectores. Tan sólo mencionaremos a modo de ejemplo el enfrentamiento acerca de los mecanismos de la evolución mantenido entre el genetista Richard Dawkins y el paleontólogo Stephen J. Gould. La polémica se podría calificar de guerra entre dos ciencias —asunto gremial a fin de cuentas— en tanto que de los términos inconmensurables de dos ciencias diferentes (los genes o las especies) no parece esperable un consenso respecto del motor ni del tempo de la evolución. Así pues, la tercera cultura —en la nueva definición de Brockman— incluiría a aquellos científicos comprometidos, conscientes de la trascendencia de su cometido respecto de la sociedad en la que trabajan, que intentan "recobrar la ciencia accesible como una tradición intelectual honorable" tras "constatar el estado lastimoso de la educación científica" (S. J. Gould, Brontosaurus..., 1993: págs. 10 y 12). Y sin embargo —se lamentan esos mismos científicos— no es infrecuente que un humanista se vanaglorie de no saber hacer una raíz cuadrada. Es cierto —reconocen— que algunos científicos no leyeron nunca a Shakespeare, sin embargo no se sabe de ninguno que presumiera de ello. De este modo, la tercera cultura —que en los pronósticos de Snow iba a ser un lugar de encuentro entre humanistas y científicos— pasa a ser —en la nueva propuesta de Brockman— un club prácticamente exclusivo de científicos (americanos y británicos) dada la supuesta renuencia de los humanistas a comunicarse con ellos. Los científicos contemporáneos en su faceta "divulgadora" constituirían de facto la tercera cultura resultando innecesaria la comunicación entre científicos e "intelectuales literarios", pues los "intermediarios" ya no son precisos (J. Brockman, 1995: 18). 3. Las guerras de la ciencia Pero ¿es eso cierto? ¿están justificadas las jeremiadas de los científicos americanos? ¿están los humanistas tan orgullosos de su cultura que desprecian entrar en el debate? Muchos datos inclinan a pensar que esto no es así en absoluto. Incluso se podría argumentar en sentido contrario. El hecho admitido de pertenecer todos a una civilización altamente condicionada por el progreso científico deja fuera de dudas la trascendencia social de la ciencia. En consecuencia, como ya adelantamos, a los clásicos estudios filosóficos e históricos de la ciencia vino a añadírseles un inusitado interés sociológico propiciado desde instituciones muy solventes, en ocasiones desde las mismas instituciones que financian la labor de los científicos. El asunto se complica porque —a diferencia de la filosofía o de la historia, cuyos respectivos planteamientos epistemológicos parecen claramente asentados—, estos últimos estudios no renuncian al adjetivo de científico o incluso lo incorporan a su esencia, bajo la controvertida denominación de "ciencias sociales" en las que se detecta un componente mimético que ciertos autores no dudan en calificar de "envidia de la física" y que suele manifestarse por el uso excesivo —frecuentemente distorsivo y no siempre justificado— de la cuantificación y de la estadística. Un segundo aspecto preocupante de la relativización de la ciencia que incluso reconocen H. Collins y T. Pinch (1993: 165) es que en ocasiones acaba conduciendo a la aceptación pública de "ciencias inusuales" entre las que mencionan la parapsicología, la telepatía, etc. Así pues, y como habrían de denunciar posteriormente A. Sokal & J. Bricmont (1997), los partidarios del programa fuerte de sociología de la ciencia se encontraron ante un dilema: o bien se adherían de forma sistemática al escepticismo o relativismo filosófico, en cuyo caso no se entiende cómo van a construir una sociología "científica", o bien adoptaban exclusivamente un relativismo metodológico (no filosófico), apartando la naturaleza de la explicación científica. Por consiguiente, el planteamiento sociológico del "programa fuerte" y la actitud filosófica relativista posmoderna se fortalecen mutuamente (Sokal & Bricmont, 1997: 100). Nadie parece cuestionar que la ciencia sea una construcción social en el sentido de que la clase de ciencia que se realiza tiende a reflejar los intereses económicos, la creencia y las necesidades sociales imperantes. Pero la forma "fuerte" del constructivismo va mucho más allá: para estos últimos la ciencia no sería más que un tipo de discurso del que se dota la comunidad. El "programa fuerte" de sociología de la ciencia encontró eco en Francia con Bruno Latour (2) y, como era de esperar, fue aceptado con especial simpatía por diversos pensadores de corrientes postmodernas. Sokal y Bricmont son especialmente duros con la obra de Latour de la que afirman contiene numerosas proposiciones formuladas con tal ambigüedad que resulta difícil tomarlas al pie de la letra, pero que si se elimina dicha ambigüedad sólo quedan afirmaciones verdaderas pero vanales o afirmaciones sorprendentes pero falsas (Sokal & Bricmont, 1997: 101). No menos críticos se muestran Gross y Levitt (1994: 57-62) quienes encuentran que en su obra, ingeniosa e iconoclasta, "Latour se complace dibujando un panorama de la ciencia triste y siniestro, fracasando en su intento radical de repensar la epistemología científica". En las coordenadas intelectuales de los primeros años noventa, echando —sólo parcialmente— por tierra las benévolas previsiones de Snow, se desencadenó lo que se habría de bautizar como las "guerras de la ciencia". Andrew Ross parece haber el primero en emplear esta expresión en el artículo "Science Backlash on Technoskeptics" publicado en The Nation el 2 de octubre de 1995. La querella implicaba "en bloque" a científicos sociales y a científicos naturales y enfrentó a ambos colectivos forzándolos en muchas ocasiones a cerrar filas y confundiendo en la batalla algunas "enseñas políticas". Aunque, como se ha visto, la polémica venía de lejos, el detonante de la guerra suele considerarse la publicación de The Golem: what everyone shoud know about science (1993) de Harry Collins y Trevor Pinch, dos sociólogos británicos especialistas en CTS y pertenecientes al denominado grupo de Edimburgo. Estos sociólogos emplearon la metáfora del Gólem para desmitificar la ciencia: "La ciencia es un gólem" (...) "Gólem es una metáfora que se aplica a cualquier bruto que ignore tanto su propia fuerza como la magnitud de su estolidez e ignorancia" (...) "No es una criatura perversa sino un poco necia" (...) "No hay que reprocharle sus errores; son nuestros errores" (...) "Los ciudadanos que quieran participar en el proceso democrático de una sociedad tecnológica han de saber que toda ciencia está sujeta a controversia y, por tanto, cae en el círculo vicioso del experimentador" (Collins & Pinch, 1993: 13-15) Para los sociólogos del programa fuerte la ciencia no sería más que un tipo de "construcción" social, vocablo muy adecuado al pensamiento posmoderno que goza de una gran aceptación —especialmente entre pensadores de izquierdas, pues como apunta I. Hacking (1998, trad. 2001: 69) "aún puede ser liberador constatar que algo es construido y no forma parte de la naturaleza de las cosas, de las personas o de la sociedad humana"—. Los resultados de la ciencia no nacen de una comprensión más profunda de la "realidad natural", sino que son construcciones mentales intersubjetivas. En su libro, Collins y Pinch fomentan no pocas suspicacias respecto de la ciencia dirigidas a los ciudadanos de una sociedad democrática, a los humanistas en particular: "No es posible separar la ciencia de la sociedad; sin embargo, la preservación de la idea de que son dos esferas distintas es lo que crea la imagen autoritaria que resulta tan familiar a la mayoría". "Tal como están las cosas, tenemos sólo (...) dos formas de considerar la ciencia: o es del todo buena o es del todo mala" (...) "El problema es que los dos estados (...) son de temer" (Collins & Pinch, 1993: 164) Respecto de los errores de la ciencia: "No se les puede pedir a los científicos y a los técnicos que dejen de ser humanos; sin embargo, sólo unos autómatas míticos (...) podrían ofrecer el tipo de certeza que los científicos han hecho que esperemos de ellos mismos" (Collins & Pinch, 1993: 164) Sobre el conocimiento público de la ciencia se cuestionan: "¿Qué cambios supone esta concepción de la ciencia? (...) no se trata de una actitud anticientífica. Poco afectaría a cómo trabajan los científicos en la mesa del laboratorio. En cierto sentido, la visión social de la ciencia carece de utilidad para los científicos; no haría otra cosa que debilitar la fuerza que da alas a la determinación de descubrir. Nuestras redescripciones deberían tener su efecto en el método científico de todas esas disciplinas que imitan de mala manera lo que en ellas se cree es la forma de proceder de las prestigiosas ciencias naturales" "Es notorio que las ciencias sociales padecen la primera de esas dos enfermedades: la envidia de la física (psicología experimental, sociología cuantitativa que no consisten más que en hipótesis pedantemente expresadas y manipulación estadística sin fin de datos marginales)" ... "La segunda enfermedad es más preocupante. La favorable recepción pública de ciencias inusuales como la parapsicología" (Collins & Pinch, 1993: 165) Las respuestas a las tesis de la Escuela de Edimburgo no se hicieron esperar. Desde revistas científicas como Physics Today toda una comunidad de científicos naturales ¿o deberíamos decir "científicos a secas"? se sobresaltaron indignados. Un año después de la aparición del libro de H. Collins y T. Pinch, P. R. Gross y N. Levitt publicaron Higher Superstition: the Academic Left and its Quarrels with Science en el que se pueden leer cosas como: Las pretensiones de interpretar el conocimiento científico como la mera transcripción de las perspectivas sociales del varón occidental capitalista, o como un producto deformado por la prisión de la lengua, son desesperadamente ingenuas y reduccionistas. No tienen en cuenta ninguna lógica específica de las ciencias y son demasiado groseras para dar cuenta de la textura conceptual de cualquier categoría del pensamiento científico importante (Gross & Levitt, 1994: 40) La ambición central del programa cultural del constructivismo —explicar los más profundos logros de la ciencia como corolario de ciertas asunciones sociales y de su agenda ideológica— es vana y perversa (Gross & Levitt, 1994: 69) |