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management y aquellos que, teniendo la misma edad, habían alcanzado posiciones similares en una situación más estable». Y Bennis declara: «Enfrentarse con rápidos cambios, vivir en sistemas de trabajo temporales, contraer (velozmente) relaciones importantes, y romperlas después: todo esto augura tensiones sociales y tensiones psicológicas.» Es posible que, para muchas personas, tanto en sus relaciones de organización como en otras esferas, el futuro llegue demasiado pronto. Para el individuo, el paso a la ad-hocracia significa una rápida aceleración en el giro de sus relaciones de organización. De este modo, vemos ajustarse otra pieza en nuestro estudio de la sociedad altamente transitoria. Se pone de manifiesto que la aceleración influye en nuestros lazos con la organización, de la misma manera que trunca nuestras relaciones con las cosas, los lugares y las personas. El creciente cambio de todas estas relaciones supone una pesada carga de adaptación para los individuos educados para vivir en un sistema social más lento. Este es el peligro del «shock» del futuro. Y este peligro, como veremos, se acentúa con el impacto del impulso acelerador en el campo de la información. Capítulo VIII INFORMACIÓN: LA IMAGEN CINÉTICA En una sociedad en que la comida instantánea, la educación instantánea e incluso las ciudades instantáneas son fenómenos cotidianos, ningún producto se fabrica más rápidamente, o se destruye más implacablemente, que la celebridad instantánea. Las naciones que avanzan hacia el superindustrialismo producen una rápida cosecha de estos productos «psicoeconómicos». Las celebridades instantáneas penetran en la conciencia de millones de personas como una bomba imaginaria..., que es exactamente lo que son. En menos de un año, desde que una joven cockney apodada Twiggy empezó a hacer de modelo, millones de seres humanos de todo el mundo grabaron su imagen en sus mentes. Rubia de ojos claros, senos menudos y largas piernas, Twiggy alcanzó la celebridad en 1967. Su simpática carita y su cuerpo mal nutrido aparecieron de pronto en las portadas de las revistas de Inglaterra, América, Francia, Italia y otros países. De la noche a la mañana, las pestañas postizas, las muñecas, los perfumes y los vestidos «Twiggy», empezaron a llenar los escaparates. Los críticos pontificaron sobre su significación social. Los periodistas le dedicaron espacios normalmente reservados a los tratados de paz o a la elección papal. Ahora, sin embargo, nuestras imágenes mentales de Twiggy se han borrado casi totalmente. Se ha desvanecido de la vista del público. La realidad confirmó su propio y agudo cálculo de que «no duraré más de seis meses». Pues también las imágenes se han vuelto cada vez más temporales, y no sólo las imágenes de las modelos, los atletas o los actores. No hace mucho, pregunté a una adolescente muy inteligente si ella y sus condiscípulas tenían algún héroe. «Por ejemplo —le dije—, ¿consideráis un héroe a John Glen?» (Glen fue, por si el lector lo ha olvidado, el primer astronauta americano puesto en órbita en el espacio.) La respuesta de la niña fue reveladora: «No —dijo—. Es demasiado viejo.» De momento, pensé que un hombre que pasaba de los cuarenta le parecía demasiado viejo para ser un héroe. Pero pronto me di cuenta de que estaba equivocado. Lo que quería decir era que la hazaña de Glen era demasiado antigua para ser interesante. (El histórico vuelo de John Glen tuvo lugar en febrero de 1962.) Actualmente, Glen ha pasado a segundo término en la atención del público: su imagen se ha esfumado. Twiggy, los Beatles, John Glen, Billie Sol Estes, Bob Dylan, Jack Ruby, Norman Mailer, Eichmann, Jean-Paul Sartre, Georgi Malenkov, Jacqueline Kennedy..., miles de «personalidades» desfilan por el escenario de la Historia contemporánea. Personas de carne y hueso, ampliadas y proyectadas por los medios de comunicación masiva, son conservadas como imágenes en la mente de millones de hombres y mujeres que no las conocen, que nunca han hablado con ellas, que nunca las han visto en «persona». Adquieren una realidad tan intensa, y a veces más, que muchas otras con las que sostenemos relaciones «personales». Establecemos relaciones con estos «transeúntes» lo mismo que con los amigos, vecinos y colegas. Y, si el paso de personas reales, de carne y hueso, por nuestras vidas, va en aumento, disminuyendo la duración media de nuestra relación con ellas, lo propio puede decirse de los transeúntes que pueblan nuestras mentes. La rapidez de este paso está influida por la velocidad real de cambio en el mundo. Así, en política, por ejemplo, observamos que los cambios en la jefatura del Gobierno inglés se han producido, desde 1922, un 13 por ciento más de prisa que en el período base de 1721-1922107. En deporte, el título de campeón de boxeo de los pesos pesados cambia de manos dos veces más de prisa que cuando nuestros padres eran jóvenes108. Como los acontecimientos se suceden con mayor rapidez, arrojan constantemente nuevas personalidades en el circo encantado de la celebridad, y las viejas imágenes mentales se extinguen para dar paso a las nuevas. Lo propio cabe decir de los personajes imaginarios engendrados en las novelas, las pantallas de televisión, los teatros, los cines y las revistas. Ninguna generación anterior tuvo jamás tantos personajes ficticios. Comentando los medios de difusión masivos, Marshall Fishwick 109 declara irónicamente: «Ni siquiera podemos acostumbrarnos al Superhéroe, al capitán Gentil o a Mr. Terrible, antes de que huyan para siempre de nuestras pantallas de televisión.» Esta gente de paso, real o ficticia, ejerce un importante papel en nuestras vidas, dándonos modelos de comportamiento, representando, en nuestro interés, papeles y situaciones de los que extraemos consecuencias para nuestras propias vidas. Consciente o inconscientemente, sacamos lecciones de sus actividades. Aprendemos de sus triunfos y tribulaciones. Nos permiten «ensayar» diversos papeles o estilos de vida, sin sufrir las consecuencias que podrían acarrear tales experimentos en la vida real. El paso acelerado de estos transeúntes sólo puede contribuir a la inestabilidad de los tipos de personalidad entre muchas personas reales a quienes resulta difícil encontrar un estilo de vida adecuado. Sin embargo, estos transeúntes son independientes entre sí. Interpretan sus papeles en un vasto y complejo «escenario público», que, según el sociólogo Orrin Klapp110, autor de un interesantísimo libro titulado Symbolic Leaders, son, en gran parte, producto de la nueva tecnología de comunicaciones. Este escenario público, en que las celebridades remplazan a creciente velocidad a otras celebridades, produce el efecto, según Klapp, de hacer el liderato «más inestable de lo que sería en otro caso. Contratiempos, trastornos, locuras, disputas y escándalo producen un festival divertido o una giratoria ruleta política. Las modas aparecen y se extinguen a velocidades de vértigo... Un país como los Estados Unidos tiene abierto un escenario público donde aparecen diariamente caras nuevas, donde siempre hay una contienda para ocupar las candilejas, y donde puede pasar, y a menudo, pasa, cualquier cosa». Lo que observamos, dice Klapp, es un «rápido giro de líderes simbólicos». Sin embargo, esto puede ampliarse en una declaración mucho más tajante: lo que ocurre no es solamente un cambio de personas reales o incluso ficticias, sino un cambio más rápido de las imágenes y estructuras-imágenes de nuestros cerebros. Nuestras relaciones con estas imágenes de la realidad, en las que fundamos nuestro comportamiento, se hacen, por término medio, cada vez más transitorias. Todo el sistema de conocimiento pasa, en la sociedad, por una violenta conmoción. Los propios conceptos y normas que rigen nuestro pensamiento giran a un ritmo furioso y acelerado. Estamos aumentando el ritmo con que debemos formar y olvidar nuestras imágenes de la realidad. TWIGGY Y LOS MESONES K Toda persona lleva dentro de la cabeza un modelo mental del mundo, una representación subjetiva de la realidad externa. Este modelo se compone de decenas y decenas de millares de imágenes. Estas pueden ser tan sencillas como la representación mental de unas nubes que cruzan el cielo. O pueden ser inferencias abstractas sobre la manera en que están organizadas las cosas en la sociedad. Podemos imaginar este modelo mental como un fantástico almacén interior, como un emporio de imágenes en el que guardamos nuestros retratos internos de Twiggy, de Charles de Gaulle o de Cassius Clay, junto con proposiciones tan rotundas como «el hombre es fundamentalmente bueno» o «Dios ha muerto». Cualquier modelo mental de una persona contiene algunas imágenes que se aproximan mucho a la realidad, junto a otras que son deformadas o burdas. Mas para que la persona funcione, o incluso sobreviva, el modelo debe guardar algún parecido de conjunto con la realidad. Como escribió V. Gordon Childe111, en Society and Knowledge, «toda reproducción del mundo exterior, efectuada y empleada como guía de acción por una sociedad histórica, debe, hasta cierto punto, corresponder a la realidad. En otro caso, la sociedad no habría podido mantenerse; si sus miembros hubiesen actuado según proposiciones totalmente inciertas, no habrían conseguido hacer siquiera los utensilios más sencillos, ni procurarse, con ellos, alimento y protección contra el mundo exterior». Ningún modelo humano de la realidad es un producto puramente personal. Aunque algunas de sus imágenes se fundan en observaciones de primera mano, una creciente proporción de ellas se basan actualmente en mensajes transmitidos por los medios de difusión masivos y por las personas que nos rodean. Así, el grado de exactitud del modelo refleja, en cierto modo, el nivel general de conocimiento de la sociedad. Y al suministrar la experimentación y la investigación científica conocimientos más refinados y exactos sobre la sociedad, nuevos conceptos y nuevas maneras de pensar anulan, contradicen y hacen anticuadas las anteriores ideas y opiniones del mundo. Si la propia sociedad se mantuviera quieta, el individuo no se vería apremiado a poner al día su propia provisión de imágenes, a poner éstas a la altura de los últimos conocimientos de que dispone la sociedad. Mientras la sociedad en que está incrustado permanezca estable o cambie lentamente, las imágenes en que funda su comportamiento cambiarán también con lentitud. Mas para actuar en una sociedad que cambia velozmente, para enfrentarse al rápido y complejo cambio, el individuo tiene que renovar su propio caudal de imágenes a una velocidad que, en cierto modo, guarda relación con el ritmo de cambio. Su modelo tiene que ser puesto al día. Sus reacciones al cambio se hacen inadecuadas en la medida en que el modelo se retrasa; se vuelve cada vez más inseguro, más ineficaz. Existe una fuerte presión sobre el individuo para que se mantenga al nivel del ritmo generalizado. En las sociedades tecnológicas, el cambio actual es tan rápido y desaforado que las verdades de ayer se convierten súbitamente, hoy, en ficciones, y los miembros más aptos e inteligentes de la sociedad confiesan lo mucho que les cuesta absorber el alud de nuevos conocimientos, incluso en campos sumamente limitados. «Es imposible mantener contacto con todo lo que uno quiere», se lamenta el doctor Rudolph Stohler, zoólogo de la Universidad de California, en Berkeley. «Empleo de un 25 a un 50 por ciento de mis horas de trabajo tratando de saber lo que pasa», dice el doctor I. E. Wallen, jefe de Oceanografía de la «Smithsonian Institution», de Washington. El doctor Emilio Segre, Premio Nobel de Física, declara: «Sólo en lo referente a los mesones K, es imposible leer cuanto se ha escrito.» Y otro oceanógrafo, el doctor Arthur Stump, confiesa: «Realmente, no puedo decir nada, a menos que se interrumpan las publicaciones durante diez años.» Los nuevos conocimientos, o bien amplían, o bien hacen pasar de moda los viejos. En todo caso, obligan a los interesados en ellos a reorganizar su almacén de imágenes. Les obliga a aprender de nuevo, hoy, lo que ayer creían saber. Así, Lord James, vicerrector de la Universidad de York, dice: «Me gradué en Química, en Oxford, en 1931.» Y refiriéndose a las preguntas de Química que se hacen hoy en los exámenes de Oxford, añade: «Comprendo que no sólo no puedo contestarlas, sino que nunca habría podido hacerlo, ya que al menos dos tercios de tales preguntas se refieren a conocimientos que no existían cuando me gradué.» Y el doctor Robert Hilliard, principal especialista en emisiones docentes de la Comisión Federal de Comunicaciones, lleva aún más lejos la cuestión: «Dado el ritmo a que se desarrolla el conocimiento, cuando el niño nacido hoy obtenga el grado de bachiller, el caudal de conocimientos del mundo será cuatro veces mayor que ahora. Cuando este niño tenga cincuenta años, el caudal será treinta y dos veces mayor, y el 97 por ciento de cuanto se sepa en el mundo habrá sido aprendido después de su nacimiento.» Aun admitiendo que la definición del «conocimiento» es muy vaga y que esta clase de estadísticas son necesariamente arriesgadas, es indudable que la oleada de nuevos conocimientos nos obliga a una especialización aún mayor y nos impulsa a revisar, cada vez más de prisa, nuestras imágenes interiores de la realidad. Y esto no se refiere únicamente a la abstrusa "información científica sobre partículas físicas o estructuras genéticas, sino también, y con la misma fuerza, a las diversas categorías de conocimiento que influyen de cerca en la vida cotidiana de millones de seres humanos. LA OLA FREUDIANA Sabemos que muchos conocimientos nuevos despiertan poco interés inmediato en el hombre de la calle. A éste no le intriga ni le impresiona el hecho de que un gas noble como el xenón pueda formar compuestos, cosa que hasta hace muy poco consideraban imposible la mayoría de los químicos. Aunque este conocimiento pueda producirle un impacto cuando se integre en una nueva tecnología, puede, mientras tanto, permitirse el lujo de ignorarlo. Pero hay muchos conocimientos nuevos que influyen directamente en sus problemas inmediatos: su trabajo, su política, su vida familiar e incluso su comportamiento sexual. Elocuente ejemplo de ello es el dilema con que se enfrentan actualmente los padres como consecuencia de los sucesivos y radicales cambios en la imagen del niño en sociedad y en nuestras teorías sobre educación. Por ejemplo, al terminar el pasado siglo, la teoría dominante en los Estados Unidos reflejaba la predominante creencia científica en la herencia como factor primordial del comportamiento. Madres que jamás habían oído hablar de Darwin o de Spencer criaban a sus pequeños de acuerdo con las difundidas opiniones de estos pensadores. Vulgarizadas y simplificadas, transmitidas de boca en boca, estas opiniones se reflejaban en la convicción de millones de personas corrientes de que «el niño malo es fruto de la mala raza», de que «el crimen es hereditario», etc.112. En las primeras décadas del siglo, estas actitudes hicieron marcha atrás ante el avance de la teoría del medio ambiente. La creencia de que el medio forma la personalidad, y de que los primeros años son los más importantes, creó una nueva imagen del niño. La obra de Watson y Pavlov empezó a deslizarse en el gallinero público. Las madres se hacían eco del nuevo «behaviorismo», negándose a alimentar a los niños si éstos así lo pedían, negándose a cogerlos cuando lloraban, y destetándoles pronto para evitar una dependencia prolongada. Martha Wolfenstein compara, en un estudio, los consejos brindados a los padres en siete sucesivas ediciones de Infant Care, manual publicado, entre 1914 y 1951, por el «United States Children's Bureau». Encontró claras oscilaciones en los métodos preferidos para resolver problemas tales como el destete, la costumbre de chuparse el dedo, la masturbación y el entrenamiento de los intestinos y de la vejiga. De este estudio se desprende claramente que, a finales de los años treinta, una nueva imagen del niño se había impuesto, a todas las demás. Los conceptos freudianos barrieron el mundo como una ola y revolucionaron las prácticas de crianza de los niños. De pronto, las madres oyeron hablar de «los derechos de los niños» y de la necesidad de «gratificación oral». La tolerancia se convirtió en la orden del día. Paralelamente, mientras la imagen freudiana del niño alteraba el comportamiento de los padres en Dayton, Dubuque y Dallas, la imagen del propio psicoanalista cambió. Los psicoanalistas se convirtieron en los héroes de la cultura113. Películas, guiones de televisión, novelas y revistas los presentaron como almas llenas de sabiduría y de bondad, como seres milagrosos capaces de rehacer las personalidades mutiladas. Desde la proyección de la película Spellbound (Recuerda), en 1945, y hasta finales de los años cincuenta, el analista fue descrito en términos francamente positivos por los grandes medios de difusión. Sin embargo, a mediados de los años sesenta se había convertido ya en una criatura cómica. Peter Sellers, en ¿Qué tal, Pussycat?, representó a un psicoanalista mucho más loco que la mayoría de sus pacientes, y pronto empezaron a circular «chistes de psicoanalistas» no sólo entre los sofisticados de Nueva York y California, sino también entre la población en general, ayudados, en primer lugar, por los mismos medios de difusión que habían creado el mito. Esta rotunda inversión de la imagen del psicoanalista (la imagen pública no es más que el conglomerado de las imágenes privadas de los que componen la sociedad) reflejaba también cambios en la investigación. En efecto, se acumulaban los indicios de que la terapéutica psicoanalítica no estaba a la altura de cuanto se decía de ella, y nuevos conocimientos en las ciencias del comportamiento, y en particular en psicofarmacología, hicieron que pareciesen curiosamente anticuadas muchas medidas terapéuticas freudianas. Al propio tiempo, se produjo un gran impulso investigador en el campo de la teoría del aprendizaje, iniciándose un nuevo rumbo en la crianza de los niños, esta vez hacia una especie de neobehaviorismo. En cada fase de esta evolución, una difundida serie de imágenes era atacada por otra serie de imágenes contrarias. Individuos que sostenían una de estas series eran fustigados en reportajes, artículos y documentales y amonestados por las autoridades, los amigos, los parientes e incluso los conocidos casuales que sostenían opiniones opuestas. Una misma madre, que apelaba a las mismas autoridades en dos momentos diferentes de la crianza de su hijo, recibía dos consejos distintos, fundados en diferentes inferencias sobre la realidad. Mientras, para los hombres del pasado, las normas de crianza de los niños permanecieron inmutables durante siglos, para la gente del presente y del futuro se han convertido, como otros muchos campos, en palenques donde se enfrentan sucesivas oleadas de imágenes, muchas de ellas originadas por la investigación científica. De este modo, el nuevo conocimiento altera al viejo. Los medios de difusión siembran, instantánea y persuasivamente, nuevas imágenes, y los individuos corrientes, que buscan ayuda para adaptarse al cada vez más complejo medio social, procuran mantenerse a la debida altura. Al propio tiempo, los acontecimientos —distintos de la investigación como a tal— machacan también nuestras viejas estructuras de imágenes. Barriendo rápidamente la pantalla de nuestra atención, borran las viejas imágenes y engendran otras nuevas. Después de las marchas de la libertad y de las algaradas en los ghettos negros, sólo un lunático habría podido insistir en la tan cacareada noción de que los negros son «niños felices», contentos con su pobreza. Después de la victoria relámpago de los israelíes sobre los árabes, en 1967, ¿cuántos conservan la imagen del judío resignado y pacifista, o cobarde en el campo de batalla? En instrucción, en política, en teoría económica, en medicina, en asuntos internacionales, ola tras ola de nuevas imágenes penetran en nuestras defensas y sacuden nuestros modelos mentales de la realidad. Resultados de este bombardeo son la acelerada extinción de las imágenes antiguas, un más rápido avance intelectual y un nuevo y profundo sentido de la impermanencia del propio conocimiento. CHAPARRONES DE «BEST SELLERS» Esta impermanencia se refleja en la sociedad de muy sutiles maneras. Espectacular ejemplo de ello es el impacto de la explosión de conocimientos sobre el clásico portador de los propios conocimientos: el libro. Al hacerse el conocimiento más copioso y menos permanente, presenciamos la virtual desaparición de la antigua, sólida y duradera encuadernación de piel, remplazada, al principio, por la de tela, y, después, por las cubiertas de papel. El propio libro, como una gran parte de la información que contiene, se ha hecho más transitorio. Hace diez años, el especialista en sistemas de comunicaciones, Sol Cornberg114, profeta radical en el campo de la tecnología de los libros, declaró que la lectura dejaría de ser muy pronto la forma primordial de adquisición de información. «La lectura y la escritura —dijo— se convertirán en artes anticuadas.» (Por curiosa ironía, la esposa de Mr. Cornberg es novelista.) Tenga o no razón, un hecho es evidente: la increíble expansión de conocimiento implica que cada libro (¡ay!, también éste) contenga una fracción cada vez menor de todo lo que se sabe. Y la revolución de los libros de bolsillo, con su alud de ediciones baratas, mengua el valor derivado de la rareza del libro, precisamente en el mismo instante en que la rápida pérdida de actualidad de los conocimientos reduce su valor informativo a largo plazo. Así, en los Estados Unidos, un libro de bolsillo aparece simultáneamente en 100.000 quioscos de periódicos, sólo para ser barrido, treinta días más tarde, por otra ola de publicaciones. De este modo, la temporalidad del libro se asemeja a la de las revistas mensuales. Ciertamente, muchos libros no son más que revistas «de un solo número». Al propio tiempo se abrevia la duración del interés del público por un libro, aunque éste sea muy popular. Así, por ejemplo, la permanencia de los best sellers en la lista de The New York Times se está reduciendo rápidamente. Existen marcadas irregularidades de un año a otro, y algunos libros consiguen capear el temporal. Sin embargo, si estudiamos los cuatro primeros años en que tenemos datos completos sobre la cuestión, 1953-1956, y los comparamos con un período similar de la década siguiente, 1963-1966, observamos que, durante el primer período, el best seller permaneció, por término medio, 18'8 semanas en la lista. Diez años más tarde, esta duración bajó a 15'7 semanas. Es decir, que en un período de diez años la expectativa de duración del best seller medio se redujo en casi un seis por ciento. Sólo podemos comprender estos fenómenos si captamos la verdad elemental subyacente. Estamos presenciando un proceso histórico que cambiará inevitablemente la psique del hombre. Pues desde la cosmética hasta la cosmología, desde la trivialidad del tipo Twiggy hasta las triunfales proezas de la tecnología, nuestras imágenes interiores de la realidad, respondiendo a la aceleración de los cambios exteriores a nosotros mismos, se hacen más breves, más temporales. Creamos y gastamos ideas e imágenes a velocidad creciente. El conocimiento, como las personas, los lugares, las cosas y las formas de organización se vuelve cada vez más fugaz. EL MENSAJE ELABORADO Una de las razones de que nuestras imágenes interiores de la realidad cambien con creciente rapidez puede ser el aumento de velocidad con que los mensajes cargados de imágenes llegan a nuestros sentidos. Poco se ha hecho para investigar esto científicamente; pero existen pruebas de que estamos aumentando la exposición del individuo a los estímulos portadores de imágenes. Para comprenderlo, debemos examinar, primero, las fuentes básjcas de las imágenes. ¿De dónde vienen los miles de imágenes que constituyen nuestro modelo mental? El medio exterior derrama estímulos sobre nosotros. Señales nacidas fuera de nosotros — ndas sonoras, luz, etcétera— chocan con nuestros órganos sensoriales. Una vez percibidas, estas señales son convertidas, por un procedimiento que sigue siendo un misterio, en símbolos de realidad, en imágenes. Estas señales que llegan a nosotros son de varios tipos. Algunas de ellas, podemos calificarlas de no cifradas. Así, por ejemplo, un hombre pasea por la calle y observa una hoja que el viento arrastra sobre la acera. Percibe este hecho a través de su aparato sensorial. Oye un rumor de arrastre. Ve un movimiento y un color verde. Siente el viento. A base de estas percepciones sensoriales, forma, de algún modo, una imagen mental. Podemos llamar mensaje a estas señales sensoriales. Pero este mensaje no ha sido, en el sentido corriente de la palabra, formado por el hombre. No ha sido concebido por alguien para comunicar alguna cosa, y la comprensión del hombre no depende directamente de una clave social, de una serie de signos o definiciones socialmente convenidas. Todos estamos rodeados y participamos en tales sucesos. Cuando se producen dentro del radio de alcance de nuestros sentidos, podemos recoger sus mensajes no cifrados y convertirlos en imágenes mentales. En realidad, cierta proporción de imágenes del modelo mental de cada individuo provienen de estos mensajes no cifrados. Pero también recibimos mensajes cifrados del exterior. Éstos son los que dependen de una convención social sobre su significado. Todos los lenguajes, ya se funden en palabra o ademanes, en redobles de tambor o en pasos de danza, en jeroglíficos, pictogramas o disposición de nudos en una cuerda, son otras tantas claves. Todos los mensajes transmitidos por medio de estos lenguajes son cifrados. Podemos presumir, con bastante seguridad, que al crecer y hacerse más complejas las sociedades, con la consiguiente proliferación de claves para la transmisión de imágenes de una persona a otra, la proporción de los mensajes no cifrados recibidos por la persona corriente ha disminuido en favor de los mensajes cifrados. Dicho en otras palabras, podemos presumir que, actualmente, los mensajes inventados por el hombre contribuyen más que la observación personal de hechos «no cifrados» a la formación de nuestra colección de imágenes. Además, podemos discernir también una sutil pero significativa variación en el tipo de mensajes cifrados. Para el campesino analfabeto de una sociedad agrícola del pasado, la mayoría de los mensajes que recibía podían ser calificados de comunicaciones casuales o «de andar por casa». El campesino se enzarzaba en vulgares conversaciones caseras, en chanzas, baladronadas o charlas de taberna, discusiones, quejas, bravatas, conversación infantil (y, en el mismo sentido, conversación animal), etcétera. Esto determinaba la naturaleza de la mayoría de los mensajes cifrados que recibía, siendo una de las características de esta clase de comunicación su calidad laxa, no estructurada, vocinglera o indocta. Compárese este caudal de información con los mensajes cifrados recibidos por el ciudadano corriente de la sociedad industrial de nuestros días. Además de todo lo dicho, recibe también mensajes —principalmente a través de los medios de difusión— hábilmente redactados por expertos en comunicación. Escucha las noticias; observa atentamente las representaciones teatrales, las emisiones televisadas, las películas; oye mucha música (forma de comunicación sumamente refinada); escucha frecuentes discursos. Por encima de todo, hace algo que no podía hacer su antepasado campesino: lee miles de palabras todos los días, todas ellas cuidadosamente impresas de antemano. De este modo, la revolución industrial, con el inherente y enorme desarrollo de los medios de difusión, altera radicalmente la naturaleza de los mensajes recibidos por el individuo corriente. Además de recibir del medio que le rodea mensajes no cifrados, y mensajes cifrados pero vulgares de las personas que viven junto a él, el individuo empieza ahora a recibir un número creciente de mensajes cifrados pero previamente elaborados. Estos mensajes elaborados se diferencian de los casuales o «de andar por casa», en un aspecto crucial: en vez de ser laxo y estar descuidadamente encuadrado, el producto elaborado tiende a ser más apretado, más condensado, menos redundante. Es altamente significativo, expurgado de innecesarias repeticiones, conscientemente encaminado a elevar al máximo el contenido informativo. Es, como dicen los teóricos de la comunicación, «rico en información». Este hecho, sumamente importante pero frecuentemente olvidado, puede ser observado por cualquiera que se tome el trabajo de comparar un disco de quinientas palabras de conversación casera (cifrada, pero casual) con quinientas palabras de un texto periodístico o de un diálogo de cine (también cifrado, pero elaborado). La conversación casual suele estar llena de repeticiones y de pausas. Las ideas se repiten varias veces, a menudo con las mismas palabras, y, si no, con ligeras diferencias. En cambio, las quinientas palabras del periódico o del diálogo de una película son cuidadosamente pensadas, rectilíneas. Comunican ideas relativamente originales. Tienden a una mayor corrección gramatical que la conversación corriente, y, si se formulan oralmente, son enunciadas con mayor claridad. Se prescinde del material superfluo. El editor, el escritor, el director —todos los que intervienen en la producción de un mensaje elaborado—, se esfuerzan en «dar agilidad al relato» o en producir «una acción rápida». No es accidental que los libros, las películas o las comedias televisadas se anuncien frecuentemente como «aventura trepidante», o «historia que se lee de prisa» o que «quita el resuello». Ningún editor o productor cinematográfico se atreverá a anunciar su obra como «reiterativa» o «redundante». Así, al acelerarse en nuestra sociedad la corriente de emisiones de radio y de televisión, de libros, revistas y novelas, y al aumentar la proporción de mensajes elaborados que recibe el individuo (con la consiguiente decadencia de los mensajes no cifrados, o cifrados casuales), presenciamos un cambio profundo: una continua aceleración del ritmo normal con que los mensajes productores de imágenes se presentan al individuo. El mar de información cifrada que le rodea empieza a golpear sus sentidos con nueva urgencia. Esto contribuye a explicar el sentido de prisa en los asuntos cotidianos. Pero si el industrialismo se caracteriza por una aceleración de las comunicaciones, el paso al superindustrialismo está marcado por un intenso esfuerzo para acelerar aún más este proceso. Las olas de información cifrada se convierten en violentas masas rompedoras, y nos asaltan a creciente velocidad, golpeándonos, tratando de abrirse paso en nuestro sistema nervioso. MOZART ACELERA EL PASO Actualmente, en los Estados Unidos, el tiempo medio empleado por los adultos en la lectura de periódicos es de cincuenta y dos minutos al día. La misma persona que dedica casi una hora a los periódicos pasa también algún tiempo leyendo revistas, libros, carteles, recetas, instrucciones, marbetes de latas de conserva, anuncios de los envoltorios del desayuno, etcétera. Rodeado de letra impresa, «ingiere» de 10.000 a 20.000 palabras impresas al día, entre las muchísimas más que le son presentadas. La misma persona emplea, probablemente, una hora en escuchar la radio..., sobre todo si tiene un receptor de frecuencia modulada. Si escucha el noticiario, la información comercial, los comentarios u otros programas parecidos, oirá, durante este período, unas 11.000 palabras previamente elaboradas. Y si pasa otras cuantas horas viendo la televisión, podemos añadir otras 10.000 palabras, más una serie de imágenes visuales cuidadosamente ordenadas y altamente intencionadas115. Ciertamente, nada hay más intencionado que los anuncios, y, hoy, el americano adulto corriente se ve asaltado por un mínimo de 560 mensajes publicitarios cada día116. Sin embargo, de estos 560 mensajes que se le transmiten, sólo observa setenta y seis. En efecto, cierra la puerta a los otros 484 mensajes publicitarios para centrar su atención en otras materias. Todo esto representa una presión de los mensajes elaborados sobre sus sentidos. Y esta presión va en aumento. En un esfuerzo por transmitir mensajes productores de imágenes de más rico contenido, y a una velocidad aún mayor, los técnicos en comunicaciones, los artistas y otras personas trabajan concienzudamente para que cada instante de actuación de los medios de difusión lleve consigo una mayor información y un mayor peso emocional. Así, vemos que en la información masiva cada vez se emplea más el simbolismo. Actualmente, los publicitarios, en un deliberado intento de introducir, en un momento dado, más mensajes en la mente del individuo, emplean copiosamente las técnicas simbólicas de las artes. Pensemos en el «tigre» presuntamente introducido en el deposito de gasolina. Aquí, una sola palabra transmite al público una clara imagen visual que, desde la infancia, se asimiló a poder, velocidad y fuerza. Las páginas de las revistas anunciadoras comerciales, como Printer's Ink, están llenas de elaborados artículos técnicos sobre el empleo del simbolismo verbal y visual para acelerar el caudal de imágenes. En realidad, muchos artistas actuales podrían aprender de los publicitarios nuevas técnicas de aceleración de imágenes. Si los anunciantes, que deben pagar cada fracción de segundo a la Radio o a la Televisión, y que se disputan la vacilante atención del público en periódicos y revistas, se esfuerzan en comunicar un máximo de imágenes en un mínimo de tiempo, también existen pruebas de que, al menos algunos componentes del público, quieren aumentar su ritmo de recepción de mensajes y elaboración de imágenes. Esto explica el éxito fenomenal, entre estudiantes, ejecutivos, políticos y otros, de los cursos de lectura rápida. Una importante escuela de lectura rápida afirma que triplica la capacidad, de lectura de casi todos los individuos, y algunos lectores alardean de poder leer perfectamente miles de palabras por minuto..., pretensión vigorosamente desmentida por muchos expertos en lectura. Sea o no posible tal velocidad, lo cierto es que el ritmo de comunicación se acelera Las personas ocupadas luchan desesperadamente todos los días para absorber la mayor cantidad posible de información. Cabe conjeturar que la lectura rápida les ayuda a conseguirlo. Pero este impulso hacia la aceleración de las comunicaciones no se limita en modo alguno a la publicidad y a la palabra impresa. El deseo de elevar al máximo el contenido del mensaje en un mínimo de tiempo, explica, por ejemplo, los experimentos realizados por ciertos psicólogos de los Institutos Americanos de Investigación, que grabaron conferencias en discos y tocaron éstos a velocidad mayor que la normal, comprobando después el grado de comprensión de los oyentes. Objetivo: averiguar si los estudiantes aprenderían más si los profesores hablasen más de prisa117. El propio intento de. acelerar la información explica la reciente obsesión de la pantalla dividida y de las películas con pantallas múltiples. En la Feria Mundial de Montreal, los visitantes se encontraban, un pabellón tras otro, no con las tradicionales pantallas donde aparece una ordenada sucesión de imágenes visuales, sino con dos, tres o cinco pantallas que emitían al mismo tiempo sus mensajes. En éstas, diversas historias se desarrollan simultáneamente, exigiendo del espectador la habilidad de recibir, al mismo tiempo, muchos más mensajes que cualquier aficionado al cine de pasados tiempos, o bien de censurar o bloquear ciertos mensajes para mantener el ritmo de absorción o el estímulo imaginativo dentro de límites razonables. El autor de un artículo publicado en Life, titulado «Una revolución fílmica para iluminar la mente humana», describe exactamente la experiencia con estas palabras: «El hecho de tener que contemplar seis imágenes al mismo tiempo, de tener que ver en veinte minutos el equivalente a una película de largo metraje, excita y harta a la gente.» En otro pasaje, dice que una película de pantallas múltiples «condensa el tiempo al poner más cosas en un momento». Incluso en música se pone de manifiesto este impulso acelerador. En una conferencia de compositores y especialistas en computadoras, celebrada no hace mucho en San Francisco, se dijo que, desde hacía varios siglos, la música había experimentado «un aumento en la cantidad de información auditiva transmitida durante un período de tiempo dado», y también existen pruebas de que los músicos actuales tocan las piezas de Mozart, Bach y Haydn a un ritmo más rápido que el empleado para tocar la misma música en la época en que fue compuesta. Mozart aprieta, pues, el paso118. UN SHAKESPEARE SEMIANALFABETO Si nuestras imágenes de la realidad cambian con mayor rapidez, y si se acelera la máquina de transmisión de imágenes, un cambio parecido viene a alterar las propias claves que empleamos. Pues también el lenguaje experimenta convulsiones. Según el lexicógrafo Stuart Berg Flexner119, primer director del Random House Dictionary of English Language, «las palabras que empleamos cambian hoy más rápidamente, y no sólo en el nivel vulgar, sino en todos los niveles. La rapidez con que las palabras nacen y mueren es cada vez mayor. Y esto no sólo parece cierto en el idioma inglés, sino también en el francés, el ruso y el japonés». Flexner ilustra este aserto con la pasmosa sugerencia de que de los 450.000 vocablos «utilizables» que se calculan en el idioma inglés actual, sólo unos 250.000 habrían resultado comprensibles para William Shakespeare. Si Shakespeare se materializase hoy en Londres o en Nueva York, sólo comprendería, por término medio, cinco de cada nueve palabras de nuestro vocabulario. El bardo sería semianalfabeto. Esto implica que si el idioma tenía el mismo número de palabras en los tiempos de Shakespeare que en la actualidad, al menos 200.000 vocablos —y quizá varias veces otros tantos— cayeron en desuso y fueron remplazados en estos cuatro siglos. Además, Flexner asegura que una tercera parte de este cambio se ha producido en sólo los últimos cincuenta años. Si esto es correcto, significa que hoy, los vocablos caen en desuso y son sustituidos a una velocidad tres veces mayor que durante el período de 1564 a 1914. Este elevado grado de mutación refleja cambios en las cosas, los fenómenos y las cualidades del medio. Algunas palabras nuevas proceden directamente del mundo de los productos de consumo y de la tecnología. Así, por ejemplo, palabras tales como fastback, wash-and-wear o flashcube, fueron introducidas en el diccionario por la duplicidad en años recientes. Otras palabras proceden de los titulares de los periódicos. Sit-in y swim-in son productos recientes del movimiento de derechos civiles; teach-in, un producto de la campaña contra la guerra del Vietnam; be-in y love-in, productos de la subcultura hippie. El culto de la LSD ha acarreado una profusión de nuevas palabras: acid-head, psichedelic, etcétera. A nivel del slang, el ritmo de cambio es tan rápido que ha obligado a los que confeccionan el diccionario a cambiar de criterio sobre la inclusión de vocablos. «En 1954 —dice Flexner—, cuando empecé a trabajar en el Dictionary of American Slang, no se me ocurría incluir una palabra si no encontraba al menos tres usos de la misma en un período de cinco años. Actualmente, este criterio sería imposible. El lenguaje, como el arte, depende cada vez más de la moda. Por ejemplo, los términos de slang "fab" y "gear" duraron menos de un año. Ingresaron en el vocabulario de los adolescentes en 1966, y en 1967 habían desaparecido. Para el slang, no se puede ya emplear un criterio fundado en el tiempo.» Una circunstancia que contribuye a la rápida introducción y caída en desuso de ciertas palabras es la increíble velocidad con que un vocablo nuevo puede inyectarse en las masas. A finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, se pudo observar que ciertas palabras de la jerga escolar, como rubric o subsumed, eran recogidas de los diarios académicos, empleadas en periódicos de reducida circulación, como New-York Review of Books o Commentary, adoptadas después por Esquire, con su tirada de 800.000 a 1.000.000 de ejemplares, y por último difundida en un ámbito mayor por Time, Newsweek y las grandes revistas de masas. Actualmente, el proceso se ha abreviado. Los directores de las revistas de masas recogen no solamente los vocablos de las publicaciones intelectuales intermedias, sino que, en su prisa por colocarse «en primera fila», acuden también directamente a la Prensa escolar. Cuando, en el otoño de 1964, Susan Sontag 120 desenterró la palabra camp y la empleó como base de un ensayo en la Partisan Review, Time esperó solamente unas semanas para dedicar un artículo a esta palabra y a su redescubridora. Al cabo de otras pocas semanas, el término floreció en los periódicos y en otros medios de difusión masiva. Hoy, la misma palabra ha caído virtualmente en desuso. Teenybopper es otro vocablo que nació y murió con sorprendente rapidez. Un ejemplo más significativo de las oscilaciones del lenguaje lo tenemos en el súbito cambio de sentido del término étnico black. Durante muchos años, los americanos de piel oscura consideraron este término como racista. Los blancos liberales enseñaron a sus hijos a emplear la palabra «Negro», con mayúscula. Pero, poco después de que Stokely Carmichael proclamase, en junio de 1966, la doctrina del Black Power (Poder Negro) en Greenwood, Mississippi, el calificativo black fue considerado motivo de orgullo, tanto para los negros como para los blancos del movimiento en pro de la justicia racial. Pillados desprevenidos, los liberales blancos pasaron por un período de confusión, sin saber si tenían que decir Negro o Black. Y black quedó plenamente legitimado cuando los medios de difusión adoptaron su nuevo significado. Al cabo de unos tres meses, black era «in», y Negro era «out». Pero aún pueden citarse casos más rápidos de difusión. «Los Beatles —dice el lexicógrafo Flexner—, cuando estaban en la cumbre de su fama, podían inventar la palabra que quisieran, introducirla en un disco, y, al cabo de un mes, formaba parte del idioma. En determinada época, tal vez no más de cincuenta personas empleaban en la NASA la palabra A-OK. Pero cuando un astronauta la empleó durante un vuelo televisado, el vocablo ingresó en el idioma en un solo día. Lo propio puede decirse de otros términos espaciales, como sputnik y all systems go.» Al nacer nuevas palabras murieron viejos vocablos. Un retrato de una muchacha desnuda ya no es una pin-up o un cheesecake shot, sino una playmate. Hep cedió el sitio a hip; hipster a hippie. Go- o se introdujo en el lenguaje a velocidad de vértigo, pero ya ha dejado de emplearse entre los que son realmente with it. Los cambios en el lenguaje parecen extenderse también a formas de comunicación no verbales. Tenemos ademanes de slang, de la misma manera que tenemos palabras de slang; por ejemplo, el pulgar hacia arriba o hacia abajo, tocarse la nariz con el pulgar, hacer la mamola o pasarse un dedo por el cuello, simulando una degollación. Los profesionales que observan la evolución del lenguaje mímico creen que también éste está cambiando con gran rapidez. Algunos ademanes que eran considerados como semiobscenos, son ahora más aceptables, debido al cambio de los valores sexuales en la sociedad. Otros que sólo eran empleados por unos pocos son de uso mucho más generalizado. Un ejemplo de difusión, observa Flexner, es el copioso empleo que se hace actualmente del ademán de desprecio y desafío consistente en levantar el puño y torcerlo. A esto contribuyó probablemente la invasión de películas italianas que cayó sobre Estados Unidos en los años cincuenta y sesenta. De modo parecido, el dedo levantado —el ademán «la tuya»— parece ser más respetable y corriente que en otros tiempos. Simultáneamente, otros ademanes han desaparecido virtualmente o han adquirido significados radicalmente nuevos. El círculo formado con el pulgar y el índice, para indicar que todo marcha bien, parece estar en decadencia; la «V de Victoria» de Churchill se emplea ahora por los protestatarios para significar algo completamente distinto: «paz», no «victoria». Hubo un tiempo en que el hombre aprendía el lenguaje de su sociedad y lo empleaba, con pocos cambios, durante toda su vida. Su «relación» con cada palabra o ademán conocidos era duradera. Hoy no lo es, casi en absoluto.] ARTE: CUBISTAS Y CINETICISTAS El arte, como el ademán, es una forma de expresión no verbal y un canal de primer orden para la transmisión de imágenes. Aquí, las pruebas de fugacidad son, si cabe, aún más pronunciadas. Si consideramos cada escuela de arte como si fuese un lenguaje basado en palabras, observamos la sucesiva sustitución no de las palabras, sino de todo el lenguaje, y ello de una sola vez. En el pasado, raras veces se veía un cambio fundamental de estilo artístico en el curso de la vida de un hombre. Un estilo o una escuela duraban, por regla general, varias generaciones. En la actualidad, la rapidez del cambio en el arte es realmente cegadora: el observador apenas si tiene tiempo de «ver» florecer una escuela, de aprender su lenguaje, por así decirlo, antes de que se desvanezca. Irrumpiendo en escena durante el último cuarto del siglo XIX, el impresionismo fue sólo el primero de una serie de cambios destructores. Llegó en el momento en que el industrialismo empezaba su arrolladura marcha hacia delante, provocando una notable aceleración en el ritmo de la vida cotidiana. «Es, sobre todo, la furiosa velocidad de la evolución (tecnológica) y la manera de forzar el paso que parecen patológicos, particularmente cuando se comparan con el grado de progreso en anteriores períodos de la historia del arte y de la cultura —escribe el historiador del arte Arnold Hauser121, al describir el cambio de los estilos artísticos—. Pues el rápido desarrollo de la tecnología no sólo acelera el cambio de las modas, sino también el oscilante acento sobre los criterios del gusto estético... La contínua y cada vez más rápida sustitución de viejos artículos de uso cotidiano por otros nuevos... reajusta la velocidad a que se producen las revaloraciones filosóficas y artísticas...» Si situamos el intervalo impresionista entre 1875 y 1910, aproximadamente, vemos que su período de prevalencia duró unos treinta y cinco años. A partir de entonces, ninguna escuela o estilo, desde el futurismo hasta el fauvismo, desde el cubismo hasta el surrealismo, han dominado la escena durante tanto tiempo122. Uno tras otro, los estilos se suplantan. La escuela más duradera del siglo XX, el expresionismo abstracto, se mantuvo firme durante casi veinte años, desde 1940 hasta 1960, para dar paso a una sucesión frenética: el «pop», que duró tal vez unos cinco años; el «op», que atrajo la atención del público durante dos o tres años, y, por fin, el «arte cinético», nacido en el momento más oportuno, y cuya verdadera raison d'étre es la transitoriedad. Este cambio fantasmagórico se pone de manifiesto no sólo en Nueva York y San Francisco, sino también en París, en Roma, en Estocolmo, en Londres y en cualquier parte donde se halle algún pintor. Así, Robert Hughes escribe en New Society: «Consagrar a los nuevos pintores es, actualmente, uno de los deportes anuales de Inglaterra... El afán de descubrir, a cada año que pasa, una nueva tendencia en el arte inglés, ha llegado a ser una manía, una creencia eufórica y casi histérica en la renovación.» Ciertamente, dice, la esperanza de que cada año traerá un nuevo estilo y una nueva promoción de artistas es «una significativa parodia de la que es, en sí misma, una situación de parodia: el acelerado cambio en la vanguardia actual». Si las escuelas de arte pueden parangonarse con el lenguaje, las obras de arte individuales pueden compararse a las palabras. Si hacemos esta transposición, encontramos en el arte un proceso exactamente análogo al que se produce actualmente en el lenguaje verbal. También aquí las «palabras» —es decir, las obras de arte individuales— entran y salen del vocabulario a creciente velocidad. Desde las galerías o las páginas de las revistas populares, las obras individuales pasan fugazmente por nuestra conciencia; si nos paramos a mirar, ya han desaparecido. Algunas veces, desaparece literalmente la propia obra: muchas de ellas son collages o construcciones a base de materiales frágiles, que se destruyen en poco tiempo. Una buena parte de la confusión reinante en el mundo del arte actual se debe a que los medios culturales establecidos se niegan a reconocer, de una vez para siempre, que el «elitismo» y la permanencia han muerto; así lo afirma, al menos, John McHale, el imaginativo escocés, medio artista, medio científico social, que dirige el «Center for Integrative Studies» de la Universidad del Estado de Nueva York, en Binghamton. En un vigoroso ensayo titulado The Plastic Parthenon, McHale observa que «los cánones tradicionales del criterio literario y artístico... tienden a dar un gran valor a la permanencia, a la calidad de único y al duradero valor universal de obras escogidas». Estas normas estéticas, arguye, eran bastante adecuadas en un mundo de artículos hechos a mano y en que unas élites relativamente reducidas marcaban la pauta del buen gusto. Pero estas mismas normas «no nos permiten en modo alguno sopesar adecuadamente nuestra situación actual, en que se producen, venden y consumen cantidades astronómicas de artefactos. Éstos pueden ser idénticos, o sólo marginalmente distintos. En diversos grados, son perecederos, remplazables, y carecen de todo "valor" único o "verdad" intrínseca». Los artistas actuales, opina McHale123, no trabajan para una pequeña élite, ni se toman en serio la idea de permanencia como virtud. El futuro del arte, dice, «parece no depender de la creación de obras maestras perdurables». Los artistas trabajan, más bien, a corto plazo. McHale concluye: «Los cambios acelerados en la condición humana requieren una serie de imágenes simbólicas del hombre de acuerdo con las exigencias de un cambio constante, de una impresión fugaz y de un alto grado de transitoriedad.» Necesitamos, dice, «una serie de iconos que puedan ser sustituidos, que puedan tirarse». Se puede discutir la afirmación de McHale de que en el arte la transitoriedad es deseable. Tal vez el apartamiento de la permanencia es un error táctico. Incluso puede argüirse que nuestros artistas emplean una magia homeopática y se comportan como hombres primitivos que, asustados por una fuerza que no comprenden, tratan de dominarla mediante una ingenua imitación. Pero sea cual fuere la actitud de cada cual con respecto al arte contemporáneo, la transitoriedad sigue siendo un hecho inexorable, una tendencia social e histórica tan típica de nuestro tiempo que no puede ser desdeñada. Y está claro que los artistas reaccionan en consecuencia. El impulso hacia la transitoriedad en el arte explica todo el desarrollo de la más transitoria obra de arte, el happening (ocurrencia). Allan Kaprow, a quien muchos señalan como creador del happening, declaró explícitamente su relación con la cultura de transitoriedad en que vivimos. El happening, según sus partidarios, se realiza idealmente una sola vez. El happening es el «Kleenex» del arte. De la misma manera, el arte cinético puede ser considerado como la encarnación del modularismo. Las esculturas o construcciones cinéticas se arrastran, silban, zumban, oscilan, se retuercen, vibran o laten; tienen luces que destellan; cintas magnéticas que giran; elementos de plástico, acero, vidrio y cobre que cambian de posición, formando conjuntos fugaces dentro de un marco a veces oculto. Aquí, los hilos y las conexiones tienden a ser la parte menos transitoria de la estructura, de la misma manera que las grúas y las torres de servicio del «Palacio de la Risa» de Joan Littlewood están proyectadas para sobrevivir a cualquier distribución particular de los componentes modulares. Sin embargo, la intención de la obra cinética es crear un máximo de variedad y de transitoriedad. Jean Clay observó que, en una obra de arte tradicional, «la relación de las partes con el todo había sido decidida para siempre». En cambio, en el arte cinético «el equilibrio de formas está en movimiento». Muchos artistas trabajan actualmente con ingenieros y científicos con la esperanza de explorar los últimos procedimientos técnicos para su propio fin: la simbolización del impulso acelerador en la sociedad. «La velocidad —escribe Francastel, crítico francés de arte— se ha convertido en algo jamás soñado, y el movimiento constante en la experiencia íntima del hombre.» El arte refleja esta nueva realidad. Así, encontramos artistas franceses, ingleses, estadounidenses, escoceses, suecos, israelíes, etcétera, que crean imágenes cinéticas. Tal vez fue Yaacov Agam, cineticista israelí, quien mejor expresó este credo al decir: «Somos diferentes de lo que éramos hace tres minutos, y dentro de tres minutos volveremos a ser distintos... Yo trato de expresar plásticamente esta noción creando una forma visual que no existe. La imagen aparece y desaparece, pero nada se conserva.» La culminación final de tales esfuerzos es la creación de esos nuevos y reales «palacios de la risa» llamados night-clubs de ambiente total, donde el público se sume en un espacio donde luces, colores y sonidos cambian constantemente de forma. En efecto, el asistente penetra en el interior de una obra de arte cinética. También aquí, el armazón, el propio edificio, es la única parte duradera del conjunto, mientras que el interior tiende a producir combinaciones transitorias de impulsos sensoriales. Que se considere divertido o no, depende, tal vez, del individuo; pero la dirección general del movimiento es clara. En arte, como en lenguaje, corremos hacia la impermanencia. Las relaciones del hombre con las imágenes simbólicas se hacen cada vez más temporales. UN MECANISMO NERVIOSO Los sucesos desfilan velozmente, obligándonos a revisar nuestras presunciones, nuestras imágenes previas de la realidad124. La investigación destruye viejos conceptos sobre el hombre y la Naturaleza. Las ideas surgen y se extinguen a frenética velocidad. (Un ritmo que, al menos en lo que atañe a la ciencia, se ha calculado en veintiuna veces más rápido que hace sólo un siglo.) Mensajes cargados de imágenes martillean nuestros sentidos. Mientras tranto, el lenguaje y el arte, claves con que transmitimos los mensajes portadores de imágenes, cambian también con creciente rapidez. Con todo esto, nosotros mismos no podemos permanecer —y no permanecemos— inmutables. Si el individuo tiene que adaptarse con éxito al agitado ambiente, ha de acelerar el ritmo de su formación de imágenes. Nadie sabe realmente cómo convertimos las señales externas en imágenes interiores. Sin embargo, la psicología y la ciencia de la información arrojan alguna luz sobre lo que ocurre una vez nacida la imagen. Sugieren, para empezar, que el modelo mental está organizado en muchas estructuras de imagen sumamente complejas, y que las nuevas imágenes son archivadas en estas estructuras de acuerdo con varios principios de clasificación. La imagen recién engendrada se archiva con otras imágenes correspondientes al mismo tema. Inferencias menores y más limitadas se clasifican en generalizaciones más amplias y comprensivas. Se comprueba la consistencia de la imagen con las que ya están en el archivo. (Existen pruebas de la existencia de un mecanismo nervioso específico que realiza esta comprobación de consistencia.) Resolvemos si la imagen es importante para nuestros fines, o si es ajena a éstos y, por ende, carece de importancia. Y también valoramos cada imagen: ¿es «buena» o «mala» para nosotros? Por último, hagamos lo que hagamos con ella, juzgamos también su verdad. Tomamos una resolución sobre la confianza que podemos depositar en ella. ¿Es exacto reflejo de la realidad? ¿Podemos fundar en ella nuestra acción? Una nueva imagen que se adapte de algún modo a la casilla de un tema, y que sea consistente con las imágenes ya almacenadas en ella, ofrece pocas dificultades. Pero si, como ocurre cada vez con mayor frecuencia, la imagen es ambigua, inconsistente o, peor aún, se desvanece ante nuestras previas inferencias, entonces el modelo mental tiene que ser forzosamente revisado. Muchas imágenes tendrán que ser clasificadas de nuevo, barajadas, cambiadas, hasta que encontremos una integración adecuada. A veces, grupos enteros de estructuras de imagen tienen que ser destruidos y formados de nuevo. En casos extremos, hay que revisar drásticamente la forma básica de todo el modelo. Así, pues, el modelo mental debe ser considerado no como una biblioteca estática de imágenes, sino como una entidad viva, fuertemente cargada de energía y de actividad. No es un «don» que recibimos pasivamente del exterior. Es, más bien, algo que construimos y reconstruimos a cada momento. Escrutando infatigablemente el mundo exterior con nuestros sentidos, sopesando la información importante para nuestras necesidades y deseos, realizamos un continuo proceso de redistribución y puesta al día. En cualquier momento dado, innumerables imágenes fenecen y se sumen en la negra inmensidad del olvido. Otras penetran en el sistema, y son examinadas y archivadas. Al propio tiempo, recuperamos imágenes, «las usamos» y las devolvemos al archivo, colocándolas, tal vez en otro sitio. Estamos constantemente comparando imágenes, asociándolas, señalándolas de otra manera y cambiándolas de posición. Esto es lo que se llama «actividad mental». Y, como la actividad muscular, es una forma de trabajo. Se requiere mucha energía para mantener el sistema en funcionamiento. El cambio, que pasa rugiendo por la sociedad, ensancha la brecha entre lo que creemos y lo que realmente es, entre las imágenes existentes y la realidad que se presume que reflejan. Cuando esta brecha es moderada, podemos enfrentarnos más o menos racionalmente con el cambio, podemos reaccionar con sensatez a las nuevas condiciones, podemos mantenernos asidos a la realidad. En cambio, cuando esta brecha se ensancha demasiado, nos sentimos cada vez más incapaces de contender, reaccionamos inadecuadamente, perdemos eficacia, hacemos marcha atrás o, simplemente, nos dejamos llevar por el pánico. En el caso más extremo, cuando la brecha se ensancha hasta el máximo, nos espera la psicosis... o incluso la muerte. Para mantener nuestro equilibrio de adaptación, para mantener la brecha en proporciones manejables, nos esforzamos en renovar nuestra colección de imágenes, en ponernos al día, en aprender de nuevo la realidad. De este modo, el impulso de aceleración exterior encuentra en el individuo adaptable una aceleración equivalente. Nuestros mecanismos de elaboración de imágenes, sean lo que fueren, se acostumbran a operar a velocidades cada vez mayores. Esto acarrea consecuencias que hasta ahora han sido en gran parte inadvertidas. Pues cuando clasificamos una imagen, cualquier imagen, realizamos una definida, y quizás incluso mensurable, inversión de energía en un molde específico de organización del cerebro. Aprender, requiere energía; y aprender de nuevo, aún más. «Todos los estudios sobre el aprendizaje —escribe Harold D. Lasswell, de Yale— parecen confirmar la opinión de que se emplean "energías" para retener lo aprendido, y de que nuevas energías son esenciales para desatar lo antiguo...» A nivel neurológico, sigue diciendo, «cualquier sistema establecido parece incluir un conjunto excesivamente intrincado de material celular, de cargas eléctricas y de elementos químicos. En cualquier sección de tiempo... la estructura somática representa una tremenda inversión de formas fijas y potenciales...». Esto quiere decir, en pocas palabras, algo muy sencillo: hay que pagar el nuevo aprendizaje o, en nuestra terminología, la reclasificación de imágenes125. En todo lo que se ha dicho sobre la necesidad de una instrucción continua, en todas las discusiones populares sobre reeducación, se oculta la presunción de que las posibilidades de reeducación del hombre son ilimitadas. Esto es, en el mejor de los casos, una suposición, no un hecho, y una suposición que requiere un atento escrutinio científico. El proceso de formación y clasificación de imágenes es, en definitiva, un proceso físico, dependiente de características finitas de las células nerviosas y de los elementos químicos del cuerpo. En el sistema nervioso, tal como está constituido, existen, casi con seguridad, límites a la cantidad y a la velocidad de elaboración de. imágenes por el individuo. ¿Con qué rapidez y continuidad puede el individuo revisar sus imágenes interiores, antes de chocar contra aquellos límites? Nadie lo sabe. Es muy posible que los límites se encuentren tan alejados de las necesidades actuales, que aquella triste hipótesis esté injustificada. Sin embargo, un hecho importante reclama nuestra atención: acelerar el cambio del mundo exterior, obligamos a cada momento al individuó a aprender de nuevo su medio. Esto trae consigo una nueva exigencia al sistema nervioso. Los hombres del pasado, al adaptarse a medios relativamente estables, conservaban lazos duraderos con sus propias concepciones internas de «las cosas como son». Nosotros, al adentrarnos en una sociedad altamente transitoria, nos vemos obligados a romper aquellas relaciones. Así como creamos y rompemos nuestras relaciones con las cosas, los lugares, las personas y las organizaciones a un ritmo cada vez más acelerado, debemos revisar también, a intervalos cada vez más breves, nuestros conceptos de la realidad, nuestras imágenes mentales del mundo. Así, pues, la transitoriedad, la forzosa abreviación de las relaciones del hombre no es simplemente una condición del mundo exterior. Proyecta también su sombra dentro de nosotros. Nuevos descubrimientos, nuevas tecnologías, nuevos arreglos sociales del mundo exterior irrumpen en nuestras vidas en forma de crecientes cambios, de duraciones cada vez más breves. Imprimen un ritmo más y más veloz a la vida cotidiana. Exigen un nuevo nivel de adaptación. Y montan el escenario para una enfermedad social, posiblemente devastadora: el «shock» del futuro. |
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