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TERCERA PARTE NOVEDAD Capítulo IX LA TRAYECTORIA CIENTÍFICA Estamos creando una nueva sociedad. No una sociedad cambiada. No una versión ampliada de nuestra sociedad presente. Sino una nueva sociedad. Esta simple premisa no ha empezado aún a matizar nuestra conciencia. Sin embargo, a menos que la comprendamos nos destruiremos a nosotros mismos al tratar de enfrentarnos con el mañana. Una revolución destruye instituciones y relaciones de poder. Esto es precisamente lo que ocurre hoy en todas las naciones de alta tecnología. Los estudiantes, en Berlín y Nueva York, en Turín y Tokio, secuestran a sus decanos y rectores, paralizan las grandes maquinarias docentes e incluso amenazan con derribar a los Gobiernos. La Policía se mantiene al margen de los ghettos de Nueva York, Washington y Chicago, mientras se vulneran descaradamente las antiguas leyes de la propiedad. Las normas sexuales saltan en pedazos. Grandes ciudades se ven paralizadas por las huelgas, la falta de autoridad y las algaradas. Las alianzas internacionales vacilan. Los líderes financieros y políticos tiemblan en secreto, no por miedo a los revolucionarios comunistas (o capitalistas), sino al ver que todo el sistema se les está escapando de las manos. Éstos son síntomas indiscutibles de una estructura social enferma, de una sociedad que no puede realizar siquiera sus funciones básicas del modo acostumbrado. Es una sociedad atrapada en la angustia del cambio revolucionario. En los años veinte y treinta, los comunistas solían hablar de «la crisis general del capitalismo». Ahora se ve claramente que se quedaban cortos. No es el capitalismo el que está en crisis, sino la propia sociedad industrial, con independencia de su forma política. Experimentamos simultáneamente una revolución de la juventud, una revolución sexual, una revolución racial, una revolución colonial, una revolución económica, y la más rápida y profunda revolución tecnológica de la Historia. Vivimos la crisis general del industrialismo. En una palabra: estamos en medio de la revolución superindustríal. Si el fracaso en captar este hecho entraña la imposibilidad de comprender el presente, ello hace que ciertos hombres, por lo demás inteligentes, se comporten estúpidamente al hablar del futuro. Les anima a pensar siguiendo caminos trillados. Al observar la burocracia actual, conjeturan ingenuamente que habrá más burocracia el día de mañana. Estas proyecciones lineales caracterizan la mayor parte de lo que se dice y se escribe sobre el futuro. Y hace que precisamente nos preocupemos por lo que no deberíamos hacerlo. Para enfrentarse con una revolución se necesita imaginación. Pues la revolución no discurre en línea recta. Salta, gira y retrocede. Se presenta en forma de saltos bruscos y de reversiones dialécticas. Sólo admitiendo la premisa de que marchamos hacia una fase completamente nueva de desarrollo eco-tecnológico —fase superindustrial—, podemos comprender nuestra era. Sólo aceptando la premisa revolucionaria podemos liberar nuestra imaginación y ponerla en condiciones de enfrentarse con el futuro. La revolución implica novedad. Vierte un alud de innovación sobre las vidas de innumerables individuos, enfrentándoles con instituciones extrañas y con situaciones de primera mano. Influyendo profundamente en nuestras vidas personales, los cambios que nos esperan transformarán las estructuras familiares tradicionales y las actitudes sexuales. Harán añicos las relaciones convencionales entre viejos y jóvenes. Derribarán nuestra escala de valores en lo tocante al dinero y el éxito. Alterarán el trabajo, el juego y la educación más allá de lo concebible. Y harán todo esto en un contexto de adelanto científico espectacular, bello y, sin embargo, terrorífico. Si la transitoriedad es la primera clave para comprender la nueva sociedad, la novedad es la segunda. El futuro se desplegará como una infinita sucesión de incidentes extraños, de descubrimientos sensacionales, de conflictos inverosímiles y de dilemas completamente nuevos. Esto significa que muchos miembros de la sociedad superindustrial no se sentirán jamás en ella «como en su casa». A semejanza del viajero que va a residir a un país lejano y se encuentra, una vez establecido, con que tiene que mudarse de nuevo, y así sucesivamente, llegaremos nosotros a sentirnos como «extraños en tierra extranjera». La revolución superindustrial puede hacer desaparacer el hambre, las epidemias, la ignorancia y la brutalidad. Además, y a pesar de las profecías pesimistas de los pensadores rectilíneos, el superindustrialismo no constreñirá al hombre, no le aplastará en una fría y penosa uniformidad; antes al contrario, irradiará nuevas oportunidades para el desarrollo, la aventura y el bienestar personales. Estará teñido de vivos colores y sorprendentemente abierto a la individualidad. El problema no estriba en si el hombre podrá sobrevivir a la reglamentación y a la standardización, sino, como veremos, si podrá sobrevivir a la libertad. En todo caso, el hombre no ha vivido nunca, realmente, en un medio atestado de novedades. El ritmo acelerado de la vida es una cosa, cuando las situaciones son más o menos conocidas; pero cuando las situaciones son desconocidas, extrañas y sin precedentes, la cosa cambia completamente. Al dar rienda suelta a la novedad, lanzamos al hombre contra lo no rutinario, contra lo imprevisto. Y al hacerlo así elevamos los problemas de adaptación a un nuevo y peligroso nivel. Pues la transitoriedad y la novedad forman una mezcla explosiva. Si todo esto nos parece dudoso, observemos algunas de las novedades que nos esperan. Combinando la inteligencia racional con todo lo que pueda darnos la imaginación, demos un vigoroso salto hacia el futuro. Y al hacerlo así no temamos ningún error ocasional, pues la imaginación sólo puede ser libre cuando se deja a un lado, temporalmente, el miedo a equivocarse. Más aún: al pensar sobre el futuro, es mejor errar por exceso de precaución. Uno lo comprende así, desde el momento en que empieza a escuchar a los hombres que, ya en la actualidad, están creando aquel futuro. Oigamos su explicación de algunas de las novedades próximas a salir de sus fábricas y laboratorios. LA NUEVA ATLÁNTIDA «Dentro de cincuenta años —dice el doctor F. N. Spiess, jefe del "Marine Physical Laboratory" de la "Scripps Institution of Oceanography"— el hombre podrá entrar y salir del mar, ocupándolo y explotándolo como parte integrante y utilizable del planeta, para su recreo, para la obtención de minerales 126 y comida, como vertedero de desperdicios, para operaciones y transportes militares, y, con el crecimiento de la población, como verdadero espacio habitable. Más de los dos tercios de la superficie del planeta están cubiertos por las aguas y de este territorio sumergido apenas un cinco por ciento ha sido correctamente determinado en los mapas. Sin embargo, sabemos que esta tierra submarina es rica en petróleo, gas, carbón, diamantes, azufre, cobalto, uranio, estaño, fosfatos y otros minerales. Y es un hervidero de peces y de plantas. Estas inmensas riquezas están a punto de ser buscadas y explotadas a una escala impresionante. Actualmente, sólo en los Estados Unidos más de 600 Compañías, incluidos gigantes tales como la «Standard Oil» y la «Union Caribe», se están preparando para una formidable lucha competitiva bajo los mares. La carrera se intensificará con el paso de los años, produciendo tremendos impactos en la sociedad. ¿Quién «posee» el fondo del océano y la vida marina que lo cubre? En el momento en que sea realizable y económicamente ventajosa la explotación minera del océano, podemos esperar un cambio en la balanza de recursos entre las naciones. Los japoneses extraen ya 10.000.000 de toneladas anuales de carbón de minas submarinas; Malasia, Indonesia y Tailandia obtienen estaño de minas oceánicas. Antes de mucho, las naciones pueden ir a la guerra por parcelas del fondo de los mares. Y tal vez se produzcan abruptos cambios en el grado de industrialización de naciones actualmente pobres en recursos. Tecnológicamente, pueden surgir nuevas industrias para elaborar los productos de los océanos. Otras confeccionarán complicados y carísimos instrumentos para los trabajos en el mar: embarcaciones exploradoras susceptibles de alcanzar grandes profundidades, submarinos de rescate, equipo electrónico para conducir bandadas de peces, y otras cosas parecidas. En estos campos, el ritmo de caída en desuso será muy veloz. La lucha competitiva espoleará cada innovación aceleradora. Culturalmente, podemos esperar que nuevas palabras irrumpan rápidamente en el lenguaje. La palabra «acuacultura» —término que define el cultivo científico del océano para obtener recursos alimenticios— ocupará su sitio junto a «agricultura». «Agua» —vocablo cargado de significados simbólicos y emocionales— adquirirá sentidos completamente nuevos. Junto con el nuevo vocabulario, surgirán nuevos símbolos en poesía, en pintura, en el cine y en otras artes. Representaciones de formas oceánicas de vida ingresarán en el dibujo artístico e industrial. La moda se verá influida por el océano. Se inventarán nuevos plásticos y otros materiales. Y se descubrirán nuevas drogas para curar las enfermedades o para alterar los estados mentales. Más importante aún: la creciente dependencia de los mares, a efectos de alimentación, alterará el régimen nutritivo de millones de personas, un cambio que, por sí solo, arrastra tremendos interrogantes en su estela. ¿Qué pasará con el nivel de energía de un pueblo, con sus deseos de realización, por no hablar de su bioquímica, de su altura y peso medios, de su grado de madurez, de su duración de vida, de sus enfermedades características e incluso de sus reacciones psicológicas, cuando su sociedad deje de confiar en la agricultura para pasar a depender de la acuacultura? La apertura de los mares puede traer también consigo para los primeros exploradores un nuevo espíritu de frontera, un estilo de vida lleno de aventuras, de peligros, de riqueza o de fama rápidamente conseguidas. Más tarde, cuando el hombre empiece a colonizar las plataformas continentales, y tal vez zonas más profundas, los pioneros serán seguidos por colonos que construirán ciudades artificiales bajo las ondas: ciudades de trabajo, ciudades científicas, ciudades médicas y ciudades de recreo, con sus hospitales, hoteles y viviendas. Si todo esto parece demasiado remoto, bueno será observar que el doctor Walter L. Robb, científico de «General Electric», mantuvo vivo un hámster debajo del agua, encerrándolo en una caja que es, en realidad, una branquia artificial, una membrana sinténtica que extrae aire del agua circundante, sin dejar entrar ésta. Tales membranas formaban el fondo, la tapa y dos lados de la caja en que fue sumergido el hámster. Sin estas branquias, el animal se habría ahogado. Con ellas pudo respirar bajo el agua. Tales membranas, dice «G. E.», pueden un día proporcionar aire a los ocupantes de estaciones experimentales submarinas. Quizá podrán ser incorporadas a las paredes de casas de apartamentos, hoteles y otras estructuras submarinas, o incluso —¿quién sabe?— al propio cuerpo humano. Ciertamente, las especulaciones de la vieja cienciaficción acerca de hombres provistos de branquias implantadas quirúrgicamente, no parecen ya tan imposibles y rebuscadas como antaño. Podemos crear (tal vez, incluso, criar) especialistas para trabajos oceánicos, hombres y mujeres preparados no sólo mentalmente, sino también físicamente, para trabajar, jugar y amar en el fondo de los mares. Pero aunque, en nuestra prisa por conquistar la frontera submarina, no apelemos a medios tan espectaculares, parece probable que la apertura de los océanos originará no simplemente nuevas especialidades profesionales, sino nuevos estilos de vida, nuevas subculturas orientadas al mar y, quizá nuevas sectas religiosas o cultos místicos en honor de los mares. Sin embargo, no hay que llevar tan lejos las especulaciones para comprender que el nuevo medio que envolverá al hombre traerá consigo, necesariamente, diferentes percepciones, nuevas sensaciones, una nueva sensibilidad al color y a la forma, nuevas maneras de pensar y de sentir. Además, la invasión del mar, cuyos inicios presenciaremos mucho antes del año 2000, no es más que una entre varias tendencias científico-tecnológicas, estrechamente ligadas entre sí, que están tomando ahora gran impulso y que habrán de tener, todas ellas, nuevas implicaciones sociales y psicológicas. LUZ DE SOL Y PERSONALIDAD La conquista de los mares está directamente relacionada con la exacta predicción del tiempo y en definitiva, con el control del clima. Lo que llamamos tiempo atmosférico es, en gran parte, consecuencia de la interacción del sol, el aire y el mar. Si llegamos a dominar las corrientes marinas, la salinidad y otros factores, y colocamos satélites meteorológicos en órbita, aumentaremos en gran manera nuestras posibilidades de prever exactamente el tiempo. Según el doctor Walter Orr Roberts127, que fue presidente de la «American Association for the Advancement of Science», «se prevé que, para mediados de los años setenta, tendremos todo el Globo bajo una continua observación meteorológica, a coste razonable. Con ello, podremos mejorar grandemente la previsión de tormentas, heladas, sequías y nieblas, y tendremos mayores posibilidades de evitar los desastres. Pero vemos también, en esta ampliación de los conocimientos actuales, una terrible arma de guerra potencial: la deliberada manipulación del tiempo en beneficio de los poderosos y en detrimento de sus enemigos, y quizá también de los neutrales. En un cuento de ciencia ficción titulado The Weather Man, Theodore L. Thomas describe un mundo cuya institución política central es un «Consejo del Tiempo». En él, los representantes de diversas naciones forjan la política del tiempo y dominan a los pueblos mediante procedimientos climáticos, enviando, para hacer cumplir sus leyes, una sequía a un sitio y una tormenta a otro. Tal vez pasará mucho tiempo antes de que tengamos un control regulado con esta precisión. Pero es indudable que ya han pasado los días en que el hombre tenía que limitarse a aceptar el tiempo que le enviaba el cielo. He aquí las audaces palabras de la «American Meteorological Society»128: «La modificación del tiempo es, hoy, una realidad.» Esto representa uno de los puntos cruciales de la Historia y proporciona al hombre un arma que podría influir radicalmente en la agricultura, los transportes, las comunicaciones y las diversiones. Sin embargo, a menos que se manejase con extraordinaria cautela, este don del control del tiempo podría ser nocivo para el hombre. El sistema meteorológico de la Tierra es un conjunto integrado; un cambio momentáneo en un punto puede provocar enormes consecuencias en todas partes. Incluso sin intenciones agresivas, existe el peligro de que al intentar remediar la sequía en un Continente se provoque un tornado en otro. Además las desconocidas consecuencias sociológicas de la manipulación del tiempo atmosférico podrían ser enormes. Por ejemplo, millones de americanos sentimos ansia del sol, según demuestran nuestras emigraciones masivas a Florida, California o las costas del Mediterráneo. Tal vez llegaremos a producir la luz del sol— o un remedo de ésta— a voluntad. La «National Aeronautics and Space Administration» está estudiando el proyecto de un gigantesco espejo orbital espacial, capaz de reflejar la luz del sol hacia las partes de la Tierra envueltas en la sombra de la noche. Un oficial de la NASA, George E. Mueller, declaró ante el Congreso que los Estados Unidos estarán en condiciones de lanzar grandes satélites reflectores de luz solar a mediados de los años setenta. (Tampoco sería imposible lanzar satélites que bloqueasen la luz del sol sobre regiones predeterminadas, sumiéndolas, al menos, en la penumbra.) El presente ciclo natural de luz y sombra está ligado a los ritmos biológicos humanos según sistemas todavía inexplorados. Es fácil imaginar el empleo de espejos orbitales para alterar las horas de luz, por razones agrícolas, industriales o incluso psicológicas. Por ejemplo, la introducción de días más largos en Escandinavia podría influir grandemente en los tipos de cultura y personalidad que hoy caracterizan aquella región. Dicho en términos de relativa chanza, ¿que sería del arte sombrío de Ingmar Bergman el día en que cesase la oscuridad en Estocolmo? ¿Podría haber concebido en otro clima |
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