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Index Medicus, ni en ninguna lista de anomalías psicológicas. Pero a menos de que se tomen inteligentes medidas para combatirlo, millones de seres humanos se sentirán cada vez más desorientados, progresivamente incapaces de actuar de un modo racional dentro de su medio. La angustia, la neurosis colectiva, la irracionalidad y la desenfrenada violencia, ya manifiestas en la vida contemporánea, son simples prefiguraciones de lo que puede depararnos el futuro, a menos de que consigamos comprender y tratar esta enfermedad. El «shock» del futuro es un fenómeno de tiempo, un producto del ritmo enormemente acelerado del cambio en la sociedad. Nace de la superposición de una nueva cultura sobre la antigua. Es un «shock» cultural en la sociedad de uno mismo. Pero su impacto es mucho peor. Pues la mayoría de los hombres del Cuerpo de Paz y, de hecho, la mayoría de los viajeros, tienen la tranquilizadora seguridad de que la cultura que dejaron atrás les estará esperando a su regreso. Y esto no ocurre con la víctima del «shock» del futuro. Si sacamos a un individuo de su propia cultura y lo colocamos súbitamente en un medio completamente distinto del suyo, con una serie diferente de catalizadores — diferentes conceptos de tiempo, espacio, trabajo, amor, religión, sexo, etcétera—, y le quitamos toda esperanza de volver a un paisaje social más conocido, la dislocación que sufrirá será doblemente grave. Más aún: si esta nueva cultura está, a su vez, en constante agitación, y si —peor aún— sus valores cambian incesantemente, la impresión de desorientación será cada vez más intensa. Dada la escasez de claves sobre la clase de comportamiento racional a observar en circunstancias completamente nuevas, la víctima puede convertirse en un peligro para sí misma y para los demás. Imaginemos, ahora, no un individuo, sino una sociedad entera, una generación entera —incluidos sus miembros más débiles, menos inteligentes y más irracionales—, trasladada de pronto a este mundo nuevo. El resultado es una desorientación en masa, el «shock» del futuro a gran ,escala. Ésta es la perspectiva con que se enfrenta el hombre. El cambio cae como un alud sobre nuestras cabezas, y la mayoría de la genté está grotescamente impreparada para luchar con él. RUPTURA CON EL PASADO ¿Es todo esto una exageración? Creo que no. Ha llegado a ser un tópico el decir que estamos viviendo «una segunda revolución industrial». Con esta frase, se pretende describir la rapidez y la profundidad del cambio a nuestro alrededor. Pero, además de ser vulgar, puede inducir a error. Pues lo que está ocurriendo ahora es, con toda probabilidad, más grande, más profundo y más importante que la revolución industrial. En realidad, un creciente grupo de opinión, digno de confianza, afirma que el momento actual representa nada menos que el segundo hito crucial de la historia humana, sólo comparable, en magnitud, a la primera gran interrupción de la continuidad histórica: el paso de la barbarie a la civilización. Esta idea aparece cada vez más a menudo en los escritos de los científicos y de los tecnólogos. Sir George Thomson1 , físico británico, ganador del Premio Nobel, indica, en El futuro previsible, que el hecho histórico que más puede compararse con el momento actual no es la revolución industrial, sino más bien «la invención de la agricultura de la edad neolítica». John Diebold2, experto fcamericano en automatización, advierte que «los efectos de la revolución tecnológica que estamos viviendo serán más profundos que los de cualquier cambio social producido con anterioridad. Y Sir León Bagrit3, fabricante inglés de computadoras, insiste en que la automatización representa, por sí sola, «el mayor cambio en toda la Historia de la Humanidad». Pero no sólo los hombres de ciencia y los tecnólogos comparten estos puntos de vista. Sir Herbert Read4, filósofo del arte, nos dice que estamos viviendo «una revolución tan fundamental que hemos de retroceder muchos siglos para encontrar algo parecido. Posiblemente, el único cambio comparable es el que se produjo entre el Paleolítico y el Neolítico...» Y Kurt W. Marek5, más conocido por el nombre de C. W. Ceram, como autor de Dioses, tumbas y sabios, declara que «nosotros, en el siglo XX, estamos terminando una era de la Humanidad que empezó hace cinco mil años... No estamos, como presumió Spengler, en la situación de Roma al nacer el Occidente cristiano, sino en la del año 3000 a. de J.C. Abrimos los ojos como el hombre prehistórico y vemos un mundo completamente nuevo». Una de las más sorprendentes declaraciones sobre esta cuestión se debe a Kenneth Boulding6, eminente economista y sagaz pensador social. Justificando su opinión de que el momento actual representa un punto crucial de la historia humana, Boulding observa que, «en lo que atañe a muchas series estadísticas relativas a actividades de la Humanidad, la fecha que divide la historia humana en dos partes iguales está dentro del campo del recuerdo de los que vivimos». Efectivamente, nuestro siglo representa la Gran Línea Divisoria en el centro de la historia humana. Y asi, afirma: «El mundo de hoy es tan distinto de aquel en que nací, como lo era éste del de Julio César7. Yo nací, aproximadamente, en el punto medio de la historia humana hasta la fecha. Han pasado casi tantas cosas desde que nací, como habían ocurrido antes.» Esta sorprendente declaración puede ilustrarse de muchas maneras. Se ha observado, por ejemplo, que, si los últimos 50,000 años de existencia del hombre se dividiesen en generaciones de unos sesenta y dos años, habrían transcurrido, aproximadamente, 800 generaciones. Y, de estas 800, más de 650 habrían tenido las cavernas por escenario. Sólo durante los últimos setenta lapsos de vida ha sido posible, gracias a la escritura, comunicar de unos lapsos a otros. Sólo durante los últimos seis lapsos de vida han podido las masas leer textos impresos. Sólo durante los últimos cuatro ha sido posible medir el tiempo con precisión. Sólo durante los dos últimos se ha utilizado el motor eléctrico. Y la inmensa mayoría de los artículos materiales que utilizamos en la vida cotidiana adulta ha sido inventada dentro de la generación actual, que es la que hace el número 800. Esta 800a generación marca una ruptura tajante con toda la pasada experiencia humana, porque durante el mismo se ha invertido la relación del hombre con los recursos. Esto se pone de manifiesto sobre todo en el campo del desarrollo económico. Dentro de un solo lapso de vida, la agricultura, fundamento primitivo de toda civilización, ha perdido su predominio en todas las naciones. En la actualidad, en una docena de países importantes la agricultura emplea menos del 15 por ciento de la población activa. En los Estados Unidos, cuyas tierras alimentan a 200.000.000 de americanos, amén de otros 160.000.000 de personas de todo el mundo, aquella cifra está ya por debajo del 6 por ciento y sigue disminuyendo rápidamente. Más aún: si la agricultura es la primera fase del desarrollo económico, y el industrialismo la segunda, hoy podemos ver que existe otra fase —la tercera— y que la hemos alcanzado súbitamente. Allá por el año de 1956, los Estados Unidos se convirtieron en la primera gran potencia donde más del 50 por ciento de la mano de obra no campesina dejó de llevar el mono azul de la fábrica o del trabajo manual 8. El número de trabajadores de mono azul fue superado por el de los llamados de cuello blanco, empleados en el comercio al detall, la administración, las comunicaciones, la investigación, la enseñanza y otras categorías de servicio. Dentro del mismo lapso de vida, una sociedad ha conseguido, por primera vez en la historia humana, no solamente librarse del yugo de la agricultura, sino también, en unas pocas décadas, del yugo del trabajo manual. Así nació la primera economía de servicio del mundo. Desde entonces, los países tecnológicamente avanzados se han movido, uno tras otro, en la misma dirección. En la actualidad, en los países donde los que se dedican a la agricultura han bajado al 15 por ciento o incluso más, los trabajadores de cuello blanco superan en número a los de mono azul: tal es el caso de Suecia, Inglaterra, Bélgica, Canadá y Holanda. Fueron diez mil años de agricultura. Un siglo o dos de industrialismo. Y ahora se abre ante nosotros el superindustrialismo9. Jean Fourastié10, planificador francés y filósofo social, ha declarado que «nada será menos industrial que la civilización nacida de la revolución industrial». La significación de este hecho sorprendente no ha sido aún digerida. Tal vez U Thant 11, secretario general de las Naciones Unidas, estuvo muy cerca de resumir el significado del paso al superindustrialismo cuando declaró que «la estupenda verdad central de las actuales economías desarrolladas es que pueden tener —en brevísimo plazo— la clase y cantidad de recursos que quieran... Ya no son los recursos lo que limita las decisiones. Es la decisión quien hace los recursos. Éste es el cambio revolucionario fundamentai, tal vez el mas revolucionario que el hombre ha conocido». Esta inversión monumental se ha producido en la 800a generación. Este lapso de vida es también distinto de todos los demás debido al pasmoso aumento de la escala y del alcance del cambio. Naturalmente, hubo otros muchos lapsos de vida en los que se produjeron conmociones. Las guerras, las epidemias, los terremotos y el hambre trastornaron más de un orden social anterior. Pero estos «shocks» y conmociones quedaron limitados a una sociedad o a un grupo de sociedades contiguas. Se necesitaron generaciones, e incluso siglos, para que el impacto se dejase sentir más allá de sus fronteras. En nuestro lapso actual, las fronteras han saltado en pedazos. Hoy, la red de los lazos sociales es tan tupida que las consecuencias de los sucesos contemporáneos son instantáneamente irradiadas a todo el mundo. Una guerra en Vietnam altera las conductas políticas fundamentales en Pekín, Moscú y Washington, provoca protestas en Estocolmo, afecta a las transacciones financieras de Zurich y desata secretas maniobras diplomáticas en Argelia. Desde luego, no sólo los sucesos contemporáneos tienen una irradiación instantánea, sino que ahora podemos decir que sentimos el impacto de todos los acontecimientos pasados de un modo diferente. Pues el pasado se vuelve sobre nosotros. Y nos vemos atrapados en lo que podríamos llamar un «rebote del tiempo». Un suceso que sólo afectó a un puñado de personas cuando ocurrió, puede tener hoy día importantes consecuencias. Por ejemplo, la Guerra del Peloponeso fue poco más que una escaramuza, si la medimos con un patrón moderno. Mientras Atenas, Esparta y varias ciudades-Estado próximas se hallaban enzarzadas en la lucha, la población del resto del mundo seguía sin enterarse o sin preocuparse de esta guerra. Los indios zapotecas que vivían en México en aquella época no sintieron el menor efecto. Y tampoco los antiguos japoneses acusaron su impacto. Sin embargo, la Guerra del Peloponeso alteró profundamente el curso futuro de la Historia griega. Al cambiar el movimiento de hombres y la distribución geográfica de genes, valores e ideas, influyó en los ulteriores sucesos de Roma y, a través de Roma, de toda Europa. Debido a aquel conflicto, los europeos actuales son, en pequeño grado, diferentes de lo que habrían sido. A su vez, estos europeos, estrechamente relacionados en el mundo actual, influyen sobre los mexicanos y los japoneses. Las huellas que dejó la Guerra del Peloponeso en la estructura genética, las ideas y los valores de los europeos actuales, son ahora exportadas por éstos a todos los países del mundo. De este modo, los mexicanos y los japoneses de hoy sienten el lejano e indirecto impacto de aquella guerra, aunque sus antepasados, que vivían durante el acontecimiento, no se enterasen de nada. Y de este modo, los sucesos pretéritos, rebotando sobre generaciones y siglos, surgen de nuevo hoy para influir en nosotros y cambiarnos. Pero si pensamos no sólo en la Guerra del Peloponeso, sino también en la construcción de la Gran Muralla de China, en la Peste Negra, en la lucha de los bantúes contra los hamitas —es decir, en todos los acontecimientos del pasado—, las consecuencias acumuladas del principio de rebote del tiempo adquieren un peso mucho mayor. Todo lo que en el pasado les ocurrió, a algunos hombres, afecta virtualmente a todos los hombres de hoy. Cosa que no siempre fue verdad. En resumen: toda la Historia se echa sobre nosotros, y, paradójicamente, esta misma diferencia subraya nuestra ruptura con el pasado. Así, se altera fundamentalmente el alcance del cambio. A través del espacio y del tiempo, el cambio tiene, en esta 800a generación, una fuerza y un alcance como no los tuvo jamás. Pero la diferencia definitiva, cualitativa, entre este lapso y los precedentes, es la que se olvida con mayor facilidad. Pues no sólo hemos extendido el alcance y la escala del cambio, sino que también hemos alterado radicalmente su ritmo. En nuestro tiempo, hemos soltado una fuerza social completamente nueva: una corriente de cambios tan acelerada que influye en nuestro sentido del tiempo, revoluciona el tempo de la vida cotidiana y afecta incluso a nuestra manera de «sentir» el mundo que nos rodea. Ya no «sentimos» la vida como la sintieron los hombres pretéritos. Y ésta es la diferencia última, la distinción que separa al verdadero hombre contemporáneo de todos los demás. Pues esta aceleración yace detrás de la impermanencia —de la transitoriedad— que empapa y tiñe nuestra conciencia, afectando radicalmente a nuestra manera de relacionarnos con las otras gentes, con las cosas, con todo el universo de las ideas, del arte y de los valores. Para comprender lo que nos sucede, al penetrar en la era del superindustrialismo, debemos analizar el proceso de aceleración y enfrentarnos con el concepto de transitoriedad. Si la aceleración es una nueva fuerza social, la transitoriedad es su réplica psicológica, y, sin una comprensión del papel que representa en el comportamiento humano contemporáneo, todas nuestras teorías sobre la personalidad, toda nuestra psicología, seguirían siendo premodernas. Precisamente sin el concepto de transitoriedad, la psicología no puede tomar en cuenta aquellos fenómenos que son peculiarmente contemporáneos. Al cambiar nuestra relación con los recursos que nos rodean, ampliando violentamente el alcance del cambio y —más crucial aún— acelerando su ritmo, hemos roto irreparablemente con el pasado. Hemos cortado todos nuestros lazos con los antiguos modos de pensamiento, de sentimiento, de adaptación. Hemos montado el tinglado para una sociedad completamente nueva, y corremos hacia él a toda velocidad. Éste es el enigma del 800° lapso de vida. Y esto es lo que induce a preguntarnos sobre la capacidad de adaptación del hombre. ¿Qué le acontecerá en esta nueva sociedad? ¿Conseguirá adaptarse a sus imperativos? Y, si no lo consigue, ¿podrá alterar estos últimos? Incluso antes de intentar dar una respuesta a estas preguntas, debemos centrar nuestra atención en las fuerzas gemelas de aceleración y transitoriedad. Debemos aprender de qué manera alteran la trama de la existencia, imprimiendo formas nuevas y extrañas a nuestras vidas y a nuestras psicologías. Debemos comprender cómo —y porqué— nos enfrentan, por primera vez, con el potencial explosivo del «shock» del futuro. Capítulo II EL IMPULSO ACELERADOR A primeros de marzo de 1967, un niño de once años murió de vejez en Canadá oriental. Ricky Gallant tenía solamente once años, cronológicamente hablando, pero padecía una extraña enfermedad llamada progeria12 —vejez acelerada— y presentaba muchas de las características de un anciano de noventa años. Síntomas de esa dolencia son la senilidad, la arterioesclerosis, la calvicie, la flojedad y la piel arrugada. Efectivamente, Richard era un anciano cuando murió, condensada en sus breves once años toda una larga vida de cambios biológicos. Los casos de progeria son extraordinariamente raros. Sin embargo, en sentido metafórico, las sociedades de alta tecnología padecen, todas ellas, esta peculiar dolencia. No se hacen viejas o seniles. Pero experimentan el cambio a una velocidad mucho mayor que la normal. Muchos de nosotros tenemos el vago «sentimiento» de que las cosas se mueven más de prisa. Tanto los médicos como los ejecutivos se quejan de que no pueden, en sus respectivos campos, mantener el ritmo de los últimos acontecimientos. Son pocas las reuniones o conferencias donde falta la alusión ritual al «desafío de cambio». Y son muchos los que se sienten inquietos, los que presumen que el cambio escapa a todo control. Pero no todos comparten esta ansiedad. Millones de sonámbulos se pasean por la vida como si nadie hubiese cambiado desde los años treinta, y como si nada hubiese de cambiar jamás. Viviendo en uno de los períodos más excitantes de la historia humana, intentan evadirse de él, cerrarle la puerta, como si pudiesen alejarlo con sólo prescindir de él. Buscan una «paz separada», una inmunidad diplomática al cambio. Los encontramos en todas partes: ancianos que se resignan a consumir sus años, tratando de impedir a toda costa las intromisiones de la novedad; hombres que son viejos a los treinta y cinco o cuarenta y cinco años, a quienes preocupan las algaradas estudiantiles, el sexo, la LSD o las minifaldas, y que tratan empeñadamente de convencerse de que, a fin de cuentas, la juventud fue siempre rebelde, y de que lo que pasa hoy no es diferente de lo que ocurrió en el pasado. Incluso entre los jóvenes hallamos incomprensión respecto al cambio: estudiantes que ignoran el pasado hasta el punto de no ver nada extraño en el presente. Lo más inquietante es que la inmensa mayoría, de la gente, incluso personas educadas y refinadas en otros aspectos, considera tan amenazadora la idea del cambio, que intenta negar su existencia. Incluso muchas personas que comprenden, intelectualmente, la aceleración del cambio, se abstienen de incorporarse este conocimiento, no toman en cuenta este hecho crítico social al orientar sus propias vidas personales. TIEMPO Y CAMBIO ¿Cómo |
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