Toffler El "Shock"




descargar 1.7 Mb.
títuloToffler El "Shock"
página3/47
fecha de publicación03.02.2016
tamaño1.7 Mb.
tipoDocumentos
b.se-todo.com > Historia > Documentos
1   2   3   4   5   6   7   8   9   ...   47
sabemos que el cambio se acelera? A fin de cuentas, no existe un modo absoluto de medir el cambio. En la tremenda complejidad del universo, incluso dentro de una sociedad dada, se produce simultáneamente un número infinito de corrientes de cambio. Todas las «cosas» —desde el virus más diminuto hasta la mayor galaxia— son, en realidad, no cosas, sino procesos. No hay punto estático, una inmutabilidad feliz, que sirva para medir el cambio. Por tanto, el cambio es necesariamente relativo.

También es desigual. Si todos los procesos se desarrollasen a la misma velocidad, o incluso si se acelerasen y frenasen al unísono, sería imposible observar el cambio.

Pero el futuro invade el presente a distintas velocidades. Y de este modo se hace posible comparar la rapidez de los diferentes procesos a medida que se desarrollan.

Sabemos, por ejemplo, que, comparada con la evolución biológica de las especies, la evolución cultural y social es extraordinariamente rápida. Sabemos que algunas sociedades se transforman, tecnológica o económicamente, más de prisa que otras.

Y sabemos también que los diferentes sectores de una misma sociedad muestran distintas velocidades de cambio: la disparidad que William Ogburn designó con el nombre de «retardación cultural». Es precisamente la desigualdad del cambio lo que lo hace mensurable.

Sin embargo, nesitamos un patrón que nos permita comparar unos procesos sumamente diversos, y ese patrón es el tiempo. Sin el tiempo, el cambio nada significa. Y sin el cambio, el tiempo se detendría. El tiempo puede concebirse como los intervalos durante los cuales ocurren los acontecimientos. Así como la moneda nos permite dar un valor a las manzanas y a las naranjas, el tiempo nos permite comparar procesos diversos. Cuando decimos que se necesitan tres años para construir una presa, en realidad declaramos que se requiere el triplo del tiempo que emplea la Tierra en dar la vuelta alrededor del Sol, ó 31.000.000 de veces el tiempo que se necesita para sacar punta a un lápiz. El tiempo es la moneda que hace posible comparar la rapidez con que se desarrollan procesos muy diferentes.

Dada la desigualdad del cambio, y a pesar de poseer este patrón, tropezamos con tremendas dificultades para medir aquél. Cuando hablamos del grado de cambio, nos referimos al número de sucesos apiñados en un intervalo de tiempo fijado arbitrariamente. Por eso tenemos que definir los «sucesos». Tenemos.que seleccionar nuestros intervalos con exactitud. Hemos de tener mucho cuidado con las conclusiones que sacamos de las diferencias observadas. Más aún: en lo que atañe a la medida del cambio, estamos hoy día mucho más avanzados en lo referente al proceso físico que en lo tocante al proceso social. Por ejemplo, sabemos medir mucho mejor la velocidad con que la sangre discurre por el cuerpo que la rapidez con que fluye el rumor en la sociedad. Sin embargo, a pesar de todas estas dificultades existe un amplio acuerdo — n un sector que abarca desde los historiadores y los arqueólogos hasta los científicos, sociólogos, economistas y psicólogos— sobre el hecho de que muchos procesos sociales se están acelerando de un modo impresionante e incluso espectacular.

CIUDADES SUBTERRÁNEAS

El biólogo Julián Huxley13 nos dice, a grandes rasgos, que «el tempo de la evolución humana durante el período histórico es, al menos, 100.000 veces más rápido que el de la evolución prehumana». Inventos o mejoras importantes, para cuya realización se necesitaron tal vez 50.000 años a principios del período Paleolítico, dice, «requieren sólo un milenio al tocar aquél a su fin; y con el advenimiento de la civilización estable la unidad del cambio queda reducida al siglo». El ritmo del cambio, acelerado durante los últimos 5.000 años, se ha hecho, según él, «particularmente perceptible durante los pasados 360 años».

C. P. Snow, novelista y científico, comenta también la nueva visibilidad del cambio.

Hasta este siglo...,escribe, el cambio social fue «tan lento, que pasaba inadvertido durante la vida de una persona. Hoy, ya no es así. El ritmo del cambio se ha acelerado tanto que nuestra imaginación no puede concebirlo». Ciertamente, dice el psicólogo social Warren Bennis, en los recientes años el motor ha sido forzado hasta tal punto que «ninguna exageración, ninguna hipérbole, ninguna atrocidad, pueden describir con visos de realidad la extensión y la velocidad del cambio...

Realmente, sólo las exageraciones parecen ser verdad».

¿Qué cambios justifican tan recargado lenguaje? Examinemos unos pocos: por ejemplo, el cambio en el proceso de construcción de ciudades por el hombre.

Actualmente, somos testigos de la urbanización más rápida y extensa que jamás se viera en el mundo. En 1850, sólo cuatro ciudades del globo tenían una población igual o superior al millón de habitantes. En 1900, su número había aumentado hasta diecinueve. Y, en 1960, eran ciento cuarenta y una; y la población urbana actual del mundo está creciendo a un ritmo del 6'5 por ciento al año según Edgar de Vries y J. P. Thysse, del Instituto de Ciencia Social de La Haya14. Este simple dato estadístico pone de manifiesto que la población urbana del mundo se doblará en once años.

Una manera de captar la significación del cambio en una escala tan fenomenal es imaginar lo que pasaría si todas las ciudades existentes conservasen su dimensión actual, en vez de expansionarse. Si fuese así, para alojar a los nuevos millones de ciudadanos sería necesario construir una ciudad gemela para cada una de las grandes urbes que salpican el Globo: una nueva Tokio, una nueva Hamburgo, una nueva Roma, una nueva Rangún, y todo en el plazo de once años15. (Esto explica por qué los planificadores urbanos franceses proyectan ciudades subterráneas — tiendas, museos, almacenes y fábricas a construir bajo tierra—, y por qué un arquitecto japonés trazó los planos de una ciudad a edificar sobre pilares en pleno océano.)

La misma tendencia aceleradora se percibe inmediatamente en el consumo de energía por el hombre. El doctor Homi Bhabha, científico atómico indio hoy fallecido, que presidió la primera Conferencia Internacional sobre Usos Pacíficos de la Energía Atómica, analizó una vez esta tendencia. «Para ilustrarla —dijo—, llamemos "Q" a la energía derivada de la combustión de unos 33.000 millones de toneladas de carbón. En los dieciocho siglos y medio después de Jesucristo, la energía total consumida representaba menos de la mitad de Q por siglo.

Actualmente, el consumo es de unos diez Q por siglo.» Esto significa, a grandes rasgos, que la mitad de toda la energía consumida por el hombre durante los últimos 2.000 años lo fue en el curso del último siglo.

Igualmente espectacular y evidente es la aceleración del crecimiento económico en las naciones que avanzan velozmente hacia la superindustrialización. A pesar de que partieron de una amplia base industrial, el porcentaje anual de aumento de producción es, en estos países, formidable. Y el ritmo de crecimiento aumenta a su vez.

Por ejemplo, en Francia la producción industrial sólo aumentó en un 5 por ciento en los veintinueve años que mediaron entre 1910 y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. En cambio, entre 1948 y 1965, en sólo diecisiete años, el aumento fue, en números redondos, del 220 por ciento. Actualmente, el grado de crecimiento de un 5 a un 10 por ciento al año es cosa corriente en las naciones más industrializadas.

Desde luego, hay subidas y bajadas; pero la dirección del cambio es inconfundible 16.

Así, en los veintiún países que componen la Organización de Colaboración y Desarrollo Económicos —en general, las naciones que «tienen»—, el grado anual medio de crecimiento del producto nacional bruto, entre los años 1960 y 1968, osciló entre el 4'5 y el 5 por ciento. Los Estados Unidos crecieron a un ritmo del 4'5 por ciento, y el Japón se mantuvo en cabeza de todos los demás, con un crecimiento anual medio del 9'8 por ciento.

Estas cifras implican la revolucionaria idea de que, en las sociedades avanzadas, ;la producción total de artículos y servicios se multiplica por dos cada quince años..., y este período se va encogiendo cada vez más. Esto quiere decir, en términos generales, que el niño que, en cualquiera de estas sociedades, alcanza la adolescencia se encuentra rodeado de una cantidad de cosas hechas por el hombre que representa el doble de las que tenían sus padres cuando él estaba en la infancia. Significa que cuando el adolescente de hoy cumpla los treinta años, o tal vez antes, se habrá producido una nueva multiplicación por dos. Dentro de un lapso de vida de setenta años, esta multiplicación se habrá producido quizá cinco veces; es decir, que, habida cuenta de que la progresión es geométrica, cuando el individuo llegue a la vejez, la sociedad en que vive producirá treinta y dos veces más que cuando él nació.

Semejantes cambios de proporción entre lo viejo y lo nuevo habrán de producir, según veremos, un impacto eléctrico en los hábitos, creencias y conceptos de sí mismos de millones de personas. Jamás, en la Historia pasada, se transformó tan radicalmente esta proporción en tan breve período de tiempo.

MOTOR TECNOLÓGICO

Detrás de estos prodigiosos hechos económicos se oculta el rugiente y poderoso motor del cambio: la tecnología. Con esto, no quiero decir que la tecnología sea la única fuente de cambio en la sociedad. Las conmociones sociales pueden ser provocadas por una transformación de la composición química de la atmósfera, por alteraciones del clima, por variaciones en la fertilidad y por otros muchos factores.

Sin embargo, la tecnología es, indiscutiblemente, una fuerza importante entre las que promueven el impulso acelerador.

Para la mayoría de la gente, el término tecnología suscita imágenes de humeantes

altos hornos o de ruidosas máquinas. Tal vez el símbolo clásico de la tecnología sigue siendo la producción en cadena creada por Henry Ford hace medio siglo y convertida en elocuente icono social por Charlie Chaplin en Tiempos modernos.

Pero este símbolo ha sido siempre inadecuado y ciertamente engañoso, pues la tecnología ha sido siempre algo más que fábricas y máquinas. El invento de la collera, en la Edad Media, condujo a grandes cambios en los métodos agrícolas y representó un avance tecnológico tan grande como el invento, siglos más tarde, del horno «Bessemer». Además, la tecnología involucra técnicas, amén de máquinas que pueden ser o no ser necesarias para aplicarlas. Comprende sistemas para provocar reacciones químicas, maneras de criar peces o de repoblar bosques, de instalar teatros de luz, de contar votos o de explicar Historia.

Los viejos símbolos de la tecnología son aún más engañosos en la actualidad, cuando la mayoría de los procedimientos tecnológicos avanzados se realizan muy lejos de la producción en cadena o de los hornos abiertos. De hecho, en electrónica, en tecnología del espacio y en la mayoría de las nuevas industrias, un silencio relativo y un ambiente pulcro son característicos... y a veces esenciales. El trabajo en cadena —organización de hombres para realizar sencillas y reiteradas funciones— es un anacronismo. Ha llegado el momento de cambiar los símbolos de la tecnología para adaptarlos a los veloces cambios de la tecnología misma.

Esta aceleración suele dramatizarse con el simple relato del progreso en los transportes17. Se ha observado, por ejemplo, que, en el año 6000 a. de J.C., el medio más rápido de transporte a larga distancia era la caravana de camellos con una velocidad media de doce kilómetros por hora. Sólo en 1600 a. de J.C., con el invento del carro, se elevó la velocidad máxima a unos treinta kilómetros por hora.

Tan impresionante fue este invento y tan difícil de superar esta velocidad tope, que, 3500 años más tarde, cuando empezó a funcionar en Inglaterra el primer coche correo, en 1784, éste sólo alcanzó un promedio de dieciséis kilómetros por hora. La primera locomotora de vapor, fabricada en 1825, alcanzó una velocidad máxima de veinte kilómetros, y los grandes barcos de vela de la época navegaban a menos de la mitad de esta velocidad. El hombre tuvo que esperar hasta la década de 1880 para conseguir, gracias a una locomotora de vapor más avanzada, la velocidad de ciento cincuenta kilómetros por hora. La raza humana necesitó millones de años para alcanzar esta marca.

Sin embargo, bastaron cincuenta y ocho años para cuadruplicar este límite, ya que, en 1938, los aviadores superaron la barrera de los 600 kilómetros por hora. Al cabo de otros veinte años, se duplicó este límite. Y, en los años sesenta, aviones cohete alcanzaron velocidades próximas a los 6.000 kilómetros, y cápsulas espaciales circunvolaron la Tierra a más de 35.000 kilómetros por hora. La raya que, en un gráfico, representase el progreso de la última generación saldría verticalmente de la página.

La misma tendencia aceleradora resulta evidente si examinamos las distancias viajadas, las alturas alcanzadas, los minerales extraídos o las fuerzas explosivas desencadenadas. La pauta, aquí y en otras mil series estadísticas, es absolutamente clara e inconfundible. Pasan siglos y milenios y, de pronto, en nuestro tiempo, estallan en pedazos las fronteras y se produce un súbito impulso hacia delante.

La razón de esto es que la tecnología se alimenta a sí misma. La tecnología hace posible una mayor cantidad de tecnología, como podemos ver si observamos un momento el proceso de innovación. La innovación tecnológica se compone de tres fases, enlazadas en un círculo que se refuerza a sí mismo. Ante todo, está la idea creadora y factible. En segundo lugar, su aplicación práctica. En tercer término, su difusión en la sociedad.

Y el proceso termina, se cierra el círculo, cuando la difusión de la tecnología que encarna la nueva idea contribuye, a su vez, a engendrar nuevas ideas creadoras.

Actualmente, existen pruebas de que el tiempo entre cada una de las fases de este ciclo se abrevia cada vez más. Es, pues, cierto que, como se ha dicho, el noventa por ciento de todos los sabios que han existido viven en la actualidad, y que

diariamente se efectúan nuevos descubrimientos científicos. Las nuevas ideas se ponen en práctica mucho más rápidamente que en tiempos pasados. El lapso entre la concepción original y su empleo práctico se ha reducido de un modo radical18.

Aquí reside la asombrosa diferencia entre nosotros y nuestros antepasados.

Apolonio de Perga descubrió las secciones cónicas, pero pasaron 2.000 años antes de que se aplicaran a problemas de ingeniería. Pasaron literalmente siglos desde que Paracelso descubrió que el éter podía emplearse como anestésico y la época en que empezó a utilizarse con este fin.

Incluso en tiempos más recientes podemos observar este movimiento retardado. En 1836, se inventó una máquina que segaba, trillaba, ataba la paja en gavillas y ensacaba el grano. Esta máquina se fundaba en una tecnología de, al menos, veinte años atrás. Sin embargo, hasta un siglo más tarde, en los años treinta, no se lanzó al mercado esta compleja máquina. La primera patente inglesa de máquina de escribir fue registrada en 1714. Pero transcurrió un siglo y medio antes de que la máquina de escribir se explotase comercialmente. Y pasó un siglo entero entre el momento en que Nicolás Appert19 descubrió que la comida podía conservarse y el tiempo en que la industria conservera adquirió verdadera importancia.

Actualmente, estos retrasos entre la idea y su aplicación resultan casi inverosímles.

No es que seamos más tenaces o menos perezosos que nuestros antepasados, pero, con el paso del tiempo, hemos inventado toda suerte de ingenios sociales para acelerar el proceso. Así, observamos que el tiempo entre la primera y segunda fases del ciclo innovador —entre la idea y su aplicación— ha sido acortado radicalmente. Por ejemplo, Frank Lynn20, al estudiar veinte innovaciones importantes, tales como los comestibles congelados, los antibióticos, los circuitos integrados y el cuero sintético, dedujo que desde el principio de este siglo se ha recortado más del sesenta por ciento del tiempo que se necesitaba, por término medio, para que un descubrimiento científico importante se transformase en una forma tecnológicamente explotable. Y, en la actualidad, una importante y floreciente industria de investigación y desarrollo trabaja concienzudamente para reducir aún más el interregno.

Pero si se necesita menos tiempo para llevar al mercado una nueva idea, también se requiere menos para difundirla en la sociedad. Así, el intervalo entre la segunda y la tercera fases del ciclo —entre la aplicación y la difusión— ha sido igualmente reducido, y el ritmo de la difusión se está acelerando con asombrosa rapidez. Esto se manifiesta en la historia de varios aparatos de uso doméstico. Robert B. Young, del «Stanford Research Institute», estudió el tiempo transcurrido entre la primera aparición comercial de un nuevo aparato eléctrico y el momento en que la manufacturación industrial alcanzó el punto culminante de producción del artículo.

Young descubrió que, para un grupo de aparatos introducidos en los Estados Unidos antes de 1920 —incluidos el aspirador de polvo, la cocina eléctrica y el frigorífico—, el lapso medio entre la introdución y el máximo de producción fue de treinta y cuatro años. Pero para un grupo que apareció en el período 1939-1959 —incluidos la freidora eléctrica, la televisión y la lavadora y secadora de platos— aquel intervalo fue de sólo ocho años. Se había reducido en más de un 76 por ciento. «El grupo de posguerra — eclaró Young21— demostró de modo elocuente la naturaleza velozmente acelerada del ciclo moderno.» El creciente ritmo de invención, explotación y difusión acelera, a su vez y aún más, todo el ciclo. Pues las nuevas máquinas y técnicas no son simplemente un producto, sino una fuente de nuevas ideas creadoras.

En cierto sentido, cada nueva máquina o técnica cambia todas las máquinas y técnicas existentes al permitirnos formar con ellas nuevas combinaciones. El número de combinaciones posibles crece geométricamente, al progresar aritméticamente el número de nuevas máquinas o técnicas. En realidad, cada nueva combinación puede ser considerada en sí misma como una nueva supermáquina.

Por ejemplo, la computadora hizo posible un refinado esfuerzo espacial.

Relacionada con ingenios detectores, equipos de comunicaciones y fuentes de energía, la computadora se convirtió en parte de una configuración que, en su conjunto, forma una nueva y única supermáquina, una máquina para alcanzar y sondear el espacio exterior. Pues para que las máquinas o las técnicas se combinen de un modo nuevo, tienen que ser alteradas, adaptadas, perfeccionadas o, en todo caso, cambiadas. De modo que el propio esfuerzo por integrar las máquinas en supermáquinas nos obliga a realizar nuevas innovaciones tecnológicas.

Además, hay que comprender que la innovación tecnológica no combina y recombina simplemente máquinas y técnicas. Las nuevas máquinas importantes hacen algo más que aconsejar u obligar a hacer cambios en otras máquinas:

sugieren nuevas soluciones a los problemas sociales, filosóficos e incluso personales. Alteran todo el medio intelectual del hombre, su manera de pensar y de ver el mundo.

Todos aprendemos de nuestro medio, buscando constantemente en él —aunque tal vez de modo inconsciente— modelos a los que imitar. Estos modelos no son tan sólo otras personas. Son también máquinas, en proporción creciente. Con su presencia, nos condicionan con sutileza a pensar de cierto modo. Por ejemplo se ha observado que el reloj apareció antes de que Newton imaginase el mundo como un gran mecanismo parecido a un reloj, noción filosófica que tuvo gran influencia en el desarrollo intelectual del hombre. Esta imagen del cosmos como un gran reloj implicaba ideas sobre causa y efecto y sobre la importancia de los estímulos externos, que, opuestos a los internos, moldean nuestro comportamiento cotidiano actual. El reloj afectó también a nuestra concepción del tiempo, de modo que la idea de que el día está dividido en veinticuatro partes iguales de sesenta minutos cada una se ha convertido, casi literalmente, en parte de nosotros mismos.

Recientemente, la computadora ha desencadenado un alud de ideas nuevas sobre el hombre como parte interactiva de sistemas más amplios, sobre su fisiología, su manera de aprender, su manera de tomar decisiones. Virtualmente, toda disciplina intelectual, desde la ciencia política hasta la psicología familiar, ha sufrido el impacto de una serie de hipótesis imaginativas, provocadas por el invento y la difusión de la computadora..., aunque el impacto mayor no se ha producido aún.

Así se acelera el ciclo innovador, alimentándose de sí mismo.

Pero si la tecnología tiene que ser considerada como un gran motor, como un poderoso acelerador, entonces el conocimiento tiene que ser considerado como carburante. Y así llegamos al punto crucial del proceso acelerativo en la sociedad, pues el motor es alimentado con un carburante cuya riqueza aumenta todos los días.

EL CONOCIMIENTO COMO CARBURANTE

La proporción de almacenamiento, por el hombre, de conocimientos útiles sobre sí mismo y sobre el Universo, fue en aumento desde hace 10.000 años. Esta proporción se elevó bruscamente con el invento de la escritura; pero, a pesar de ello, continuó progresando con deplorable lentitud durante siglos. El siguiente salto

importante en la adquisición de conocimientos no se produjo hasta la invención del

tipo movible por Gutenberg y otros, en el siglo XV. Antes de 1500, y según los cálculos más optimistas, Europa producía libros al ritmo de 1.000 títulos por año.

Esto significa, más o menos, que se habría necesitado todo un siglo para producir una biblioteca de 100.000 volúmenes. Cuatro siglos y medio más tarde, en 1950, la proporción había crecido hasta el punto de que Europa producía 120.000 títulos al año. Lo que antaño requería un siglo, se realizaba ahora en sólo diez meses. En 1960, sólo un decenio más tarde, se había dado un nuevo e importante salto, en virtud del cual aquel trabajo de un siglo podía completarse en siete meses y medio.

Y, a mediados de los años sesenta, la producción de libros a escala mundial, incluida Europa, se acercó a la prodigiosa cifra de 1.000 títulos diarios22.

Difícilmente podría sostenerse que todo libro trae consigo un aumento neto en el conocimiento. No obstante, se comprueba que la curva ascendente de la publicación de libros sigue, en realidad y en términos generales, un curso paralelo a la del descubrimiento de nuevos conocimientos por el hombre. Por ejemplo, antes de Gutenberg sólo se conocían once elementos químicos23. El número 12, el antimonio, se descubrió, aproximadamente, en la época en que aquél trabajaba en su invento. Habían pasado 200 años desde el descubrimiento del elemento número 11, el arsénico. Si esta línea de descubrimientos hubiese proseguido al mismo ritmo, ahora habríamos añadido solamente dos o tres elementos más a la tabla periódica, desde los tiempos de Gutenberg. Sin embargo, en los 450 años transcurridos desde aquella época se descubrieron unos setenta elementos adicionales. Y desde 1900 hemos aislado los restantes elementos, no en la proporción de uno cada dos siglos, sino de uno cada tres años.

Más aún: existen razones para creer que la proporción sigue aumentando verticalmente. Hoy, por ejemplo, el número de periódicos y publicaciones científicas, lo mismo que la producción industrial en los países adelantados, se dobla cada quince años; y, según el bioquímico Philip Siekewitz, «lo que hemos aprendido en las tres últimas décadas acerca de la naturaleza de los seres vivos, hace parecer pequeño, en extensión de conocimiento, cualquier período comparable de descubrimiento científico en la Historia de la Humanidad». Actualmente, sólo el Gobierno de los Estados Unidos produce 100.000 informes al año, amén de 450.0000 artículos, libros y documentos. En el campo mundial, la literatura científica y técnica crece en una proporción de unos 60.000.000 de páginas al año.

La computadora entró en escena alrededor del año 1950. Con su incomparable poder de análisis y suministro de datos extraordinariamente variados, en increíbles cantidades y a velocidades que parecen inverosímiles, se ha convertido en una fuerza de primera magnitud detrás de la más reciente aceleración de la adquisición de conocimientos. Combinado con otros instrumentos analíticos, cada vez más poderosos, para la observación del universo invisible que nos rodea, ha elevado el ritmo de la adquisición de conocimientos a una velocidad pasmosa.

Francis Bacon nos dijo que «el conocimiento... es poder». Esto puede traducirse ahora en términos contemporáneos. En nuestro medio social, «el conocimiento es cambio», y la adquisición acelerada de conocimientos, que alimenta el gran motor de la tecnología, significa la aceleración del cambio.

EL FLUJO DE SITUACIONES

Descubrimiento. Aplicación. Impacto. Descubrimiento. Vemos, aquí, una reacción en cadena del cambio, una larga y empinada curva de aceleración en el desarrollo social humano. Esté impulso acelerador ha alcanzado ahora un nivel que, por mucho que esforcemos la imaginación, no puede ya considerarse como «normal».

Las instituciones normales de la sociedad industrial no pueden resistirlo, y su impacto está sacudiendo todas nuestras instituciones sociales. La aceleración es una de las fuerzas sociales más importantes y menos comprendidas.

Sin embargo, esto no es más que la mitad de la cuestión, pues la aceleración del cambio es también una fuerza psicológica. Aun que ha sido casi totalmente ignorada por la psicología el ritmo creciente del cambio en el mundo que nos rodea perturba nuestro equilibrio interior, alterando nuestra experiencia misma de la vida.

La aceleración externa se traduce en aceleración interna.

Podemos ilustrar esto, aunque de un modo excesivamente simplificado, si imaginamos la vida de un individuo como un gran canal por el que fluye la experiencia: Esta corriente de experiencia consiste -o uno imagina que consiste— en innumerables «situaciones». La aceleración del cambio en la sociedad circundante altera drásticamente el flujo de situaciones a lo largo de este canal.

Las situaciones no pueden delimitarse de un modo claro; pero nos sería imposible contender con la experiencia si no las dividiésemos mentalmente en unidades manejables. Pero aún hay más: si las fronteras entre situaciones pueden ser confusas, no es menos cierto que cada situación tiene cierta «totalidad», cierta integración.

Toda situación posee también componentes identificables. Entre éstos, se encuentran las «cosas», serie física de objetos naturales o confeccionados por el hombre. Toda situación ocurre en un «lugar», sitio o campo donde se produce la acción. (No es accidental que la raíz latina situ signifique lugar.) Toda situación social tiene también, por definición, un elenco de'personajes: la gente. Y las situaciones requieren igualmente una localización en la red organizada de la sociedad y un contexto de ideas o información. Toda situación puede ser analizada a base de estos cinco componentes.

Pero las situaciones incluyen también una dimensión aparte, que, por cruzarse con todas las demás, pasa con frecuencia inadvertida. Me refiero a la duración, al lapso de tiempo en que la situación se produce. Dos situaciones idénticas en todos los demás aspectos son completamente distintas si una dura más que la otra, pues el tiempo interviene en la mezcla de un modo crucial, cambiando el significado o el contenido de las situaciones. De la misma manera que una marcha fúnebre .tocada demasiado aprisa se convierte en una alegre zarabanda, así una situación que se prolonga tiene un tono o una significación completamente distintos de la que se produce en forma de staccato, surgiendo súbitamente y extinguiéndose con la misma rapidez.

Aquí, pues, se presenta el primer punto delicado en que el impulso acelerador, en una amplia sociedad, choca con la experiencia cotidiana y corriente del individuo contemporáneo. Pues la aceleración del cambio abrevia, como veremos, la duración de muchas situaciones. Esto no solamente altera drásticamente su «matiz» sino que apresura su paso por el canal de la experiencia. Comparadas con la vida en una sociedad que cambiaba con menor rapidez, fluyen ahora, en un período dado, más situaciones a lo largo del canal, lo que implica profundos cambios en la psicología humana.

Pues tendiendo, como tendemos, a enfocar una sola situación en cada momento, la creciente velocidad con que discurren las situaciones ante nosotros viene a complicar toda la estructura de la vida, multiplicando el número de papeles que debemos representar y el número de opciones que nos vemos obligados a hacer.

Esto explica, a su vez, el sofocante sentido de complejidad que envuelve la vida contemporánea.

Además, el flujo acelerado de situaciones requiere un trabajo mucho mayor por parte de los complejos mecanismos de enfoque con los que desviamos nuestra atención de una situación a otra. Hay más saltos atrás y adelante, menos tiempo para un examen prolongado y tranquilo de un problema o una situación aislados.

Esto es lo que yace detrás del vago sentimiento, anteriormente aludido, de que «las cosas se mueven más de prisa». Y lo hacen. A nuestro alrededor, y a través de nosotros.

Existe, sin embargo, otro modo más significativo aún, en que la aceleración del cambio en la sociedad aumenta las dificultades de hacer frente a la vida. Me refiero a la fantástica intrusión de la novedad, de lo nuevo, en nuestra existencia. Cada situación es única. Pero, con frecuencia, las situaciones se parecen. En realidad, esto es lo que nos permite aprender de la experiencia. Si cada situación fuese absolutamente nueva, sin el menor parecido con situaciones anteriormente experimentadas, nuestra posibilidad de hacerle frente se vería irremediablemente anulada.

Sin embargo la aceleración del cambio altera radicalmente el equilibrio entre las situaciones nuevas y las conocidas. Así, los grados crecientes de cambio nos obligan no solamente a pechar con una corriente más veloz, sino también a enfrentarnos con más y más situaciones a las que no puede aplicarse la experiencia personal anterior. Y las implicaciones psicológicas de este simple hecho, que más adelante estudiaremos, son, como mínimo, explosivas.

«Cuando las cosas empiezan a cambiar en el exterior, debemos esperar un cambio paralelo dentro de nosotros», dice Christopher Wright, del Instituto para el Estudio de la Ciencia y las Cuestiones Humanas. Pero la naturaleza de estos cambios interiores es tan profunda, que el impulso acelerador, al adquirir velocidad, pondrá a prueba nuestra capacidad para vivir dentro de los parámetros que hasta ahora definieron el hombre y la sociedad. Como dijo el psicoanalista Erik Erikson24, «en nuestra sociedad actual, "el curso natural de los acontecimientos" es precisamente tal que el ritmo de cambio debería seguir acelerándose hacia límites aún no alcanzados de adaptabilidad humana e institucional».

Para sobrevivir, para evitar lo que hemos denominado «shock» del futuro, el individuo debe convertirse en un ser infinitamente más adaptable y sagaz que en cualquier tiempo anterior. Debe buscar maneras totalmente nuevas de fijarse, pues todas las viejas raíces —religión, nación, comunidad, familia o profesión— sienten ahora la sacudida del impacto huracanado del impulso acelerador. Sin embargo, antes de que pueda hacerlo debe comprender más detalladamente la manera en que los efectos de la aceleración influyen en su vida personal, se deslizan en su comportamiento y alteran la calidad de la existencia. En otras palabras: debe comprender la transitoriedad.

Capítulo III

EL RITMO DE LA VIDA

Hasta hace poco, su imagen aparecía en todas partes: en la televisión, en carteles fijados en los aeropuertos y en las estaciones de ferrocarril, en folletos, en cajas de cerillas y en revistas. Era una inspirada creación de Madison Avenue, un personaje ficticio, con el que podían identificarse, subconscientemente, millones de personas.

Joven y apuesto, llevaba una cartera de asa, consultaba su reloj y ofrecía el aspecto de un hombre de negocios corriente que acudiese a la próxima cita. Sin embargo, tenía una enorme protuberancia en la espalda. Pues entre sus omóplatos surgía una enorme llave, en forma de mariposa, del tipo empleado para dar cuerda a los juguetes mecánicos. El texto que acompañaba a la imagen aconsejaba a los apresurados ejecutivos que «soltasen la cuerda», que se parasen a descansar en los «Hoteles Sheraton». Este hombre «de cuerda» era, y sigue siendo, elocuente símbolo de la gente del futuro, de los millones de personas que se sienten conducidos y empujados como si llevasen también una enorme llave en la espalda.

El individuo corriente sabe poco y se preocupa menos del ciclo de innovación tecnológica o de la relación entre la adquisición de conocimientos y la velocidad del

cambio. Por otra parte, advierte perfectamente el ritmo de su propia vida, sea cual fuere éste.

El ritmo de la vida es frecuentemente comentado por las personas corrientes. En cambio, y esto no deja de ser extraño, ha recibido poca atención por parte de los psicólogos y de los sociólogos. Lo cual supone una pasmosa inadecuación de las ciencias del comportamiento, pues el ritmo de vida influye profundamente en el comportamiento, provocando fuertes y contrarias reacciones en los diferentes individuos.

No es exagerado decir que el ritmo de la vida traza una línea divisoria en la Humanidad, separándonos en campos, creando tristes incomprensiones entre padres e hijos, entre Madison Avenue y Main Street, entre hombres y mujeres, entre América y Europa, entre el Este y Occidente.

LA GENTE DEL FUTURO

Los moradores de la Tierra están divididos no solamente por la raza, la nación, la religión o la ideología, sino también, en cierto sentido, por su posición en el tiempo.

Si examinamos las actuales poblaciones del Globo, encontraremos un grupito que sigue viviendo, cazando y buscándose la comida tal como lo hacía el hombre miles de años atrás. Otros, que constituyen la inmensa mayoría de la Humanidad, dependen no de la caza o de la recolección de frutos silvestres, sino de la agricultura. Viven, en muchos aspectos, como sus antepasados de hace siglos.

Estos dos grupos representan tal vez, en su conjunto, el 70 por ciento de todos los seres humanos actuales. Son la gente del pasado.

En cambio, algo más del 25 por ciento de la población del mundo forma parte de las sociedades industrializadas. Viven a la moderna. Son productos de la primera mitad del siglo XX, moldeados por la mecanización y la instrucción en masa, pero que conservan huellas del pasado agrícola de su propio país. Son, en efecto, la gente del presente.

El restante dos o tres por ciento de la población mundial no es gente del pasado ni del presente. Pues dentro de los principales centros de cambio tecnológico y cultural, en Santa Mónica, California, y Cambridge, Massachusetts, en Nueva York y Londres y Tokio1 hay millones de hombres y mujeres de los que puede decirse que viven ya la vida del futuro. Precursores, muchas veces sin saberlo, viven actualmente como vivirán muchos millones el día de mañana. Y aunque sólo representan actualmente un pequeño porcentaje de la población global, forman ya, entre nosotros, una nación internacional del futuro. Son los agentes avanzados del hombre, los primeros ciudadanos de la sociedad superindustrial mundial, actualmente en los dolores del parto.

¿Qué les diferencia del resto de la Humanidad? Ciertamente, son más ricos, están más bien educados, se mueven más que la mayoría de los componentes de la raza humana. También viven más tiempo. Pero lo que caracteriza específicamente a los hombres del futuro es que se han adaptado ya al acelerado ritmo de la vida. «Viven más de prisa» que los que los rodean.

Algunas personas se sienten fuertemente atraídas por este ritmo vital sumamente acelerado. Desviándose mucho de su camino para alcanzarlo y sintiéndose angustiados, tensos e incómodos cuando aquel ritmo disminuye. Quieren, desesperadamente, estar «donde hay acción». (En realidad, hay quien se preocupa poco de la clase de acción de que se trate, con tal de que se produzca con la adecuada rapidez.) James A. Wilson descubrió, por ejemplo, que la atracción de un veloz ritmo de vida constituye uno de los móviles ocultos de la tan cacareada «fuga de cerebros», o sea la emigración en masa de sabios europeos a los Estados Unidos y al Canadá. Después de estudiar los casos de 517 científicos e ingenieros ingleses emigrantes25, Wilson llegó a la conclusión de que el cebo no había sido únicamente los salarios más elevados o las mayores facilidades para la investigación, sino también el tempo más rápido. Los emigrantes, escribe, «no

retroceden ante lo que califican de "ritmo más rápido" de América del Norte, sino que, en todo caso, parecen preferir este ritmo a los demás». De modo parecido, un veterano blanco del movimiento de Derechos Civiles, en Mississippi, declara: «Las personas que se han acostumbrado a la acelerada vida urbana... no pueden aguantar mucho tiempo en el Sur rural. Por esto la gente va siempre a alguna parte, sin motivo especial. Los viajes son la droga del Movimiento.» Aunque sin objeto aparente, este correteo es un mecanismo de compensación. La comprensión del poderoso atractivo que cierto ritmo de vida puede ejercer sobre el individuo ayuda a explicar muchos comportamientos que de otro modo resultarían inexplicables o «sin objeto».

Pero si algunas personas ansian el nuevo ritmo veloz, otras se sienten fuertemente repelidas por él y llegan a recursos extremos para «saltar del tiovivo», según su propia expresión.Cualquier compromiso con la naciente sociedad superindustrial significa comprometerse con un mundo que se mueve mucho más de prisa que antes. Y prefieren desligarse y haraganear a su propio ritmo. No fue casualidad que una pieza musical titulada Stop the World... I Want to Get Off (Parad el mundo...

Quiero bajar) alcanzase en Londres y Nueva York, hace unas cuantas temporadas, un éxito resonante.

El quietismo y la busca de nuevas maneras de «evasión» que caracterizan a ciertos hippies (aunque no a todos) pueden estar menos motivados por su pregonada aversión a los valores de la civilización tecnológica, más que por un esfuerzo inconsciente para escapar de un ritmo de vida que puede resultarles intolerable26.

No es pura coincidencia que califiquen a la sociedad de «carrera de ratones», término que alude concretamente a la velocidad.

La gente mayor está aún más predispuesta a reaccionar enérgicamente contra cualquier ulterior aceleración del cambio. La observación de que la edad va a menudo del brazo con el conservadurismo tiene una sólida base matemática: el tiempo pasa más de prisa para los viejos.

Cuando un padre de cincuenta años dice a su hijo de quince que tendrá que esperar dos años para tener coche propio, este intervalo de 730 días representa únicamente un 4 por ciento del tiempo de vida del padre hasta la fecha. En cambio, representa el 13 por ciento de la vida del muchacho. No es, pues, de extrañar que a éste la demora le parezca tres o cuatro veces más larga que a su padre. De manera parecida, dos horas de la vida de un niño de cuatro años pueden ser sentidas como equivalentes a doce horas de la vida de su madre de veinticuatro años. Pedirle al chico que espere dos horas para comer un caramelo puede ser lo mismo que pedirle a la madre que espere veinticuatro para tomar una taza de café.

Estas diferencias en la reacción subjetiva al tiempo pueden tener también causas biológicas. «Con el paso de los años —escribe el psicólogo John Cohén, de la Universidad de Manchester—, el calendario parece encogerse progresivamente.

Mirando hacia atrás, cada año parece más breve que el anterior, posiblemente como resultado de la gradual retardación de los procesos metabólicos.» En relación con la mayor lentitud de sus propios ritmos biológicos, los viejos deben de tener la impresión de que el mundo se mueve más de prisa, aunque no sea así.

Sean cuales fueren las razones, cualquier aceleración del cambio, cuyo efecto, en un intervalo dado, es acumular más situaciones en el canal de la experiencia, resulta aumentado en la percepción de la persona de edad. Al acelerarse el ritmo del cambio en la sociedad, un número creciente de personas mayores siente agudamente la diferencia. Y también ellos se desprenden, se retiran a un medio privado, cortan el mayor número posible de contactos con el veloz mundo exterior y, en definitiva, vegetan hasta la muerte. Quizá no lograremos resolver los problemas psicológicos de los viejos hasta que encontremos los medios —a través de la bioquímica o de la reeducación— de cambiar su sentido del tiempo o de proporcionarles enclaves estructurados, en los que el ritmo de la vida esté controlado e incluso, tal vez, regulado según un calendario «de escala variable», que refleje su propia percepción subjetiva del tiempo.

Muchos conflictos de otro modo incomprensibles —entre generaciones, entre padres e hijos, entre maridos y esposas— pueden derivarse de reacciones diferenciales a la aceleración del ritmo de la vida. Y lo propio puede decirse de los choques entre culturas.

Cada cultura tiene su propio ritmo característico. F. M. Esfandiary27, novelista y ensayista iraní, refiere una colisión entre dos sistemas de ritmo diferente, cuando unos ingenieros alemanes colaboraron, en el período anterior a la Segunda Guerra Mundial, en la construcción de un ferrocarril en el país de aquél. Los iraníes y otros moradores del Oriente Medio suelen adoptar, en lo que se refiere al tiempo, una actitud mucho más relajada que los americanos o los europeos occidentales. Al acudir los obreros iraníes al trabajo con un retraso constante de diez minutos, los alemanes, siempre superpuntuales y apresurados, empezaron a despedirles en masa. Los ingenieros iraníes las pasaron moradas para convencerles de que, dadas las costumbres de Oriente Medio, aquellos trabajadores mostraban una puntualidad heroica, y de que si continuaban los despidos pronto quedarían solamente las mujeres y los niños para hacer el trabajo28.

Esta indiferencia al tiempo puede resultar enloquecedora para los que tienen prisa y están siempre mirando el reloj. Así, los italianos de Milán o de Turín, las industriosas ciudades del Norte, contemplan con desdén a los relativamente lentos sicilianos, cuyas vidas siguen aún el calmoso ritmo de la agricultura. Los suecos de Estocolmo o de Göteborg sienten aproximadamente lo mismo por los lapones. Los americanos se burlan de los mexicanos, para quienes mañana significa muy pronto.

En los propios Estados Unidos, los norteños consideran lentos a los del Sur, y los negros de la clase media censuran a los obreros negros llegados del Sur porque trabajan en «C. P. T.» (Tiempo de la gente de color.) En contraste con éstos, y comparados con casi todos los demás, los americanos y canadienses blancos son considerados como apresurados y afanosos emprendedores.

Las poblaciones se oponen a veces activamente al cambio de ritmo. Esto explica el antagonismo patológico con lo que muchos consideran «americanización» de Europa. La nueva tecnología que sirve de base al superindustrialismo, gran parte de la cual es forjada en los laboratorios de investigación americanos, trae consigo una inevitable aceleración del cambio en la sociedad, así como un concomitante apresuramiento del ritmo de la vida individual. Aunque los oradores antiamericanos eligen las computadoras o la «Coca-Cola» para sus críticas, su verdadera objeción puede ser muy bien la invasión de Europa por un extraño sentido del tiempo.

América, como punta de lanza del superindustrialismo, representa un tempo nuevo, más rápido y en modo alguno deseado.

Esta cuestión aparece exactamente simbolizada por el irritado clamor con que fue recibida la reciente introducción en París de los drugstores a estilo americano. Para

muchos franceses, su existencia constituye una enojosa prueba de siniestro «imperialismo cultural» por parte de los Estados Unidos. A los americanos les cuesta comprender tan apasionada reacción contra una fuente gaseosa tan inofensiva. Pero este hecho se explica porque, en el drugstore, el francés sediento engulle de golpe un batido de leche, en vez de haraganear una hora o dos sorbiendo un aperitivo en la terraza de un bar. Conviene advertir que mientras en los últimos años se extendía la nueva técnica, unos 30.000 bistros cerraron sus puertas para siempre, víctimas, según la revista Time, de una «cultura a breve plazo». (En realidad, puede ser muy bien que la antipatía que muchos europeos sienten por Time se deba no a razones exclusivamente políticas, sino a una repudiación inconsciente de su título. Time, con su brevedad y su estilo conciso, exporta algo más que el sistema de vida americano. Encarna y exporta el ritmo de vida americano.)

EXPECTATIVAS DE DURACIÓN

Para comprender por qué la aceleración en el ritmo de la vida puede resultar destructor e incómodo, es importante captar bien la idea de «expectativas de duración.» La percepción del tiempo por el hombre está íntimamente relacionada con sus ritmos internos, pero sus reacciones al tiempo están culturalmente condicionadas.

Parte de este condicionamiento se debe a que infundimos al niño una serie de expectativas sobre la duración de acontecimientos, procesos o relaciones.

Ciertamente, una de las formas más importantes de conocimiento que impartimos al niño es la conciencia de duración de las cosas prolongadas29. Este conocimiento se enseña en formas sutiles, informales y a menudo inconscientes. Sin embargo, sin un rico caudal de expectativas de duración socialmente adecuadas, ningún individuo podría actuar con éxito.

Por ejemplo, el niño aprende, desde la primera infancia, que cuando su papá se marcha al trabajo por la mañana quiere decir que no volverá a casa en muchas horas. (Si lo hace, algo anda mal; se ha roto la pauta. Y el niño lo siente. Incluso el perro de la casa —que también ha aprendido una serie de expectativas de duración— advierte la interrupción de la rutina.) El niño aprende muy pronto que la hora de comer no es cuestión de un minuto ni de cinco horas. Aprende que una sesión de cine dura de dos a cuatro horas, mientras que la visita al pediatra no suele durar más de una. Aprende que la jornada escolar dura, en general, seis horas. Y aprende que la relación con el maestro se extiende a todo el año escolar, mientras que las relaciones con sus abuelos han de tener, presuntamente, una duración mucho mayor. En realidad, se supone que algunas relaciones duran toda la vida. En el comportamiento adulto, virtualmente todo lo que hacemos, desde echar una carta al buzón hasta hacer el amor, se funda en ciertas presunciones, expresas o tácitas, de duración.

Ahora bien, estas expectativas de duración, diferentes en cada sociedad, pero aprendidas precozmente y profundamente arraigadas, se ven trastornadas cuando se altera el ritmo de la vida.

Esto explica la diferencia crucial existente entre los que padecen agudamente con la aceleración de aquel ritmo y los que más bien parecen apetecerlo. A menos que un individuo haya ajustado sus expectativas de duración de modo que tengan en cuenta la aceleración continua, es muy probable que presuponga que dos situaciones, similares en otros aspectos, serán también similares en duración. Sin embargo, el impulso acelerador implica que, al menos ciertas clases de situaciones, serán comprimidas en el tiempo.

El individuo que ha absorbido el principio de aceleración —que comprende, tanto en su carne como en su cerebro, que las cosas se mueven más de prisa en el mundo que le rodea— compensa, automática e inconscientemente, la comprensión del tiempo. Al prever que las situaciones durarán menos, se deja pillar desprevenido con menos frecuencia que la persona con expectativas de duración inmutables, que la persona que, llevada de la rutina, no ha previsto un frecuente acortamiento en la duración de las situaciones.

Dicho en pocas palabras, el ritmo de la vida debe ser considerado como algo más que una fase familiar, que una fuente de bromas, suspiros, lamentos y desánimo.

Es una variable psicológica, de importancia crucial, que ha pasado casi inadvertida.

En tiempos pretéritos, cuando era lento el cambio de la sociedad exterior, el hombre podía ignorar, e ignoraba, esta variante. El ritmo podía variar muy poco a lo largo de toda una vida. En cambio, el impulso acelerador altera drásticamente esta cuestión. Pues es precisamente a través del ritmo acelerado de la vida que la creciente velocidad del cambio científico, tecnológico y social se deja sentir en la vida del individuo. El comportamiento humano es motivado, en gran parte, por la atracción o repulsión del ritmo vital, impuestas al individuo por la sociedad o grupo de los que forma parte. El fracaso en captar este principio se debe a la peligrosa incompetencia educativa y psicológica en preparar a la gente para representar papeles fructíferos en una sociedad superindustrial.

EL CONCEPTO DE TRANSITORIEDAD

Muchas de nuestras teorías sobre el cambio social y psicológico presentan una imagen válida del hombre en sociedades relativamente estáticas, pero incompleta y deformada del hombre realmente contemporáneo. Olvidan una diferencia crítica entre el hombre del pasado o el presente y el hombre del futuro. Esta diferencia se resume en la palabra «transitoriedad».

El concepto de transitoriedad nos da el eslabón que faltaba, desde hace tiempo, entre las teorías sociológicas de cambio y la psicología de los seres humanos individuales. Integrando ambos factores, nos permite analizar los problemas del cambio a gran velocidad de una nueva manera. Y, como veremos, nos proporciona un método — osco, pero eficaz— para medir, por inferencia, el grado del flujo de situaciones.

La transitoriedad es la nueva «temporalidad» de la vida cotidiana. Da origen a una impresión, a un sentimiento de impermanencia. Desde luego, los filósofos y los teólogos han sabido siempre que el hombre es efímero. En este sentido amplio, la transitoriedad ha sido siempre parte de la vida. Pero, hoy, el sentimiento de impermanencia es más agudo e íntimo. Así, Jerry, el personaje de Edward Albee 30, en The Zoo Story, se califica a sí mismo de «transitorio permanente». Y el crítico Harold Clurman, comentando a Albee, escribe: «Ninguno de nosotros ocupa moradas seguras..., verdaderos hogares. Somos todos la misma "gente de todas las pensiones de todas partes", que trata desesperada y furiosamente de establecer contactos satisfactorios con los vecinos.» En realidad, todos somos ciudadanos de la Era de la Transitoriedad.

Sin embargo, no sólo nuestra relación con la gente parece cada vez más frágil o impermanente. Si dividimos la experiencia que tiene el hombre del mundo exterior a él, descubriremos ciertas clases de relaciones. Así, además de sus lazos con otras personas, podemos hablar de la relación del individuo con las cosas. Podemos aislar, para su examen, sus relaciones con los lugares. Podemos analizar sus lazos

con el medio institucional o de organización que le rodea. Podemos, incluso, estudiar su relación con ciertas ideas o con la corriente de información en la sociedad.

Estas cinco relaciones —más el tiempo— forman la trama de la experiencia social.

Por esto, como indiqué anteriormente, las cosas, los lugares, la gente, las organizaciones y las ideas son los componentes básicos de todas las situaciones. Y es la relación peculiar del individuo con cada uno de estos componentes lo que estructura la situación.

Precisamente estas relaciones se acortan y se abrevian al producirse una aceleración en la sociedad. Relaciones que antaño duraron largos períodos de tiempo tienen ahora expectativas de una vida más breve. Es esta abreviación, esta comprensión, lo que origina el casi tangible sentimiento de que vivimos, desarraigados y vacilantes, en un paisaje de dunas cambiantes.

Desde luego, la transitoriedad puede definirse, específicamente, en términos de la velocidad con que cambian nuestras relaciones. Así como puede resultar difícil demostrar que las situaciones, como tales, tardan menos que antes en pasar por nuestra experiencia, es posible, en cambio, dividirlas en sus componentes y medir la velocidad a que estos componentes entran y salen de nuestras vidas; medir, dicho en otras palabras, la duración de las relaciones.

Comprenderemos mejor el concepto de transitoriedad si tenemos en cuenta la idea de «giro». Por ejemplo, en una tienda de comestibles, la leche tiene un giro mayor que, pongamos por caso, los espárragos en conserva. Se vende y se repone con mayor rapidez. La «operación» se realiza más de prisa. El hombre de negocios avisado conoce el volumen del giro de cada uno de los productos que vende, así como el giro general de todo su almacén. Sabe que, en realidad, este grado de giro es la clave indicadora de la prosperidad de su empresa.

Podemos, por analogía, pensar en la transitoriedad como la rapidez de giro de las diferentes clases de relaciones en la vida de un individuo. Más aún: cada uno de nosotros puede ser calificado en términos de esa velocidad. La vida de algunos se caracteriza por una rapidez de giro mucho menor que la de otros. Los hombres del pasado y del presente viven vidas de «transitoriedad relativamente baja»: sus relaciones tienden a ser duraderas. En cambio la gente del futuro vive en una condición de «transitoriedad alta», una condición en que la duración de las relaciones se abrevia, y su cambio se hace sumamente rápido. En sus vidas, las cosas, los lugares, las personas, las ideas y las estructuras organizadas se «gastan» más de prisa.

Esto influye enormemente en su modo de experimentar la realidad, en su sentido del compromiso y en su capacidad —o incapacidad— de enfrentarse con las situaciones. Es esta rápida sustitución, combinada con la creciente novedad y complejidad del medio, que violenta la capacidad de adaptación y crea el peligro del «shock» del futuro.

Si podemos demostrar que nuestras relaciones con el mundo exterior se hacen, en realidad, más y más transitorias, tendremos elocuentes indicios para presumir que se está acelerando la corriente de situaciones. Y dispondremos de una nueva e incisiva manera de observar a los otros y a nosotros mismos. Exploremos, pues, la vida, en una sociedad de rápida transitoriedad.

1   2   3   4   5   6   7   8   9   ...   47

similar:

Toffler El \"Shock\" iconScience, science popularisation and science fiction
«la llegada prematura del futuro». Se trata de El shock del futuro del ensayista norteamericano Alvin Toffler, quien reflexionaba...

Toffler El \"Shock\" iconResumen capítulo IV trastornos hemodinamicos, enfermedad tromboembolica y shock




Todos los derechos reservados. Copyright © 2019
contactos
b.se-todo.com