Toffler El "Shock"




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establishment, o simplemente a «ellos», de controlar la sociedad de un modo contrario al bienestar de las masas. Estas acusaciones pueden tener algún fundamento. Sin embargo, hoy nos enfrentamos con una realidad aún más peligrosa: muchos males de la sociedad se deben, más que a un control opresor, a una opresora falta de control. La horrible verdad es que, en lo concerniente a buena parte de la tecnología, nadie la gobierna.

SELECCIÓN DE ESTILOS CULTURALES

Mientras una nación en vías de industrialización sigue siendo pobre, tiende a recibir con los brazos abiertos y sin discusión cualquier innovación técnica que prometa mejorar la producción económica o el bienestar material. Es, en realidad, una política tecnológica tácita, y puede servir en caso de un desarrollo económico sumamente veloz. Sin embargo, es una política brutalmente tosca, como resultado de la cual se introducen en la sociedad nuevos procedimientos y máquinas, sin tener en cuenta sus efectos secundarios y a largo plazo.

Pero cuando la sociedad empieza a remontarse hacia el superindustrialismo, esta política de «todo va bien» resulta completa y peligrosamente inadecuada. Aparte del creciente poder y alcance de la tecnología, se multiplican las opciones. La tecnología avanzada contribuye a producir un exceso de opciones con respecto a los bienes de consumo, los productos culturales, los servicios, los subcultos y los estilos de vida. Al mismo tiempo, el exceso de opciones llega a caracterizar la propia tecnología.

La sociedad se encuentra con innovaciones cada vez más variadas, y los problemas de selección se agudizan más y más. La antigua y sencilla política, según la cual se tomaban las decisiones en consideración a sus ventajas económicas a corto plazo, resulta peligrosa, desorientadora y contraria a la estabilidad.

Actualmente, necesitamos criterios mucho más sutiles para escoger entre las tecnologías. Necesitamos estos criterios políticos no sólo para impedir desastres evitables, sino también para descubrir las oportunidades del mañana. Al enfrentarse por primera vez con el exceso de opciones tecnológicas, la sociedad debe elegir sus máquinas, procesos, técnicas y sistemas en grupos y racimos, no de uno en uno. Debe escoger como elige el individuo su estilo de vida. Debe tomar superdecisiones sobre su futuro.

Además, así como el individuo puede realizar una opción consciente entre diversos estilos de vida, también la sociedad actual puede elegir conscientemente entre ellos estilos culturales alternativos. Esto es algo nuevo en la Historia. En el pasado, la cultura surgía sin premeditación. Hoy, podemos, por vez primera, hacer que el proceso sea consciente. Aplicando una política tecnológica consciente —junto con otros medios— podemos formar la cultura de mañana.

En su libro The Year 2000, Hermsn Kahn y Anthony Weiner consignan una lista de cien innovaciones técnicas que se producirán «muy probablemente en el último tercio del siglo XX»306. Éstas van desde múltiples aplicaciones del láser hasta nuevos materiales, nuevas fuentes de energía, nuevas naves aéreas y submarinas, la fotografía tridimensional y la «hibernación humana» con fines médicos. En muchas partes se pueden encontrar listas parecidas. En el transporte, en las comunicaciones, en todos los campos concebibles, y en algunos casi inconcebibles, nos enfrentamos con un alud de innovaciones. Por consiguiente, la complejidad de las opciones es abrumadora.

Tenemos buen ejemplo de ello en ciertos inventos o descubrimientos directamente relacionados con la cuestión de la adaptabilidad del hombre. Un caso notable es el llamado OLIVER307, que algunos expertos en computadoras se esfuerzan en perfeccionar para ayudarnos a luchar con la sobrecarga de decisión. En su forma más sencilla, OLIVER 308 no sería más que una computadora personal programada para suministrar información al individuo y tomar decisiones poco importantes por su cuenta. A este nivel, podría almacenar información acerca de las preferencias de los amigos por el «Manhattan» o el «Martini», datos de carreteras o meteorológicos, cotizaciones de Bolsa, etcétera. El aparato podría estar montado para recordar al interesado la fecha del cumpleaños de su esposa... o para encargarle flores automáticamente. Podría renovar las suscripciones a revistas, pagar el alquiler a su debido tiempo, encargar hojas de afeitar y otras cosas por el estilo.

Además, como los sistemas de información de las computadoras se ramifican, podría pescar en un mar inmenso de datos almacenados en bibliotecas, archivos, hospitales, tiendas, Bancos, oficinas del Gobierno y universidades. De este modo, OLIVER se convertiría en una especie de informador universal.

Sin embargo, algunos científicos del ramo miran aún más lejos. Teóricamente, es posible fabricar un OLIVER que analice el contenido de las palabras de su dueño, examine sus opciones, deduzca su sistema de valores, ponga al día su propio programa para reflejar los cambios en tales valores y, en definitiva, tome, en su lugar, decisiones cada vez más importantes.

De este modo, OLIVER sabría cómo reaccionaría probablemente su dueño a las diversas sugerencias planteadas en una reunión de comité. (Las reuniones podrían celebrarse entre grupos de OLIVERS, representantes de sus respectivos dueños, sin que éstos se hallasen presentes. En realidad, los experimentadores han celebrado ya algunas conferencias de este tipo «por medio de computadoras».)

OLIVER sabría, por ejemplo, si su dueño votaría por el candidato X, si contribuiría a la obra de caridad Y, o si aceptaría una invitación de Z a comer con él. Un psicólogo, buen conocedor de las máquinas computadoras y entusiasta de OLIVER, se expresó en estos términos: «Si es usted un patán mal educado, OLIVER lo sabrá y actuará en consecuencia. Si engaña usted a su mujer, OLIVER lo sabrá y le ayudará. Pues OLIVER no será más que su alter ego mecánico.» Llevando la cienciaficción a su límite extremo; podemos incluso imaginar OLIVERS del tamaño de una punta de alfiler implantados en cerebros infantiles y utilizados, en combinación con el cloning, para crear alter egos vivos y no sólo mecánicos.

Otro avance tecnológico que podría ampliar el campo de adaptación del individuo se refiere al índice de inteligencia humano. Conocidos experimentos realizados en los Estados Unidos, en Suecia y en otros países sugieren elocuentemente que, dentro de un futuro previsible, seremos capaces de aumentar la inteligencia del hombre y sus facultades para manejar información. Ciertas investigaciones sobre bioquímica y nutrición indican que la proteína RNA y otros elementos manejables guardan una relación, todavía oscura, con la memoria y la capacidad de aprender. Un esfuerzo en gran escala para romper la barrera de la inteligencia podría tener como recompensa un mejoramiento fantástico en la adaptabilidad del hombre.

Es posible que este momento histórico sea el adecuado para semejante amplificación humana, para un salto al nuevo organismo superhumano. Pero, ¿cuáles serían sus consecuencias y cuáles son sus alternativas? ¿Queremos un mundo poblado de OLIVERS? ¿Cuándo? ¿En qué términos y condiciones? ¿Quiénes deberían tener acceso a ellos, y quiénes no? ¿Deberían emplearse los tratamientos bioquímicos para elevar a los deficientes mentales al nivel del hombre normal o para aumentar el nivel medio, o deberíamos concentrar nuestro esfuerzo en el intento de crear supergenios?

Otras complejas y parecidas opciones abundan en muy diferentes campos.

¿Deberíamos volcar nuestros recursos en un esfuerzo masivo por conseguir energía nuclear a bajo costo? ¿O deberíamos realizar un esfuerzo parecido para determinar la base bioquímica de la agresión? ¿Deberíamos gastar miles de millones de dólares en un reactor supersónico de transporte309, o sería mejor invertir estos fondos en el perfeccionamiento de corazones artificiales? ¿Deberíamos manipular con genes humanos? ¿O deberíamos, como alguien propone seriamente, inundar el interior del Brasil para crear un mar cerrado de la extensión de Alemania?310. Es indudable que pronto estaremos en condiciones de incluir una super LSD, o un elemento antiagresivo, o cualquier cuerpo huxleyano en nuestra comida corriente. Pronto seremos capaces de establecer colonias en los planetas y de realizar injertos en los cráneos de los niños recién nacidos. Pero, ¿debemos hacerlo? ¿Quién tendrá que decidirlo? ¿En qué criterios humanos se habrán de fundar tales decisiones?

Es lógico que la sociedad que optase por OLIVER, la energía nuclear, los transportes supersónicos, la macroingeniería a escala continental, la LSD y otras cosas por el estilo, desarrollaría una cultura enormemente distinta de la de otra sociedad que optase por elevar la inteligencia, difundir drogas antiagresivas y fabricar corazones artificiales a bajo costo.

Surgirían rápidamente grandes diferencias entre la sociedad que fomentase selectivamente el avance tecnológico y aquella que aprovechase a ciegas la primera oportunidad que se le presentase. Y las diferencias serían aún más acusadas entre la sociedad cuyo ritmo de avance tecnológico fuese moderado y estuviese orientado a prevenir el «shock» del futuro, y aquella en que las masas fuesen incapaces de tomar racionalmente decisiones. En la primera, son posibles la democracia política y la participación en gran escala; en la segunda, fuertes presiones conducen al gobierno por una pequeña élite de técnicos y managers. En suma, la elección que hagamos entre las tecnologías determinará la forma de los estilos culturales del futuro.

Por esto las cuestiones tecnológicas no pueden resolverse en términos meramente tecnológicos. Existen también las cuestiones políticas. Éstas nos afectan más profundamente que la mayoría de los problemas políticos superficiales con que nos enfrentamos en la actualidad. No podemos, pues, seguir tomando decisiones tecnológicas a la manera antigua. No podemos permitir que éstas se tomen al buen tuntún, con independencia las unas de las otras. No podemos permitir que obedezcan solamente a consideraciones económicas a corto plazo. No podemos permitir que se tomen en un vacío político. Y no podemos delegar tranquilamente la responsabilidad de tales decisiones en hombres de negocios, científicos, ingenieros o administradores que ignoren las profundas consecuencias de sus propias acciones.

TRANSISTORES Y SEXO

Por consiguiente, si queremos controlar la tecnología, influyendo con ello en cierto modo en el impulso acelerador en general, debemos empezar por someter la nueva tecnología a una serie de pruebas indispensables, antes de darle rienda suelta en medio de nosotros. Debemos preguntarnos muchas cosas nuevas, acerca de cualquier innovación, antes de otorgarle la patente de libre circulación.

Ante todo, la amarga experiencia tendría que habernos enseñado ya a observar con mayor cuidado los posibles efectos físicos colaterales de toda nueva tecnología.

Tanto si nos proponemos explotar una nueva forma de energía, como un nuevo material o un nuevo producto químico, debemos esforzarnos en determinar si alterará, y de qué modo, el delicado equilibrio ecológico del que depende nuestra supervivencia. Además, debemos prever sus efectos indirectos a gran distancia, tanto en el espacio como en el tiempo. Los desperdicios industriales vertidos en un río pueden aparecer a cientos o incluso miles de millas mar adentro. El DDT puede surtir efecto muchos años después de utilizado. Tanto se ha escrito acerca de esto, que parece casi innecesario insistir en ello.

En segundo lugar, y esto es mucho más complejo, debemos calcular el impacto a largo plazo de las innovaciones técnicas en los medios social, cultural y psicológico311. Existe la creencia general de que el automóvil ha cambiado la forma de nuestras ciudades, alterado la propiedad inmobiliaria, el sistema de comercio al detalle y las costumbres sexuales, y aflojado los lazos familiares. En el Oriente Medio, se atribuye a la rápida difusión de la radio de transistores un importante papel en el resurgimiento del nacionalismo árabe. La pildora para el control de la natalidad, la computadora, el esfuerzo espacial, así como la invención y difusión de avanzadas tecnologías como el análisis de sistemas, han acarreado importantes cambios sociales.

Ya no podemos dejar que estos efectos secundarios sociales y culturales «se produzcan por las buenas». Hemos de intentar preverlos, calcular de antemano, en la medida de lo posible, su naturaleza, su fuerza y el tiempo en que se producirían.

Y si pensamos que estos efectos pueden ser gravemente perjudiciales, debemos estar dispuestos a bloquear la nueva tecnología. Así es la cosa de sencilla. No podemos permitir que la tecnología campe por sus respetos en la sociedad.

Es cierto que nunca podremos prever todos los efectos de cualquier acción, sea o no tecnológica. Pero no es cierto que no podamos defendernos. Es posible, por ejemplo, ensayar las nuevas técnicas en zonas limitadas, entre grupos limitados, y estudiar, antes de permitir su difusión, sus impactos secundarios Con un poco de imaginación, podríamos hacer experimentos con seres vivos, incluso con grupos de voluntarios, para orientar nuestras decisiones tecnológicas. Así como podemos crear enclaves del pasado donde los individuos puedan ensayar los medios del porvenir, podríamos también instaurar, e incluso subvencionar, comunidades especiales de alta novedad, donde se investigasen y empleasen experimentalmente nuevas drogas, fuentes de energía, vehículos, cosméticos, utensilios y otras innovaciones.

En la actualidad, las empresas ensayan rutinariamente un producto para asegurarse de que cumple su función primaria. Las propias empresas hacen tests de mercado para confirmar que el producto se venderá bien. Pero, con raras excepciones, ninguna hace comprobaciones ulteriores del consumidor o de la comunidad para determinar cuáles han sido los efectos humanos del producto. De que aprendamos a hacerlo puede depender nuestra supervivencia en el futuro.

Incluso cuando no pueden realizarse tests con seres vivos, se pueden prever sistemáticamente los efectos remotos de las diversas tecnologías. Los científicos del comportamiento perfeccionan rápidamente nuevos instrumentos, desde el modelado matemático y la simulación hasta los llamados análisis «Delphi», que nos permiten formar criterios más fundamentados sobre las consecuencias de nuestras acciones. Estamos acopiando las herramientas conceptuales necesarias para la valoración social de la tecnología; sólo hace falta que las utilicemos.

Tercera pregunta, más difícil aún y más afilada: aparte de los cambios actuales en la estructura social, ¿cómo afectará la nueva tecnología propuesta al sistema de valores de la sociedad? Sabemos muy poco acerca de las estructuras de valores y de su manera de cambiar, pero hay motivos para creer que también ellas experimentan el fuerte impacto de la tecnología. En otro lugar propuse la creación de una nueva profesión de «previsores de impacto en los valores», hombres y mujeres adiestrados para emplear las técnicas más avanzadas de la ciencia del comportamiento para calcular las consecuencias que determinada tecnología tendría para los valores.

En 1967, y en la Universidad de Pittsburgh, un grupo de eminentes economistas, científicos, arquitectos, proyectistas, escritores y filósofos realizó un simulacro, de un día de duración, encaminado a fomentar el arte de la previsión de valores. En Harvard, el «programa sobre tecnología y sociedad» llevó a cabo un trabajo importante en este campo. En Cornell y en el «Institute for the Study of Science and Human Affairs», de Columbia, se intenta elaborar un modelo de la relación entre la tecnología y los valores, e inventar un juego que serviría para analizar el impacto de aquélla sobre estos. Todas estas iniciativas, aunque sumamente primitivas, nos ayudarán a sopesar la nueva tecnología con mayor exactitud que en cualquier fecha anterior a nuestros días.

En cuarto y último lugar, debemos formular una pregunta que, hasta hoy, ha sido muy poco estudiada, pero que es absolutamente crucial, si queremos evitar un «shock» del futuro ampliamente difundido. Ante cada innovación tecnológica importante, debemos preguntar: ¿Cuáles son sus implicaciones aceleradoras?

Los problemas de adaptación rebasan ya en mucho las dificultades de hacer frente a un invento o técnica determinados. Nuestro problema no es ya la innovación, sino la cadena de innovaciones; no el transporte supersónico, ni el reactor nodriza, ni el sistema automático de aterrizaje, sino todas las consecuencias entrelazadas de estas innovaciones y la oleada de innovaciones con que inundan la sociedad.

¿Nos ayuda la innovación propuesta a controlar el ritmo y la dirección del avance subsiguiente? ¿O tiende a acelerar una multitud de procesos que escapan a nuestro control? ¿Cómo afecta al nivel de transitoriedad, al grado de novedad y la diversidad de opciones? Hasta que no estudiemos sistemáticamente estas preguntas, nuestros intentos de orientar la tecnología hacia fines sociales —y de controlar el impulso acelerador en general— resultarán vanos y fútiles.

Es éste un apremiante programa intelectual para las ciencias sociales y físicas.

Hemos aprendido a crear y combinar las tecnologías más poderosas. Pero no nos hemos preocupado de aprender sus consecuencias. Actualmente, estas consecuencias amenazan con destruirnos. Debemos aprender, y aprender de prisa.

UN «OMBUDSMEN» TECNOLÓGICO

Sin embargo, el desafío no es solamente intelectual; es también político. Además, para crear nuevos medios de investigación —nuevas maneras de comprender nuestro medio ambiente—, debemos proyectar también nuevas instituciones políticas para asegurarnos de que las preguntas antes formuladas son debidamente estudiadas, y para fomentar o frenar (o incluso prohibir) determinadas tecnologías propuestas. Necesitamos, en efecto, una maquinaria para seleccionar las máquinas.

Tarea política clave del próximo decenio será crear esta maquinaria. Debemos superar el temor de ejercer un control social sistemático sobre la tecnología. La responsabilidad de este control debe ser compartida por agencias públicas, empresas y laboratorios, donde se incuben las innovaciones tecnológicas.

Cualquier sugerencia sobre control de la tecnología da lugar a que inmediatamente los científicos frunzan el ceño312. Invocan el espectro de una alevosa interferencia gubernamental. Pero los controles sobre la tecnología no deben implicar, necesariamente, limitaciones de la libertad de investigación. Lo que se discute no es el descubrimiento, sino la difusión; no la invención, sino la aplicación: El sociólogo Amitai Etzioni observa, irónicamente, que «muchos liberales que aceptaron plenamente los controles económicos keynesianos adoptan una actitud de
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