Toffler El "Shock"




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laissez-faire en lo tocante a la tecnología. Sus argumentos son los empleados antaño en defensa de la economía del laissez-faire: que todo intento de controlar la tecnología coartaría la innovación y la iniciativa».

Las advertencias sobre un exceso de control no deben tomarse a la ligera. Sin embargo, las consecuencias de la falta de control pueden ser mucho peores. De hecho, la ciencia y la tecnología no son nunca libres en sentido absoluto. Los inventos y el ritmo de su aplicación se ven influidos por los valores y las instituciones de la sociedad que los produce. En efecto, toda sociedad tamiza previamente las innovaciones técnicas antes de que éstas sean ampliamente empleadas.

Sin embargo, hay que modificar la desordenada manera en que esto se realiza actualmente, así como los criterios en que se funda la selección. En Occidente, el criterio básico para eliminar ciertas innovaciones técnicas y aplicar otras sigue siendo el beneficio económico. En los países comunistas, todo depende de si la innovación ha de contribuir al desarrollo económico total y al poderío de la nación.

En el primer caso, las decisiones son privadas y sumamente descentralizadas. En el segundo, son públicas y estrechamente centralizadas.

Ambos sistemas resultan ya anticuados, incapaces de hacer frente a la complejidad de la sociedad superindustrial. Ambos tienden a prescindir de todo, salvo las más inmediatas y evidentes consecuencias de la tecnología. Sin embargo, y de modo creciente, lo que más debe preocuparnos son los impactos no inmediatos y no evidentes. «La sociedad debe organizarse de manera que una parte de los científicos más capaces y más imaginativos se ocupe continuamente de prever los efectos a largo plazo de la nueva tecnología —escribe O. M. Solandt, presidente del Consejo de Ciencias del Canadá—. Nuestro método actual de confiar en la sagacidad de los individuos para prever el peligro y formar grupos de presión que traten de corregir los errores, no servirá en el futuro.» 313

Un buen paso en la dirección adecuada sería crear una agencia de reclamaciones tecnológicas, una agencia pública encargada de recibir, estudiar y resolver las quejas referentes~á~Iá aplicación irresponsable de la tecnología.

¿Quién debería cuidar de corregir los efectos nocivos de la tecnología? La rápida difusión de los detergentes empleados en las máquinas caseras de lavar ropa y de lavar platos aumentó los problemas de purificación del agua en todo el territorio de los Estados Unidos. Las decisiones de lanzar detergentes sobre la sociedad fueron tomadas privadamente, pero sus efectos indirectos se han traducido en cargas para el contribuyente y (en forma de una más baja calidad del agua) para el consumidor en general.

La carga de la contaminación del aire es también soportada por el contribuyente y por la comunidad, aunque, muchas veces, el origen de la contaminación está en Compañías privadas, industrias o instalaciones del Gobierno. Tal vez es lógico que el costo de la «descontaminación» sea soportado por el público, como una forma de carga social, más que por industrias concretas. Hay muchas maneras de distribuir los costos. Pero, sea cual fuere el medio escogido, es vital que se definan las líneas de responsabilidad. Demasiadas veces, las agencias, los grupos o las instituciones carecen de responsabilidad definida.

Una agencia de reclamaciones tecnológicas podría ser un adecuado instrumento oficial para recibir las quejas. Semejante agencia podría, llamando la atención de la Prensa sobre Compañías o instituciones oficiales que hubiesen aplicado irresponsable o impremeditadamente la nueva tecnología, ejercer fuerte presión para un empleo más inteligente de ésta. Provista de la facultad de entablar, en caso necesario, reclamaciones por daños y perjuicios, podría convertirse en una importante fuerza disuasoria contra la irresponsabilidad tecnológica314.

EL TAMIZ DEL MEDIO AMBIENTE

Pero no basta con la simple investigación y atribución de responsabilidades después del hecho consumado, Debemos establecer una criba del medio ambiente para protegernos contra peligrosas intrusiones, así como un sistema de incentivos públicos para fomentar aquellas tecnologías que sean inofensivas y socialmente deseables. Esto significa la creación de instrumentos oficiales y privados para revisar los mayores adelantos tecnológicos, antes de que sean lanzados al público.

Las empresas tendrían que establecer sus propios «cuerpos de análisis de consecuencias» para el estudio de los posibles efectos de las innovaciones patrocinadas por aquéllas. Debería obligárseles, en ciertos casos, no sólo a ensayar la nueva tecnología en zonas piloto, sino a difundir la innovación en toda la sociedad. Habría que atribuir una buena parte de responsabilidad a la propia industria. Cuanto menos centralizados sean los controles, tanto mejor. Si funciona el sistema de autorregulación, éste es preferible a los controles externos y políticos.

Pero si fracasa, como ocurre a menudo, entonces puede ser necesaria la intervención pública, y esta responsabilidad no debemos eludirla. En los Estados Unidos, el congresista Emilio Q. Daddario, presidente del Subcomité de la Cámara para Ciencia, Investigación y Desarrollo, propuso la creación, dentro del Gobierno federal, de un Consejo Superior de Evaluación Tecnológica. La Academia Nacional de Ciencias, la Academia Nacional de Ingeniería, el Servicio de Referencia Legislativa de la Biblioteca del Congreso y el programa de ciencia y tecnología de la Universidad George Washington realizaron estudios encaminados a definir la adecuada naturaleza de semejante agencia. Podemos discutir su forma, pero su necesidad es indiscutible.

La sociedad podría establecer también ciertos principios generales para el avance tecnológico. Por ejemplo, si la introducción de una innovación entraña riesgos excesivos, se podría exigir a la agencia responsable el depósito de fondos para la corrección de los efectos nocivos, si éstos llegasen a materializarse. Podríamos crear también un «fondo de seguro tecnológico», a base de primas satisfechas por las agencias difusoras de innovaciones.

Deberían retrasarse o prohibirse totalmente ciertas intervenciones ecológicas en gran escala, tal vez de acuerdo con el principio de que, si una incursión en la Naturaleza es demasiado grande y súbita para que sus efectos puedan controlarse y corregirse, es mejor que no se produzca. Se ha indicado, por ejemplo, que la presa de Asuán, lejos de ayudar a la agricultura egipcia, puede conducir un día a la salinización de la tierra en ambas riberas del Nilo. Esto podría resultar desastroso.

Pero no se producirá de la noche a la mañana. Por consiguiente, hay que presumir que podría ser regulado y evitado. En cambio, el plan para inundar todo el interior del Brasil acarrearía tan inmediatos e imponderables efectos ecológicos que no debería permitirse en absoluto, mientras no se pueda regular debidamente y no se disponga de medidas precautorias de emergencia.

En consideración a las consecuencias sociales, cada nueva tecnología debería someterse a juntas de científicos del comportamiento —psicólogos, sociólogos, economistas, científicos, políticos— que determinarían, en la medida de su capacidad, la fuerza probable de su impacto social en diferentes momentos. Cuando pareciese probable que una innovación acarrease consecuencias perturbadoras, o produjese desenfrenadas presiones aceleradoras, estos supuestos deberían ser estudiados desde el punto de vista de las ganancias y pérdidas sociales que pudiese producir el invento. En el caso de ciertas innovaciones de gran impacto, la agencia de valoración tecnológica debería estar facultada para exigir una legislación restrictiva o para imponer una demora hasta que el estudio se completase y fuese públicamente discutido. En otros casos, podría autorizarse la difusión de los inventos, con la condición de que se tomasen de antemano las medidas necesarias para evitar sus posibles consecuencias negativas. De esta manera la sociedad no tendría que temer un desastre antes de resolver los problemas provocados por la tecnología.

Considerando no solamente tecnologías concretas, sino también sus relaciones recíprocas, el tiempo que medie entre ellas, la velocidad de difusión proyectada y otros factores similares, podríamos conseguir, en definitiva, cierto control sobre el ritmo y la dirección del cambio.

Inútil decir que estas proposiciones están también cargadas de explosivas consecuencias sociales, por lo que tendrían que ser cuidadosamente meditadas.

Puede haber maneras mucho mejores de conseguir los fines deseados. Pero el tiempo apremia. No podemos permitirnos el lujo de lanzarnos a ciegas hacia el superindustrialismo. La política de control de la tecnología provocará graves conflictos en los días venideros. Pero con conflictos o sin ellos, la tecnología tiene que ser domesticada si queremos controlar el impulso acelerador. Y el impulso acelerador debe ser controlado si queremos evitar el «shock» del futuro.

Capítulo XX

LA ESTRATEGIA DEL FUTURISMO SOCIAL

¿Se puede vivir en una sociedad fuera de control? Ésta es la pregunta que nos plantea el concepto de «shock» del futuro. Pues ésta es la situación en que nos encontramos. Si sólo se hubiese desmandado la tecnología, el problema sería ya bastante grave. Pero lo más terrible es que otros muchos procesos sociales han roto las amarras y oscilan furiosamente, resistiendo nuestros mayores esfuerzos por encauzarlos.

Urbanización, conflictos técnicos, emigración, criminalidad: he aquí unos pocos ejemplos de los muchos campos en que nuestros esfuerzos por moldear el cambio parecen inadecuados y vanos. Algunos de ellos están íntimamente relacionados con la explosión de la tecnología; otros, son en parte independientes de ésta. Los desiguales y veloces ritmos de cambio, los saltos y bandazos en todas direcciones, nos obligan a preguntarnos si las sociedades tecnológicas, incluso las relativamente pequeñas, como Bélgica o Suecia, no se habrán hecho demasiado complejas, demasiado veloces, para poder ser manejadas.

¿Cómo podemos evitar el masivo «shock» del futuro, ajustando selectivamente los tempos del cambio, elevando y rebajando el nivel de los estímulos, si los propios Gobiernos —incluidos los que tienen mejores intenciones— parecen incapaces de orientar el cambio en la dirección debida.

Así, un eminente urbanista americano escribe, con no disimulado disgusto315: «A costa de más de tres mil millones de dólares, la Agencia de Renovación Urbana ha conseguido reducir materialmente el número de viviendas baratas de las ciudades americanas.» Podríamos citar desastres parecidos en otros muchos campos. ¿Por qué los actuales programas de bienestar estorban, más que ayudan, a sus clientes?

¿Por qué alborotan y se rebelan los estudiantes, que forman presuntamente un grupo distinguido? ¿Por qué aumentan las autopistas la congestión del tráfico, en vez de reducirla? En una palabra, ¿por qué tantos programas liberales y bienintencionados se vuelven rancios tan rápidamente, produciendo efectos secundarios que anulan sus efectos centrales? No es de extrañar que Raymond Fletcher316, frustrado miembro del Parlamento británico, exclamase recientemente: «¡La sociedad ha perdido el tino!» Si perder el tino quiere decir carecer en absoluto de toda norma, sin duda cayó en una exageración. Pero si quiere decir que los resultados de la política social se han vuelto erráticos y difíciles de prever entonces dio en el blanco. En esto estriba el significado político del «shock» del futuro. Pues así como «shock» individual del futuro resulta de la incapacidad de seguir el ritmo del cambio, también los Gobiernos padecen una especie de «shock» colectivo del futuro, un derrumbamiento de sus procesos de decisión.

Sir Geoffrey Vickers317, eminente científico social inglés, centró la cuestión con escalofriante claridad: «El ritmo de cambio aumenta a velocidad acelerada, sin una aceleración paralela de las medidas a tomar; y esto nos conduce muy cerca de la raya más allá de la cual se pierde el control.» LA MUERTE DE LA TECNOCRACIA

Estamos asistiendo al principio del fin del industrialismo y, con él, al colapso del planeamiento tecnocrático. Al decir planeamiento tecnocrático, no me refiero únicamente al planeamiento nacional centralizado que, hasta hace poco, caracterizó a la URSS, sino también a los intentos menos formales y más dispersos de orientación sistemática del cambio que se realizan en todas las naciones de avanzada tecnología, independientemente de su credo político. Michael Harrington318, crítico socialista, calificó nuestro siglo de «accidental», al sostener que rechazamos la planificación. Sin embargo, como demuestra Galbraith319, las grandes empresas, incluso dentro del contexto de una economía capitalista, realizan enormes esfuerzos por racionalizar la producción y la distribución, por planear su futuro lo mejor que saben. También los Gobiernos se hallan enzarzados en cuestiones de planificación. La manipulación keynesiana de las economías de posguerra puede ser inadecuada, pero no es accidental. En Francia, Le Plan se ha convertido en un rasgo regular de la vida nacional. En Suecia, Italia, Alemania y el Japón los Gobiernos intervienen activamente en el sector económico para proteger ciertas industrias, capitalizar otras y acelerar el desarrollo. En los Estados Unidos y en Inglaterra, incluso los Gobiernos locales están equipados con los al menos llamados departamentos de planificación.

Entonces, ¿por qué, a pesar de tantos esfuerzos, habría de escapar el sistema a todo control? El problema no estriba, simplemente, en que planeamos poco, sino también en que planeamos mal. Parte de las dificultades proceden de las propias premisas implícitas en nuestra planificación.

Primero: la planificación tecnocrática, producto del industrialismo, refleja los valores de una era que se desvanece rápidamente. Tanto en su variante capitalista como en la comunista, el industrialismo era un sistema encaminado a elevar al máximo el bienestar material. Por esto, para el tecnócrata, ya sea de Detroit o de Kiev, el avance económico es el fin principal, y la tecnología, el principal instrumento. El hecho de que, en una de dichas variantes, el progreso redunde en beneficio privado, y, en la otra, al menos teóricamente, en beneficio público, no altera los caracteres comunes a ambas. La planificación tecnocrática es econocéntrica.

Segundo: la planificación tecnocrática refleja la orientación del industrialismo en el tiempo. Luchando por liberarse de la sofocante orientación hacia el pasado de las sociedades anteriores, el industrialismo centraba su atención en el presente. Esto significaba, en la práctica, que su planificación miraba a un futuro inmediato. La idea de un plan quinquenal, puesta en práctica por los soviéticos en los años veinte, fue considerada por el mundo como de un futurismo insensato. Incluso en la actualidad, y salvo en las organizaciones más avanzadas de ambos lados del telón ideológico, los proyectos a uno o dos años vista son considerados como «planes a largo plazo». Como veremos, un puñado de empresas y agencias gubernamentales han empezado a hacer previsiones para dentro de diez, veinte e incluso cincuenta años. Sin embargo, la mayoría sigue ciegamente orientada hacia el próximo lunes.

La planificación tecnocrática es de corto alcance.

Tercero: reflejando la organización burocrática de industrialismo, la planificación tecnocrática se fundó en la jerarquía. El mundo estaba dividido en directores y obreros, en planificadores y planificados, imponiendo aquéllos sus decisiones a éstos. Ahora bien, este sistema, adecuado cuando el cambio se producía a ritmo industrial, se derrumba cuando este ritmo adquiere velocidades superindustriales.

El medio, cada vez más inestable, requiere un número cada vez mayor de decisiones no programadas y tomadas en el nivel inferior. La necesidad de actuar instantáneamente borra la distinción entre ejecutores y personal dirigente; la jerarquía se tambalea. Los planificadores están demasiados lejos, ignoran las condiciones locales, son lentos en responder al cambio. Cunde el recelo de que los controles de arriba abajo no sirven para nada, y los dirigidos empiezan a reclamar el derecho a participar en la toma de decisiones. Pero los planificadores resisten.

Pues, a semejanza del sistema burocrático del que es reflejo, la planificación tecnocrática es esencialmente
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