Toffler El "Shock"




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antidemocrática.

Las fuerzas que nos empujan hacia el superindustrialismo no pueden ser canalizadas por estos métodos fallidos de la era industrial. Durante algún tiempo, puede que sigan funcionando en las industrias o comunidades atrasadas o que avanzan lentamente. Pero su indebida aplicación en industrias avanzadas, universidades y ciudades — ondequiera que el cambio se produce velozmente—, sólo servirá para aumentar la inestabilidad y para producir más fuertes vaivenes y sacudidas. Además, al amontonarse los indicios de fracaso se desencadenan peligrosas corrientes políticas, culturales y psicológicas.

Una reacción contra esta pérdida de control la tenemos, por ejemplo, en la rebelión contra la inteligencia. Antiguamente, la ciencia dio al hombre un sentido de dominio del medio y, por ende, del futuro. Al presentar el futuro como maleable, en vez de inmutable, sacudió las religiones que predicaban la pasividad y el misticismo. En la actualidad, las crecientes pruebas de que la sociedad está fuera de control ocasionan que muchos se sientan desengañados por la ciencia. En consecuencia, asistimos a un renacimiento del misticismo. De pronto, la astrología hace furor. El zen, el yoga, las sesiones de espiritismo y la hechicería se convierten en pasatiempos populares. Se establecen cultos para la búsqueda de experiencias dionisíacas, de comunicaciones no verbales y presuntamente no lineales. Nos dicen que «sentir» es más importante que «pensar», como si ambas cosas fuesen contradictorias. Los oráculos existencialistas coinciden con los místicos católicos.

Los psicoanalistas jungianos y los gurús hindúes en la exaltación de lo místico y emocional sobre lo científico y racional.

No es de extrañar que esta regresión a actitudes precientíficas vaya acompañada de una tremenda ola de nostalgia en la sociedad. Muebles antiguos, carteles de una era acabada, juegos inspirados en pasatiempos de ayer, el renacimiento del art nouveau, la difusión de los estilos eduardinos, el redescubrimiento de marchitos ídolos populares como Humphrey Bogart o W. C. Fields; todo esto refleja un ansia psicológica por un pasado más simple y menos turbulento. Poderosas maquinarias de puro capricho entran en acción para lucrarse con este afán. El negocio de la nostalgia se convierte en floreciente industria. El fracaso de la planificación tecnocrática y la consiguiente impresión de pérdida de control alimentan también la filosofía del «ahora». Canciones y anuncios aclaman la aparición de la «generación de ahora», y cultos psiquiatras, al discurrir sobre los presuntos peligros de la represión, aconsejan que no aplacemos nuestras satisfacciones. Se animan los esfuerzos en pro de la recompensa inmediata. «Estamos más orientados hacia el presente —dijo una adolescente a un reportero, después del festival monstruo de música "rock" de Woodstock—320. Lo que uno quiere hacer hay que hacerlo ahora...

Si se está demasiado tiempo en cualquier parte, uno empieza a hacer planes... Por consiguiente, hay que seguir moviéndose.» La espontaneidad, equivalente personal de la falta de un plan social, es elevada a la categoría de virtud cardinal psicológica.

Todo esto tiene su analogía en la política, con la emergencia de una extraña coalición de derechistas y nuevos izquierdistas en apoyo de lo que sólo podemos llamar una visión «despreocupada» del futuro. Entre algunos extremistas, esto adquiere un matiz francamente anarquista. No sólo consideran innecesario o imprudente hacer planes para el futuro de la sociedad o de la institución que quieren derribar, sino que, a veces, consideran incluso de mal gusto hacer proyectos para la hora siguiente de la reunión. Se glorifica la ausencia de todo plan.

Al argüir que la planificación impone valores al futuro, los adversarios de ella olvidan el hecho de que la falta de plan produce el mismo resultado..., a menudo con peores consecuencias. Irritados por el carácter mezquino y econocéntrico de la planificación tecnocrática, condenan los análisis de sistemas, las cuentas de costos y ganancias, y otros métodos similares, ignorando el hecho de que si se empleasen de un modo diferente estos instrumentos podrían convertirse en poderosas técnicas para la humanización del futuro.

Cuando los críticos alegan que la planificación tecnocrática es inhumana, en el sentido de que prescinde de los valores social, cultural y psicológico al perseguir un máximo beneficio económico, suelen tener razón. Cuando la acusan de ser corta de vista y antidemocrática, suelen tener razón. Cuando dicen que es inepta, suelen tener razón.

Pero cuando saltan atrás para sumirse en la irracionalidad, en actitudes anticientíficas, en una especie de nostalgia morbosa y en una exaltación del «ahora», no sólo están equivocados, sino que son peligrosos. Así como, en lo principal, proponen como alternativa al industrialismo la vuelta a instituciones preindustriales, así su alternativa a la tecnocracia no es la post, sino la pretecnocracia.

Nada podría ser más peligroso para la adaptación. Sean cuales fueren los argumentos teóricos, hay fuerzas brutas que andan libres por el mundo. Tanto si queremos evitar el «shock» del futuro como si pretendemos controlar la población, eliminar la contaminación o terminar con la carrera de armamentos, no podemos permitir que decisiones de importancia mundial se tomen a tontas y a locas y sin un plan preconcebido. Despreocuparse es lo mismo que cometer un suicidio colectivo.

No necesitamos volver al irracionalismo del pasado, a la pasiva aceptación del cambio, a la desesperación o al nihilismo. Necesitamos, sí, una vigorosa y nueva estrategia. Por razones que no tardaré en exponer, denomino a esta estrategia «futurismo social». Estoy persuadido de que, armados con esta estrategia, podremos alcanzar un nuevo nivel de competencia para la dirección del cambio.

Podemos inventar una forma de planificación más humana, más previsora y más democrática que todas las empleadas hasta ahora. En una palabra, podemos trascender la tecnocracia.

LA HUMANIZACIÓN DEL PLANIFICADOR

Los tecnócratas padecen de obsesión económica. Excepto durante la guerra y en momentos de acuciante urgencia, parten de la premisa de que incluso los problemas no económicos pueden solventarse con remedios económicos.

El futurismo social niega esta presunción básica, tanto de los managers marxistas como de los keynesianos. En su momento y lugar históricos, el objetivo único de progreso material de la sociedad prestó buenos servicios a la raza humana. Sin embargo, al marchar hacia el superindustrialismo surge una nueva concepción en la que otros fines igualan e incluso superan a los del bienestar económico. En términos personales, el cumplimiento de la propia misión, la responsabilidad social, el logro estético, el individualismo hedonista y una serie de otros objetivos acompañan y con frecuencia superan el tosco afán de éxito material. La abundancia es la base desde la cual empieza el hombre a luchar por diversos fines poseconómicos.

Al propio tiempo, en las sociedades que avanzan velozmente hacia el superindustrialismo, las variantes económicas —salarios, balanza de pagos, productividad— son cada vez más sensibles a los cambios producidos en el medio no económico. Los problemas económicos son muy numerosos, pero toda una serie de cuestiones, cuyo aspecto económico es secundario, cobra nueva importancia. El racismo, la lucha entre generaciones, la delincuencia, la autonomía cultural, la violencia: todo esto tiene dimensiones económicas; sin embargo, nada de ello puede ser tratado con sólo medidas econocéntricas.

El paso de la manufactura a la producción de servicios, la psicologización tanto de los artículos como de los servicios, y, en último término, la desviación hacia la producción experiencial, atan al sector económico mucho más fuertemente que las fuerzas no económicas. Las preferencias del consumidor varían de acuerdo con los rápidos cambios del estilo de vida, de modo que las idas y venidas de los subcultos se reflejan en el torbellino económico. La producción superindustrial requiere trabajadores hábiles en el manejo de los símbolos, de modo que lo que pasa por sus cerebros es mucho más importante que en el pasado y depende mucho más de los factores culturales.

Incluso hay pruebas de que el sistema financiero responde más a las presiones sociales y psicológicas321. Sólo en una sociedad opulenta, que se encamina al superindustrialismo, podemos presenciar la introducción de nuevos medios de inversión, tales como los fondos mutuos, conscientemente motivados o montados a base de consideraciones no económicas. El «Vanderbilt Mutual Fund» y el «Provident Fund» se niegan a comprar acciones de empresas de licores o tabaco. El gigantesco «Mates Fund» desdeña las acciones de todas las Compañías dedicadas a la producción de municiones, mientras que el pequeño «Vantage 10/90 Fund» invierte parte de su activo en industrias que trabajan para aliviar los problemas de comida y de población de naciones en vías de desarrollo. Hay fondos que sólo, o principalmente, invierten en viviendas racialmente inte gradas. La «Fundación Ford» 322 y la Iglesia presbiteriana invierten parte de sus repletas carteras en Compañías escogidas no sólo por su rendimiento económico, sino también por su posible contribución a la solución de problemas urbanos. Estas actuaciones, aún pequeñas en número, señalan elocuentemente la dirección del cambio.

Mientras tanto, importantes empresas americanas con inversiones fijas en centros urbanos están siendo absorbidas, con frecuencia a pesar suyo, por el rugiente remolino del cambio social. Centenares de Compañías se dedican actualmente a proporcionar empleos a los parados, a organizar programas de instrucción y adiestramiento en el trabajo, y a otras muchas actividades desacostumbradas. Tan importante ha sido el crecimiento de estas nuevas funciones, que la Compañía más importante del mundo, la «American Telephone and Telegraph Company», ha montado recientemente un Departamento de Asuntos del Medio Ambiente. Esta agencia, pionera de una nueva y grande empresa, ha sido encargada de una serie de tareas que incluyen la lucha contra la contaminación del aire y del agua, el mejoramiento de la estética de los camiones y equipos de la Compañía, y el fomento de programas de educación preescolar en los ghettos urbanos. Esto no significa necesariamente que las grandes Compañías se estén volviendo altruistas; sólo subraya la creciente intimidad de los lazos entre el sector económico y poderosas fuerzas culturales, psicológicas y sociales.

Sin embargo, mientras estas fuerzas llaman a nuestra puerta, la mayoría de los planificadores y managers se comportan como si nada ocurriese. Siguen actuando como si el sector económico estuviese herméticamente aislado de las influencias sociales y psicoculturales. Ciertamente, las premisas econocéntricas están tan profundamente arraigadas y se mantienen tan vigorosas en las naciones capitalistas y comunistas, que perturban los propios sistemas de información esenciales para la dirección del cambio.

Por ejemplo: todas las naciones modernas mantienen un complicada maquinaria para calibrar las realizaciones económicas. Conocemos, virtualmente al día, las direcciones del cambio con respecto a la productividad, a los precios, a las inversiones y a otros factores similares. Gracias a un aparato de «indicadores económicos», podemos aquilatar la salud general de la economía, la velocidad del cambio de ésta y las direcciones generales del cambio. Sin estas mediciones, nuestro control de la economía sería mucho menos eficaz.

En cambio, carecemos de sistemas de medición, de aparatos «indicadores sociales», que nos digan si la sociedad, como algo distinto de la economía, goza también de buena salud. No tenemos patrones de la «calidad de vida». No tenemos índices sistemáticos que nos revelen si los hombres están más o menos desligados entre sí; si la educación es más eficaz; si el arte, la música y la literatura están en auge; si el civismo, la generosidad o la amabilidad se desarrollan favorablemente.

«El producto nacional bruto es nuestro Santo Grial —escribe Stewart Udall323, ex secretario del Interior de los Estados Unidos— ...pero no tenemos un índice del medio ambiente, un censo estadístico para medir si las condiciones de vida del país mejoran de un año a otro.» Superficialmente, esto podría parecer una cuestión puramente técnica, algo que incumbe a los estadísticos. Sin embargo, tiene una grave significación política, pues, careciendo de aquellos sistemas de medición, resulta difícil señalar a las políticas nacionales o locales objetivos adecuados a largo plazo. La falta de indicios perpetúa la tecnocracia vulgar.

Aunque el público sabe muy poco de ello, ha empezado en Washington una batalla cortés, pero cada vez más enconada, sobre esta cuestión. Los planificadores tecnocráticos y los economistas ven en la idea de los indicadores sociales 324 una amenaza contra su posición atrincherada junto a los que definen la política. En cambio, la necesidad de tales indicadores ha sido elocuentemente defendida por científicos sociales tan eminentes como Bertram M. Gross, de la «Wayne State University», Eleanor Sheldon y Wilbert Moore, de la «Russell Sage Foundation», y Daniel Bell y Raymond Bauer, de Harvard. Asistimos, dice Gross325, a una «extendida rebelión contra el llamado "filisteísmo económico" de la actual institución estadística del Gobierno de los Estados Unidos».

Esta rebelión ha conseguido un considerable apoyo de un pequeño grupo de políticos y funcionarios del Gobierno, que reconocen nuestra desesperada necesidad de un sistema de inteligencia social postecnocrática. Entre ellos, figuran Daniel P.

Moynihan, importante asesor de la Casa Blanca; los senadores Walter Mondale, de Minnesota, Fred Harris, de Oklahoma, y varios ex ministros del Gabinete. Cabe esperar que en un futuro próximo la misma rebelión estallará en otras capitales del mundo, trazando de nuevo una frontera entre los tecnócratas y los postecnócratas.

Sin embargo, el propio peligro del «shock» del futuro sugiere la necesidad de nuevas medidas sociales aún no mencionadas en la prolífica literatura sobre los indicadores sociales. Por ejemplo: necesitamos con urgencia técnicas para medir el nivel de transitoriedad en las diferentes comunidades, los diferentes grupos de población y la experiencia individual. En principio, es posible proyectar un «índice de transitoriedad» que revele la rapidez con que establecemos y rompemos relaciones con las cosas, lugares, personas, organizaciones y estructuras informales comprendidas en nuestro medio ambiente.

Este índice pondría de manifiesto, entre otras cosas, las fantásticas diferencias entre las experiencias de diferentes grupos de la sociedad: la calidad estática y tediosa de la vida, para muchísimas personas, y el frenético cambio en las vidas de las demás. Las políticas oficiales que intenten manejar del mismo modo a ambos grupos de personas están condenadas a tropezar con la enconada resistencia de uno u otro, o de los dos.

También necesitamos índices de novedad en el medio ambiente ¿Con qué frecuencias tienen que enfrentarse las comunidades, las organizaciones o los individuos con situaciones nunca vistas? ¿Cuántos artículos caseros de una familia media de la clase obrera son realmente «nuevos», por su función o aspecto, y cuántos son tradicionales? ¿Qué nivel de novedad —en términos de cosas, gente u otra dimensión significativa— se requiere para un estímulo que no peque de excesivo? ¿Cuántas novedades pueden absorber los niños más que sus padres, si es verdad que pueden absorber más que éstos? ¿Cuál es la relación de la vejez con el menor grado de tolerancia de la novedad, y cómo se relaciona esta diferencia con los conflictos políticos y entre generaciones que están destruyendo las sociedades tecnológicas? Si estudiamos y medimos el caudal de novedad, podremos tal vez empezar a controlar el flujo de cambio en nuestras estructuras sociales y en nuestras vidas personales.

¿Y qué decir de la opción y el exceso de opciones? ¿Podemos elaborar patrones del grado de opción significativo para la vida humana? ¿Puede algún Gobierno que se diga democrático despreocuparse de esta cuestión? A pesar de toda la retórica sobre la libertad de opción, ninguna agencia gubernamental del mundo puede jactarse de haber hecho el menor intento para medirla. Se presume, simplemente, que un aumento en la renta o en la abundancia significa más opciones, y que, a más opciones, mayor libertad. ¿No es hora de estudiar estas presunciones básicas de nuestros sistemas políticos? La planificación postecnocrática deberá preocuparse precisamente de estas cuestiones si queremos evitar el «shock» del futuro y construir una sociedad superindustrial humana.

Un sistema de indicadores sensibles, destinados a medir la consecución de fines sociales y culturales, y utilizados conjuntamente con los indicadores económicos debe formar parte del equipo técnico que toda sociedad necesita si quiere alcanzar con éxito la nueva fase de desarrollo ecotecnológico. Es condición absoluta para la planificación postecnocrática y para el control del cambio.

Además, esta humanización de la planificación debe reflejarse en nuestras estructuras políticas. Para conectar el sistema de inteligencia social superindustrial con los centros decisorios de la sociedad, debemos institucionalizar la preocupación por la calidad de vida. Así, Bertram Gross y otros miembros del movimiento en pro de los indicadores sociales han propuesto al presidente la creación de un Consejo de Asesores Sociales. Este Consejo debería, según ellos, estar constituido a semejanza del ya existente Consejo de Asesores Económicos, y desempeñaría funciones parecidas en el campo social. La nueva agencia manejaría los indicadores sociales clave de la misma manera que la CAE observa los índices económicos e informa al presidente de los cambios. Publicaría un informe anual sobre la calidad de vida, exponiendo claramente nuestros progresos sociales (o la ausencia de éstos) en términos de objetivos concretos. Este informe serviría de complemento y de contrapeso al informe económico anual preparado por el CAE. Al proporcionar datos ciertos y útiles sobre nuestra condición general, haciéndola más sensible a los costos y beneficios sociales, y menos fríamente tecnocrático y econocéntrico326.

El establecimiento de tales Consejos, no sólo a nivel federal, sino también a los niveles estatal y municipal, no resolvería todos nuestros problemas; no eliminaría los conflictos; no garantizaría la adecuada explotación de los indicadores sociales; en suma, no suprimiría la política de la vida política. Pero daría validez —y fuerza política— a la idea de quecos fines del progreso van más allá de los puramente económicos. La designación de agencias encargadas de vigilar los indicadores de cambio en la calidad de vida significaría un gran paso en la humanización del planificador, que es la primera fase esencial de la estrategia del futurismo social.

LOS HORIZONTES DEL TIEMPO

Los tecnócratas padecen miopía. Por instinto, piensan en el beneiicio inmediato, en las consecuencias inmediatas. Son miembros prematuros de la generación del «ahora».

Si una región necesita electricidad, construyen una central eléctrica. El hecho de que esta fábrica pueda alterar bruscamente los esquemas laborales, de que dentro de diez años pueda significar el paro de muchos obreros, obligar a una reducción de mano de obra en gran escala y aumentar el costo de la vida en la ciudad vecina, es algo demasiado remoto para que les preocupe. Y el hecho de que la central eléctrica pueda tener desastrosas consecuencias ecológicas para la generación siguiente, está, sencillamente, fuera de su marco de previsión temporal.

En un mundo de cambio acelerado, el próximo año está más cerca de nosotros de lo que lo estaba el próximo mes en una época más tranquila. Este hecho vital, radicalmente alterado, debe ser asimilado por los que toman las decisiones en la industria, en el Gobierno y en todas partes. Todos ellos deben ampliar sus horizontes del tiempo.

Hacer planes para un futuro más distante no significa encerrarse en programas dogmáticos. Los planes pueden ser provisionales, elásticos, sujetos a continua revisión. Sin embargo, flexibilidad no debe ser equivalente a cortedad de vista. Para trascender la tecnocracia, nuestro horizonte de tiempo social debe extenderse a decenios, e incluso a generaciones, en el futuro. Y esto requiere algo más que un alargamiento de nuestros planes formales. Significa la instalación en la sociedad, desde sus capas más altas hasta las más bajas, de una nueva y socialmente despierta conciencia del futuro.

Uno de los fenómenos más saludables de los últimos años ha sido la súbita proliferación de organizaciones dedicadas al estudio del futuro. Este reciente desarrollo es, en sí mismo, una respuesta homeostática de la sociedad a la aceleración del cambio. En unos pocos años, hemos visto la creación de centros intelectuales de orientación futurista, como el «Instituto del Futuro»; la formación de grupos académicos de estudio, como la «Comisión del año 2000» y el «Programa de tecnología y sociedad» de Harvard; la aparición de periódicos futuristas en Inglaterra, Francia, Italia, Alemania y los Estados Unidos; la difusión de cursos universitarios sobre previsión y otras materias afines; la convocatoria de asambleas futuristas internacionales en Oslo, Berlín y Kioto; la unión de grupos tales como «Futurólogos», «Europa 2000», «Humanidad 2000» y «Sociedad Mundial del Futuro».

Pueden encontrarse centros futuristas en Berlín Occidental, Praga, Londres, Moscú, Roma, Washington, Caracas e incluso en las remotas selvas del Brasil, en Belem y Belo Horizonte. A diferencia de los planificadores tecnocráticos convencionales, cuyos campos visuales no suelen extenderse más allá de unos cuantos años en la mañana, estos grupos se preocupan de los cambios que se producirán dentro de quince, veinticinco o incluso cincuenta años.

Toda sociedad se enfrenta no solamente con una sucesión de futuros
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