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probables, sino también con una serie de futuros posibles y con un conflicto sobre los futuros preferibles. El gobierno del cambio es un esfuerzo por convertir ciertos posibles en probables, con vistas a conseguir los preferibles previamente aceptados; la selección de las metas posibles requerirá la ciencia del futurismo; diseñar los objetivos probables demandará un arte del futurismo; definir los mundos preferibles origina una política del futurismo. Sin embargo, el movimiento futurista mundial de hoy día no diferencia claramente estas funciones. Pone su principal empeño en el cálculo de probabilidades. Así, en muchos de aquellos centros, economistas, sociólogos, matemáticos, biólogos, físicos, investigadores operacionales y otros inventan y aplican métodos para la previsión de las probabilidades futuras. ¿En qué fecha podrá la acuacultura alimentar a la mitad de la población mundial? ¿Qué probabilidades hay de que los automóviles eléctricos suplanten a los de gasolina en los próximos quince años? ¿Es probable una distensión chino-soviética en 1980? ¿Qué cambios son más probables en las diversiones, el gobierno de las ciudades y las relaciones raciales? Recalcando la interrelación entre sucesos y tendencias dispares, los futurólogos científicos prestan también creciente atención a las consecuencias sociales de la tecnología. El «Instituto del Futuro» investiga, entre otras cosas, los probables efectos sociales y culturales de la tecnología avanzada de las comunicaciones. El grupo Harvard se preocupa de los problemas sociales que pueden surgir debido a los progresos biomédicos. Los futurólogos del Brasil estudian los resultados probables de diversas políticas del desarrollo económico. Los motivos de estudio de los futuros probables son poderosísimos. Es imposible que un individuo viva un solo día laborable sin hacer miles de suposiciones sobre el futuro probable. El viajero que llama por teléfono para decir: «Estaré en casa a las seis», funda su predicción en las probabilidades de que el tren llegue puntualmente. Cuando una madre envía a Johnny a la escuela, presume tácitamente que la escuela estará allí para recibirle. Así como un piloto no puede gobernar un barco sin proyectar su rumbo, tampoco nosotros podemos dirigir nuestras vidas personales sin hacer, consciente o inconscientemente, continuas previsiones. También las sociedades elaboran un conjunto de premisas acerca del mañana. Los que deben tomar decisiones en la industria, en el Gobierno, en la política y en otros sectores de la sociedad, no podrían actuar sin aquéllas. Sin embargo, en períodos de cambio turbulento, estas imágenes socialmente pergeñadas de un futuro probable se hacen menos precisas. La quiebra del control en la sociedad actual está directamente relacionada con nuestras inadecuadas imágenes de los futuros probables. Desde luego, nadie puede «conocer» el futuro de un modo absoluto. Sólo podemos sistematizar y profundizar más en nuestras presunciones, y tratar de asignarles probabilidades. Incluso esto es difícil. Los intentos de prever el futuro lo alteran inevitablemente. De modo parecido, una vez divulgada una previsión, el acto de divulgación (distinto de la investigación) produce también perturbaciones. Las previsiones tienden a realizarse o a destruirse ellas mismas. Al ampliar el horizonte del tiempo hacia un futuro más remoto, nos vemos obligados a confiar en ideas inculcadas y en adivinaciones. Además, ciertos sucesos singulares —por ejemplo, los asesinatos— son, por ahora, imprevisibles (aunque podemos augurar algunos de ellos). A pesar de todo esto, ya es hora de destruir, de una vez para siempre, el mito popular de que el futuro es «imposible de conocer». Las dificultades deberían alentarnos y acuciarnos, no paralizarnos. William F. Ogburn327, uno de los grandes estudiosos mundiales del cambio social, escribió en una ocasión: «Deberíamos introducir en nuestro pensamiento la idea de aproximación, es decir, de que hay varios grados de exactitud y de inexactitud de cálculo.» Tener una vaga idea de lo que nos espera es mejor que no tener ninguna —seguía diciendo—, y, en muchos casos, la exactitud extrema es completamente innecesaria. Por consiguiente, no somos tan incapaces de manejar las probabilidades futuras como cree la mayoría de la gente. El científico social inglés Donald G. McRae 328 afirma, acertadamente, que «en realidad, los sociólogos modernos pueden hacer muchas predicciones limitadas, y relativamente a corto plazo, con un buen grado de seguridad». Pero aparte de los métodos corrientes de la ciencia social, estamos ensayando nuevos instrumentos, potencialmente poderosos, para sondear el futuro. Éstos abarcan desde maneras complejas de extrapolar tendencias existentes, hasta la elaboración de modelos, juegos y simulacros sumamente intrincados, la preparación de minuciosos escenarios especulativos, el estudio sistemático de la Historia para descubrir analogías reveladoras, la investigación morfológica, el análisis adecuado, los planos contextuales y otras cosas parecidas. En un estudio muy completo sobre previsión tecnológica, el doctor Erich Jantsch, ex consultor de la OCDE y miembro investigador de MIT, identificó grandes cantidades de nuevas técnicas distintas, utilizadas ya o en fase experimental. El «Instituto del Futuro», de Middletown, Connecticut, prototipo de centro de pensamiento futurista, va en cabeza en el invento de nuevos instrumentos de previsión. Uno de éstos se denomina «Delphi» (Delfos), método muy bien desarrollado por el doctor Olaf Helmer, matemático-filósofo que fue uno de los fundadores del Instituto. «Delphi» intenta estudiar futuros muy remotos empleando sistemáticamente las previsiones «intuitivas» de gran número de expertos. Los trabajos a base de «Delphi» han conducido a un nuevo invento que, mediante la regulación del ritmo de cambio, tiene especial importancia para tratar de evitar el «shock» del futuro. Iniciado por Theodore J. Gordon, del IF, y denominado Cross Impact Matrix Analysis, busca los efectos de una innovación sobre otra, permitiendo, por primera vez, un análisis anticipado de complejas series de sucesos sociales, tecnológicos y de otras clases, y de la velocidad con que es probable que se produzcan. En resumen asistimos a un impulso realmente extraordinario en dirección a un cálculo más científico de las probabilidades futuras, a un fermento que tendrá probablemente, por sí solo, poderosa influencia en el futuro. Sería tonto exagerar la actual capacidad de la ciencia de prever con exactitud acontecimientos complejos. Sin embargo, lo peligroso no es que exageremos la capacidad de la ciencia, sino que dejemos de utilizarla. Pues aunque nuestros intentos, aún primitivos, de hacer previsiones científicas terminen en el más completo error, el solo esfuerzo nos ayudará a identificar variables claves del cambio, a aclarar objetivos, y nos obligará a una más cuidadosa valoración de las alternativas políticas. En todo caso, el sondeo del futuro produce rendimiento en el presente329. Sin embargo, la previsión de futuros probables no es más que una parte de lo que debemos hacer para ampliar el horizonte del planificador e infundir a toda la sociedad un mayor sentido del mañana. Pues hemos de ampliar también, muchísimo, nuestra concepción de los futuros posibles. A la rigurosa disciplina de la ciencia debemos añadir la inflamada imaginación del arte. Hoy, como nunca, necesitamos una multiplicidad de visiones de sueños y de profecías: imágenes de mañanas potenciales. Antes de que podamos decidir racionalmente qué caminos alternativos debemos escoger, qué estilos culturales debemos perseguir, hemos de asegurarnos de cuáles de ellos son posibles. De este modo, la conjetura, la especulación y la actitud visionaria se convierten en una necesidad tan fría y práctica como lo fue el «realismo» en pasados tiempos. Por esto, algunas de las más grandes y poderosas empresas del mundo, que antaño fueron encarnación del «presentismo», contratan hoy como asesores a futurólogos intuitivos, escritores de cienciaficción y visionarios. Una gigantesca Compañía europea de productos químicos tiene como empleado a un futurólogo cuyo historial científico comprende también profundos estudios de teología. Una empresa americana de comunicaciones ha contratado a un crítico social de mentalidad futurista. Una fábrica de vidrio busca un escritor de cienciaficción para que imagine las posibles formas corporativas del futuro. Las Compañías acuden a los «pájaros locos» no para que calculen científicamente las probabilidades, sino para que especulen a fondo sobre las posibilidades. Pero las empresas no deben ser las únicas entidades que utilicen estos servicios. También los Gobiernos locales, las escuelas, las asociaciones voluntarias, necesitan estudiar con imaginación sus futuros potenciales. Una manera de ayudarles a hacerlo consistiría en establecer en cada comunidad «centros de imaginación» dedicados a confrontar técnicamente las ideas. Serian lugares donde se reunirían personas dotadas de gran imaginación creadora para estudiar las crisis actuales, prever las futuras y especular libremente, incluso a modo de juego, sobre los futuros posibles. ¿Cuáles son, por ejemplo, los futuros posibles del transporte urbano? ¿Cómo resolverá la ciudad del mañana el movimiento de hombres y objetos a través del espacio? Para especular sobre esta cuestión, el centro de imaginación tendría que contratar artistas, escultores, bailarines, decoradores, empleados de zonas de aparcamiento y otras muchas personas que, de algún modo, aplican su imaginación a problemas de espacio. Estas personas, reunidas en las debidas circunstancias, producirían forzosamente ideas jamás soñadas por los planificadores de la ciudad tecnocrática, por los ingenieros de caminos y por las autoridades de tráfico. Músicos, personas que habitan cerca de los aeropuertos, mecánicos y conductores de «Metro» podrían imaginar nuevas maneras de organizar, mitigar o suprimir los ruidos. Podría invitarse a grupos de jóvenes a estrujarse los sesos para inventar nuevos sistemas de enfoque de la sanidad urbana, la superpoblación, los conflictos étnicos, el cuidado de los ancianos y otros millares de problemas presentes y futuros. En semejante esfuerzo, la inmensa mayoría de las ideas propuestas resultarían, desde luego, absurdas, graciosas o técnicamente inaplicables. Sin embargo, la esencia de la creatividad es una predisposición a hacer el loco, a jugar con el absurdo, para someter más tarde el chorro de ideas a un severo juicio crítico. La aplicación de la imaginación al futuro requiere, pues, un medio en el que esté permitido equivocarse, en el que la novedosa yuxtaposición de ideas pueda expresarse libremente, antes de ser cribada por la crítica. Necesitamos santuarios de imaginación social. Aunque toda suerte de personas imaginativas deberían participar en las conjeturas sobre futuros posibles, las propias personas deberían mantener contactos inmediatos —personales o por telecomunicación —con especialistas técnicos, desde ingenieros acústicos hasta zoólogos, que pudiesen indicarles cuándo una sugerencia es técnicamente imposible de ser llevada a la práctica (sin perder de vista que incluso las imposibilidades suelen ser temporales). Pero también la experiencia científica debería desempeñar un papel generador, más que amortiguador, en el proceso imaginativo. Hábiles especialistas podrían elaborar modelos que ayudasen a los hombres de imaginación a examinar todas las permutaciones posibles en una serie dada de relaciones. Estos modelos serían representaciones de condiciones de la vida real. Según Christoph Bertram330, del «Instituto de Estudios Estratégicos», de Londres su objeto es, «más que predecir el futuro, mostrar, mediante el examen de futuros alternativos, las opciones que se nos ofrecen». Por ejemplo, un modelo apropiado podría ayudar a un grupo de hombres de imaginación a prever el impacto que produciría en una ciudad la fluctuación de sus gastos de educación; cómo afectaría esto, verbigracia, al sistema de transportes, a los teatros, a la estructura laboral y a la salud de la comunidad. Y, a la inversa, podría mostrar cómo los cambios en estos otros factores pueden influir en la educación. El alborotado torrente de ideas descabelladas, heterodoxas, excéntricas o simplemente pintorescas, engendradas en estos santuarios de imaginación social, deberán someterse, después de expresadas, a una implacable criba. Sólo una minúscula parte de ellas sobrevivirá al proceso de filtro. Pero estas pocas podrían tener grandísima importancia para llamar la atención sobre nuevas posibilidades, que de otro modo habrían pasado inadvertidas. Al pasar de la pobreza a la abundancia, la política se transforma, pasando de lo que los matemáticos llaman un juego de total cero a otro de total no cero. En el primero, si uno de los jugadores gana, el otro debe perder. En el segundo, todos los jugadores pueden ganar. El hallazgo, para nuestros problemas sociales, de soluciones distintas a cero, requiere toda la imaginación de que somos capaces. Un sistema que engendrase ideas políticas imaginativas nos ayudaría a sacar la máxima ventaja de las oportunidades distintas a cero que nos esperan. Pero mientras los centros de imaginación se concentran en imágenes parciales del mañana, definiendo posibles futuros para una industria aislada, una organización, una ciudad o sus subsistemas necesitamos también ideas arrolladuras y visionarias sobre la sociedad como conjunto. Es importante multiplicar nuestras imágenes de futuros posibles; pero estas imágenes tienen que ser organizadas, cristalizadas en forma estructurada. En el pasado, esto estuvo a cargo de la literatura utopista. Ésta representó un papel práctico y crucial al ordenar los sueños del hombre sobre futuros alternativos. Actualmente, padecemos una falta de ideas prácticas para organizar a su alrededor imágenes competidoras de posibles futuros. La mayoría de las utopías tradicionales describen sociedades sencillas y estáticas, es decir, sociedades que nada tienen en común con el superindustrialismo. Walden Two, de B. F. Skinner, que sirvió de modelo a varias comunidades experimentales que aún existen, describe un estilo de vida preindustrial, mezquino, apegado a la tierra, estructurado a base de la agricultura y la artesanía. Incluso dos brillantes antiutopías, Un mundo feliz y 1984, nos parecen ahora excesivamente sencillas. Ambas describen sociedades fundadas en una avanzada tecnología y una reducida complejidad: las máquinas son muy perfeccionadas, pero las relaciones sociales y culturales son fijas y deliberadamente simples. Hoy día, necesitamos poderosos y nuevos conceptos utópicos y antiutópicos que miren adelante, hacia el superindustrialismo, y no atrás, hacia sociedades más sencillas. Pero estos conceptos no pueden producirse ya a la manera antigua. En primer lugar, ningún libro basta, por sí solo, para describir un futuro superindustrial en términos emocionalmente apremiantes. Cada concepción de una utopía o de una antiutopía superindustriales tiene que manifestarse de muchas formas —películas, comedias, novelas y obras de arte—, en vez de hacerlo por medio de una sola obra de ficción. En segundo lugar, resulta dificilísimo, para un escritor aislado, por mucho que sea su talento, describir de una manera convincente un futuro complejo. Necesitamos, por tanto, una revolución en la producción de utopías: un «utopismo» en colaboración. Necesitamos construir «fábricas de utopías». Una manera podría consistir en reunir un grupito de eminentes científicos sociales —un economista, un sociólogo, un antropólogo, etcétera— y pedirles que trabajasen juntos, incluso que viviesen juntos, el tiempo suficiente para elaborar entre ellos una serie de valores bien definidos sobre los que pudiera organizarse, a su entender, una verdadera sociedad utópica superindustrial. Después, cada miembro del grupo debería tratar de describir, en forma no ficticia, un sector de una sociedad imaginaria organizada sobre aquellos valores. ¿Cómo sería su estructura familiar? ¿Cómo serían su economía, sus leyes, su religión, sus prácticas sexuales, su educación juvenil, su música, su artes, su sentido del tiempo, su grado de diferenciación, sus problemas psicológicos? Trabajando juntos y aunando, siempre que fuese posible, elementos aisladamente inconsistentes, quizá lograrían trazar un cuadro adecuadamente complejo de una forma inconsútil y temporal de superindustrialismo. Alcanzado este punto y completado con análisis detallados, el proyecto debería pasar a la fase de ficción. Novelistas, productores de cine, escritores de cienciaficción y otros, trabajando en estrecha relación con los psicólogos, podrían preparar trabajos originales sobre la vida de las personas en la sociedad imaginada. Mientras tanto, otros grupos podrían trabajar en contrautopías. Si la Utopía A hacía hincapié en los valores materialistas y orientados hacia el éxito, la Utopía B podría fundarse en valores sensuales y hedonistas; la C, en la primacía de los valores estéticos; la D, en el individualismo; la E, en el colectivismo, etcétera. En definitiva, esta colaboración entre el arte, la ciencia social y el futurismo produciría un alud de libros, comedias, películas y programas de televisión que informarían a un número enorme de personas sobre el costo y los beneficios de las diferentes utopías propuestas. Por último, si escasea la imaginación social, aún estamos más faltos de personas dispuestas a someter las ideas utópicas a pruebas sistemáticas. Un número creciente de jóvenes, asqueados del industrialismo, hacen experimentos con sus propias vidas, formando comunidades utópicas y ensayando nuevas formas sociales, desde el matrimonio de grupo hasta el aprendizaje comunitario. Actualmente, como en el pasado, el peso de la sociedad establecida es una pesada carga para los visionarios, que intentan no sólo predicar sus ideas, sino también ponerlas en práctica. En vez de desdeñar a los utopistas, deberíamos aprovechar su buena disposición para el experimento, animándoles con dinero y con tolerancia, si no con nuestro respeto. Sin embargo, la mayoría de las «comunidades intencionales» o colonias utópicas contemporáneas muestran una acusada preferencia por el pasado. Éstas pueden ser valiosas para los individuos que las componen; pero a la sociedad, en su conjunto, le serían más útiles los experimentos utópicos fundados en formas superindustriales, y no pre-industriales. ¿Por qué no crear, en vez de una granja comunal, una Compañía de automatización cuyos programadores viviesen y trabajasen en común? ¿Por qué no una Compañía de tecnología docente cuyos miembros hiciesen un fondo común y viviesen en familia? En vez de cultivar rábanos o de fabricar sandalias, ¿por qué no montar una instalación de estudios oceanógraficos, organizada utópicamente? ¿Por qué no constituir un grupo de médicos que se sirva de la última tecnología médica, pero cuyos miembros perciban honorarios modestos y junten sus ganancias para subvencionar una escuela de medicina de estilo completamente nuevo? ¿Por qué no formar grupos que ensayasen los planes de las fábricas de utopías? En pocas palabras, si fundamos nuestros experimentos en la tecnología y en la sociedad del mañana, más que en las de ayer podremos emplear la utopía como un instrumento y no como un modo de evasión. Y si lo hacemos así, ¿por qué no analizar, rigurosa y científicamente, los resultados? Podríamos hacer descubrimientos valiosísimos, que nos evitarían muchos errores o nos conducirían a formas más viables de la organización de la industria, de la educación, de la vida familiar o de la política. Estas exploraciones imaginativas de futuros posibles harían más profundos y ricos nuestros estudios científicos de los futuros probables. Sentarían una base para la radical ampliación del horizonte del tiempo. Nos, ayudarían a aplicar la imaginación social al futuro o al propio futurismo. Y, ciertamente, con esta base podríamos empezar a multiplicar, conscientemente, los órganos científicos de percepción del futuro de la sociedad. Los institutos futuristas científicos tendrían que estar repartidos como nudos de una red en todas las estructuras gubernamentales de las sociedades tecnológicas, de modo que en todo departamento, sea local o nacional, exista un personal que se dedique sistemáticamente a escrutar el probable futuro remoto de su campo particular. Tendría que haber futurólogos en todos los partidos políticos, universidades, empresas, asociaciones profesionales, sindicatos y organizaciones estudiantiles. Necesitamos instruir a millares de jóvenes en las perspectivas y técnicas del futurismo científico, invitándoles a participar en la emocionante aventura de describir los futuros probables. También necesitamos agencias nacionales que proporcionen asistencia técnica a las comunidades locales para la creación de sus propios grupos de futurólogos. Y necesitamos un centro similiar, tal vez fundado conjuntamente por los americanos y los europeos, para ayudar a los incipientes centros futuristas de Asia, África y América latina. Asistimos a una carrera entre los crecientes niveles de incertidumbre producidos por la aceleración del cambio y la necesidad de imágenes razonablemente exactas del futuro más probable en cualquier instante dado. Por esto la producción de imágenes lógicas del futuro más probable se convierte en una necesidad nacional e internacional de la mayor urgencia. Cuando el Globo esté salpicado de instrumentos previsores del futuro, podremos estudiar la creación de un gran instituto internacional, de un banco mundial de datos sobre el futuro. Este instituto, formado por hombres y mujeres de gran categoría en todas las ramas de la ciencia, y en particular de las ciencias sociales, tendría como fin la recogida y la integración sistemática de informes de predicción elaborados por eruditos y pensadores fecundos de todas las disciplinas intelectuales de todo el mundo. Desde luego, los que trabajasen en este instituto deberían saber que jamás podrían crear un diagrama único y estático del futuro. El futuro de su esfuerzo sería, por el contrario, una geografía del futuro que cambiaría constantemente, una imagen continuamente reformada y fundada en los mejores trabajos de predicción posibles. Los hombres y las mujeres dedicados a este trabajo sabrían que nada es cierto, sabrían que deben trabajar con datos insuficientes; comprenderían las dificultades inherentes a la exploración de los ignotos territorios del mañana. Pero el hombre sabe ya, acerca del futuro, más de lo que nunca trató de formular y de integrar de modo sistemático y científico. El intento de reunir estos conocimientos constituiría uno de los mayores esfuerzos intelectuales de la Historia, y uno de los más valiosos. Sólo cuando los encargados de tomar decisiones cuenten con buenas previsiones de los sucesos futuros, cada vez más exactas gracias a sucesivas aproximaciones, mejorarán sensiblemente nuestras posibilidades de orientar el cambio. Pues las presunciones razonablemente exactas sobre el futuro son condición previa para comprender las posibles consecuencias de nuestras acciones. Y sin esta comprensión la orientación del cambio es imposible. Si la humanización del planificador es la primera fase de la estrategia del futurismo social, la ampliación de nuestro horizonte del tiempo es la segunda. Para trascender la tecnocracia necesitamos no sólo dejar atrás nuestro filisteísmo económico, sino también abrir nuestras mentes a futuros más remotos, tanto probables como posibles. DEMOCRACIA DE ANTICIPACIÓN Sin embargo, y en último término, el futurismo social debe calar aún más hondo. Pues, además de obsesión económica y de miopía, los tecnócratas padecen la enfermedad producida por el virus del elitismo. Por consiguiente, si queremos controlar el cambio necesitamos una ruptura definitiva y aún más radical con la tradición tecnocrática: necesitamos una revolución en nuestra propia manera de formular los fines sociales. La creciente novedad hace que sean desatinados los fines tradicionales de nuestras principales instituciones: Estado, corporaciones, Ejército y universidades. La aceleración produce un más rápido cambio de objetivos, una mayor transitoriedad de los fines propuestos. La diversidad o fragmentación conduce a una continua multiplicación de los objetos perseguidos. Atrapados en este medio ambiente arremolinado y lleno de objetivos, vacilamos bajo el impacto del «shock» del futuro, nos tambaleamos de una crisis a otra, persiguiendo un hormiguero de objetivos que chocan entre sí y se destruyen. Donde esto se manifiesta en forma más evidente es en nuestros patéticos intentos de gobernar nuestras ciudades. Los neoyorquinos han sufrido, en un breve período de tiempo, una serie de pesadillas rayanas en desastre: escasez de agua, una huelga de empleados del «Metro», violencia racial en las escuelas, una insurrección estudiantil en la Universidad de Columbia, una huelga de basureros, escasez de viviendas, falta de fuel-oil, una avería del servicio telefónico, una huelga de maestros, una interrupción del suministro de energía, por sólo dar unos cuantos ejemplos. En su Ayuntamiento, como en millares de Ayuntamientos de todas las naciones de avanzada tecnología, los tecnócratas corren desaforadamente de un conflicto a otro con el extintor de incendios en la mano, pero sin el menor plan coherente para el futuro urbano. Esto no quiere decir que no se hagan planes. Antes al contrario, en esta sociedad en ebullición, los planes, subplanes y contraplanes tecnocráticos proliferan a más y mejor. Se proyectan nuevas autopistas, nuevas carreteras, nuevas centrales eléctricas, nuevas escuelas. Se prometen mejores hospitales, viviendas, sanatorios mentales y programas de bienestar. Pero los planes se extinguen, se contradicen o se refuerzan accidentalmente. Pocos de ellos están lógicamente relacionados entre sí, y ninguno lo está con una imagen global de la ciudad ideal del futuro. Ninguna visión —utópica o de otra clase— impulsa nuestros esfuerzos. Ningún objetivo racionalmente integrado pone orden en el caos. Y, a los niveles nacional e internacional, la falta de una política coherente es igualmente manifiesta y doblemente peligrosa. No es, simplemente, que no sepamos qué fines hemos de perseguir, como ciudad o como nación. El mal es mucho más profundo. La aceleración del cambio dejó anticuados los métodos con los que perseguíamos los fines sociales. Los tecnócratas no lo comprenden todavía, y al reaccionar atropelladamente a las crisis se aferran a los métodos del pasado. Por esto, de vez en cuando, un Gobierno deslumbrado por el cambio trata de definir públicamente sus objetivos. Crea, instintivamente, una comisión. En 1960, el presidente Eisenhower 331 encargó a un general, un juez, un par de industriales, unos cuantos rectores de universidad y un dirigente laboral «la elaboración de un vasto plan de políticas y programas nacionales coordinados» y «el establecimiento de una serie de objetivos en diversos sectores de la actividad nacional». A su debido tiempo, apareció el informe de la comisión, titulado: |
![]() | «la llegada prematura del futuro». Se trata de El shock del futuro del ensayista norteamericano Alvin Toffler, quien reflexionaba... | ![]() |