Toffler El "Shock"




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SEGUNDA PARTE

TRANSITORIEDAD

Capítulo IV

COSAS: LA SOCIEDAD DEL «TÍRESE DESPUÉS DE USADO»

«Barbie», una adolescente de plástico, de treinta centímetros, es la muñeca más conocida y que más se ha vendido en toda la Historia. Desde su creación, en 1959, la población de muñecas «Barbie» del mundo ha alcanzado los 12.000.000, más que la población humana de Los Angeles, Londres o París. Las niñas adoran a «Barbie», porque parece real y se la puede vestir fácilmente. La empresa «Mattel, Inc.», creadora de «Barbie», vende también un vestuario completo, con trajes de calle, trajes de noche y trajes de baño y de esquí.

Recientemente, «Mattel» anunció una nueva muñeca «Barbie»31, perfeccionada.

La nueva versión tiene una figura más esbelta, pestañas «de verdad» y una cintura movible, que la hace más humanoide que antes. Además, «Mattel» anunció que, por primera vez, la jovencita que quisiera comprar una nueva «Barbie» obtendría un descuento si entregaba la vieja.

Lo que no anunció «Mattel» fue que, al trocar su vieja muñeca por un modelo tecnológicamente perfeccionado, la niña de hoy, ciudadana del mundo superindustrial de mañana, aprendería una lección fundamental sobre la nueva sociedad: que las relaciones del hombre con las cosas son cada vez más temporales.

El océano de objetos físicos artificiales que nos rodea está inmerso, a su vez, en un océano más grande de objetos naturales. Pero, para el individuo, lo que importa cada día más es el medio tecnológicamente producido. La obra de plástico o de hormigón, el iridiscente brillo de un automóvil bajo un farol, la pasmosa visión de una ciudad desde la ventanilla de un avión de reacción: he aquí las realidades íntimas de su existencia. Las cosas confeccionadas por el hombre penetran y matizan su conciencia. El número de aquéllas aumenta con fuerza explosiva, tanto absolutamente como en relación con el medio natural. Y esto será aún más cierto en la sociedad superindustrial que en la de nuestros días.

Los antimaterialistas tienden a quitar importancia a las «cosas». Sin embargo las cosas son altamente significativas, no sólo por su utilidad funcional, sino también por su impacto psicológico. Nosotros establecemos relaciones con las cosas. Las cosas afectan nuestro sentido de continuidad o discontinuidad. Desempeñan un papel en la estructura de las situaciones, y la abreviación de nuestras relaciones con las cosas acelera el ritmo de la vida.

Además, nuestras actitudes con respecto a las cosas reflejan nuestros criterios sobre valores fundamentales. Nada más dramático que la diferencia entre la nueva clase de niñas, que cambian alegremente su «Barbie» por el nuevo modelo perfeccionado, y aquellas que, como sus madres y sus abuelas, se aferran y quieren a la misma muñeca hasta que ésta se desintegra de puro vieja. En esta diferencia está el contraste entre el pasado y el futuro, entre las sociedades fundadas en la permanencia y la nueva y rápidamente creciente sociedad basada en lo transitorio.

EL TRAJE DE NOVIA, DE PAPEL

Podemos ilustrar el hecho de que las relaciones hombre-cosa se hacen cada vez más temporales examinando la cultura que rodea a la niña que comercia con su muñeca. Esta niña no tarda en saber que las muñecas «Barbie» no son, en modo alguno, los únicos objetos físicos que entran y salen, a paso veloz, de su joven vida. Pañales, biberones, servilletas de papel, «Kleenex», toallas, botellas de gaseosa: todo se consume rápidamente en su casa y es desechado implacablemente. Las palomitas de maíz llegan envasadas en botes que son tirados después de su empleo. Las espinacas están envasadas en bolsitas de plástico que pueden echarse en la olla de agua hirviendo y tirarse después. Las comidas TV se cuecen y sirven en bandejas que ya no vuelven a utilizarse. Su casa es como una enorme máquina transformadora por la que entran, pasan y salen los objetos a velocidad siempre creciente. Desde su nacimiento, la niña se encuentra inextricablemente envuelta en una cultura que le dice: «tírese después de usado».

La idea de emplear un producto una sola vez o durante un breve período contraría las raíces profundas de sociedades o individuos imbuidos de una herencia de pobreza. No hace mucho, Uriel Rone, investigador de mercado de la agencia

anunciadora francesa «Publicis», me dijo: «El ama de casa francesa no está acostumbrada a los productos que se tiran. Le gusta guardar las cosas, aunque sean viejas, más que tirarlas. Nosotros representamos a una Compañía que quería introducir una clase de cortina de plástico para ser usada una sola vez. Hicimos un estudio de marketing y descubrimos una resistencia demasiado fuerte. Sin embargo, esta resistencia se está agotando en todo el mundo desarrollado.

Así, un escritor, Edward Maze, ha observado que muchos americanos que visitaron Suecia a principios de los años cincuenta se asombraron de su limpieza. «Casi nos pasmó el hecho de que no había botellas de cerveza y de bebidas no alcohólicas tiradas junto a los bordillos, como, para vergüenza nuestra, ocurre en América.» Pero ¡ay!, en los años sesenta, las botellas florecieron de pronto en las calzadas suecas... ¿Qué había ocurrido? Siguiendo la pauta americana, Suecia se había convertido en una sociedad de «tírese después de usado». En el Japón, los tejidos para un solo empleo han llegado a ser tan universales que el pañuelo de tela se considera anticuado, por no decir antihigiénico. En Inglaterra, se puede comprar por seis peniques un «cepillo de dientes "Dentamatic"», envasado con la pasta correspondiente para ser empleado una sola vez. E incluso en Francia son corrientes los encendedores que, una vez consumido el depósito, se tiran. Desde los envases de cartón para la leche, hasta los cohetes que impulsan los vehículos espaciales, los productos creados para ser usados una sola vez o por breve tiempo son cada día más numerosos y cruciales para nuestro estilo de vida.

La reciente introducción de la ropa de papel o de materia similar al papel hizo dar un nuevo salto a esta tendencia desechadora. Elegantes tiendas de modas y almacenes de confección para la clase obrera dedican secciones enteras a los trajes de papel, de fantasía y de vivos colores. Las revistas de modas nos muestran asombrosos y suntuosos vestidos, abrigos pijamas e incluso trajes de novia hechos de papel. La novia que aparece en una de ellas luce una larga cola de papel, imitando blonda, que, según se dice al pie de la ilustración, podrá transformarse en «magníficas cortinas de cocina» después de la ceremonia.

Los vestidos de papel son particularmente adecuados para los niños. Un técnico en modas escribe: «Las niñas podrán muy pronto mancharse los vestidos de helado, pintar en ellos y darles cortes bajo la benévola sonrisa de las madres ante su ingenio.» Y, para los adultos que quieran expresar su espíritu creador, hay incluso vestidos «píntelos-usted-mismo», acompañados de pinceles. Precio: 2 dólares.

Desde luego, el precio es un factor decisivo en esta explosión de papel. Así, un almacén ha lanzado un vestido de línea simple, confeccionado con lo que llama «diabólica fibra de celulosa y nilón». Al precio de 1'29 $ la pieza, resulta casi más barato, para el consumidor, comprarlo y tirarlo, que enviar un vestido corriente a la lavandería. Y pronto lo será. Pero este fenómeno no afecta solamente a la economía, sino que la cultura del desecho tiene también importantes consecuencias psicológicas.

Desarrollamos una mentalidad de «tírese después de usado», para adaptarnos a los productos que sólo se emplean una vez. Esta mentalidad origina, entre otras cosas, una escala de valores radicalmente distinta en lo tocante a la propiedad. Pero este aumento de disponibilidad en la sociedad implica también una reducción de la duración de las relaciones hombre-cosa. En vez de estar ligados a un solo objeto durante un lapso de tiempo relativamente largo, nos hallamos ligados, durante breves períodos, a una sucesión de objetos que sustituyen a aquél.

DESAPARECE UN SUPERMERCADO

La tendencia a la transitoriedad se manifiesta incluso en la arquitectura, precisamente esta parte del medio físico que, antaño, contribuyó como ninguna otra al sentido de permanencia del hombre. La niña que trueca su muñeca «Barbie» no puede dejar de percibir el carácter transitorio de los edificios32 y de otras grandes estructuras que la rodean. Derribamos los hitos. Demolemos calles y ciudades enteras para levantar otras nuevas a velocidad de vértigo.

«La duración media de las viviendas ha menguado continuamente —escribe E. F.

Cárter, del «Instituto de Investigación de Stanford»—, desde que era virtualmente infinita, en los tiempos de las cavernas... hasta el siglo aproximado de las casas construidas en la época colonial de los Estados Unidos, y de los cuarenta años que suelen durar las actuales.» Y Michael Wood,33 escritor inglés, observa: «El americano... construyó su mundo ayer, y sabe perfectamente lo frágil y variable que es. Hay edificios, en Nueva York, que desaparecen literalmente de la noche a la mañana, y el aspecto de una ciudad puede cambiar completamente en un año.» El novelista Louis Auchincloss34 se queja amargamente del «horror de vivir en Nueva York, que es como vivir en una ciudad sin historia... Ocho antepasados míos vivieron en la ciudad... y sólo una de las casas en que vivieron... permanece en pie.

A esto me refiero al hablar del pasado que se desvanece». Los neoyorquinos de menos solera, cuyos antepasados llegaron a América más recientemente, procedentes de los barrios de Puerto Rico, de los pueblos de la Europa oriental o de las plantaciones del Sur, tal vez expresarían sus sentimientos de un modo completamente distinto. Sin embargo, el «pasado que se desvanece» es un fenómeno real, que probablemente se extenderá mucho más, sumergiendo incluso muchas ciudades europeas cargadas de historia.

Buckminster Fuller,35 el dibujante-filósofo, definió una vez Nueva York como «un proceso evolutivo continuo de evacuaciones, demoliciones, traslados, desocupaciones temporales, nuevas instalaciones, y así sucesivamente. Este proceso es idéntico, en principio, a la rotación anual de las cosechas en una hacienda: labranza, plantación de nueva semilla, recolección, nueva arada y siembra de un grano distinto... Muchas personas consideran las obras de construcción que bloquean las calles de Nueva York... como molestias temporales que pronto desaparecerán en una paz estática. Todavía consideran normal la permanencia, secuela de la visión newtoniana del universo. Pero los que han vivido en y con Nueva York desde principios de siglo, lo han hecho, literalmente, con la relatividad einsteniana».

Una experiencia personal me obligó a reconocer que los niños absorben, efectivamente, esta «relatividad einsteniana». Hace algún tiempo, mi esposa envió a mi hija, a la sazón de doce años, a un supermercado instalado a pocas manzanas de nuestro piso de Manhattan. Nuestra hija había estado allí sólo una o dos veces.

Media hora más tarde, regresó perpleja. «Deben de haberlo derribado —dijo—, pues no he podido encontrarlo.» No había sido así. Sólo había ocurrido que Karen, nueva en el barrio, se había equivocado de manzana. Pero es una hija de la Era de la Transitoriedad, y su presunción inmediata —derribo y reconstrucción del edificio— era natural en una niña de doce años, criada en los Estados Unidos y en esta época. Sin duda tal idea no se le habría ocurrido jamás a un niño de hace medio siglo al enfrentarse con una situación parecida. El medio físico era entonces más duradero, y nuestros lazos con él, menos efímeros.

ECONOMIA DE LA IMPERMANENCIA

En el pasado, la permanencia era lo ideal. Tanto si se empleaban en la confección a mano de un par de zapatos, como si se aplicaban a la construcción de una catedral, todas las energías creadoras y productoras del hombre se encaminaban a aumentar

hasta el máximo la duración del producto. El hombre construía cosas para que durasen. Tenía que hacerlo. Como la sociedad en que vivía era relativamente inmutable, cada objeto tenía una función claramente definida, y la lógica económica imponía una política de permanencia. Aunque tuviesen que ser remendados de vez en cuando, los zapatos que costaban cincuenta dólares y duraban diez años, resultaban menos caros que los que costaban diez dólares y duraban sólo un año.

Sin embargo, al acelerarse el ritmo general de cambio en la sociedad, la economía de permanencia es —y debe ser— sustituida por la economía de transitoriedad.

En primer lugar, la tecnología progresiva tiende a rebajar el costo de fabricación mucho más rápidamente que el costo de reparación. Aquélla, es automática; ésta, sigue siendo, en gran parte, una operación manual. Esto significa que, con frecuencia, resulta más barato sustituir que reparar. Es económicamente sensato confeccionar objetos baratos, irreparables, que se tiran una vez usados, aunque puedan no durar tanto como los objetos reparables.

Segundo: los avances de la tecnología permiten mejorar el objeto con el paso del tiempo. La computadora de la segunda generación es mejor que la de la primera y peor que la de la tercera: Como cabe prever ulteriores avances tecnológicos, nuevas mejoras a intervalos cada vez más breves, muchas veces resulta lógico, económicamente, construir para un plazo breve, más que para un plazo largo.

David Lewis, arquitecto y urbanista de «Urban Design Associates», de Pittsburgh, habla de ciertas casas de apartamentos de Miami que son derribadas a los diez años de su construcción. Los perfeccionados sistemas de acondicionamiento de aire en edificios más nuevos perjudica la rentabilidad de estas casas «viejas».

Considerados todos los factores, resulta más barato derribar estos edificios de diez años que repararlos.

Tercero: al acelerarse el cambio y afectar, cada vez, a sectores más remotos de la sociedad, aumenta también la incertidumbre sobre las necesidades futuras.

Reconocida la inevitabilidad del cambio, pero sin saber con certeza las exigencias que nos planteará, vacilamos en destinar grandes recursos a unos objetos fiados rígidamente y encaminados a servir objetivos inmutables. Para evitar compromisos con formas y funciones fijas, construimos para un uso a corto plazo, o bien, alternativamente, procuramos hacer productos adaptables. «Jugamos sobre seguro», tecnológicamente hablando.

El aumento de disponibilidad —la difusión de la cultura de un solo uso— es una reacción a estas fuertes presiones. Al acelerarse el cambio y aumentar la complejidad, cabe esperar una mayor difusión del principio de disponibilidad y una mayor reducción de las relaciones del hombre con las cosas.

CAMPOS DE JUEGO PORTÁTILES

Además de la disponibilidad, hay otras reacciones que producen el mismo efecto psicológico. Por ejemplo, presenciamos ahora la creación en gran escala de objetos destinados a cumplir series de objetivos a corto plazo, en vez de uno solo. No son artículos para tirarse después de usados. En general, son demasiado grandes y caros para echarlos por la borda. Pero están construidos de modo que en caso necesario puedan ser desmontados y readaptados después de su empleo.

Así, la junta de educación de Los Ángeles resolvió que, en el futuro, un 25 por ciento de las aulas serán estructuras temporales, susceptibles de ser trasladadas de un lado a otro si así conviene36. En todos los distritos docentes importantes de los Estados Unidos, existen actualmente algunas aulas temporales. Y se están construyendo otras. En realidad, las aulas temporales son a la industria de construcción escolar lo que los trajes de papel a la industria del vestido: atisbos del futuro.

El objeto de las aulas temporales es ayudar a los sistemas docentes a hacer frente a las rápidamente cambiantes densidades de población. Pero las aulas temporales, como los vestidos que se tiran después de usados, implican unas relaciones

hombre-cosa menos duraderas que en el pasado. Así, el aula temporal explica algo,

incluso en ausencia del maestro. Como la muñeca «Barbie», da a los niños una elocuente lección de impermanencia del medio. En cuanto el niño se forma un conocimiento completo del aula —su manera de adaptarse a la arquitectura circundante, el tacto de los pupitres en un día caluroso, el modo de resonar de los ruidos, todos los sutiles olores y texturas que individualizan una estructura y le confieren realidad—, la propia estructura puede ser removida de su medio para servir a otros niños en otro lugar.

Las aulas movibles no son un fenómeno exclusivamente americano. En Inglaterra, el arquitecto Cedric Price proyectó lo que denomina un «cinturón de pensamiento» 37, una universidad completamente móvil, destinada a servir a 20.000 estudiantes en North Staffordshire. «Dispondrá —dice— de construcciones temporales, más que permanentes.» Utilizará, en gran manera, «recintos físicos variables y móviles»; por ejemplo, clases instaladas en autocares, de modo que puedan desplazarse a lo largo de un campus de cuatro millas. Cúpulas geodésicas para exposiciones; ampollas de plástico hinchables con aire, para ser empleadas como puestos de mando u oficinas de construcción; toda una serie de estructuras temporales de quita y pon surgen en grandes cantidades de los tableros de los ingenieros y los arquitectos. En la ciudad de Nueva York, el Departamento de Parques resolvió construir doce «campos de juego portátiles», pequeños campos provisionales para ser instalados en solares sin edificar de la ciudad, hasta que éstos sean destinados a otro uso, momento en que los campos serán desmontados y trasladados a otra parte. Hubo un tiempo en que el campo de juego era un elemento bastante permanente del vecindario, donde los hijos de uno, e incluso, quizá, los hijos de estos hijos, podían, sucesivamente, hacer iguales experiencias. En cambio los campos de juego superindustriales se niegan a estarse quietos. Son premeditadamente temporales.

EL «PALACIO DE LA RISA» MODULAR

La reducción de la duración de las relaciones hombre-cosa, debida a la proliferación de los artículos para ser usados una sola vez y de las estructuras temporales, es intensificada por la rápida difusión del «modularismo». El modularismo puede definirse como el intento de dar permanencia a las estructuras de conjunto, a costa de hacer menos permanente las subestructuras. Así, el plan del «cinturón de pensamiento» de Cedric Price propone que los departamentos de profesores y estudiantes consistan en módulos de acero, susceptibles de ser elevados con una grúa y adaptados a la armazón del edificio. Esta armazón se convierte en la única parte relativamente permanente de la estructura. Los módulos de los departamentos pueden ser variados según las necesidades, o incluso, en teoría, completamente desechados y sustituidos.

A este respecto, hay que recalcar que, desde el punto de vista de la duración de las relaciones, la distinción entre disponibilidad y movilidad es muy tenue. Incluso cuando los módulos no son desechados, sino sólo dispuestos de otro modo, el resultado es una nueva configuración, una nueva cantidad. Es como si una estructura física hubiese sido realmente destruida y se hubiese creado otra nueva, aunque algunos de sus componentes sigan siendo los mismos.

Incluso muchos edificios presuntamente «permanentes» se construyen, hoy, sobre un plano modular, de manera que las paredes y tabiques interiores puedan cambiarse a voluntad, obteniendo una nueva configuración del interior.

Ciertamente, el tabique móvil puede servir de símbolo de la sociedad transitoria. En la actualidad, es casi imposible entrar en una gran oficina sin tropezar con un

equipo de obreros que trasladan mesas de un lado a otro y redistribuyen el espacio interior, alterando su compartimentación. En Suecia, el modularismo ha alcanzado recientemente un nuevo triunfo: en una casa modelo de apartamentos de Upsala,
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