Toffler El "Shock"




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Objetivos de los americanos. Ni la comisión ni sus objetivos produjeron el menor impacto en el público ni en la política. La oleada del cambio siguió inundando América sin la menor intervención de una inteligencia directora.

Un esfuerzo mucho más importante para poner orden en las prioridades gubernamentales fue iniciado por el presidente Johnson, con su intento de aplicar el PPBS (Planning-Programming-Budgeting-System) en todo el ámbito federal. El PPBS es un método que trata de relacionar más íntima y racionalmente los programas con los fines de la organización. Así, por ejemplo, el Departamento de Sanidad, Educación y Bienestar puede, con su aplicación, calcular el costo y las ventajas de programas alternativos para conseguir determinados fines. Pero, ¿quién determina cuáles son los fines más importantes? La introducción del PPBS y de la visión sistemática es un logro gubernamental significativo. Tiene muchísima importancia para dirigir grandes esfuerzos de imaginación. Pero olvida completamente la cuestión, profundamente política, de cómo hay que escoger los fines supremos de un Gobierno o de una sociedad.

El presidente Nixon332, todavía enmarañado en la crisis de objetivos, intentó un tercer camino. «Ya es hora —declaró— de que nos preguntemos, consciente y sistemáticamente, qué clase de nación queremos ser...» Con esto puso el dedo en la llaga de la cuestión crucial. Pero, una vez más el método elegido para responder a la pregunta resultó inadecuado. «Hoy he ordenado la creación, en la Casa Blanca, de un Cuerpo de Estudio de Objetivos Nacionales —anunció el presidente—. Será un cuerpo reducido y sumamente técnico, compuesto de expertos en la recogida... y elaboración de datos relativos a las necesidades sociales y a la proyección de las tendencias sociales.» Esta oficina, situada muy cerca de la Presidencia, podría ser extraordinariamente útil para compilar las propuestas de objetivos, conciliar (al menos sobre el papel)

los conflictos entre órganos gubernativos, y sugerir nuevas prioridades. Compuesta de excelentes científicos sociales y futurólogos, justificaría su razón de ser aunque no hiciese más que obligar a los altos funcionarios a discutir sus objetivos prioritarios.

Sin embargo, incluso este paso, como los dos anteriores, muestra la huella inconfudible de la mentalidad tecnocrática. Pues también en él se elude el meollo político de la cuestión. ¿Cómo han de definirse los futuros preferibles? ¿Por quién?

¿Quién ha de determinar los objetivos del futuro?

Detrás de todos estos esfuerzos alienta la noción de que los fines nacionales (y, por extensión, locales) de la futura sociedad tendrían que formularse en la cumbre.

Esta premisa tecnocrática refleja perfectamente las antiguas formas burocráticas de organización, en las que estaban separados la dirección y los operarios, en las que una jerarquía rígida y antidemocrática distinguía entre dirigentes y dirigidos, los que mandaban y los que obedecían, los que elaboraban los planes y los que los cumplían.

Sin embargo, los verdaderos fines (no los volublemente pregonados) de toda sociedad en vías de superindustrialización son ya demasiado complejos, demasiado transitorios y demasiado dependientes de la participación voluntaria de los gobernadores en su realización, para que puedan percibirse y definirse con tanta facilidad. Es inútil que esperemos dominar las fuerzas desenfrenadas del cambio reuniendo un Consejo de ancianos que fijen los objetivos o que encomienden esta tarea a un «cuerpo altamente técnico». Lo que necesitamos es una nueva visión revolucionaria para determinar los objetivos.

Pero no es probable que esta visión la encontremos en los que juegan a ser revolucionarios. Un grupo extremista, que considera todos los problemas como manifestación de la «elevación al máximo de los beneficios», desarrolla, con absoluta inocencia, un econocentrismo tan mezquino como el de los tecnócratas.

Otro, confía en devolvernos, de buen o mal grado, al pasado preindustrial. Otro, considera la revolución exclusivamente en términos subjetivos y psicológicos.

Ninguno de estos grupos es capaz de hacernos avanzar hacia formas postecnocráticas de dirección del cambio.

Los jóvenes extremistas actuales nos prestan un gran servicio al llamar la atención sobre la creciente ineptitud de los tecnócratas e impugnar expresamente no sólo los medios, sino también los propios fines de la sociedad industrial. Pero tampoco ellos conocen la manera de luchar con la crisis de objetivos en la que se debaten los tecnócratas. Exactamente igual que Eisenhower, Johnson y Nixon, han sido notoriamente incapaces de presentar una imagen positiva del futuro por la que valiese la pena luchar.

Así, Todd Gitlin333, joven extremista americano y ex presidente de los «Estudiantes de una Sociedad Democrática», observa que «aunque la orientación hacía el futuro ha sido la marca de contraste de todo movimiento revolucionario — y, por consiguiente, adolece la «falta de fé en el futuro». Después de citar todas las razones ostensibles de que no haya podido dar una visión coherente del futuro, confiesa escuetamente: «Nos sentimos incapaces de formular el futuro.» Otros teóricos de la Nueva Izquierda se ocupan del problema, apremiando a sus seguidores para que incorporen el futuro al presente, viviendo efectivamente estilos de vida propios del mañana. Pero, hasta ahora, esto ha conducido a una patética charada de «sociedades libres», cooperativas y comunidades preindustriales que poco tienen que ver con el futuro, y muchas de las cuales revelan, por el contrario, una apasionada inclinación al pasado.

La ironía es aún mayor si consideramos que algunos (aunque no todos) jóvenes extremistas de hoy día comparten el virulento elitismo de los tecnócratas. Mientras condenan la burocracia y exigen una «democracia de participación», ellos mismos pretenden muchas veces manejar los propios grupos de obreros, negros y estudiantes, para los que piden participación.

Las masas trabajadoras de las sociedades de avanzada tecnología se muestran totalmente indiferentes a los llamamientos en pro de una revolución política encaminada a cambiar una forma de propiedad por otra. Para la mayoría de las personas, el más alto nivel de abundancia ha significado una existencia mejor, no peor, y por esto consideran que sus despreciadas «vidas de clase media suburbana» son un triunfo, más que una derrota.

Enfrentados con esta cruda realidad, los elementos antidemocráticos de la Nueva Izquierda llegan a la conclusión marcusiana de que las masas están demasiado aburguesadas, corrompidas y sofisticadas por Madison Avenue para que puedan saber lo que les conviene. Y así, la élite revolucionaria debe establecer un futuro más humano y democrático, aunque tenga que metérselo a la fuerza a los estúpidos que no saben lo que les interesa. En una palabra los objetivos de la sociedad tienen que ser establecidos por una élite. De este modo, se hermanan con frecuencia, en el fondo, los tecnócratas y los antitecnócratas.

Sin embargo, los sistemas de formulación de objetivos sobre premisas elitistas han perdido toda eficacia. En su lucha por hacerse con el control de las fuerzas de cambio, son cada vez más contraproducentes. Puesto que bajo el superindustrialismo la democracia no es ya un lujo político, sino un artículo de primera necesidad.

Las formas políticas democráticas surgieron en Occidente no porque las inventaran unos cuantos genios o porque el hombre mostrase un «inagotable instinto de libertad». Surgieron porque la presión histórica hacia la diferenciación social y hacia unos sistemas más veloces exigía finos mecanismos de alimentación social. En sociedades complejas y diferenciadas, grandes caudales de información deben fluir, a creciente velocidad, entre las organizaciones y subculturas que constituyen el conjunto, y entre las capas y subestructuras de su interior.

La democracia política, al incorporar un número cada vez mayor de personas a la función decisoria, facilita aquella alimentación. Y es precisamente ésta la que es esencial para el control. Para controlar el cambio acelerado necesitaremos mecanismos de alimentación aún más avanzados... y más democráticos.

Sin embargo, el tecnócrata, que sigue pensando en términos de arriba abajo, suele hacer planes sin disponer de aquel mecanismo adecuado e instantáneo, de manera que pocas veces sabe lo bien que funcionan sus planes. Y cuando lo busca, suele obtener algo pesadamente económico e inadecuado desde los puntos de vista social, psicológico y cultural. Peor aún: hace aquellos planes sin tener suficientemente en cuenta las cambiantes necesidades y deseos de aquellos cuya participación es necesaria para que funcionen con éxito. Se atribuye el derecho a establecer objetivos sociales por sí mismo, o los acepta ciegamente de alguna autoridad superior.

No se da cuenta de que el paso acelerado del cambio exige —y crea— una nueva clase de sistema de información en la sociedad: un lazo, más que una escalera. La información debe latir a través de este lazo a acelerada velocidad; la producción de un grupo debe, servir de fuente de energía para muchos otros, de modo que ningún grupo, por muy políticamente poderoso que parezca, pueda establecer independientemente los objetivos del conjunto.

Al incrementarse el número de componentes sociales, al verse todo el sistema sacudido y desestabilizado por el cambio, aumenta terriblemente el poder de los subgrupos para provocar un desastre. Existe, según W. Ross Ashby, brillante cibernético, una ley matemática demostrable, según la cual «cuando todo un sistema se compone de varios subsistemas, el que tiende a dominar es el menos estable de éstos».

Esto podría decirse de otro modo: al aumentar el número de componentes sociales y al perder estabilidad todo el sistema a causa del cambio, es cada vez más imposible ignorar las exigencias de las minorías políticas, como hippies, negros, wallacistas de la clase media inferior, maestros de escuela, o las proverbiales ancianitas con zapatos de tenis. En un lento contexto industrial, América podría desdeñar las necesidades de su minoría negra; en la nueva y veloz sociedad cibernética, esta minoría puede perturbar todo el sistema por medio de huelgas, sabotajes o de otras mil maneras. Al aumentar la interdependencia, grupos cada vez más pequeños disponen de creciente poder para ocasionar perturbaciones críticas dentro de la sociedad. Además, al acelerarse el ritmo del cambio, el lapso de tiempo en que se les podía ignorar se ha encogido hasta quedar en casi nada.

De ahí el eslogan: «Libertad, ¡y ahora!» Esto indica que la mejor manera de tratar a las minorías irritadas o recalcitrantes es abrir más el sistema, integrándolas en él como socios de pleno derecho y permitiéndoles participar en la fijación de los fines sociales, más que intentando aislarlas y reducirlas al ostracismo. Una China Roja excluida de las Naciones Unidas y de la gran comunidad internacional tiene más probabilidades de desestabilizar el mundo que si estuviera ligada al sistema. Los jóvenes obligados a una prolongada adolescencia y privados del derecho a participar en las decisiones sociales, se volverán cada vez más inestables, hasta que llegarán a amenazar todo el sistema.

Dicho en pocas palabras: en política, en industria, en educación, cada vez será más difícil cumplir unos fines establecidos sin la participación de los más afectados. La continuación de los procedimientos tecnocráticos verticales para la fijación de objetivos conducirá a una mayor y mayor inestabilidad social, a un menor y menor control de las fuerzas del cambio, y a un mayor peligro de conmoción catastrófica y destructora de la Humanidad.

Para dominar el cambio necesitaremos una mayor claridad en los objetivos importantes a largo plazo y una democratización de la manera de establecerlos. Y esto significa nada menos que la próxima revolución política en las sociedades tecnológicas: una formidable afirmación de democracia popular.

Ha llegado el momento de una espectacular revisión de las direcciones del cambio; revisión que no deberán hacer los políticos, los sociólogos o los revolucionarios elitistas, ni los técnicos o los rectores de universidad, sino el propio pueblo.

Necesitamos, literalmente, «ir al pueblo» y hacerle un pregunta que casi nunca se le ha formulado: «¿Qué clase de mundo queréis, para dentro de diez, veinte o treinta años?» En suma, tenemos que iniciar un continuo plebiscito sobre el futuro.

Ahora es el momento adecuado para la formación, en cada una de las naciones de avanzada tecnología, de un movimiento de autorrevisión total, de examen de conciencia público, encaminado a ensanchar y definir los objetivos del «progreso» no sólo en términos económicos, sino también sociales. En la entrada de un nuevo milenio, en el borde de una nueva fase del desarrollo humano, corremos ciegamente hacia el futuro. Pero, ¿adonde queremos ir?

¿Qué pasaría si tratásemos realmente de contestar esta pregunta?

Imaginemos el drama histórico, el impacto evolutivo que se produciría, si cada una de las naciones de avanzada tecnología pusiese entre paréntesis los próximos cinco años para hacer un profundo examen de conciencia nacional; si, al terminar estos cinco años, publicase su propio proyecto para el futuro, un programa que abarcase no sólo los objetivos económicos, sino también los no menos importantes fines sociales; si cada nación declarase al mundo lo que quiere hacer por su pueblo y por la Humanidad en general, durante el cuarto de siglo que falta para terminar el milenio.

Instauremos en cada nación, en cada ciudad, en cada barrio asambleas constituyentes democráticas encargadas de hacer un inventario social, de definir y clasificar por orden de prioridad los fines sociales concretos para lo que resta de siglo.

Estas asambleas del futuro social podrían representar no simplemente a localidades geográficas, sino también a unidades sociales —industria, trabajo, Iglesias, comunidad intelectual, artes, mujeres, grupos étnicos y religiosos—, y brindar una representación organizada incluso a los que carecen de organización. No existen técnicas seguras que garanticen una representación igual para todos o que eluciden los deseos de los pobres, de los desvinculados o de los marginados. Sin embargo, cuando reconozcamos la necesidad de contar con ellos, encontraremos la manera.

Cierto que el problema de participar en la definición del futuro no es exclusivo de los pobres, los desvinculados o los marginados. Ejecutivos muy bien pagados, profesionales ricos, intelectuales y estudiantes perfectamente vinculados se encuentran, en un momento dado, sin posibilidad de intervenir en la dirección y en el ritmo del cambio. Integrados en el sistema, hacer que formen parte de la maquinaria rectora de la sociedad, es la más crucial tarea política de la próxima generación. Imaginemos el efecto que produciría el hecho de que, en el nivel que fuese, se habilitase un lugar donde todos los que quieren vivir en el futuro pudiesen pregonar sus deseos sobre éste. Imaginemos, en una palabra, un ejercicio masivo, global, de democracia de anticipación.

Las asambleas del futuro social no deberían y —dado el grado de transitoriedad— no podrían ser instituciones ancladas, permanentes, sino que deberían tomar la forma de agrupaciones ad hoc, tal vez creadas a intervalos regulares y compuestas, cada vez, de representantes diferentes. En la actualidad, los ciudadanos tienen que actuar, en caso necesario, de jurados. Dedican unos días o unas semanas de su tiempo a este servicio, convencidos de que el sistema del Jurado es una de las garantías de la democracia y sabedores de que, aunque pueda resultar molesto, alguien tiene que hacer este trabajo. Las asambleas del futuro social podrían organizarse de un modo parecido, a base de un caudal constante de nuevos partícipes, agrupados, durante breves períodos, como «asesores del futuro» de la sociedad.

Estos organismos básicos para la expresión de la voluntad de innumerables personas hasta hoy no consultadas, podrían llegar a ser, en efecto, Ayuntamientos del futuro, donde millones de seres humanos contribuirían a forjar sus propios destinos remotos.

Sin duda algunos encontrarán ingenua esta forma de neopopulismo. Sin embargo, nada más ingenuo que la idea de que podemos seguir gobernando políticamente la sociedad como lo hemos hecho hasta ahora. Otros la estimarán poco práctica. Sin embargo, nada menos práctico que el intento de imponer un futuro humano desde arriba. Lo que era ingenuo bajo el industrialismo puede ser práctico bajo el superindustrialismo; lo que era práctico puede ser absurdo.

Lo cierto —y alentador— es que ahora tenemos posibilidad de lograr tremendos avances en la toma de decisiones democráticas si empleamos con imaginación las nuevas tecnologías, «mayores» y «menores», que guardan relación con el problema. Así, las telecomunicaciones avanzadas significan que los miembros de la asamblea del futuro social no tendrán que reunirse literalmente en la misma habitación, sino que podrán permanecer sencillamente conectados a la red de comunicaciones extendida por todo el Globo. Un congreso de científicos, para discutir los futuros objetivos de la investigación o los fines a lograr para purificar el medio ambiente, puede atraer a participantes de muchos países. Una asamblea de metalúrgicos, sindicalistas y ejecutivos, convocada para discutir problemas relativos para la automatización o al mejoramiento de las condiciones del propio trabajo, podría agrupar a participantes de muchas fábricas, oficinas y almacenes, por distantes o desperdigados que estuviesen.

En un congreso de la comunidad cultural en Nueva York o París —artistas y concurrentes a las exposiciones, escritores y lectores, dramaturgos y público— para discutir los adecuados objetivos a largo plazo del desarrollo cultural de la ciudad, se podrían exhibir, a través de grabaciones visuales y otras técnicas, muestras de la producción artística que se estuviese discutiendo, proyectos arquitectónicos, nuevos medios de difusión artística derivados del avance tecnológico, etcétera. ¿Qué clase de vida cultural debería disfrutar una gran ciudad del futuro? ¿Qué recursos serían necesarios para conseguir una serie dada de objetivos?

Para poder contestar a estas preguntas, todas las asambleas del futuro social deberían estar apoyadas por un equipo técnico que les proporcionase datos sobre los costos sociales y económicos de los diversos objetivos y les mostrase las ventajas e inconvenientes de las operaciones propuestas, de modo que los participantes estuvieran en condiciones de escoger, con razonable conocimiento de causa, entre futuros alternativos. De este modo, cada asamblea podría expresar, al fin, no sólo unas esperanzas vagas y desarticuladas, sino también unas declaraciones de prioridades para el mañana, planteadas en términos que permitiesen su comparación con las declaraciones de objetivos de otros grupos.

Estas asambleas del futuro social no serían gloriosos «festivales de la palabra».

Estamos creando rápidamente juegos y ejercicios de simulación cuyo mérito principal es que ayudan a los jugadores a aclarar sus propios valores. En el «Proyecto Platón», de la Universidad de Illinois, Charles Osgood está realizando experimentos con computadoras y máquinas de enseñar que interesarían a grandes sectores de público en la planificación, por medio del juego, de futuros imaginarios y preferibles.

En la Universidad de Cornell, José Villegas, profesor del Departamento de Diseño y Análisis del Medio Ambiente ha empezado a elaborar, en colaboración con estudiantes blancos y negros, una serie de «juegos de ghetto» que revelan a los jugadores las consecuencias de diversos planes de acción propuestos y, de este modo, les ayudan a aclarar los objetivos.
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