Toffler El "Shock"




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todas las paredes y tabiques son movibles. El inquilino sólo necesita un destornillador para transformar por completo su vivienda, para crear, en efecto, un nuevo apartamento.

Sin embargo, a veces, la modularidad se combina directamente con la disponibilidad. El simple y universal bolígrafo nos da un ejemplo de ello. La original pluma de ganso tenía expectativas de larga vida. Salvo en caso de accidente, duraba mucho tiempo y podía ser afilada (es decir, reparada) de vez en cuando, para alargar su existencia. No obstante, la pluma estilográfica representó un gran adelanto tecnológico, porque daba mayor movilidad a su usuario. Era un instrumento de escritura que llevaba consigo la tinta, aumentando con ello en gran manera su campo de utilización. El invento del bolígrafo consolidó y mejoró ése adelanto. Además de llevar también su propia tinta, era tan barato que podía tirarse al agotarse ésta. Se había creado la primera combinación pluma-tinta realmente desechable después de utilizada.

A pesar de todo, no hemos superado aún las actitudes psicológicas debidas a la escasez. Existen aún muchas personas que sienten una punzada de remordimiento al tirar un bolígrafo gastado. La respuesta de la industria de la pluma a esta realidad psicológica fue la creación de un bolígrafo confeccionado a base del principio modular: una armazón exterior susceptible de ser conservada por el usuario, y un módulo interior o cartucho de tinta, que puede arrojarse y sustituirse.

De esta manera, la estructura total tiene una vida más larga, a expensas de la subestructura.

Existen, empero, más partes que conjuntos. Y el usuario, tanto si los modifica para crear nuevos conjuntos como si los tira y sustituye, experimenta el paso más rápido de las cosas por su vida, una reducción generalizada del promedio de duración de su relación con las cosas. De ello resulta una nueva fluidez, movilidad y transitoriedad.

Uno de los ejemplos más extremados de arquitectura seguidora de estos principios fue el plan propuesto por el empresario teatral inglesa Joan Littlewood, con la ayuda de Frank Newby, ingeniero estructural, Gordón Park, asesor de sistemas, y Cedric Price, el arquitecto del «cinturón de pensamiento».

Miss Littlewood quería un teatro en que la variedad pudiese llegar al máximo, en que pudiera presentar cualquier cosa, desde una comedia corriente a una asamblea política, desde una exhibición de danza hasta un combate de lucha libre... y, a ser posible, todo al mismo tiempo. Quería, como dijo el crítico Reyner Banham, una «zona de probabilidad total». Resultado de ello fue un plan fantástico de «Palacio de la Risa», conocido también por «Primer gran espacio móvil del mundo». Este plan no requiere un edificio apto para muchos fines, sino lo que es, en realidad, un Mecano de tamaño más que natural, una colección de partes modulares que pueden ser combinadas en una variedad casi infinita de conjuntos. Unas torres verticales más o menos «permanentes» albergan los diversos servicios —como los servicios sanitarios y las unidades electrónicas de control— y están rematadas por grandes grúas que sitúan los módulos en posición y los juntan en la forma temporal que se desea. Después de la velada, las grúas desmontan la sala, los escenarios y los restaurantes, y guardan las piezas en su sitio.

Véase la descripción de Reyner Banham: «...el "Palacio de la Risa" es una pieza de equipo urbano que durará diez años... Diariamente, esta gigantesca máquina neofuturista removerá y readaptará sus partes móviles: paredes y suelos, rampas y pasadizos, escaleras mecánicas, asientos y techos, escenarios y pantallas, sistemas de luz y de sonido; a veces, con sólo una pequeña parte entre paredes, pero con el público discurriendo por los pasillos y escaleras descubiertos apretando botones para que las cosas se produzcan por sí solas.

»Cuando esto ocurra (y está escrito que ocurrirá muy pronto, en alguna parte), será como la indeterminación elevada a una nueva potencia: ningún espacio interior monumental, ninguna silueta heroica recortándose contra el cielo, sobrevivirán para la posteridad... Pues los únicos elementos permanentemente visibles del "Palacio de la Risa" serán los de la estructura "de apoyo" a la que se aferrará la arquitectura transitoria».

Los partidarios de la llamada arquitectura «plug-in» o «clip-on»38, han llegado a proyectar ciudades enteras fundadas en la idea de «arquitectura transitoria».

Ampliando los conceptos en que se basa el «Palacio de la Risa», proponen la construcción de diferentes tipos de módulos a los que se asignarían diferentes expectativas de vida. Así, el núcleo de un «edificio» podría concebirse para durar veinticinco años, mientras que los módulos de la habitación «plug-in» tendrían prevista una duración de sólo tres. Dando rienda suelta a su imaginación, han concebido rascacielos móviles, que no se apoyarían en cimientos fijos sino en gigantescas máquinas que harían «las veces de suelo». El colmo lo constituye una completa aglomeración urbana sin posición fija, flotando en un colchón de aire, alimentada por energía nuclear y cambiando de forma interior incluso con más rapidez que la actual Nueva York.

Tanto si estas visiones llegan a convertirse en realidad como si no, lo cierto es que la sociedad se mueve en esta dirección. La extensión de la cultura de tíresedespués- de- sado, la creación de más y más estructuras temporales, la difusión del modularismo, progresan regularmente, y todas ellas tienden al mismo fin psicológico: la «efimerización» de los lazos del hombre con las cosas que le rodean.

LA REVOLUCIÓN DEL ALQUILER39

Otro fenómeno altera drásticamente el nexo hombre-cosa: la revolución del alquiler. La difusión del alquiler, característica de las sociedades que corren hacia la superindustrialización, está íntimameme relacionada con todas las tendencias expresadas. La relación entre los coches «Hertz», los pañales para un solo uso y el «Palacio de la Risa» de Joan Littlewood puede parecer oscura a primera vista, pero un estudio más atento revela grandes similitudes internas. Pues el sistema de alquileres intensifica también la transitoriedad.

Durante la depresión, cuando existían millones de personas sin trabajo y sin hogar, el anhelo de casa propia era una de las más poderosas motivaciones económicas de las sociedades capitalistas. Actualmente, en los Estados Unidos, el deseo de una casa propia es aún intenso, pero desde que terminó la Segunda Guerra Mundial aumentó continuamente el porcentaje de viviendas nuevas para ser alquiladas. En 1955, los apartamentos de alquiler representaban solamente el 8 por ciento de las nuevas viviendas. En 1961, alcanzaron el 24 por ciento. En 1969, por primera vez en los Estados Unidos, se concedió un mayor número de permisos para casas de apartamentos que para la construcción de viviendas en propiedad. Por diversas razones, la vida en apartamentos es «in». Y son particularmente los jóvenes quienes, según dice el profesor Burnham Kelly, quieren «los menores compromisos en materia de vivienda».

Un menor compromiso es, precisamente, lo que consiguen los usuarios de productos que se emplean una sola vez. Las estructuras temporales y los componentes modulares tienden a este mismo fin. El apego al apartamento de alquiler es, casi por definición, más breve que el de un propietario por su casa. De

este modo, la tendencia al alquiler de la vivienda subraya la preferencia por una relación cada vez más breve con el medio físico que nos rodea40.

Más chocante aún ha sido el reciente auge de la actividad arrendaticia en campos donde fue casi desconocida en el pasado. David Riesman ha escrito: «La gente tiene aprecio a sus coches; le gusta hablar de ellos —es algo que se manifiesta claramente en las conversaciones— pero su aprecio por un coche particular alcanza raras veces la intensidad necesaria para convertirse en un afecto a largo plazo.» Esto se refleja en el hecho de que, en los Estados Unidos, el poseedor de automóvil sólo lo conserva durante un promedio de tres años y medio, y que son muchos los que cambian de automóvil cada año o cada dos años. Esto explica, a su vez, que, en los Estados Unidos, el negocio de coches usados represente un valor de veinte mil millones de dólares. Fue la industria del automóvil la que, por vez primera, hizo tambalearse la noción tradicional de que toda compra importante involucraba un compromiso permanente. El cambio anual de modelos y la publicidad masiva, ayudados por la predisposición de la industria a ofrecer facilidades, hicieron que la compra de un coche nuevo (o seminuevo) fuese cosa frecuente en la vida del varón americano corriente. Y, al acortarse el intervalo entre las compras, se abreviaba también la duración de la relación entre el propietario y cada uno de sus vehículos.

Sin embargo, en los últimos años una nueva fuerza ha surgido espectacularmente, desafiando los principios más arraigados de la industria del automóvil. Me refiero al negocio de alquiler de coches. Actualmente, en los Estados Unidos, millones de motoristas alquilan automóviles por períodos que oscilan entre unas pocas horas y varios meses. Muchos moradores de las grandes ciudades, y especialmente de Nueva York, donde el aparcamiento es una pesadilla, renuncian a poseer un coche y prefieren alquilarlo para sus excursiones de fin de semana o incluso para trayectos urbanos en que resultan inconvenientes los medios de transporte público. Hoy día, se puede alquilar un coche, con formalidades mínimas, en casi todos los aeropuertos, estaciones de ferrocarril y hoteles de los Estados Unidos.

Más aún: los americanos han llevado consigo al extranjero su costumbre en este sentido. Casi medio millón de ellos alquilan coches todos los años, en sus viajes a ultramar. Esta cifra se presume que llegará al millón en 1975, y las grandes Compañías americanas de alquiler de coches, que operan ahora en unos cincuenta países del mundo, empiezan a tropezar con competidores extranjeros.

Simultáneamente, los motoristas europeos empiezan a emular a los americanos. Un chiste de Paris Match muestra a una criatura del espacio exterior plantada junto a su platillo volante y preguntando a un guardia dónde puede alquilar un automóvil.

La idea tiene gracia.

Al propio tiempo, y junto al alquiler de automóviles, surgió en los Estados Unidos una nueva clase de almacenes, donde no se vende nada y se alquila de todo.

Actualmente, hay en Norteamérica unos 9.000 almacenes de esta clase, con un volumen anual de alquileres de mil millones de dólares y un ritmo de crecimiento de un 10 a un 20 por ciento al año. Virtualmente, el 50 por ciento de estos almacenes no existían hace cinco años. Hoy, apenas si hay un producto que no pueda ser alquilado, desde escaleras y utensilios de campo hasta abrigos de visón y «Rouaults» originales.

En Los Angeles, empresas arrendadoras proporcionan arbustos y árboles vivos para las inmobiliarias que quieren adornar temporalmente sus casas modelo. «Mejore su jardín. Alquile plantas vivas», dice el rótulo de un camión en San Francisco. En Filadelfia, se pueden alquilar camisas. Y, en todas partes, los americanos alquilan hoy cualquier cosa, desde trajes, muletas y joyas hasta aparatos de televisión, equipo de campo, acondicionadores de aire, sillas de ruedas, ropa blanca, esquíes, discos, cristalería de champaña y vajillas de plata. Un club masculino de la West Coast alquiló un esqueleto humano para una manifestación, y el Wall Street Journal anunció en una ocasión: «Alquile una vaca.» No hace mucho, la revista femenina sueca Svensk Damtidning41 publicó un artículo en cinco partes sobre el mundo de 1985. Entre otras cosas, decía que, para tal fecha, «dormiremos en camas automáticas, con botones para cuando queramos desayunar o leer, o bien alquilaremos un lecho en el mismo sitio donde alquilemos la mesa, los cuadros y la lavadora».

Pero los impacientes americanos no esperan a 1985. En realidad, uno de los sectores más importantes del floreciente negocio arrendaticio es el del alquiler de muebles42. Algunos fabricantes y muchas empresas de alquileres suministran el mobiliario completo para un pequeño apartamento por un módico precio que oscila entre veinte y cincuenta dólares mensuales, comprendidas sábanas, alfombras y ceniceros. «Uno llega a una ciudad por la mañana —dice una azafata— y por la noche lo tiene todo.» Y una canadiense trasladada a Nueva York declara: «Es algo nuevo, lleno de colorido, y no tengo que preocuparme por transportarlo todo en los traslados.» William James escribió en una ocasión que «las vidas fundadas en tener son menos libres que las fundadas en hacer o en ser». El auge del alquiler significa apartamiento de las vidas fundadas en tener, y refleja un aumento en el hacer y en el ser. Si la gente del futuro vive más de prisa que la del pasado, tiene que ser, también, mucho más flexible. Son como corredores de obstáculos, y es difícil salvar una valla cuando se va cargado con bienes propios. Quieren las ventajas de la abundancía y lo último que puede ofrecerles la tecnología, pero no la responsabilidad que hasta ahora acompañó a la acumulación de propiedades.

Reconocen que, para sobrevivir en la incertidumbre del rápido cambio, tienen que aprender a viajar sin equipaje.

Pero, sean cuales fueren sus efectos más amplios, el alquiler abrevia aún más la duración de las relaciones del hombre con las cosas que emplea. Esto se pone de manifiesto con una simple pregunta: ¿Cuántos coches —alquilados, prestados o en propiedad— pasan por las manos de un americano corriente durante su vida? Para los propietarios de coches, la respuesta puede oscilar entre veinte y cincuenta. En cambio, para los que suelen alquilarlos, la cifra puede elevarse hasta 200 o más.

Así como la relación de un comprador corriente con un coche particular dura muchos meses o años, el lazo del arrendatario corriente con un vehículo determinado tiene una duración extraordinariamente corta.

El alquiler produce el efecto de aumentar el numero de personas con sucesivas relaciones con el mismo objeto, reduciendo así, por término medio, la duración de

tales relaciones. Y si extendemos este principio a una amplísima gama de productos, se pone de manifiesto que el auge del alquiler acompaña y refuerza el impacto de los artículos que se usan una sola vez, de las estructuras temporales y del modularismo.

NECESIDADES TEMPORALES

Es importante, ahora, volver unos instantes a la noción de caída en desuso. Pues el miedo a que un producto quede anticuado incita al hombre de negocios a innovar, y al mismo tiempo inclina al consumidor hacia los productos alquilables, cambiables o temporales. La propia idea de caída en desuso inquieta a la gente educada en el ideal de permanencia, y es particularmente turbadora cuando se piensa que su paso de moda ha sido planeado. El desuso planeado ha sido objeto recientemente de tantas críticas sociales, que el lector poco avisado puede haberse visto inducido a considerarlo como la causa primaria, o incluso exclusiva, de la tendencia a abreviar la duración de las relaciones.

Es indudable que algunos hombres de negocios conspiran para abreviar la vida útil de sus productos, a fin de garantizar ulteriores ventas. Y es también indudable que muchos de los cambios de modelo anuales, a los que se están ya acostumbrando los consumidores americanos (y de otros países), no son tecnológicamente sustanciales. Los automóviles de Detroit no permiten actualmente recorrer más kilómetros por litro de gasolina que el décimo modelo anterior; y las Compañías petrolíferas, a pesar de todas las mejoras de que alardean, siguen poniendo una tortuga, y no un tigre, en sus tanques. Además, es cierto que Madison Avenue, al exagerar la importancia de las nuevas modas anima a los consumidores a desprenderse de artículos a medio usar para dar salida a los nuevos.

Así, pues, es verdad que el consumidor se encuentra a veces atrapado en una maniobra cuidadosamente preparada: un antiguo producto cuya muerte ha sido deliberadamente acelerada por su fabricante, y la simultánea aparición de un «nuevo modelo mejorado», anunciado como un don celestial de la más reciente tecnología.

Sin embargo, estas razones no pueden, por sí solas, explicar el fantástico ritmo de giro que los productos han adquirido en nuestras vidas. La rápida caída en desuso es parte integrante de todo el proceso acelerador, proceso que afecta no sólo al lapso de vida de los individuos aislados, sino también al de sociedades enteras.

Ligado al auge de la ciencia y a la aceleración en la adquisición de conocimientos, este proceso histórico difícilmente puede atribuirse a las marrullerías de unos cuantos mercachifles contemporáneos.

Está claro que la caída en desuso se produce con o sin «planeamiento» previo. En lo tocante a las cosas, acontece bajo tres condiciones. Ocurre cuando un producto se deteriora, literalmente, hasta el punto de no poder seguir cumpliendo su función: mecanismos quemados, tejidos desgarrados, tuberías oxidadas.

Suponiendo que el consumidor tenga aún necesidad de estas funciones, la incapacidad del producto en realizarlas marca el momento en que su sustitución se hace imprescindible. Es una caída en desuso debida a falla funcional.

La caída en desuso ocurre también cuando un nuevo producto entra en escena para realizar con mayor eficacia las mismas funciones del producto antiguo. Los nuevos antibióticos son más eficaces que los viejos para curar una infección. Las nuevas computadoras son infinitamente más rápidas, y su funcionamiento resulta más barato, que los modelos antiguos de principios de los años sesenta. Es una caída en desuso debida a los avances tecnológicos sustanciales.

Pero la caída en desuso se produce también cuando cambian las necesidades del consumidor, cuando las funciones a realizar por el producto se ven ellas mismas alteradas. Estas necesidades no son tan fáciles de definir como presumen, a veces, los críticos del desuso planeado. Un objeto, ya sea un coche o un abridor de latas, puede ser medido con muchos patrones distintos. Un coche, por ejemplo, es algo

más que un medio de transporte. Es una expresión de la personalidad de su usuario, un símbolo de posición social, una fuente de satisfacción del gusto por la velocidad, un generador de numerosos y variados estímulos sensoriales: táctiles, olfatorios, visuales, etcétera. La satisfacción que, gracias a estos factores, obtiene el consumidor puede, según su sentido de los valores, superar la producida por un mayor consumo de gasolina o por una mayor potencia de
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