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reprise. La noción tradicional de que cada objeto tiene una sola función fácilmente definible se estrella contra todo lo que sabemos acerca de la psicología humana y sobre el papel de los valores en la toma de decisiones, así como contra el propio sentido común. Todos los productos son multifuncionales. No hace mucho, tuve un buen ejemplo de esto al observar a un chiquillo que compraba media docena de gomas de borrar, de color rosa, en una pequeña tienda de artículos de escritorio. Curioso de saber por qué quería tantas, cogí una de las gomas y la examiné de cerca. «¿Borran bien?», le pregunté al muchacho. «No lo sé —me respondió—, ¡pero huelen tan bien!» Y, efectivamente, olían bien. Habían sido fuertemente perfumadas por el fabricante japonés, tal vez para disimular un desagradable olor químico. En una palabra, las necesidades satisfechas por los productos varían según el comprador y según la época. En una sociedad de escasez, las necesidades son relativamente universales y permanentes, debido a que están estrechamente relacionadas con las funciones «de las tripas». En cambio, al aumentar las disponibilidades, las necesidades humanas están menos ligadas a la supervivencia biológica y se individualizan más. Por otra parte en una sociedad afectada por un cambio complejo y veloz, las necesidades del individuo —nacidas de su interacción con el medio exterior— cambian tambien a una velocidad relativamente grande. Cuanto más rápidamente cambia una sociedad más temporales son las necesidades. Dada la abundancia general en la nueva sociedad, el hombre puede permitirse muchas de estas necesidades a corto plazo. A menudo, incluso sin tener una idea clara de las necesidades que quiere satisfacer, el comprador tiene la vaga impresión de que quiere un cambio. La publicidad fomenta y capitaliza este sentimiento, pero difícilmente se la puede acusar de haberlo creado por sí sola. Así, la tendencia hacia una abreviación de relaciones aparece más arraigada en la estructura social de lo que podrían sugerir el desuso planeado o la eficacia de maniobra de Madison Avenue. La rapidez con que cambian de rumbo las necesidades de los consumidores se refleja en la presteza con que los compradores reniegan de un producto o de una marca43. Si está en lo cierto el fiscal adjunto general Donald F. Turner44, eminente crítico de la publicidad, uno de los fines principales del anuncio es crear «preferencias duraderas». En tal caso, la publicidad está fracasando, pues el cambio de marca es tan frecuente y tan corriente que, según dice una publicación del ramo de alimentación, se ha convertido en «uno de los mayores quebraderos de cabeza del publicitario nacional». Muchas marcas periclitan45. Y entre las que siguen existiendo se producen continuos cambios de posición. Según Henry M. Schachte, «en casi ninguna categoría de importantes artículos de consumo... existe una primerísima marca actual que tuviese esta posición hace diez años». Así, entre las principales marcas de cigarrillos americanos, sólo una de ellas, «Pall Mall», conservaba en 1966, la misma situación en el mercado que en 1956. El «Camel» bajó de un 18 a un 9 por ciento del mercado total; el «Lucky Strike» experimentó una baja aún más vertical, del 14 al 6 por ciento. En cambio, otras marcas siguieron una marcha ascendente, como «Salem», que pasó de un 1 a un 9 por ciento. Desde esta comprobación se han producido fluctuaciones adicionales. Por muy insignificantes que, desde la perspectiva a largo plazo del historiador, puedan ser estas mutaciones, la continua oscilación, influida pero no controlada independientemente por la publicidad, introduce a corto plazo en la vida cotidiana del individuo un vertiginoso dinamismo. Aumenta aún más la impresión de velocidad, de torbellino y de impermanencia en la sociedad. LA MÁQUINA DE FABRICAR CAPRICHOS Las preferencias rápidamente cambiantes, que se derivan del veloz cambio tecnológico y que, a su vez, influyen en él, no sólo conducen a frecuentes oscilaciones en la popularidad de marcas y productos, sino que abrevia también el ciclo vital de estos últimos. John Diebold46, experto en automatización, no se cansa de advertir a los hombres de negocios que deben empezar a pensar en que sus artículos tendrán una vida más corta. «Smith Brothers' Cough Drops», «Calumet Baking Soda» e «Ivory Soap» llegaron a ser instituciones americanas en virtud de su largo reinado en el mercado. Pero en el futuro, dice, pocos productos disfrutarán de esta longevidad. Todo consumidor ha pasado por la experiencia de ir al supermercado o al almacén para reponer algún artículo y no encontrar la misma marca o producto. En 1966, aparecieron unos 7.000 productos nuevos en los supermercados americanos47. Más de un 55 por ciento de todos los artículos que ahora se venden en ellos no existían hace diez años. Y, de los productos a la sazón disponibles, un 42 por ciento ha desaparecido absolutamente. Cada año, el proceso se repite en una forma más exagerada. Así, en 1968, aparecieron 9.500 artículos nuevos sólo en el campo de los géneros envasados, y sólo uno de cada cinco consiguió el objetivo de venta fijado. Una silenciosa pero rápida contracción mata a los productos viejos, mientras los nuevos inundan el mercado con una marea. «Productos que solían venderse durante veinticinco años —escribe el economista Robert Theobald48 — no suelen durar más de cinco en la actualidad. En los fluctuantes campos farmacéutico y electrónico, este período se reduce con frecuencia a seis meses.» Al acelerarse el ritmo del cambio, las empresas suelen crear nuevos productos, a sabiendas de que sólo permanecerán unas pocas semanas en el mercado. También aquí el presente nos da ya un atisbo del futuro. Esto se manifiesta en un sector inesperado: los objetos caprichosos que se imponen, en oleadas sucesivas, a las sociedades de tecnología avanzada. Sólo en los últimos años hemos presenciado en los Estados Unidos, Europa occidental y el Japón el súbito auge o colapso, en popularidad, de los «tocados Bardot», el «aspecto Cleopatra», James Bond y Batman, por no hablar de las pantallas «Tiffany», los «Super-Balls», las cruces de hierro, las gafas pop, las insignias o botones con eslóganes de protesta o chistes pornográficos, los posters de Allen Ginsberg o Humphrey Bogart, las pestañas postizas y otros innumerables caprichos y rarezas, que reflejan —acordes con ella— la rápidamente cambiante cultura pop. Respaldados por los masivos medios de promoción y por un mercado sofisticado, tales caprichos irrumpen en escena virtualmente de la noche a la mañana... y se extinguen con la misma rapidez. Especialistas en el negocio del capricho preparan anticipadamente los productos para ciclos vitales cada vez más breves. Así, existe en San Gabriel, California, una Compañía que se denomina, diríase que regocijadamente, «Wham-O Manufacturing Company». La «Wham-O» está especializada en productos caprichosos, introdujo el hula hoop, en los años cincuenta, y, más recientemente, la llamada «Super-Ball». Esta última —una pelota de goma que salta a gran altura— alcanzó tan rápida popularidad entre los adultos, lo mismo que entre los niños, que unos asombrados visitantes contemplaron a varias de ellas rebotando alegremente sobre el piso de la Bolsa de la Costa del Pacífico. Los ejecutivos de Wall Street contagiaron la afición a sus amigos, y un alto dirigente de la Radio se lamentó de que «todos nuestros ejecutivos están en los pasillos con sus "Super-Balls"». Sin embargo, «Wham-O» y otras Compañías semejantes no se desconciertan cuando sus productos fenecen repentinamente: lo tienen previsto. Son especialistas en la creación y fabricación de productos «temporales». El hecho de que los caprichos se originen, en su mayoría, de un modo artificial, no hace más que recalcar su significación. Los caprichos ingeniosos no son nuevos en la historia; pero nunca, antes de ahora, se habían introducido en la conciencia con tanta profusión, y jamás había existido una coordinación tan exacta entre los inventores del capricho, los medios de propaganda dispuestos a popularizarlo y las compañías montadas para su explotación instantánea. Una bien engrasada maquinaria para la creación y difusión de caprichos constituye parte importante de la moderna economía. Sus métodos serán progresivamente adoptados por otros, al reconocer la inevitabilidad de un ciclo de productos cada vez más breve. La línea divisoria entre «capricho» y producto ordinario se irá borrando progresivamente. Entramos rápidamente en la era del producto temporal, hecho con métodos temporales y para satisfacer necesidades temporales. De este modo, el giro de las cosas en nuestras vidas se hace cada vez más frenético. Nos enfrentamos con un creciente alud de artículos para usarlos una sola vez, de arquitectura impermanente, de productos móviles y modulares, de géneros alquilados y de objetos destinados a una muerte casi instantánea. Desde todas estas direcciones, fuertes presiones convergen hacia un mismo fin: la indefectible «efimerización» de la relación hombre-cosa. Sin embargo, la distorsión de nuestros lazos con el medio físico, el acelerado giro de las cosas, constituyen solamente una pequeña parte de un contexto mucho más amplio. Por consiguiente, prosigamos nuestra exploración de la vida en una sociedad altamente transitoria. Capítulo V LUGARES: LOS NUEVOS NÓMADAS Todos los viernes, a las cuatro y media de la tarde, un alto y canoso ejecutivo de Wall Street, llamado Bruce Robe, introduce un puñado de papeles en su cartera de cuero negro, coge su abrigo del perchero de su antedespacho, y sale. Hace más de tres años que sigue la misma rutina. Primero, desciende en el ascensor los veintinueve pisos que le separan de la calle. Después, camina diez minutos por las atestadas calles hasta el helipuerto de Wall Street. Allí sube a un helicóptero que le deposita, ocho minutos más tarde, en el «Aeropuerto John F. Kennedy». Sube a un reactor de la «Trans-World Airlines» y se sienta a comer, mientras el gigantesco avión se eleva sobre el Atlántico, da media vuelta y pone rumbo hacia el Oeste. Una hora y diez minutos después, salvo retrasos, sale a paso vivo de la terminal del aeropuerto de Columbus, Ohio, y sube a un automóvil que le está esperando. Al cabo de otros treinta minutos llega a su destino: está en su casa Robe pasa cuatro noches cada semana en un hotel de Manhattan. Las otras tres las pasa con su mujer y con sus hijos en Columbus, a ochocientos kilómetros de distancia. Buscando lo mejor de dos mundos —un empleo en el frenético centro financiero de América y una vida familiar en el relativamente tranquilo Oeste Medio—, viaja unos ochenta mil kilómetros al año. El caso de Robe se sale de lo corriente..., pero no en demasía. En California, los propietarios de ranchos vuelan doscientos kilómetros todas las mañanas, desde sus casas en la Costa del Pacífico hasta el Valle de San Bernardino, para visitar sus ranchos del Valle Imperial, y vuelven a casa por la noche. Un adolescente de Pennsylvania, hijo de un peripatético ingeniero, toma regularmente el avión para visitar a un dentista de Frankfort, Alemania. Un filósofo de la Universidad de Chicago, el doctor Richard McKeon, recorrió 1.650 kilómetros de ida y vuelta por semana, durante todo un semestre, para dar una serie de clases en la «New School for Social Research», de Nueva York. Un joven de San Francisco y su novia de Honolulú se ven todos los fines de semana, turnándose en cruzar las 2.000 millas de Océano Pacífico. Y al menos una madre de familia de New England baja regularmente a Nueva York para visitar a su peluquero. Nunca, en la Historia, significaron menos las distancias. Nunca fueron más numerosas, frágiles y temporales las relaciones del hombre con el lugar. En todas las sociedades tecnológicas avanzadas, y en particular las que he calificado de «gente del futuro», los traslados, viajes y cambio de domicilio han llegado a ser cosa natural. En términos figurados, «gastamos» los lugares y prescindimos de ellos, como se tira un «Kleenex» o una lata de cerveza. Asistimos a una decadencia histórica de la importancia del lugar para la vida humana. Estamos criando una nueva raza de nómadas, y pocos sospechan lo extensas, masivas e importantes que son estas emigraciones. EL CLUB DE LOS CINCO MILLONES DE KILÓMETROS En 1914, y según Buckminster Fuller49, el americano típico recorría, por término medio, unos 2.700 kilómetros cada año, comprendidos unos 2.200 kilómetros de caminatas corrientes cotidianas. Esto significaba que sólo viajaba unos 500 kilómetros al año, empleando el caballo o los medios mecánicos. Tomando como base esta cifra de 2.700 kilómetros, se puede calcular que el americano medio de aquel período recorría un total de 150.000 kilómetros en toda su vida50. En cambio, actualmente, el americano medio, poseedor de automóvil, recorre 17.000 kilómetros al año... y vive más que su padre o que su abuelo. «A mis sesenta y nueve años —escribió Fuller no hace mucho— ...pertenezco a un grupo de varios millones de seres humanos que han recorrido, durante su vida, cinco millones de kilómetros más», o sea, más de treinta veces el total recorrido, en 1914, por un americano en toda su vida. Las cifras de conjunto son imponentes. Por ejemplo, en 1967, 108.000.000 de americanos realizaron 360.000.000 de viajes de más de un día y a más de 160 kilómetros de su casa. Sólo estos viajes representaron 500.000 millones de kilómetros-pasajero. Aunque prescindamos de la introducción de flotas de «Jumbo jet», camiones, coches, trenes, «Metro», etcétera, nuestra inversión social en movilidad es asombrosa. El paisaje americano ha aumentado sus calles y carreteras pavimentadas al increíble ritmo de más de 300 kilómetros por día, desde hace al menos veinte años. Esto representa 130.000 kilómetros de nuevas calles y carreteras todos los años; lo suficiente para dar tres veces la vuelta al mundo. Mientras la población de los Estados Unidos aumentó un 38'5 por ciento durante este período, el kilometraje de calles y carreteras dio un salto del 100 por ciento. Consideradas desde otro punto de vista, las cifras resultan aún más espectaculares: desde hace al menos veinticinco años, los kilómetros por pasajero recorridos en los Estados Unidos aumentaron seis veces más de prisa que la población. El revolucionario aumento del movimiento per cápita en el espacio se da, con pequeñas diferencias de grado, en todas las naciones tecnológicamente más avanzadas. Cualquiera que haya observado en las horas punta los aludes humanos en la antaño tranquila Strandvëg de Estocolmo, se habrá sentido impresionado por el espectáculo. En Rotterdam y Amsterdam, calles que no existían hace cinco años se hallan en la actualidad terriblemente atestadas: el número de automóviles se ha multiplicado más de prisa de lo que cualquiera hubiese podido imaginar. Además del aumento del movimiento diario entre el propio hogar y diversos lugares próximos, hay que contar con el fenomenal incremento de los viajes de negocios y de vacaciones que requieren pernoctar fuera de casa. Este verano, casi 1.500.000 alemanes pasarán sus vacaciones en España y otros cientos de miles llenarán las playas de Holanda y de Italia. Suecia recibe anualmente más de 1.200.000 visitantes de países no escandinavos. Más de un millón de extranjeros visitan los Estados Unidos todos los años, mientras unos 4.000.000 de americanos viajan a ultramar. Un escritor alude acertadamente, en Le Fígaro, a los «gigantescos intercambios humanos». El atrafagado movimiento de hombre de un lado a otro del paisaje (y a veces por debajo de él) es una de las características peculiares de la sociedad superindustrial. En cambio, las naciones preindustriales parecen congeladas, petrificadas, con sus pobladores profundamente arraigados en un solo lugar. El técnico en transportes, Wilfred Owen, habla del |
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