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«gap entre las naciones inmóviles». Observa que para que América Latina, África y Asia alcanzasen la misma proporción de vías por zona que prevalece actualmente en la Comunidad Económica Europea, tendrían que pavimentar unos 60.000.000 de kilómetros de carreteras. Este contraste tiene profundas consecuencias económicas, pero tiene, también, sutiles y casi inadvertidas implicaciones culturales y psicológicas. Pues los emigrantes, los viajeros y los nómadas no son hombres de la misma clase de los que permanecen fijos en un lugar51. FLAMENCO EN SUECIA Tal vez el movimiento de mayor importancia psicológica que puede realizar el individuo es el traslado geográfico de su hogar. Esta dramática forma de movilidad geográfica se manifiesta también de modo impresionante en los Estados Unidos y en otras naciones avanzadas. Refiriéndose a los Estados Unidos, dijo Peter Drucker 52: «La más grande migración de nuestra historia empezó durante la Segunda Guerra Mundial; y desde entonces ha continuado con no menor impulso.» Y el científico político Daniel Eleazar cita las grandes masas de americanos que «han empezado a trasladarse de un lugar a otro, dentro de cada cinturón (urbano)... conservando un estilo de vida nómada53, que es urbana sin sujetarse de modo permanente a una ciudad particular...». Entre marzo de 1967 y marzo de 1968 —en un solo año—, 36.600.000 americanos (sin contar los niños de menos de un año) cambiaron su lugar de residencia. Esto equivale a más de la población total conjunta de Camboya, Ghana, Guatemala, Honduras, Irak, Israel, Mongolia, Nicaragua y Túnez. Es como si toda la población de estos países se hubiese trasladado súbitamente de domicilio. Y este movimiento en gran escala se produce todos los años en los Estados Unidos. Cada año, desde 1948, un americano de cada cinco cambió de dirección, llevándose a sus hijos y unos cuantos enseres domésticos, e iniciando una nueva vida en un nuevo lugar. Incluso las grandes migraciones de la Historia, como la de las hordas mogólicas o el movimiento hacia el Oeste de los europeos en el siglo XIX, parecen insignificantes comparados a la luz de la estadística54. Aunque probablemente este alto grado de movilidad en los Estados Unidos no tiene parangón en cualquier otro lugar del mundo (desgraciadamente, las estadísticas son incompletas), incluso en los países de más arraigadas tradiciones han saltado en pedazos los viejos lazos entre el hombre y el lugar. Así, el New Society, periódico de ciencia social que se publica en Londres, afirma que «los ingleses son una raza más móvil que lo que acaso se imaginaban... En 1961, no menos del 11 por ciento de toda la población de Inglaterra y País de Gales llevaba menos de un año en su residencia actual... En realidad, parece que en ciertas partes de Inglaterra los movimientos migratorios sólo pueden calificarse de frenéticos. En Kensington, más del 25 por ciento de sus habitantes llevan menos de un año viviendo en su casa; en Hampstead, el 20 por ciento; en Chelsea, el 19 por ciento». Y Anne Lapping, en otro número del mismo periódico, declara que «los nuevos dueños de viviendas prevén que cambiarán de casa muchas más veces que sus padres. La duración media de una hipoteca es de ocho o nueve años...» Esto es poco diferente de lo que ocurre en los Estados Unidos. En Francia55, la permanente escasez de viviendas contribuye a frenar la movilidad interior; sin embargo, un estudio del demógrafo Guy Pourcher indica que, anualmente, un 8 o un 10 por ciento de los franceses cambian de casa. En Suecia, Alemania, Italia y Holanda el ritmo de migración doméstica parece ir en aumento. Y toda Europa sufre los efectos de una ola de emigración internacional en masa, sólo comparable a la que siguió a la Segunda Guerra Mundial. La prosperidad económica ha creado en toda la Europa septentrional (exceptuada Inglaterra) una acusada falta de mano de obra, por lo que ha atraído masas de obreros agrícolas sin empleo de los países mediterráneos y del Oriente Medio. Acuden a millares desde Argelia, España, Portugal, Yugoslavia y Turquía. Todos los viernes por la tarde, mil obreros turcos toman el tren en Estambul para dirigirse a las tierras prometidas del Norte. La cavernosa estación terminal de Munich se ha convertido en punto de desembarco de muchos de aquéllos, y en dicha ciudad se publica ahora un periódico en lengua turca. En la enorme fábrica «Ford», de Colonia, más de una cuarta parte de los obreros son turcos. Otros extranjeros se desparramaron por Suiza, Francia, Inglaterra, Dinamarca y Suecia. No hace mucho, en la ciudad del siglo XX de Pangboune, Inglaterra, camareros españoles nos sirvieron a mi esposa y a mí. Y en Estocolmo visitamos el «Vivel» restaurante de la ciudad baja que se ha convertido en punto de reunión de los emigrados españoles que ansian música flamenca mientras comen. No había allí ningún sueco; salvo unos cuantos argelinos y nosotros, todo el mundo hablaba español. Por consiguiente, no me sorprendió descubrir que los actuales sociólogos suecos discuten acaloradamente si las poblaciones obreras extranjeras deben ser absorbidas por la cultura sueca o animadas a conservar sus propias tradiciones culturales; precisamente la misma disputa en que se enzarzaron los técnicos sociales americanos en el gran período de libre inmigración en los Estados Unidos. EL FUTURO DE LA EMIGRACIÓN Existen, empero, importantes diferencias entre las gentes que se trasladan en los Estados Unidos y las que integran las emigraciones europeas. En Europa, la movilidad puede atribuirse, en gran parte, a la continua transición desde la agricultura hacia la industria; del pasado al presente, dicho en otras palabras. Sólo una pequeña parte tiene que ver con la transición del industrialismo al superindustrialismo. En cambio, en los Estados Unidos la continua redistribución de población no se debe, principalmente, a la reducción de empleos agrícolas, sino que se deriva de la automatización y del nuevo estilo de vida inherente a la sociedad superindustrial, el estilo de vida del futuro. Esto se confirma claramente si observamos quién se mueve en los Estados Unidos. Cierto que algunos grupos tecnológicamente atrasados y en desventaja, como los negros urbanos, se caracterizan por un alto grado de movilidad geográfica, generalmente dentro del mismo barrio o distrito. Pero estos grupos constituyen sólo un sector relativamente pequeño de la población total, y sería grave error presumir que los altos grados de movilidad geográfica dependen solamente de la pobreza, del desempleo o de la ignorancia. En realidad, advertimos que los que han estado al menos un año en el instituto (grupo que aumenta constantemente) se mueven más, y más lejos, que los demás. Advertimos que la población profesional y técnica es la más movible entre los americanos. Y comprobamos que un número creciente de altos empleados se traslada a mayor distancia y con mayor frecuencia. [Un chiste muy explotado por los ejecutivos de la «International Business Machine Corporation» dice que la IBM significa «I've Been Moved»56.] En el naciente superindustrialismo son precisamente estos grupos —profesionales, técnicos y directivos— los que aumentan, tanto en número absoluto como en proporción a la total fuerza de trabajo. También dan a la sociedad su matiz característico, como lo hacía antaño el obrero de mono azul. Así como millones de obreros del campo, pobres y sin trabajo, pasan, en Europa, de un pretérito agrícola a un presente industrial, así millares de sabios, ingenieros y técnicos vuelan a los Estados Unidos y al Canadá, que son las naciones más superindustriales del mundo. En Alemania Federal, el profesor Rudolf Mossbauer, Premio Nobel de Física, anuncia que piensa emigrar a América por desacuerdo con la política administrativa y presupuestaria de su país. Los ministros políticos de Europa, preocupados, por el «gap tecnológico», han tenido que presenciar, impotentes, cómo «Westinghouse», «Allied Chemical», «Douglas Aircraft», «General Dynamics» y otras empresas americanas de primera categoría enviaban buscadores de talentos a Londres y a Estocolmo para atraerlos, desde astrofísicos hasta ingenieros de turbinas. Pero, simultáneamente, se produce una «fuga de cerebros» dentro de los Estados Unidos57, con miles de sabios y de ingenieros trasladándose de un lado a otro, como partículas de un átomo. Hay, en realidad, pautas de movimientos perfectamente discernibles. Dos corrientes principales, una del Norte y otra del Sur, convergen en California y en los demás estados de la costa del Pacífico, con una estación intermedia en Denver. Otra corriente importante fluye desde el Sur hacia Chicago y Cambridge, Princeton y Long Island. Y una corriente contraria impulsa hacia Florida a hombres de las industrias espacial y electrónica. Un típico y joven ingeniero espacial amigo mío renunció a su empleo en la «RCA», de Princeton, para ingresar en la «General Electric». Vendió la casa que había comprado dos años antes: su familia se trasladó a una vivienda de alquiler de las afueras de Filadelfia, mientras se hacía construir una de propiedad. Y se trasladarán a esta nueva casa —la cuarta en cinco años—, siempre que el hombre no sea enviado a otro lugar o encuentre un empleo mejor en otra parte. California ejerce un atractivo continuo. El movimiento geográfico de los hombres del management es menos manifiesto, pero tal vez más intenso. Hace diez años, William Whyte58 declaró en The Organization Man que «el hombre que cambia de caso no es una excepción en la sociedad americana, sino su clave. Casi por definición, el hombre de organización es un hombre que abandonó su casa... y siguió moviéndose». Esta característica, a la sazón correcta, es aún más cierta en la actualidad. El Wall Street Journal se refiere a los «gitanos ejecutivos», en un artículo titulado «Cómo se adapta la familia ejecutiva al incesante movimiento por el país». Describe la vida de M. E. Jacobson59, ejecutivo de la cadena «Montgomery Ward». Éste y su esposa, ambos de cuarenta y seis años en el momento de publicarse el artículo, se habían trasladado veintiocho veces, en veintiséis años de matrimonio. «Casi tengo la impresión de que no hacemos más que acampar», decía la esposa a los visitantes. Aunque su caso es atípico, miles de personas como ellos se trasladan, por término medio, una vez cada dos años, y su número va en aumento. Esto es así no sólo porque las necesidades de las empresas cambian constantemente de sitio, sino también porque los altos directivos consideran que los frecuentes traslados de sus posibles sucesores son necesarios para el adiestramiento de éstos. Este movimiento de los ejecutivos, de casa en casa, como piezas de ajedrez de tamaño natural sobre un tablero a escala continental, indujo a un psicólogo a proponer un chistoso sistema de ahorro llamado «La familia modular». De acuerdo con este sistema, el ejecutivo no solo dejaría su casa, sino también su familia. Entonces, la Compañía le buscaría una familia adecuada (de características personales semejantes a las de la esposa e hijos propios) en su nuevo lugar de destino. Al propio tiempo, otro ejecutivo ambulante «ingresaría» en la familia del primero. Pero nadie parece haber tomado en serio esta idea..., por ahora. Además de los grandes grupos de profesionales, técnicos y ejecutivos que van constantemente de una casa a otra, existen en la sociedad otros muchos peculiarmente móviles. Una importante organización militar incluye decenas de millares de familias que, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, tienen que trasladarse continuamente. «No voy a decorar más casas —decía, irónicamente, la esposa de un coronel—. Las cortinas de una casa no se adaptan nunca a otra, y el tamaño y el color de las alfombras resultan siempre inadecuados. De ahora en adelante me dedicaré a decorar el automóvil.» Cientos de miles de obreros de la construcción alimentan también esta corriente. En otro nivel, hay más de 750.000 estudiantes que asisten a institutos alejados de su estado natal, aparte de otros muchos miles que, sin salir de su estado, viven fuera de casa. Para muchos millones de personas, y en paricular para «la gente del futuro», el hogar está donde cada cual lo encuentra. SUICIDAS Y TROTAMUNDOS Este movimiento en oleadas de seres humanos produce toda clase de efectos secundarios, raras veces advertidos. Las empresas que mantienen correspondencia directa con los consumidores gastan muchísimos dólares en tener al día sus listas de direcciones. Lo propio puede decirse de las Compañías telefónicas. Más de la mitad de las 885.000 direcciones de la guía telefónica de Washington, D. C., en 1969, eran diferentes de las del año anterior. De modo parecido, las organizaciones y asociaciones ignoran muchas veces dónde están sus miembros. No hace mucho, una tercera parte de los miembros de la «National Society for Programmed Instruction» cambió de domicilio en un año. Incluso resulta difícil conocer el paradero de los amigos. Se comprende la queja del pobre conde Lanfranco Rasponi, al lamentarse de que los viajes y los traslados han destruido la «sociedad». Ya no hay vida social, dice, porque nadie está en ninguna parte al mismo tiempo..., salvo, naturalmente, los que no son nadie. Se dice que el buen conde declaró: «Antes, cuando uno quería celebrar un banquete de veinte comensales, tenía que invitar a cuarenta. En cambio, ahora, tiene que invitar a doscientos.» A pesar de tales inconvenientes, el fin de la tiranía geográfica abre una forma de libertad que resulta estupenda para millones de personas. La velocidad, el movimiento e incluso los cambios de residencia tienen ventajas positivas para muchos. Esto explica el apego psicológico de los americanos y europeos a los automóviles, encarnación tecnológica de la libertad espacial. Ernest Dichter60, investigador de motivaciones, soltó abundantes tonterías freudianas en sus buenos tiempos, pero mostró una visión muy aguda al decir que el automóvil es «el más poderoso instrumento de dominio» al alcance del hombre corriente occidental. «El automóvil se ha convertido en el símbolo moderno de la iniciación. El permiso de conducir es la tarjeta de admisión del chico de dieciséis años en la sociedad de los adultos.» En las naciones prósperas, escribe, «la mayoría de las personas tienen comida suficiente y alojamientos bastante buenos. Conseguido este milenario sueño de la Humanidad, buscan ahora nuevas satisfacciones. Quieren viajar, descubrir, ser, al menos físicamente, independientes. El automóvil es el símbolo móvil de la movilidad...» En realidad, de lo último que se desprende una familia, cuando pasa por dificultades financieras, es del automóvil; y el peor castigo que puede imponer un padre americano a su hijo adolescente es obligarle a «ir a pie», es decir, privarle del uso del automóvil. Cuando se pregunta a las jóvenes estadounidenses sobre lo que consideran más importante en un muchacho, mencionan inmediatamente el coche. El 67 por ciento de los chicos interrogados en una reciente encuesta dijeron que el coche es «esencial», y un muchacho de diecinueve años, Alfred Uranga, de Albuquerque, N. M., confirmó seriamente que «si un chico no tiene coche tampoco tiene novia». Un trágico ejemplo de la profunda pasión de los jóvenes por el automóvil es el suicidio de William Nebel, joven de diecisiete años, de Wisconsin, a quien su padre le quitó el coche al serle retirado el permiso de conducir por exceso de velocidad. Antes de saltarse la tapa de los sesos con una bala de rifle de calibre 22, el muchacho escribió una nota que terminaba así: «Sin mi licencia, no tengo coche, ni empleo, ni vida social. Por consiguiente, creo que lo mejor es terminar de una vez.»61 Es evidente que millones de jóvenes, en todo el mundo tecnológico, están de acuerdo con el poeta Marinetti, que, hace más de medio siglo, exclamó: «Un rugiente coche de carreras... es más bello que la Victoria de Samotracia.» La liberación de una posición social fija está tan íntimamente relacionada con la liberación de una posición geográfica fija, que cuando el hombre superindustrial se siente socialmente constreñido su primer impulso es cambiar de residencia. Es una idea que casi nunca se le ocurre al campesino, que se ha criado en su aldea, o al minero de carbón, que trabaja en las negras profundidades de la tierra. «La emigración resuelve muchísimos problemas. Hay que marchar. ¡Hay que viajar!», dijo uno de mis estudiantes, antes de incorporarse al Cuerpo de Paz. Pero el movimiento no es solamente una reacción o una evasión ante las presiones externas, sino que es un valor positivo por derecho propio, una afirmación de libertad. La revista |
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