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Redbook realizó una encuesta entre 539 suscriptores para determinar las causas de que éstos hubiesen cambiado de domicilio en el año anterior. Junto a respuestas tales como «la familia aumentó demasiado para la vieja casa» o «el barrio es más agradable», más de un diez por ciento declaró que «sólo había querido cambiar». Una extraordinaria manifestación de este afán de movimiento la encontramos en las mujeres trotamundos, que empiezan a formar una categoría sociológica peculiar. Así, una joven católica inglesa renuncia a su empleo de vendedora de espacios publicitarios en una revista, y parte con una amiga rumbo a Turquía. En Hamburgo, las dos muchachas se separan. La primera, Jackie, hace un crucero por las islas griegas, llega a Estambul y regresa a Inglatera, donde se emplea en otra revista. Permanece en ella sólo lo necesario para pagarse otro viaje. Después, vuelve a su país y trabaja como camarera, rechazando un cargo superior de encargada, porque «no espero permanecer mucho tiempo en Inglaterra». A los veintitrés años, Jackie es una empedernida trotamundos, que ronda infatigablemente por Europa, con un hornillo de gas en la mochila, y pasa seis u ocho meses en Inglaterra antes de emprender de nuevo la marcha. Ruth, que tiene veintiocho años, ha vivido muchos años de esta manera, sin estar nunca más de tres en un mismo lugar. Dice que el correr de un lado a otro es una manera de vivir, y que ésta es buena, porque se conoce a mucha gente «sin comprometerse demasiado con ella». Las adolescentes, en particular —quizá deseosas de evadirse de un medio familiar restrictivo—, son apasionadas viajeras. Por ejemplo, una encuesta realizada entre jóvenes lectoras de Seventeen, demostró que un 40'2 por ciento había hecho uno o más viajes «importantes» durante el verano anterior. Un 69 por ciento de estas excursiones se habían realizado fuera del Estado de residencia, y un 9 por ciento, al extranjero. Pero el afán de viajar empieza antes de los diez años. Así, cuando Beth, hija de un psiquiatra de Nueva York, se enteró de que una amiga suya había visitado Europa, respondió, lloriqueando: «Yo tengo ya nueve años, ¡y no he estado nunca en Europa!» Esta actitud positiva en pro del movimiento se manifiesta en encuestas realizadas sobre la tendencia de los americanos a admirar a los viajeros Así, los investigadores de la Universidad de Michigan descubrieron que los interrogados empleaban con frecuencia los calificativos «afortunado» o «dichoso» al referirse a los viajeros. Viajar es adquirir categoría, y esto explica que muchos viajeros americanos conserven los gastados marbetes de las Compañías de aviación en sus maletas o carteras hasta mucho después de su regreso de un viaje. Un bromista sugirió la idea de montar, para los viajeros conscientes de su categoría, un negocio de lavado y planchado de aquella clase de marbetes viejos. Por otra parte, el cambio de casa es más un motivo de conmiseración que de felicitaciones. Todo el mundo comenta ritualmente las incomodidades del traslado. Sin embargo, lo cierto es que los que se han mudado una vez de casa están más predispuestos a cambiarse que los que no lo hicieron nunca. El sociólogo francés Alain Touraine62 explica que, «al haber realizado un cambio y estar menos apegados a la comunidad, están mejor dispuestos a trasladarse de nuevo...». Y un representante sindicalista inglés, R. Clark63, dijo no hace mucho, en una conferencia internacional de potencial humano, que la movilidad puede constituir muy bien un hábito adquirido en los tiempos de estudiante. Señaló que los que pasaron sus días de colegio fuera de casa se mueven en círculos menos restringidos que los trabajadores manuales menos educados y más ligados a su hogar. Y estas gentes instruidas no sólo se mueven más en su vida adulta, sino que transmiten a sus hijos actitudes que facilitan su movilidad. Así como para muchas familias obreras el cambio de domicilio es una necesidad temible, para las clases media y alta el movimiento suele correr parejas con una vida mejor. Para ellas, viajar es una diversión, y los traslados suelen significar ascensos. En resumen: en todas las naciones en vías de superindustrialización, y entre las gentes del futuro, el movimiento es un estilo de vida, una liberación de los constreñimientos del pasado, un paso hacia el más opulento futuro. LOS QUE SE MUEVEN A PESAR SUYO Los «inmóviles» muestran, empero, actitudes dramáticamente distintas. No es sólo el aldeano campesino de la India o del Irán quien permanece fijo en un lugar durante la mayor parte de su vida. Lo propio puede decirse de millones de obreros de mono azul, particularmente en las industrias atrasadas. El cambio tecnológico que pasa como un huracán por las economías avanzadas, dejando anticuadas industrias enteras y creando otras nuevas casi de la noche a la mañana, hace que millones de obreros no especializados o poco especializados se vean obligados a buscar nueva colocación. La economía exige movilidad, y la mayoría de los Gobiernos occidentales —principalmente Suecia, Noruega, Dinamarca y los Estados Unidos— gastan grandes cantidades en animar a los obreros a buscar nuevos empleos y dejar sus casas para obtenerlos. Sin embargo, para los mineros de los Apalaches o para los obreros de las grandes ciudades, desarraigados por la renovación urbana y trasladados muy cerca de sus antiguos hogares, el cambio es con frecuencia motivo de angustia64. «Es preciso —dice el doctor Marc Fried, del "Center for Community Studies, Massachusetts General Hospital"— calificar sus reacciones como expresiones de dolor. Estas se manifiestan en los sentimientos de pérdida dolorosa, de añoranza continua, de depresión general..., en un sentido de desamparo, en expresiones ocasionales de enfado directo o indirecto, y en la tendencia a idealizar el lugar perdido.» Sus reacciones, declara, son «extraordinariamente parecidas al duelo por un difunto». La socióloga francesa Monique Viot65, del Ministerio de Asuntos Sociales, dice: «Los franceses están muy apegados a su medio geográfico. Son reacios, sumamente reacios, a los traslados para trabajar a treinta o cuarenta kilómetros de distancia. Los sindicatos llaman "deportaciones" a estos traslados.» Incluso algunas personas educadas y opulentas dan muestras de desaliento cuando tienen que cambiar de residencia. El autor Clifton Fa-diman66, al explicar su traslado desde una tranquila población de Connecticut a Los Angeles, refiere que se vio «atacado de pronto por extrañas dolencias físicas y mentales... Al cabo de seis meses me repuse de mi enfermedad. El neurólogo... diagnosticó mi mal de «'shock' cultural"...» Pues el cambio de hogar, incluso en las circunstancias más favorables, entraña una serie de difíciles reajustes psicológicos. En un famoso estudio de un suburbio canadiense al que llaman Crestwood Heights 67, los sociólogos J. R. Seeley, R. A. Sim y E. W. Loosley, declaran: «La rapidez con que debe realizarse la transición y la profunda penetración del cambio en la personalidad son tales que exigen las mayores flexibilidad del comportamiento y estabilidad de la persona. La ideología, a veces el habla, los hábitos alimenticios y las preferencias decorativas tienen que rehacerse con relativa rapidez y sin claves inconfundibles del nuevo comportamiento a adoptar.» Los pasos que dan las personas para conseguir estos reajustes fueron expuestos por el psiquiatra James S. Tyhurst68, de la Universidad de British Columbia. «El estudio de los individuos, después de la inmigración —dice—, permite definir... una pauta bastante sólida. Inicialmente, la persona se preocupa.del presente inmediato, intenta buscar trabajo, ganar dinero y encontrar alojamiento. Estas actitudes van frecuentemente acompañadas de inquietud y de una mayor actividad psicomotriz...» Al aumentar la impresión de extrañeza o de incongruencia de la persona en su nuevo medio, se produce la segunda fase, de «llegada psicológica». «Características de ésta son unas crecientes ansiedad y depresión; un aumento de la preocupación por uno mismo, frecuentemente con desarreglos y síntomas somáticos; un retraimiento de la sociedad, en contraste con la actividad anterior, y cierto grado de hostilidad y de recelo. El sentido de diferencia y de desamparo se agudizan, y el período se caracteriza por una incomodidad y una agitación marcadas. Este período, de mayor o menor trastorno, puede durar desde... uno hasta varios meses.» Sólo entonces empieza la tercera fase. Ésta toma la forma de un ajuste relativo al nuevo medio, una estabilización, o bien, en los casos más extremos, de «nuevos y más graves trastornos, manifestados por más intensos cambios de humor, por el desarrollo de contenidos mentales anormales y por rupturas con la realidad». En fin, que, dicho en pocas palabras, algunas personas nunca llegan a ajustarse de un modo adecuado. EL INSTINTO DEL HOGAR Pero incluso los que consiguen este ajuste no son ya iguales que antes, pues todo traslado por necesidad destruye una compleja red de antiguas relaciones y establece otras nuevas. Y este rompimiento, sobre todo cuando se repite más de una vez, origina la «pérdida del sentido de compromiso» que muchos escritores sitúan entre los móviles más altos. El hombre en movimiento tiene, en general, demasiada prisa para echar raíces en parte alguna. Así, un dirigente de una Compañía de aviación dijo que no quería intervenir en la vida política de su comunidad, porque «dentro de unos años ni siquiera viviré aquí. Uno planta un árbol y no lo ve crecer». Este desinterés, o, en el mejor de los casos, esta participación limitada, han sido vivamente criticados por los que ven en ello una amenaza a la idea tradicional de democracia arraigada. Sin embargo, olvidan una realidad importante: la posibilidad de que los que se niegan a intervenir activamente en lo asuntos de la comunidad demuestran tener, quizá, más responsabilidad moral que los que lo hacen... y después se largan. Los transeúntes votan un impuesto, pero no lo pagan, porque se marchan a otra parte. Contribuyen a derrotar un crédito escolar, y dejan que los hijos de los otros sufran las consecuencias. ¿No es más sensato, no es más noble, inhibirse por anticipado? Sin embargo, si uno elude la participación, negándose a ingresar en organizaciones, negándose a establecer estrechos lazos con sus vecinos, negándose en fin, a comprometerse, ¿que será de la comunidad y del propio individuo? ¿Pueden los individuos o la sociedad sobrevivir sin compromisos? El compromiso adopta muchas formas. Una de ellas es el apego a un lugar. Sólo podemos comprender la importancia de la movilidad si reconocemos, ante todo, la centralidad del lugar fijo en la arquitectura psicológica del hombre tradicional. Esta centralidad se refleja de muchísimas maneras en nuestra cultura. Ciertamente, la propia civilización empezó con la agricultura, que significa permanencia, terminación, al fin, de las terribles andanzas y migraciones del nómada paleolítico. La misma palabra «arraigo», a la que damos tanta importancia en la actualidad, es agrícola en su origen. El nómada precivilizado que hubiese oído una discusión sobre «raíces», apenas si habría comprendido el concepto. La noción de raíz se interpreta como equivalente a lugar fijo, a «hogar» permanente establecido. En un mundo duro, hambriento y peligroso, el hogar, aunque no sea más que una choza, llega a ser considerado como el último refugio, arraigado en la tierra, transmitido de generación en generación; como un lazo del hombre con la Naturaleza y con el pasado. La inmovilidad del hogar se dio por supuesta, y la literatura abunda en reverentes alusiones a su importancia. «Busca un hogar para el descanso, pues el hogar es lo mejor», rezan dos versos de Instructions to Housewifery, manual escrito por Thomas Tusser en el siglo XVI; y existen docenas de las que podríamos llamar, a riesgo de incurrir en un horrible juego de palabras, «home-ilies», que siguen esta tendencia. «El hogar del hombre es su fortaleza...» «No hay nada como el hogar...» «Hogar, dulce hogar...» La almibarada glorificación del hogar alcanzó, quizá, su punto culminante en la Inglaterra del siglo XIX, precisamente cuando el industrialismo desarraigaba a la población rural y la convertía en masa urbana. Thomas Hood, el poeta de los pobres, dice que «todo corazón murmura: hogar, por fin el hogar...», y Tennyson pinta un cuadro típicamente empalagoso de un Hogar inglés — empapa el gris crepúsculo prados y árboles cargados de rocío, más dulce que el sueño — todo en orden, una morada de una paz antigua. En un mundo agitado por la revolución industrial, en el que nada estaba realmente «en orden», el hogar era el puerto de refugio, el punto sólido en medio de la tormenta. Al menos podía contarse con él para permanecer en un lugar. Pero, ¡ay!, esto era poesía, no realidad, y no bastaba para contener las fuerzas que arrancarían al hombre de su posición estable. LA GEOGRAFÍA PIERDE IMPORTANCIA El nómada del pasado se trasladaba bajo la ventisca o el calor abrasador, perseguido siempre por el hambre; pero llevaba consigo su tienda de piel de búfalo, su familia y el resto de la tribu. Llevaba consigo su posición social y, casi siempre, la estructura física a la que llamaba hogar. En cambio, los nómadas actuales dejan atrás la estructura física. (Ésta se convierte en una partida de las cuentas que reflejan el grado de giro de las cosas en su vida.) Y lo dejan todo, salvo su familia, como permanencia social más inmediata. La disminución de la importancia del lugar, la decadencia del compromiso para con éste, se manifiestan de muchas maneras. Ejemplo reciente de ello fue la decisión de los colegios de la «Ivy League», en los Estados Unidos, de quitar importancia, en sus normas de admisión, a las consideraciones geográficas. Estos colegios distinguidos solían aplicar criterios geográficos a los aspirantes, prefiriendo deliberadamente a los muchachos que vivían lejos de su campus, con la esperanza de reunir un cuerpo estudiantil sumamente diversificado. Por ejemplo, entre los años treinta y los años cincuenta, Harvard redujo a la mitad su cupo de estudiantes residentes en Nueva Inglaterra y en Nueva York. Actualmente, dice un funcionario de la Universidad, «estamos haciendo marcha atrás en esta cuestión de distribución geográfica». Hoy se reconoce que el lugar ha dejado de ser fuente primaria de diversidad. Las diferencias entre las personas no guardan ya una relación tan íntima con el marco geográfico. A fin de cuentas, la dirección en la instancia de ingreso puede ser puramente temporal. Son muchas las personas que no permanecen en un sitio el tiempo necesario para adquirir características regionales o locales distintivas. El encargado, en Yale, de las admisiones, dice: «Desde luego, enviamos a nuestros agentes de reclutamiento a lugares apartados, como Nevada, pero en realidad se consigue una diversidad igual "en Harlem, Park Avenue y Queens.» Según este funcionario, Yale ha prescindido virtualmente de la geografía como factor a tener en cuenta para la selección. Y su colega de Princeton declara: «Lo que buscamos no es, en realidad, su lugar de procedencia, sino más bien cierta diferencia en su historial.» La movilidad ha revuelto la marmita tan profundamente, que las diferencias importantes entre las personas poco tienen ya que ver con el lugar. El apego a un sitio determinado ha declinado de tal modo que, según el profesor John Dyckman 69, de la Universidad de Pennsylvania, «la fidelidad a una ciudad o a un Estado es actualmente, para muchos, menos que su apego a una corporación, a una profesión o a una asociación voluntaria». Podemos, pues, decir que los compromisos se están desplazando de las estructuras sociales relacionadas con el lugar (ciudad, Estado, nación o vecindario) a aquellas otras (corporación, profesión, círculo de amistades) que son, por sí mismas, móviles, fluidas y, prácticamente, independientes del lugar. Sin embargo, el compromiso parece estar en concordancia con la duración de la relación. Armados con una serie culturalmente condicionada de expectativas de duración, todos aprendimos a verter un contenido emocional en aquellas relaciones que nos parecen «permanentes» o relativamente duraderas, mientras que nos abstenemos de hacerlo, en la medida de lo posible, cuando se trata de relaciones a corto plazo. Desde luego, hay excepciones; los breves amoríos de verano son una de ellas. Pero en general, y en una gran variedad de relaciones, subsiste aquella correlación. Así, pues, la decadencia del compromiso depende, más que de la movilidad en sí, de una consecuencia de esta movilidad: la menor duración de las relaciones de lugar70. Por ejemplo, en siete ciudades importantes de los Estados Unidos, entre ellas Nueva York, el promedio de residencia en un lugar es de menos de cuatro años. Esto contrasta con la residencia de toda la vida en un mismo sitio, que caracteriza al hombre del campo. Además, el cambio de residencia es crucial para determinar la duración de otras muchas relaciones de lugar, de modo que cuando un individuo pone fin a su relación con una casa suele terminar también sus relaciones con toda clase de lugares «satélites» del vecindario. Cambia de supermercado, de estación de gasolina, de parada de autobús y de barbería, cortando así, junto con su relación de la casa, una serie de relaciones de lugar. Por consiguiente, no sólo tenemos experiencia de más sitios en el curso de la vida, sino que, por término medio, mantenemos nuestros lazos con cada lugar durante intervalos cada vez más breves71. Así empezamos a ver más claramente cómo el impulso acelerador en la sociedad afecta al individuo. Pues este quebrantamiento de las relaciones del hombre con el lugar es paralelo al rompimiento de sus relaciones con las cosas. En ambos casos, el individuo se ve forzado a atar y desatar sus lazos con mayor rapidez. En ambos casos, siente una aceleración del ritmo de la vida. Capítulo VI PERSONAS: EL HOMBRE MODULAR Cada primavera se inicia en los Estados Unidos una enorme emigración. Solos o en grupos, cargados con sacos de dormir, mantas y trajes de baño, unos 15,000 estudiantes americanos dejan a un lado sus libros de texto y se dejan llevar por un agudo instinto migratorio que les conduce a la playa de Fort Lauderdale, Florida, blanqueada por el sol. Allí, durante una semana, esta gregaria y confusa masa de adoradores del sol y del sexo nada, duerme, flirtea, bebe cerveza y se tumba en la arena. Al terminar este período, las muchachas de bikini y sus bronceados admiradores lían los bártulos y emprenden el éxodo en masa. Cualquiera que se encuentre cerca de la caseta montada por esta ciudad de descanso para dar la bienvenida al turbulento ejército oirá los estruendosos anuncios del altavoz: «Un coche con una pareja puede llevar a un pasajero hasta Atlanta... Necesito trasladarme a Washington... Salgo a Jas diez para Louisville...» A las pocas horas, nada queda de la bulliciosa «asamblea playera», salvo botes y latas de cerveza tirados en la arena, y un millón y medio de dólares en las cajas de los comerciantes locales, que consideran esta invasión anual como una bendición diabólica, que amenazando la salud pública, aumenta sus beneficios privados. Lo que atrae a los jóvenes es algo más que una irreprimible pasión por el sol. Tampoco solamente el sexo, cuya satisfacción puede conseguirse en cualquier otra parte. Más bien es una impresión de libertad sin responsabilidad. Según una estudiante neoyorquina que estuvo recientemente en este festival, «una no tiene que preocuparse por lo que hace o por lo que dice, porque, ciertamente, nunca volverá a ver a esas personas». Lo que proporciona el rito de Fort Lauderdale es una aglomeración transitoria de personas que hace posible una gran diversidad de relaciones interpersonales. Y es precisamente esto —la temporalidad— lo que caracteriza cada vez más las relaciones humanas a medida que avanzamos hacia el superindustrialismo. Pues así como las cosas y los lugares pasan a ritmo creciente por nuestras vidas, lo propio hacen las personas. EL COSTO DEL «COMPROMISO» El urbanismo —estilo de vida del ciudadano— viene preocupando a la sociología desde que empezó el siglo actual. Max Weber señaló el hecho evidente de que los moradores de las ciudades no pueden conocer a todos sus vecinos tan íntimamente como podían hacerlo en las pequeñas comunidades. Georg Simmel llevó esta idea un poco más adelante al declarar, con bastante originalidad, que si el individuo urbano reaccionase emocionalmente con todas y cada una de las personas con quienes entra en contacto, o llenase su cerebro de informaciones sobre todas ellas, «se desintegraría interiormente y por completo, y caería en un estado mental inconcebible». Louis Wirth72 observó, a su vez, la naturaleza fragmentada de las relaciones humanas. «Es característico que los que habitan las ciudades se encuentren, entre sí, en papeles sumamente segmentados... —escribió—. Su dependencia de los demás se limita a un aspecto muy fraccionado del círculo de actividad del otro.» Más que interesados profundamente en la personalidad total de cada individuo que encontramos —explicó— mantenemos necesariamente contactos superficiales y parciales con algunos. Nos interesa únicamente la eficacia del zapatero en cuanto satisface nuestras necesidades; en cambio, nos tiene sin cuidado que su mujer sea alcohólica. Esto significa que contraemos relaciones de interés limitado73 con la mayoría de las personas que nos rodean. Consciente o inconscientemente, definimos en términos funcionales nuestras relaciones con la mayoría de la gente. Mientras no nos interesemos por los problemas domésticos del zapatero, o, en términos más generales, por sus sueños, esperanzas y frustraciones, este hombre será plenamente intercambiable con cualquier otro zapatero igualmente competente. Con esto hemos aplicado el principio modular a las relaciones humanas. Hemos creado la persona disponible: el hombre modular. Más que relacionarnos con todo el hombre, lo hacemos con un módulo de su personalidad. Cada personalidad puede ser imaginada como una configuración única de miles de tales módulos. Ninguna persona total es intercambiable con otra. Pero ciertos módulos sí lo son. Como buscamos únicamente un par de zapatos, y no la amistad, el aprecio o el odio del que los vende, no necesitamos entremeternos ni interesarnos por todos los otros módulos que forman su personalidad. Nuestra relación es convenientemente limitada. Existe una responsabilidad limitada por ambas partes. La relación entraña ciertas formas aceptadas de comportamiento y de comunicación. Ambas partes comprenden, consciente o inconscientemente, las limitaciones y las leyes. Sólo surgen dificultades cuando una de las partes vulnera los límites tácitamente aceptados, cuando intenta establecer conexión con algún módulo que nada tiene que ver con la función de que se trata. Actualmente, existe una copiosa literatura sociológica y psicológica sobre la presunta alienación que se deriva de esta fragmentación de las relaciones. Se dice que no estamos lo bastante «comprometidos» con nuestro prójimo. Millones de jóvenes andan por ahí buscando el «compromiso total». Sin embargo, antes de llegar a la conclusión popular de que la modularización es mala de por sí, conviene que estudiemos más de cerca la cuestión. El teólogo Harvey Cox señaló, siguiendo a Simmel, que, en un medio urbano, el intento de «comprometerse» plenamente con cada cual puede conducir únicamente a la autodestrucción y al vacío emocional. El hombre urbano, dice, «debe mantener relaciones más o menos impersonales con la mayoría de las personas con quienes entra en contacto, precisamente para escoger, fomentar y alimentar determinadas amistades... Su vida representa un punto tocado por docenas de sistemas y centenares de personas. Para que pueda conocer a algunos mejor que a los demás, necesita reducir al mínimo sus relaciones con muchos otros. Escuchar los chismes del cartero es, para el hombre urbano, un acto de pura complacencia, puesto que probablemente no siente el menor interés por las personas de quienes el cartero quiere hablarle». Además, antes de censurar la modularización debemos preguntarnos si realmente preferiríamos volver a la condición tradicional humana en que cada individuo se relacionaba, presuntamente, con toda la personalidad de unas pocas personas, en vez de hacerlo con los módulos de personalidad de muchos. El hombre tradicional estuvo tan sometido al sentimentalismo y al romanticismo, que frecuentemente olvidamos las consecuencias de aquel cambio. Los propios escritores que se quejan de la fragmentación piden también libertad; sin embargo, no advierten la falta de libertad de los hombres ligados por relaciones totales, pues toda relación implica exigencias y esperanzas. Cuanto más estrecha y total es la relación, mayor cantidad de módulos entrarán —por decirlo así— en juego, y más numerosas serán las exigencias. En una relación modular, las exigencias son estrictamente limitadas. Mientras el zapatero nos preste el limitado .servicio que le pedimos, dando satisfacción a nuestras limitadas esperanzas, poco nos importa que crea en nuestro Dios, o que sea pulcro en su hogar, o que comparta nuestras ideas políticas, o que le guste la misma música o la misma comida que a nosotros. Le dejamos en libertad en todas las demás cuestiones, como él nos deja en libertad de ser ateos o judíos, heterosexuales u homosexuales, seguidores de John Birch o comunistas. Esto no podría ser así en una relación total. Hasta cierto punto, la fragmentación y la libertad se dan la mano. Todos nosotros parecemos necesitar algunas relaciones totales en la vida. Pero es tonto afirmar que |
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