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El ser humano como objeto.

Ciencia y ética

María Luisa Pfeiffer

CONICET UBA
Introducción

La ciencia marca hoy más que nunca nuestras relaciones, y desde ese lugar de preponderancia ha adoptado como práctica habitual experimentar sobre seres humanos. Esto suscita una pregunta difícil de responder ¿es ético experimentar con humanos?

Todo planteo ético tiene como presupuesto la libertad humana. Sin embargo, el hombre no siempre se pensó libre, esto requirió muchos siglos de reflexión filosófica que fue construyendo ideas y vivencias que aún hoy resultan extrañas a muchas sociedades y dañinas para otras. Recién a partir del siglo XVI comienza a pensarse la libertad como esencial al ser humano. (1) Esto es el resultado de muchas disputas teológicas que influyen en la filosofía. Cuando en la idea de Dios se acentúa su voluntad soberana por sobre su intelecto y racionalidad, comienza a construirse la idea del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, como libre. El concepto y la práctica de la libertad fueron creciendo y adoptando la forma de responsabilidad a la luz del relato en que Dios pide respuesta a Caín por la vida de su hermano. (2) Luego del renacimiento, especie de sacudida histórica que rememora el mito de la caída, el hombre -en este caso hacemos explícita referencia al hombre masculino y en especial cierta “clase” de hombre-, comienza a ejercer su responsabilidad ciudadana al modo como la entendemos hoy, vale decir, a vivir libremente en una polis, en una ciudad, lo cual significa dar respuestas morales y políticas por y para la sociedad de la que forma parte. Desde entonces hasta hoy, hemos venido construyendo la idea de que el ejercicio de la libertad implicaba obligarse a responder ante los demás y por los demás, por el presente y el futuro de cada uno y de todos. (3) La libertad como mera negación de lo que hay, como duda sobre el orden establecido es una pseudo libertad pues depende definitivamente de lo que niega, la auténtica libertad se asocia al concepto de creación, a la posibilidad de negar un orden establecido para instaurar un orden nuevo. (4) La libertad está profundamente asociada a la novedad aunque no puede prescindir de lo que hay para negarlo. El hombre no puede crear de la nada, si no sería Dios. La pregunta actual es qué clase de creación es esa cuyo destino es la destrucción. ¿Sólo hay vida a costa de la muerte? ¿Solo podemos mantenernos vivos matando? La imposibilidad de responder a estas preguntas así como de pensar la creación como un movimiento que sale de la nada constituye los límites de la condición humana que pueden reconocerse y asumirse como lo que impide o como lo que da ocasión, y que inciden sobre la vida humana de las dos maneras. (5) La tecnología ha asumido estos límites en el segundo sentido, las dificultades comienzan cuando ignora el primero. El llevar adelante esta tensión creadora que es en lo que consiste la vida del hombre, es lo que lo pone frente a la obligación de responder por sus actos, es decir de actuar éticamente y es lo que encontramos violado permanentemente en la investigación con humanos en la actualidad.
La libertad y el deber

Una pregunta clave para poder iluminar la relación de la ética con la investigación, especialmente aquella que afecta directamente a humanos por intervenir en ellas, es ¿qué es lo que mueve hoy a investigar? ¿cuál es “el fin”, el objetivo, de las investigaciones? Sabemos que la modernidad unió definitiva e íntimamente la ciencia a la técnica cuando se planteó como fin del conocimiento la transformación del mundo. A partir de allí técnica, ciencia y progreso conforman el elam que vigoriza la historia. Esto nos traspasa hoy definitivamente, sólo dejando de ser modernos podríamos vivir y pensar de otra manera. La investigación científica viene creciendo sobre todo asociada a cuestiones médicas: biotecnología, genética, farmacología, nanotecnología, aplicación de diferentes energías al diagnóstico y la terapéutica, etc. El auge alcanzado por la investigación científica en los círculos médicos, alimentada por las grandes inversiones que la sostiene e impulsa, nos pone en la actualidad frente a problemas que si bien no son nuevos, son más graves por el nivel y la dimensión del daño que pueden producir sobre aquéllos que participan del proceso como objetos de investigación. Hasta el siglo XIX la investigación sobre humanos afectaba a poca gente; para experimentar se usaba a seres que se consideraban subhumanos como los “condenados”, (6) y la inquietud por el respeto que se debía a esas personas preocupaba sólo a algunos pocos pensadores. Pero aunque hoy la humanidad tiene en su haber varias declaraciones y pactos, en que reconoce los derechos de todas las personas a ser respetadas como tales y en que esta afirmación está sustentada sobre la dignidad del ser humano, se sigue reclutando por cientos a sanos y enfermos para investigaciones de todo tipo. Se da sin embargo un agravante: que el cuidado con que eran tratadas en otros tiempos, ha cedido a la despreocupación, desde el supuesto que no hay ningún impedimento ético en investigar sobre humanos. Pero ¿tenemos derecho a investigar sobre humanos? ¿es ético hacerlo?

La mera pregunta genera escozor considerada desde el punto de vista del futuro de la investigación científica, ¿será posible, en efecto, el desarrollo y crecimiento de las ciencias médicas sin esta práctica? Pensemos que la experimentación con humanos es la fase decisiva en cualquier investigación científica actual. La conversión de la práctica médica en una ciencia es considerada por nuestra cultura como un progreso, y la asociamos a las grandes posibilidades que se han abierto para la medicina, no sólo en el campo diagnóstico sino también en el terapéutico, uno de cuyos mayores logros ha sido cronicizar muchas enfermedades antes fatales. La medicina o más bien los investigadores, prefieren ignorar muchas veces el costo de esos “avances”, el costo sobre todo en vidas humanas pero también podríamos decir en la vigencia de la moral y la justicia. Más allá de muchos planteamientos críticos que se hacen, no podemos negar que la valoración de la ciencia, su asociación al progreso y la aceptación positiva de la transformación de la medicina en ciencia, forma parte de los supuestos culturales en que nos movemos. Pero la reflexión ética nos obliga a preguntarnos si todo esto es bueno y si es debido usar seres humanos para experimentaciones científicas. De hecho un primer tribunal internacional entre 1945 y 1949, en Nurenberg, condenó como crímenes de lesa humanidad a las experiencias con humanos hechas por científicos en campos de concentración alemanes, durante la segunda guerra

Kant, creador de una de las éticas que más ha influido sobre nuestra cultura, diferencia al hombre del resto de los seres vivos por su facultad racional. Esta facultad es la que permite el ejercicio de la libertad en cuanto tiene una función crítica, es decir conflictiva por naturaleza, cuando no acepta como legítimo ningún orden dado ajeno a ella misma. Que el humano sea libre significa para Kant y toda la filosofía posterior hasta nuestros días, que no está definitivamente sometido a un orden heterónomo y tampoco debe estarlo, y eso lo exige su razón. En la filosofía kantiana sigue viva la premisa griega de que el deber ser es la resultante del ser, y “ser humano” tiene que ver con el ejercicio de la razón y la libertad. Lo propio de la racionalidad, entonces, es no estar sometida a un orden instintivo, destinal o religioso, sino ser libre; el humano sólo puede “obedecer” a su voluntad racional libre, es decir a la razón práctica que no es exclusivamente suya sino de todos los seres racionales, es trascendental. Como esta razón actúa dentro de los marcos impuestos por la libertad, el humano debe responder, ser responsable, frente a los imperativos de esa razón. Como apunté esta razón no es propia del individuo sino que es trascendental es decir que es propia por igual de todos los individuos, por lo cual las leyes morales son universales. El uso de la razón, fundamentalmente crítico, evita que el ser humano pueda sentirse en algún momento “completo”, “realizado”, “pleno”, que sea definitivamente quién es. La voluntad, dice Kant multiplica nuestras necesidades y deseos, pero en tanto los siga no podrá alcanzar la bondad, sólo si es racional será buena. Esta buena voluntad no es como lo entendemos hoy una mera intención de hacer bien, sino la obligación imperativa que está por encima de la inclinación, el gusto y el placer, de obedecer la ley racional que ella misma se impone: el deber. Aquello que hará más pleno al ser humano, entonces, es cumplir con el deber, con un deber impuesto por su propia racionalidad libre.

Kant apoya su ética sobre uno de los conceptos más olvidados por la ética actual, el de deber, asociado a un mandato de la voluntad que mueve a la acción. El imperativo no existe en nuestro lenguaje actual que ha olvidado el carácter de lo obligatorio. Estar obligado es estar condicionado y hoy se asocia la plena realización del hombre con la ausencia de condiciones. La obligación, el deber, el imperativo de la voluntad, han dejado de tener vigencia. La voluntad no puede estar condicionada por nada, todo lo que se hace depende del querer y este se presenta como carente de condiciones, como absoluto. “Hago lo que quiero”, es la expresión de una voluntad “caprichosa” no sujeta a nada: ni a la razón, ni a la comunidad, ni a los imperativos culturales, ni a Dios, ni a una esencia, ni a la naturaleza y ni siquiera a sí misma. Se aspira como libre a esta voluntad no sujeta, volátil y voluble. La resultante de esta actitud ingenua es precisamente todo lo contrario de lo que pregona: una sujeción a los mandatos de los poderosos, inteligentemente presentados, “vendidos”, propuestos, como deseos propios y exclusivos de cada uno. Si observamos cómo funciona este mecanismo en nuestra sociedad vemos que se utiliza un discurso que sujeta la voluntad de los supuestos hiperlibres, atrayéndola, tentándola a acciones “placenteras”, al culto exacerbado de sí misma, a sostener conceptos e ideas sustentados por la rebeldía frente a prohibiciones anacrónicas puesto que hoy nada está prohibido. Ninguna conducta es obligatoria, no hay imperativos, mandamientos, obligaciones a nivel ético y mucho menos moral, toda acción puede ser atribuida a una “voluntad buena”, es decir con buena intención porque busca el bien propio. Desde aquí es imposible afirmar en ningún momento que hay alguna voluntad mala. La intención del acto que siempre es la autosatisfacción, o el ejercicio de una libertad meramente negadora de lo que hay, basta para justificar las conductas Está claro que esta justificación es frente a sí mismo y nunca frente a los demás porque esto significaría una sujeción a otro, un condicionamiento. El resultado de esto es que cuando se plantea la resolución de un conflicto en que dos voluntades buenas se contraponen es necesario resolverlo por el total sometimiento a una voluntad ajena representada por la ley. (7) La obligación sólo es admitida frente a la ley codificada: lo debido sería obedecer a la ley jurídica. Pero ésta resulta siempre ajena a la voluntad buena, de modo que esta ley termina ocupando el lugar de lo dado frente a lo cual la libertad se rebela y el mayor acto de libertad llega a ser transgredir la ley. El planteo clásico de que para que una ley sea respetada (8) y por consiguiente obedecida como tal por el ser humano libre, debe provenir de esa libertad como acción acorde a la voluntad libre común, se ha transformado en obedecer la ley “si tengo ganas” o “si me favorece”. El respeto a la ley y con ello el respeto al otro se interpreta desde el interés individual y no desde el interés común.

Sólo habrá un modo de que la ley sea obedecida más allá del beneficio individual: el uso de la fuerza coercitiva de parte del poder que la establezca, la ley que debía ser la resultante de la voluntad libre y garantía de la libertad, termina siendo el resultado de un capricho interesado y fuerte violadora de la libertad. La ley más obedecida es la que se impone con “el garrote” más grande: la multa más grande, la pena más grande. No es de extrañar que hoy el autor más estudiado por los jóvenes filósofos sea Hobbes y su propuesta del Leviatán como única respuesta posible al caos generado por el neo “estado de naturaleza”. La respuesta hobbesiana es política, no ética, y el marco justificador es evitar la muerte propia es decir evitar la pena más grande. Lo único que respeta el Leviatán es la vida no la libertad. De modo que lo que realmente importa es permanecer vivos, no importa cómo.

Este panorama empobrecido acerca de lo que debe ser la vida humana, reducida simplemente a un proceso de sobrevivencia, nos obliga a volver a pensar la cuestión del deber, de la obligación, sobre todo asociada con el derecho. Si somos individuos que tenemos derecho a todo y ninguna obligación, el derecho como exigencia a una comunidad y de una comunidad, desaparece. Por ello repensar la cuestión del deber ético y su relación con la obligación jurídica es fundamental en este momento de la historia en que vemos que se alza frente a nosotros un Leviatán que ni siquiera reconoce el derecho a la integridad y menos aún a la supervivencia. La pregunta kantiana tan ajena a nuestra realidad: “¿qué ley será aquella que… debe determinar la voluntad de forma que ésta pueda llamarse buena absolutamente y sin limitaciones?”(9) es por el fundamento ético de la ley jurídica y pone como criterio la legitimidad general de las acciones, establecida por la razón. El imperativo categórico kantiano es la ley que la buena voluntad (la razón práctica trascendental no individual), se da a sí misma con carácter de deber absoluto. El imperativo categórico es previo a toda acción, es decir no tiene en cuenta las circunstancias condicionantes, por ello es absoluto y toma en cuenta la voluntad individual pero sometiéndola a la voluntad de la comunidad, eso es lo que lo hace universal.
Experimentar sobre humanos

La experimentación con humanos es una práctica cotidiana de la ciencia para la cual la práctica experimental es parte constitutiva esencial de su método. No se puede hacer ciencia sin experimentación. Éste es el procedimiento científico que valida o invalida una hipótesis explicatoria de un fenómeno. Recorramos rápidamente los momentos de este proceso: en primer lugar estamos hablando de fenómenos, es decir de sucesos del mundo natural o humano que han llamado nuestra atención por alguna razón. Ese llamado de atención recorta el suceso, el “hecho” y lo transforma en fenómeno, en “dato”, algo separado del contexto con un valor determinado para el que lo examina. Este fenómeno que en sí ya es un recorte, es observado, analizado, interrogado, investigado, desde una hipótesis explicativa. La razón humana guiada por los intereses que la llevaron a ponderar el fenómeno, establece una hipótesis desde la cual comenzará a interrogarlo convirtiéndolo en objeto de la investigación. Esa hipótesis además depende de una teoría científica que es “un conjunto de conjeturas, simples o complejas, acerca del modo en que se comporta algún sector de la realidad”. (10) De modo que el objeto es el fenómeno analizado, medido, comparado, con los anteojos de una teoría científica a través de una hipótesis. El objetivo será la comprobación (11) de la hipótesis es decir de la idea explicativa del fenómeno que paralelamente corroborará una teoría explicativa del mundo establecida por la razón humana en algún tiempo y lugar. La ciencia médica actual ha abandonado el lenguaje ingenuo de referencia a la verdad y desde un lenguaje epistemológicamente más correcto se exige diagnosticar la enfermedad y curarla desde la evidencia. (12) Esto refuerza su carácter científico y su necesidad de recurrir al método propio de la ciencia que la llevará a experimentar con objetos de estudio para conseguir un mayor grado de certeza cada vez. La medicina comparte la característica de la ciencia moderna que obliga a obtener certeza mediante métodos de validación de las hipótesis, como es la prueba experimental. Todo este proceso científico tiene como fin el conocimiento del fenómeno, su transformación, su reemplazo, su utilización para otra investigación. (13) Pero sabemos que a partir de la estrecha asociación que se establece, en la concepción del progreso, entre la ciencia y el desarrollo económico-financiero, ésta puede ser usada para otros fines que no sean sólo mejorar la vida de la gente o en el caso de la medicina curar una enfermedad, sino también obtener fama y poder o ganar dinero, sea éste un sueldo como investigador, grandes sumas como empresario o haberes para las arcas del estado

Podríamos decir que todo el proceso científico viene adquiriendo, cada vez con mayor intensidad, un carácter instrumental; todos los elementos constitutivos de ese proceso son instrumentos, medios, para conseguir un fin ajeno a él. No es posible pensar la ciencia hoy como un conocimiento que busca solamente conocer. Podemos asociar este momento histórico de la ciencia con lo que sucedió con las matemáticas en los orígenes de la ciencia moderna “rebajada al rango de instrumento puro, … perdía gradualmente el valor absoluto que le atribuyeron los griegos y terminaba buscando su propia justificación sólo en la amplitud de las aplicaciones logradas”. (14) Este proceso ha convertido a la ciencia en instrumento para una técnica cuya característica es poner en acto toda su potencia, realizar todo lo que le sea posible. Sin embargo vemos claramente que esto no se logra con independencia de intereses político-económicos. La ciencia pierde su carácter de mero conocimiento cuando troca su finalidad: meramente conocer, por la de cambiar lo imperfecto por perfecto. La tecnología hace exactamente lo mismo, Desde su nacimiento y durante todo su momento de auge histórico, la ciencia planteó como su finalidad la misma que la de la técnica: la transformación de todo lo que toca. Esto afectó también al ser humano al punto de modificar la imagen que éste tenía sobre si mismo. No es una imaginación que pretende cambiar al hombre la que genera el movimiento tecnocientífico, sino al revés es éste el que va modificando la idea de hombre.

¿Qué pasa cuando un humano es introducido en el proceso instrumental a que se ve reducida la ciencia? ¿no se torna él también en un instrumento? ¿no pasa a ser un objeto de experimentación útil para verificar una hipótesis? ¿no pierde acaso su carácter de sujeto y se convierte de inmediato en objeto? ¿No pierde lo propio de su condición humana que es constituir mundos desde un cuerpo espacio-temporal? Cuando es utilizado para una investigación, sea para comprobación, comparación, observación, medida, el humano se convierte en objeto de experimentación, en instrumento, medio, para conseguir un fin, cualquiera de los fines enunciados: el conocimiento, la tecnología, o la ganancia monetaria. Adquiere condición de objeto de experimentación y pierde su carácter de sujeto. Es esto precisamente lo que nos llama a una reflexión ética, ya que si consideramos a los seres humanos libres e iguales no podemos someterlos a ningún tipo de violencia y manipulación por parte de otros seres humanos, como sería el caso de una experimentación. La medicina de hoy es una medicina experimental, al punto que podríamos preguntarnos si muchas de las nuevas prácticas de uso habitual, favorecidas por la tecnología y la biotecnología, no mantienen aún ese carácter. ¿Cuántos enfermos murieron experimentando antes de que se establecieran las actuales técnicas de trasplante? ¿A qué nivel incluso éstas pueden “garantizar” el éxito? ¿Cuántas mujeres se enferman y mueren todavía hoy intentando tener un hijo con los métodos de fecundación artificial? Sabemos por ejemplo que cuando en Inglaterra Steptoe y Edwards realizaron su primer implante de un embrión obtenido en probeta, no informaron al matrimonio Brown de que esa práctica podría tener consecuencias indeseadas porque no las conocían. Es más, sabemos que los protocolos de investigación sobre el tema habían sido rechazados por los organismos de investigación de la corona británica por poco seguros. Pero también sabemos que como logró éxito olvidamos los cuestionamientos éticos y lo aceptamos como procedimiento válido. ¿Qué hubiera pasado si en Auschwitz se hubiera hecho algún descubrimiento revolucionario? ¿Qué es lo que autoriza al uso de humanos en la experimentación científica? ¿Cuál es su justificación ética? ¿El éxito de un procedimiento, medicamento, puede borrar el avasallamiento de derechos? ¿Tenemos derecho, es ético, usar los procedimientos, conocimientos, productos, obtenidos mediante engaños, manipulaciones, abusos de las personas? (15)

Cuando, aceptando el reto kantiano de convertir en ley universal la práctica individual que consideramos buena, se establece la ley universal: “se debe experimentar sobre humanos”, lo que se está aceptando e imponiendo como ley es tomar a los humanos como objetos de experimentación científica. Desde la ética formal propuesta por Kant bastaría esta formulación para que, dándonos cuenta de la contradicción en que cae la norma formulada ­ --estamos diciendo que debemos considerar a los sujetos, objetos -- negáramos no sólo la obligación de esta práctica sino su mera posibilidad como acto racional, justo, bueno. Desde una justificación ética estrictamente especulativa o racional no puede ser aceptable de ninguna manera experimentar sobre humanos, usar a los humanos como “objetos de experimentación”. (16) Esto nos pone frente a un dilema, ya que si queremos mantener y valorar positivamente los aportes de la ciencia deberemos hallas el modo de mantener el carácter de sujeto del hombre sometido a un proceso de experimentación científica. Sólo esto podría legitimar, hacer aceptable desde el punto de vista ético, el uso de humanos para experimentar. Más allá de que discutamos a nivel metafísico la trascendentalidad del imperativo kantiano, es lícito utilizarlo como criterio de convergencia moral, estamos para ello autorizados por el propio Kant que considera que el imperativo categórico “puede llamarse imperativo de la moral”. Desde aquí podemos formular la pregunta de si querríamos elevar, todos los seres humanos, a ley universal la máxima de acción que acepta la experimentación científica sobre humanos y que reza: “se debe experimentar sobre humanos”.

Al considerar este dilema al que nos enfrenta la ética, debemos evitar una actitud ingenua y acrecentar el sentido crítico. Un signo de ingenuidad es discutir las cuestiones como si tuvieran valor por sí mismas, como si no estuvieran enmarcadas por relaciones múltiples y no necesitaran del contexto para ser comprendidas y juzgadas. Cuando tomamos pura y exclusivamente los argumentos desde su mera exigencia racional sea ésta formal o guiada por el supremo valor del bien, cuando se ignora que el humano es un ser corporal que se mueve en espacios y tiempos determinados, se adopta una posición ingenua. Críticamente hemos visto que racionalmente esa práctica no se sostiene, que no podríamos sustentarla en la razón a la hora de proponerla, por ejemplo, a otras culturas. Cuando, intentando concretizar la propuesta puramente racional, se pregunta por los fines que mueven a este tipo de práctica, será necesario tener en claro a qué intereses responden y quién las instala. El mismo Kant, creador de la ética formal, es decir aquella que ignora en su formulación las diferencias provenientes del espacio y el tiempo, admite que la razón humana común no se ve impulsada por ninguna necesidad de la especulación, que la lógica no es medida de la conducta habitual, de modo que vamos a formular otro tipo de razones que puedan hacer aceptable cometer este acto que se nos aparece como injusto en sí mismo y que tienen que ver con valoraciones morales. Uno de estos valores universalmente aceptado es el del conocimiento que en la cultura occidental se identifica con el conocimiento científico. Este tipo de conocimiento que nace históricamente paralelo a la ética kantiana, es valorado porque es “desinteresado”, es decir no responde a ningún interés particular sino al interés de la humanidad, de “todos los hombres”. Esta condición es clave tanto para las éticas formales como para las utilitarias, para conceder a este conocimiento carácter de bueno. El interés de la ciencia es la propia ciencia, el saber por el saber, cualquier otra finalidad, sea ésta el bien o el mal del género humano por ejemplo, “afectan la libertad de investigación y de expresión”.(17) Desde este planteo, buscar el conocimiento científico es suficiente para servir a la humanidad, y es sólo ponerlo al servicio de otros intereses lo que lo corrompe. “La actividad científica es una escuela de moral por exigir la adquisición de los siguientes hábitos: honestidad intelectual o culto de la verdad, independencia de juicio, coraje intelectual, amor por la libertad intelectual y sentido de la justicia … ninguna de esas cinco virtudes puede ejercitarse cabalmente cuando la investigación se hace en beneficio de las fuerzas destructivas, privilegiadas y sojuzgadoras”. (18) Este argumento es el que esgrimen los científicos que desarrollan la denominada ciencia pura. Todo es posible en esta ciencia ya que no beneficia a nadie en particular sino a todos en general, porque sólo se hace por el crecimiento en el conocimiento de la naturaleza y del hombre. No habría interés que moviese a esta ciencia más que la ciencia misma. Esta concepción tiene plena vigencia aún hoy en nuestra cultura, sosteniendo expresiones como las que afirman que la ciencia en sí misma es buena pero que hay que tener cuidado con los que la aplican es decir con los técnicos. Esta ciencia “desinteresada” se encarama sobre el mismo argumento que esgrimieron los jerarcas nazis y que siguen esgrimiendo muchos científicos hoy: si bien hay un interés, éste no es de ningún individuo ni agrupación humana sino de la ciencia. El interés de la ciencia estaría por sobre cualquier sospecha, sus beneficios serían para la humanidad que estaría siempre por encima del de los hombres y mujeres. La ciencia, la humanidad, son entidades abstractas que han sido fácilmente utilizadas por las ideologías y los intereses monetarios para ampararse tras ellas. Pero no se trata sólo de ideología, la investigación científica viene acompañando hoy al desarrollo tecnológico, y según Heidegger (19), eso no es casual sino que hace a la misma esencia de la ciencia, así como le es inherente su carácter empresarial. Pero aunque, aceptando la defensa de Bunge, admitiéramos que su carácter técnico-empresarial no le es esencial, no podemos negar que esas características tienen total vigencia y que son funcionales a una estrategia que usa tanto a la ciencia como a la técnica como medio para lograr más poder. Sea cual fuere la explicación, el resultado es el mismo: la ciencia está al servicio de la tecnología que es manejada por el poder económico, político, académico. Esto nos pone frente a un dato ineludible, que la científica es una búsqueda interesada, en el mejor de los casos en mejorar la vida de las personas, en el peor en las ganancias monetarias que esto siempre produjo y producirá. En este último caso tendría menos justificativo que en el primero ya que estaría en manos de los que Kant califica de sagaces, es decir los que son hábiles en la elección de los medios para obtener un bienestar propio, y no en las manos de los honestos.

Pero sea cual fuere el fin, en ambos casos se está utilizando a las personas como medios, no se los está considerando como libres y mucho menos como iguales. Sin embargo la persona tiene valor absoluto en sí misma, es depositaria de una dignidad, es decir de un respeto por sí misma que exige que los demás también reconozcan. Los seres humanos, las personas, son fines, no pueden ser usados como medios, de modo que si pensamos a los humanos como sujetos de derecho, como seres con dignidad es decir dignos de respeto, merecedores de reconocimiento por el simple hecho de ser humanos: libres y autónomos, no podríamos experimentar sobre ellos. Respecto de esto Kant formula lo que él denomina imperativo práctico que obliga a “obrar de tal modo de valerse en cada caso de la humanidad, tanto en la persona de cada uno como en la de otro como fin, nunca como medio”. (20) Este es según Kant el único principio limitador de la libertad de cada hombre. Según esto podríamos discutir los alcances de la investigación sobre la naturaleza pero no sobre el ser humano.

¿Qué responder entonces a la pregunta de si es lícito realizar investigaciones científicas sobre humanos? Está claro que en cuanto se tome a los humanos como objeto, se los use y se los tire, se aproveche de su estado vulnerable, se busquen otros fines que no sea su propio beneficio aunque estos se llamen “beneficio para la humanidad”, “desarrollo científico”, “avance tecnológico”, “progreso biotecnológico”, etc, no puede aceptarse la experimentación con humanos.

Pero si nos quedáramos aquí no podría haber más investigación científica médica. Sin embargo, basta con cambiar una preposición o mejor aún la acepción con que es leída esta preposición para que esta práctica sea posible. No se trata de investigar sobre humanos sino CON humanos. Cuando se habla de investigación con humanos en el sentido habitual se utiliza “con” bajo la acepción de “medio o instrumento que sirve para algo”. Para que la investigación sea posible debemos entender “con” según la acepción de “en compañía, juntamente”. Basta con este simple ejercicio para que el sujeto recupere su papel protagónico y sea parte de la investigación y no objeto de ella, se ponga en ejercicio el respeto por la dignidad de la persona. El valor del conocimiento no puede superponerse y menos aún contraponerse al del ser humano en cuanto tal, que es a lo que denominamos dignidad. En determinadas circunstancias parecería haber una contraposición que dificultaría compatibilizar el conocimiento tomado como valor y los otros valores a los que referimos nuestras elecciones éticas: bienestar, libertad, justicia. Sin embargo, y vuelvo a remitirme a Bunge, históricamente la ética del conocimiento, también del conocimiento científico, es una ética austera, ascética. Por ello se encuentran en la historia de la ciencia muchos ejemplos de científicos que han asumido sobre sí los riesgos a que expone necesariamente el método experimental, experimentando sobre ellos mismos. La ciencia puede solicitar a cualquier persona que se someta a esos riesgos desde una vocación de servicio al saber y de entrega a la humanidad, pero la condición es que lo haga desde sí mismo; este servicio y entrega no puede ser exigido por una comunidad bajo el sofisma de que el desarrollo de la ciencia está por sobre todo otro valor. No lo puede exigir a ninguna persona que pertenezca a ella ni tampoco a ninguna que no pertenezca (excluídos). El saber no es un imperativo moral, y menos aún un tipo de saber bajo condiciones limitantes como es el de la ciencia, a pesar de que en el “espíritu del tiempo”, en lo que Castoriadis denomina “el imaginario” sobrevuela la idea de que la investigación científica es un bien en sí misma. El único modo de que sea legítima la intervención de un sujeto en una investigación científica es que se repita en su caso lo que sucedía con los científicos que experimentaban sobre sí mismos: asumir por propia voluntad la condición de objeto de experimentación. En este caso no pierde su condición de sujeto, sino que por el contrario la ejerce cuando elige someterse a ciertas condiciones instrumentales. También aquí habrá que dejar de lado una actitud ingenua y caer en la cuenta que no toda elección puede considerarse libre. En este sentido habrá que diferenciar en primer lugar si el participante es sano o enfermo. Esta primera distinción es fundamental por el nivel de voluntariedad que implica: un voluntario sano puede asumir personalmente cualquier riesgo por el beneficio de la ciencia y la humanidad, pero no podemos pedir ni siquiera sugerir esto a un enfermo.


El enfermo necesita curarse y tiene derecho a la salud, frente a ello no hay razón para negarle o condicionar el medio para hacerlo. Por ello las experiencias con placebo en que se compara un medicamento contra ninguno en una población enferma solo debe ser aceptado en condiciones de extrema excepción: cuando, no existiendo otra medicación en uso, el resultado tiene altas probabilidades de ser benéfico para la persona enferma No proporcionar un medicamento o una terapia, sea de tipo paliativo o curativo a un enfermo pudiendo hacerlo, no tiene ninguna justificación ética posible, es un claro atentado contra el principio de defender la vida, una negación del valor supremo de la vida y el derecho a que sea respetada.

Debemos reconocer el valor del consentimiento informado pero al mismo tiempo se pondrá a éste en el lugar que le corresponde, que no es de ninguna manera el de condición única y excluyente. Otras condiciones deberán ser tenidas en cuenta además de que el enfermo o sano firme un consentimiento escrito, con el mismo nivel de obligatoriedad moral. Si la clave para aceptar que se realice una investigación clínica o farmacológica es el consentimiento informado del paciente o incluso del sano al que le es ofrecida la participación, ello no sólo implica suponer que todas las personas tienen total dominio de sí mismas, que su contexto vital no influye en sus decisiones y que carecen de condiciones limitantes e inhabilitantes, sino que quita responsabilidad a los auténticos responsables: en primer lugar el investigador, pero también el que patrocina al que investiga y la sociedad que permite esa investigación. Sin o se toma en cuenta esta escala de responsabilidades, en casos de violación de derechos se termina responsabilizando a la víctima.

Considerar al enfermo o sano que participa en un protocolo de investigación como sujeto es considerarlo protagonista de la práctica, lo cual le permitirá exigir que los beneficios de la misma se le apliquen en el momento que resulte exitosa. (21) Esto permitirá establecer quién es el auténtico beneficiario de la investigación, que no debe ser ni el médico que la lleva a cabo ni los intereses financieros que la sostienen económicamente. Se proclama que los beneficiarios de las investigaciones científicas son los enfermos, de modo que en principio, si los enfermos consienten a ella, se estarían aunando en esta práctica los intereses del enfermo por curarse o mejorarse y el del médico que quiere los mejores medios para cuidar a su paciente. Deberíamos preguntarnos qué papel juegan aquí las grandes corporaciones que son las que ponen el dinero y la respuesta no es demasiado complicada, excepto que pongamos otro interés por encima de los intereses del médico y el enfermo. El interés monetario que es el que persiguen las empresas, debe subsumirse al anteriormente enunciado o en una sociedad construida sobre la ética debería sumarse a él. Si en una sociedad, sea ésta grande o pequeña, cada cual cuida sus propios intereses y las relaciones se establecen mediante contratos entre individuos que buscan su propio beneficio, la resultante es un campo de batalla en que todos están contra todos buscando obtener beneficios particulares. El derecho mismo pasa a ser una discusión sobre intereses individuales y en ese momento todos pierden, en tanto y cuanto pierden el beneficio común.

Por ello el planteo más benéfico para todos no es el de una ética apoyada sobre el supuesto del contrato sino sobre el de la solidaridad, que pone el bien común, el bien de todos por encima del individual en cualquier conflicto. El problema de tomar como criterio el interés particular es dónde ponemos el límite. Si el bien que busca una investigación científica es el bien para todos no puede perjudicar a los particulares, porque cada uno de ellos forma parte del todo. El individuo decide, pero la decisión ética es aquella en que predomina el bien común sobre el individual, esto sostiene tanto a las éticas formales como la kantiana como a las finalistas del tipo aristotélico y utilitaristas según el modelo milliano.

El protagonismo del enfermo lo llevará a ser parte activa de la investigación, por lo cual exigirá no sólo los beneficios si es exitosa sino toda la información sobre ella. Podrá por ejemplo preocuparse por si responde a necesidades de toda la comunidad, podrá buscar que ésta salga beneficiada, podrá negarse a experimentaciones cuyo único fin sea renovar patentes para poder seguir ganando dinero, podrá exigir a los que auspician las investigaciones que publiquen los hallazgos para el bien de todos, podrá conocer los pasos de la investigación, sus fracasos, la intangibilidad de muchos de sus éxitos, podrá pedir participación de las ganancias como parte actora. En una palabra podrá defender sus derechos cuando un protocolo de investigación los vulnere.

El hecho de incorporar a una persona a un protocolo de investigación con su consentimiento auténticamente informado y libre e incluso como parte activa en ella, es una cuestión muy grave como para que quede solamente entre dos individuos, es muy grave como para que pueda resolverse como un simple contrato, hay una responsabilidad social insoslayable en este tipo de acciones en que está en juego la vida y la salud de las personas. La comunidad debe intervenir por medio del estado, éste no puede permanecer ajeno a este tipo de intercambios. La comunidad no sólo debe ser “policía” sino también protagonista. Por eso las investigaciones biomédicas CON seres humanos deben estar fuertemente reguladas. No podemos olvidar que los bienes o los males afectan no sólo a las personas individuales sino a toda la sociedad, que en la persona de sus miembros se beneficia con los unos y se perjudica con los otros. La investigación debe estar al servicio de la salud como un bien público, común.
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