La De-construcción de la Masculinidad
por las Manifestaciones de la Diversidad Sexual en el Occidente Contemporáneo
Carlos Fonseca[1]
La masculinidad tiene su base más profunda en la creencia de que los hombres son poseedores privilegiados de un secreto que les concede la supremacía sobre las mujeres. Por lo que éstas son apartadas del contrato arbitrario que acuerda la fracción masculina. Bourdieu (2000) advierte que ser hombre es encontrarse en una posición de poder. Para Kimmel (1997) la definición hegemónica de virilidad es un hombre en el poder, un hombre con poder, y un hombre de poder. Se asocia la masculinidad con ser fuerte, exitoso, capaz, confiable, y ostentando control. Tal definición desarrollada por la cultura perpetúa el poder de los hombres sobre las mujeres y particularmente sobre las minorías sexuales y raciales.
El dominio masculino legitima el uso de la fuerza, la autoridad para controlar la naturaleza y ser el representante del mundo. La visión androcéntrica le atribuye la capacidad de ejecutar el mando hegemónico con la justificación de que la naturaleza ha concedido una diferencia anatómica que determina una distinción cultural. El determinismo biológico es la justificación para creer que el hombre es más fuerte, más inteligente y más capaz. La mera existencia de un órgano viril externo establece la excusa para la división sexual del trabajo, la exclusión de las mujeres de la ciudadanía y el ámbito público. El hombre no sólo debe ser masculino, más aún debe parecerlo. La raíz etimológica de varón es del latín vir: macho, hombre, pero también virtuoso. Sin embargo, los hombres se encuentran en la disyuntiva continua de ser demasiado hombres o no serlo suficientemente. Si abusan de la demasía pueden cometer actos vandálicos, misóginos, homófobos y agresivos, aún en contra de sí mismos como poner en riesgo su vida con el objetivo de mostrar su frágil virilidad. Y si los hombres no manifiestan suficiente fuerza temen no ser considerados bastante hombres. Se sabe de dos niños que vivieron en un mundo salvaje durante los primeros años de sus vidas en el siglo xix, fueron criados por animales y posteriormente encontrados por Malson (1964: 81-82) que escribió sobre ellos. Estos niños mostraban dificultades para distinguir lo masculino de lo femenino. Uno de ellos preguntaba “¿por qué no puedo vestirme con falda si es más vistoso y me gusta más?”. El otro no diferenciaba entre los atributos femeninos de las características masculinas. La educación no contribuyó a adquirir los patrones tan marcados de género que caracterizan a la mayor parte de la sociedad humana. Algunas sociedades como la tahitiana no mantiene una diferenciación de género tan estricta como en la cultura occidental en la cual desde antes del nacimiento la estructura de género está determinada. ¿Por qué desde antes del nacimiento la cultura establece las bases del género? Aunque el cromosoma Y prescribe el sexo genético antes del nacimiento, los avances tecnológicos para saber el sexo del niño a través de ultrasonidos, a la vez que describen el sexo del embrión, decretan el género del infante por lo que tiene entre las piernas, por la ausencia o presencia del miembro viril. Badinter (1993) asegura que los hombres engendran a los machos, tanto en el ámbito biológico como a nivel psicosocial. El espermatozoide que fecunda al óvulo posee el cromosoma que determina el sexo del embrión, si porta el cromosoma X da una hembra y si tiene el cromosoma Y el producto es un varón. La diferenciación del feto macho comienza hacia el día cuarenta después de la fecundación.
Genéticamente los hombres y las mujeres son iguales en un 99.7%. El macho XY tiene los mismos genes que el embrión femenino XX más algo. Hacia las primeras semanas las dos células fecundadas XX y XY son idénticas, el sistema embrionario se orienta hacia la producción de hembras. El sexo genético no los distingue por sí mismo, para ello es necesaria la actuación de la testosterona para determinar el sexo gonádico. La gónada masculina es el testículo, en tanto la gónada femenina es el ovario. Si el gen SRY inyecta la testosterona, la célula fecundada producirá un macho, sin embargo, si la información genética falla y el gen no suministra la cantidad de testosterona necesario, el huevo no producirá la gónada masculina o testículos, por lo cual se mantendrá con su sexo gonádico femenino aunque hereditariamente tenga un sexo genético masculino. Algunos de estos casos derivan a pseudo hermafroditismo y el síndrome Klinefelter que afecta a un hombre de cada 500[2]. Algunas mujeres poseen el sexo genético masculino, pero no tienen testículos ni órganos sexuales internos ni externos acordes a su sexo genético. Tienen el sexo gonádico femenino porque tienen la gónada femenina: el ovario; pero tienen el sexo genético masculino. En estos casos generalmente son estériles. En tanto, existen casos de hombres con testículos atrofiados y penes pequeños con problemas de esterilidad. Es, por tanto, que el sexo gonádico es determinante ya que determina el sexo corporal, los órganos internos, externos, los caracteres sexuales secundarios posteriores y el sexo legal. Si sexo gonádico ordena inyectar la cantidad suficiente de testosterona se desarrollará un macho[3]. Por lo que conseguir un macho es una lucha a cada instante, el menor quebranto testicular pone en peligro a la célula fecundada de ser feminizada. La célula masculina XY tiene que enfrentarse activamente a la realización del sistema femenino por lo que el macho se construye contra la feminidad original del embrión.
La fragilidad es una constante en el embrión, el feto y el recién nacido masculino. La mortalidad infantil de los niños es superior a la de las niñas. En el útero mueren más niños que niñas y la seguridad social francesa paga 1714 francos más por un niño que por una niña en el primer año de vida. Pese a que nacen más niños que niñas –de 104.4 a 108.3 por cada 100 niñas–, a los 60 años quedan 92 hombres por cada 100 mujeres –aproximadamente, según país y época–. Los hombres viven una media de ocho años menos (en los países latinos con amplia tradición machista, 10 años menos) por trastornos relacionados a la imprudencia que afectan más a los hombres que a las mujeres. Asimismo, el número de transtornos psiquiátricos entre los hombres es mayor que en las mujeres. El travestismo, la transexualidad, las disfunciones sexuales, el alcoholismo, el tabaquismo y otros padecimientos inciden principalmente entre los hombres. Eisenberg revela que quizá la vulnerabilidad de los machos se deba a la esencial fragilidad física del cromosoma Y –ya que el macho sólo posee un aleolo X no conserva la capacidad de equilibrio presente en la combinación XX–, o tal vez a la exposición de la sustancia masculinizante de la testosterona de la que se encuentran exentas las células XX femeninas (Chevallier, 1988; Ruffié, 1986; Censo francés, 2000; Badinter: 52).
Analizando la figura masculina en la sociedad contemporánea, Badinter (: 160-161), reconoce que el ideal masculino tiene cuatro consignas básicas:
1. No ser afeminado. El verdadero hombre carece de toda feminidad, exigiéndosele que renuncie a una parte de sí mismo cuando se le reprime la capacidad de afecto y su lado humano. La ternura y la sensibilidad están del lado de lo femenino. El hombre ante todo deberá demostrar que no es un bebé, una mujer o un homosexual. En este sentido, la homosexualidad se ha confundido con afeminamiento, con un parecido grotesco hacia la figura de la mujer, enfatizando en las características más nefastas atribuidas a lo femenino.
2. Debe ser una persona importante, un pez gordo. La hombría se mide por el éxito, el poder y la admiración que causa en los demás. El mandato consiste en la superioridad con respecto a los demás. Ser importante justifica el reconocimiento que el hombre trata de buscar siempre con el trabajo y el éxito económico para llegar a ser “un gran hombre”. El trabajo masculino es la producción, mientras que para las mujeres es la reproducción. La apropiación del ámbito público supone un imperativo de éxito ante la mirada de los demás hombres.
3. Ser fuerte como el roble. El hombre tiene la obligación de ser totalmente potente, independiente, poderoso, autónomo e inconmovible con el fin de no mostrar ninguna señal de debilidad femenina. Frases como “los hombres no lloran”, “aguántate como los machos”, demuestran el deber de la resistencia y el aguante aún en contra de sus propias fuerzas, manteniendo una actitud totalmente firme que puede llegar hasta la intransigencia.
4. ¡Todos al diablo! Insistiendo en la consigna de ser el más fuerte de todos, utilizando la violencia si es necesario. El hombre es culturalmente violento ante la necesidad de demostrar su frágil identidad. La prueba continua de la masculinidad dudosa obliga a dar muestras públicas por lo que puede cometer imprudencias, abusar del poder, humillar al débil y someter a quien considera su amenaza. Este hombre, más parecido a la imagen del cowboy de Marlboro o de Rambo o Terminator es un duro entre los duros; preparado más para la muerte que para el matrimonio y el cuidado de sus hijos. Según Badinter, un “mutilado de afecto”. Tal mutilación tiene su origen en los primeros años de vida en los cuales el niño tiene que “cortar” con la parte femenina heredada de su madre para someterse al duro trabajo de ser hombre.
La influencia de los primeros años de la vida es determinante para cualquier ser humano, en el hombre la separación de la madre supone la propia individualidad y la diferenciación de género. “No se puede ser hombre sin renunciar a la madre, sin cortar los lazos de amor de la infancia” decía Roth (citado por Badinter: 80). La virilidad es, en principio, decir no a la propia madre, para poder decir no a las demás mujeres. Esta teoría acusa la presencia de la culpabilidad por la traición a la madre, a la cual ama y teme, la cual es sustituida por agresividad y odio, a ésta y a las demás mujeres.
Chodorow (1978) señala que en el inconsciente se acuña la separación de la madre, intensamente dolorosa. Esta madre, que es amada, necesariamente también es odiada. Según la autora, el miedo y aversión culturalmente universales hacia lo femenino es el resultado de la transferencia de este odio hacia la madre a todas aquellas que llegan a representarla, es decir, las mujeres en general y todo aquello asociado al lado de lo femenino, como los homosexuales. La historia, para el feminismo psicoanalítico, tiene el significado de volar de la madre y repudiarla para convertirse en hombre. De acuerdo con el planteamiento de la escuela feminista psicoanalítica encabezada por Chodorow, el desarrollo de su “masculinidad” exige que el niño suprima la feminidad que lleva dentro mediante el repudio de cualquier vinculación o identificación con la madre. Para hacerse un “hombre” debe aprender a simbolizar su otro primero y más significativo como un objeto absolutamente separado, alienado, con el que no se puede establecer ninguna conexión ni comunicación.
Dado que la “masculinidad” se define mediante la separación, la relación misma que las mujeres perciben como algo esencial para la realización de su identidad de género de forma muy característica será experimentada como una amenaza para la identidad de los hombres. Los varones intentan preservarse de este peligro evitando relaciones íntimas o transformándolas en “relaciones homosociales” en las que el yo establece la invulnerabilidad consiguiendo distancia y control de los otros. Tal es el caso del miedo inconsciente hacia el contacto con hombres homosexuales, a quienes considera peligrosos, cuya homosexualidad resulta contagiosa y un mínimo acercamiento le significaría poner en duda su virilidad.
Para Chodorow compartir la paternidad es la llave que permite superar la dominación masculina. La lucha del patriarcado es una lucha por una civilización sin dominación. Badinter arguye la importancia de reinventar al padre mediante el reconocimiento que los hombres engendran hombres. El hombre no nace hombre, se hace; y lo hacen los mismos hombres, a través de la educación y el sistema cultural. Puesto que, según Badinter, cuando los hombres se dieron cuenta de la gran desventaja de la naturaleza al no poder parir a sus propios hijos, crearon un paliativo cultural de gran envergadura: el sistema patriarcal. Es por eso la enorme necesidad de decir adiós al patriarca y reinventar al padre y la virilidad que conlleva.
La visión constructivista de la masculinidad se opone radicalmente a la perspectiva biologista y esencialista que sugieren que la diferencia entre hombres y mujeres se basa en la distinción física por la presencia del miembro viril, la fuerza y resistencia. Tal idea se confirma con la presencia de huesos más largos, músculos más duros, talla y peso mayores. Sin embargo, el mito de la fortaleza masculina se desploma al constatar los mayores índices de mortalidad de los fetos, niños y adultos masculinos. Estos datos demuestran la fragilidad masculina. De igual forma, los hombres no libran duras batallas físicas como la resistencia al parto y la menstruación que suponen una batalla contra la muerte a sangre fría[4].
En estos planteamientos se concibe al hombre como un ser mutilado de una parte original femenina, un sujeto negado a una parte de sí mismo –la ternura, el afecto–, con una serie de características menos. Pero, también se puede observar que entre hombres y mujeres las diferencias son mínimas, sólo que el hombre tiene algo más. Ya sea un cromosoma, un sexo gonádico, un miembro viril, una concepción de sí mismo diferente, un sistema androcéntrico que lo marca, un contrato entre hombres que lo determina, un secreto que origina el patriarcado, etc. Un hombre es alguien con algo de menos y más de algo. Dado a que la masculinidad es un acto continuo de demostración, de prueba constante. Al parecer es un asunto que preocupa más a los hombres que la feminidad a las mujeres.
Tradicionalmente, un hombre es la combinación de determinadas características humanas, menos aquellas que se le amputan por ir en dirección de lo que se le atribuye a las mujeres. Se le enseña a reprimir la afectividad, la ternura, la cercanía y el interés en el ámbito doméstico. En cambio, se le promueven cualidades o defectos como la competitividad, la ambición, la agresividad, la organización, el mando y la intervención pública. Al modelo de “hombre” habrá que añadirle los modos de opresor o dominante con respecto a los sujetos que no cumplen con la fórmula de varón: mujeres y disidentes sexuales. A la consigna de “ser hombre” se dan usos neutros al interior del grupo de hombres. Muestra de ellos es la homosociabilidad presente en los deportes como el fútbol, la euforia del triunfo, la cooperación en el trabajo, la alianza entre ellos cuando salen de juerga o van a una casa de citas, incluso se dan algunas muestras permisivas de afecto entre padres, hijos y familiares cercanos.
Según Alsina y Borràs (2000) la virilidad representa una prisión para los hombres, una prueba continua. La masculinidad es educada en preceptos que se concretan en frases como “los hombres de verdad hacen… o no hacen…”, el modelo educativo está basado en éxitos, triunfos simbólicos y en pruebas que han de ser superadas. Para Marques (1991), los hombres tienen sus propios héroes a quienes imitar, y traidores e impíos a quienes despreciar. Para ello, la masculinidad tiene que ser afirmada. La conducta del varón con respecto a la sexualidad responde no sólo a la búsqueda del placer, sino también a la conservación de la auto imagen y la imagen masculina que tienen los demás de él. Para un hombre, la identificación social entre heterosexualidad e identidad masculina se ponen en crisis cuando otro varón le propone un encuentro sexual. Para él, no comete simplemente un error, sino una injuria. Cuando existe una imposibilidad de autoafirmación, la impotencia conduce a la agresión y la violencia. La impotencia es la ausencia de poder. El hombre violento es un hombre que no tiene poder; que se afirma a sí mismo –y ante los demás– a través de la agresión.
Para Kimmel (1997) la característica continua de la virilidad es el miedo. Para la mayoría de los hombres ser considerado “poco” hombre es un terror que impulsa a afirmar la propia masculinidad y negar la hombría de los otros. Constituye una inútil forma de probar lo imposible: que se es totalmente hombre. La masculinidad constituye una defensa contra la potencial amenaza de humillación ante los ojos de los demás hombres, una coacción que podría llevar a un sujeto a avergonzarse de sí mismo. Brito (2002) asevera que, la sexualidad es uno de los ámbitos en los que un varón se prueba a sí mismo y a los demás como “hombre”. La mayoría de los machos todavía creen que las conquistas sexuales les dan reputación: a mayor número de relaciones sexuales, mayor cantidad de condecoraciones de hombría. De hecho, no importa la orientación sexual, lo mismo ocurre en heterosexuales como en homosexuales. Brito asegura que muchos varones creen que si no dominan sexualmente, no funcionan como hombres. La obsesión por gobernar en la cama hace de muchos hombres pésimos amantes. Castañeda (2002b) sostiene que la identidad masculina está estrechamente relacionada a la sexualidad. El verdadero hombre se define, ante todo, por su desempeño sexual. El hecho de mostrar mayor preocupación por el rendimiento sexual, que por establecer una buena comunicación con su pareja, conduce a los hombres una pobre habilidad erótica. Según Castañeda la duración promedio de la relación sexual en México y los países latinos es de tan sólo 9 minutos, la mitad de la media mundial, según la encuesta Gallup y datos de la OMS.
Sexualmente, los hombres están más ocupados en poseer, ostentar y dominar, que en satisfacer a su pareja; en demostrarse a sí mismos su potencia sexual. Para Clare (2002) la relación de los hombres con el sexo es a menudo más con ellos mismos que con sus parejas, quienes son únicamente siervos sexuales. Aunque generalmente no son plenamente conscientes, los hombres asocian el sexo con el poder más que con el amor. El valor que los varones atribuyen al pene es el signo esencial de su poderío. De hecho, para la mayoría los hombres no hay sexo sin penetración. La relación hombre-pene se demuestra en el acto sexual, que parece ser un contacto entre el hombre y su propio miembro. La unión sexual entre una mujer y un hombre es esencialmente triangular, cuyo tercer elemento es el órgano masculino. En el coito el hombre ve un pene frente a él, mientras las mujeres ven un hombre detrás de un pene.
De la misma manera, la prohibición de la feminidad hace que muchos varones rechacen que su pareja les acaricie las nalgas o los pezones por considerarlo un atentado a su virilidad, cerrando de golpe el diálogo sexual y la exploración erótica. No obstante, pese a la gran importancia que los hombres otorgan a la penetración, ésta se vuelve contra ellos. En primer lugar porque el coitocentrismo no deja espacio a la exploración de otras partes del cuerpo ni a las fantasías. Y posteriormente, porque la potencia sexual, al ser un objeto de enorme preocupación, se convierte en uno de los factores que contribuye a los principales trastornos sexuales masculinos, tales como la impotencia, la eyaculación precoz y la disfunción eréctil. Otras consecuencias nefastas del machismo a la estructura psicológica son la insatisfacción sexual, la falta de comunicación, la desdicha entre las parejas y, además, la práctica de actividades sexuales no protegidas que atentan contra la salud.
Bourdieu asegura que el órgano sexual es el principio y final de todas las diferencias. En consecuencia, el orden masculino prescinde de cualquier justificación de su supremacía, no requiere legitimarla. La categoría masculina se apropia de la ciudadanía en todas sus facetas: desde la capacidad de hablar hasta el uso del derecho. El instrumento político de los hombres ejecuta el uso de la palabra desde una concepción neutra del género, como si fuera el representante de la humanidad, en una muestra de expropiación del lenguaje y la comunicación humana. La división de los sexos se fundamenta en el mito de la diferencia anatómica y se instaura en el orden jurídico de la sociedad. A raíz de ello, inserta un sistema de oposiciones análogas de manera objetiva y subjetiva que separan el orden de las entidades y las actividades. Algunas de las dicotomías empleadas son alto/bajo, arriba/abajo, delante/detrás, derecha/izquierda, recto/torcido, seco/húmedo, claro/oscuro, fuera (público)/dentro (privado), salir/entrar. Éstos contrastes suministran una fuente inagotable de metáforas con múltiples afinidades y correspondencias. De esta manera, la división de los sexos tiene una equivalencia subjetiva en la división de las cosas y el trabajo (Bourdieu, 2000).
Adolescencia
UMBRAL
Edad adulta
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MASCULINO
alto
derecho
arriba
cuchillo
fusil
edad madura
cultura
vagina
| Matrimonio
UMBRAL
Vejez
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pene
naturaleza
infancia
agricultura
tierra
abajo
izquierda
bajo
FEMENINO
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