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RESPONSABILIDAD CIVIL POR DAÑOS CAUSADOS AL MEDIO AMBIENTE I. Introducción Como es sabido, la expresión medio ambiente fue acuñada en el año de 1800, por el danés Jens Baggesen e introducida en el discurso biológico por Jakob von Uexküll. El Derecho Ambiental puede ser definido como el sistema de normas y principios que rigen las relaciones de los seres humanos con los elementos que componen el ambiente natural. Se trata de un sistema, y no de un conjunto de normas y principios, dado que sus elementos poseen una lógica que los vincula entre sí, allende la simple existencia de una característica común. Dicho sistema está compuesto no sólo por normas (leyes y actos administrativos normativos), si no igualmente por principios que pueden no estar positivados. Autores como José Luís Serrano1 observan que no es correcto definir el derecho ambiental como un conjunto de leyes, ya que esto podría significar un reduccionismo que volvería la eficacia y la justicia de las normas ambientales problemas extra-jurídicos. Además, como hemos dicho, el derecho ambiental no se compone exclusivamente por leyes y normas, si no de igual forma por principios, estructuras y reglamentos administrativos. Como es sabido, no todas las normas son leyes. El bien ambiental es un bien jurídico ligado a la protección ambiental, y se introduce en el ordenamiento jurídico, conviviendo con el régimen de bienes de otras naturalezas jurídicas y bajo el amparo disciplinario de las reglas estructurales del sistema jurídico. Como esclarece Piva2, se trata de un bien colectivo, en un sentido amplio, que puede ser material o inmaterial. Es un bien difuso, protegido por el derecho, y sus titulares son personas indeterminadas y ligadas por circunstancias de facto. En este sentido, María Delia Pereiro de Grigaravicius señala que “no resulta nada sencillo establecer con cierto rigor el significado jurídico del medio ambiente, ya que es un bien indefinido, complejo e integrado por numerosos factores”3. Por otro lado, es necesario tener en mente que tradicionalmente se ha adoptado una concepción según la cual la calidad ambiental debe ser medida por una mayor o menor aptitud de sus bienes a satisfacer las necesidades humanas. Por lo tanto, si no hay peligro para la salud humana o para la vida, no hay razón que justifique la reparación ambiental. Es decir, en palabras de Ricardo Lorenzetti, “todo el edificio teórico de la cultura occidental ha sido construido sobre la base del individuo, utilizando los paradigmas de la libertad y de la igualdad”4. Además, conforme apunta con propiedad Annelise Steigleder, “los problemas ecológicos no son exclusivos del modo de producción capitalista y se verifican con intensidad en partes del mundo donde la concepción de la propiedad privada era rechazada”5. Esto porque, de igual forma, se encuentra vigente en estos países el paradigma antropocéntrico-utilitarista, volcado a la satisfacción de las necesidades humanas. Sin embargo, una concepción menos antropocéntrica y más geocéntrica se ha venido desarrollando, dando pie al surgimiento de la naturaleza como un sujeto de derecho. Los bienes ambientales ya no son tan sólo un postulado de hecho pasivo de la norma, sino un sistema que motiva sus propias regulaciones. Actualmente se sabe que los recursos ambientales son finitos, y por esta razón resulta inconcebible que estos bienes puedan ser utilizados por todos de forma indiscriminada y para cualquier propósito. Según Mario F. Valls, en Argentina, “Vélez Sarsfield incorporó al Código Civil las normas ambientales que consideró adecuadas y siempre tuvo presente la variable ambiental”6. El art. 2619 del Código Civil, hoy derogado, dio a los jueces la facultad de otorgar indemnizaciones por perjuicios causados a una propiedad por las emisiones generadas por inmuebles vecinos, disminuyendo su valor de renta o venta. Mientras tanto, al igual que en Brasil, la fuerza que los Códigos Civiles dieron al derecho de propiedad como un derecho absoluto, permitió a los propietarios degradar sus bienes, aún causando daños al ambiente natural. En muchas ocasiones, para impulsar actividades industriales, comerciales o rurales, o para favorecer determinados intereses, se llegó a sancionar normas jurídicas permisivas, que a la larga perjudicarían al medio ambiente. II. La noción de daño ambiental El origen de la noción de daño se encuentra en el derecho romano, y en su base se encuentra una obligación. Más tarde, se consideró el daño como siendo toda disminución patrimonial. El concepto de patrimonio era entonces el más extenso posible, incluyendo también a la persona, aunque en el lenguaje común el patrimonio sea frecuentemente asociado a un contenido exclusivamente económico. Las progresivas evoluciones sociales condujeron a la prevalencia de la noción jurídica de daño, por la cual un bien jurídico es cualquier bien protegido por la ley. Según Maria Helena Diniz7, el daño es la lesión que, debido a un cierto evento, sufre una persona contra su voluntad, sobre cualquier bien o interés jurídico, patrimonial o moral. Es la disminución, substracción o destrucción de un bien jurídico o la lesión a un derecho o interés tutelado por el derecho. Para Álvaro Mirra, el daño ambiental “consiste en la lesión al medio ambiente, abarcando elementos naturales, artificiales y culturales, como un bien de uso común del pueblo, jurídicamente protegido”8. El daño ambiental es igualmente la violación del derecho de todos a un medio ambiente ecológicamente equilibrado, que es derecho humano fundamental, de naturaleza difusa, en el derecho brasileño. Como lo observa Helita Barreto Custódio, la Convención de Lugano de 1993, del Consejo Europeo, resulta extremadamente importante para la determinación de la responsabilidad, ya que su primer proyecto formó parte del Documento General de “Contribución a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo”, realizada en Rio de Janeiro, Brasil, en el año de 19929. Por último, la responsabilidad civil por daño al medio ambiente puede ser definida como la obligación de reparar daños ambientales causados a terceros, resultando de comportamientos comisivos u omisivos, materiales o jurídicos, lícitos o ilícitos. Ésta no debe confundirse con la responsabilidad penal ni con la administrativa. III. La protección internacional del medio ambiente La mayoría de los autores, tal como Michel Prieur, prefiere evitar el debate con respecto a la fractura del concepto tradicional de soberanía estatal, y defiende en su lugar que el derecho ambiental condujo a una internacionalización de la lucha por el medio ambiente saludable, trayendo como consecuencia, “una nueva forma de solidaridad entre los pueblos”10. Conforme al tercer principio de la Declaración de Rio de 1992, “el derecho al desarrollo debe ejercerse en forma tal que responda equitativamente a las necesidades de desarrollo y ambientales de las generaciones presentes y futuras”11. En las últimas décadas, han surgido un centenar de textos, tanto a nivel internacional como en las legislaciones internas de cada país, con el objetivo de asegurar el respeto a todas las formas de vida y el reconocimiento de su valor intrínseco12. Pese a esto, Ana Flávia Barrios Platiau13 subraya que, si bien el derecho ambiental se ha desarrollado de manera extraordinaria en las últimas décadas, los mecanismos para asegurar la implementación y el cumplimiento de sus normas no han logrado los efectos deseados. Aunque el derecho internacional público haya ganado relevancia, aún no es posible afirmar la existencia de una sociedad civil global. Si la soberanía de los Estados puede ser contestada teóricamente frente a los intereses de la humanidad, esto aún no corresponde de facto a la realidad del derecho internacional. A pesar de la manifiesta articulación de actores no estatales, el Estado aun posee el monopolio de elaboración de las normas jurídicas. Por lo tanto, el papel de estos actores concierne más la creación de valores y de consenso que la de normas internacionales. Sin adentrarse en la difícil problemática de la soberanía estatal, Michel Prieur señala que, la unificación progresiva del derecho ambiental a nivel internacional se debe en parte a su vocación universalista y a la presión de la opinión pública. En cuanto a las bases jurídicas a nivel internacional, Prieur14 destaca que actualmente el derecho ambiental contempla numerosas convenciones y resoluciones obligatorias de los órganos internacionales, así como un cierto número de textos no obligatorios cuya importancia no puede ser ignorada. Entre dichos textos, las recomendaciones y directivas tienen un papel fundamental. Las declaraciones de principios se limitan a fijar las líneas generales a seguir por los Estados. En esta categoría se encuentran la Declaración de Estocolmo, adoptada en 1972 por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, y la Declaración de Rio de Janeiro de 1992. A la categoría de textos no obligatorios corresponden los programas de acción, entre los cuales por ejemplo el Agenda 21 de Rio de Janeiro, compuesta por 40 capítulos, y que está destinada tanto a los gobiernos, como a las organizaciones internacionales y diversos actores sociales. Finalmente, Prieur cita la jurisprudencia internacional, especialmente las decisiones de la Corte Internacional de Justicia, como aquella relativa a la consulta sobre el empleo de armas nucleares, del 8 de julio de 1996. En cuanto a las decisiones internacionales, resultan extremadamente interesantes los señalamientos realizados por Adriana B. Tripelli15, quien analiza la evolución de diversos casos sometidos a las Cortes Internacionales. Entre éstas al Tribunal Internacional del Derecho del Mar, al Órgano de Solución de Diferencias de la Organización Mundial del Comercio (OMC) y a la Corte Internacional de Justicia. Tripelli concluye que sólo hasta finales del siglo XX, en el caso relativo al Proyecto Gabcíkovo-Nagymaros de 1997 (Hungría versus Checoslovaquia), la Corte propuso una solución nueva para el derecho internacional: el estado de necesidad ecológica. Con esto, se afirmaba la existencia de un conjunto de normas internacionales ambientales que, en nombre del desarrollo sostenible, buscaban conciliar el desarrollo económico con la salvaguarda del medio ambiente. Sin embargo, la Corte prefirió abstenerse en la decisión sobre el alcance y el contenido del principio de precaución, por no haber llegado a concluir, probablemente, sobre la existencia de una posición jurídica univoca de los Estados frente al tema. Finalmente, si la Declaración de Estocolmo de 1972 – a través del célebre Principio 21 – afirma que “los Estados […] tienen la obligación de asegurar que las actividades que se lleven a cabo dentro de su jurisdicción o bajo su control no perjudiquen al medio de otros Estados”, esto no implica, a nuestro modo de ver, una intervención de los organismos internacionales en la soberanía estatal16. Los Estados, por su parte, son libres para adherir o no a dichas convenciones, directivas o recomendaciones internacionales. IV. Responsabilidad internacional del Estado por daño ambiental La responsabilidad internacional del Estado se basa en su vinculación al cumplimiento de los compromisos que asume a nivel internacional. Tiene como finalidad la reparación de un daño causado a otro(s) Estado(s) a través de la práctica de un acto ilícito, culposo o doloso. Este acto ilícito puede ocurrir tanto por acción como por omisión. Sin embargo, como lo señala Alessandra de Medeiros Nogueira Reis “el concepto de acto ilícito a nivel internacional no se confunde con su concepto a nivel interno”17. La ilicitud no es un concepto en sí mismo, sino que deriva de una calificación dada al acto por un determinado ordenamiento. Por esto, el ordenamiento jurídico interno e internacional pueden calificar diferentemente a un mismo acto. Trataremos a continuación algunas catástrofes que fueron emblemáticas en la construcción de las decisiones de las Cortes Internacionales, entre las cuales se encuentran Minamata (1959); “Torrey Canyon” (1967); Seveso (1976); “Amoco-Cadiz” (1978); “Three Miles Island” (1979); Chernóbil (1986) y la Marea Negra de Alaska (1989). Trataremos igualmente la reciente explosión en la plataforma de perforación petrolera “Deepwater Horizon”, en el Golfo de México, sucedida el 20 de abril de 2010. 1. Minamata, Japón, 1959. En 1953 una epidemia comenzó a expandirse en el área en torno a la Bahía de Minamata, una región industrial de Japón. Su causa fue descubierta hacia 1957 y el 1959 su fuente fue identificada. Se trataba de desechos de mercurio de origen industrial, que habían sido tirados en las aguas de la bahía y habían sido ingeridos por los peces con los que se alimentaba la población. El mercurio expuesto en el aire fue acumulándose en las corrientes fluviales y en los océanos, convirtiéndose en mercurio metílico. Los peces lo fueron absorbiendo a medida que se iban alimentando en esas aguas y el mercurio se fue acumulando en sus cuerpos18. Cuando las personas ingirieron estos peces, el mercurio pasó a su sangre y se fue acumulando en su hígado y cerebro. En 1983, 1.369 victimas habían sido indemnizadas, mientras 5.368 casos quedaron en suspenso. Fueron registrados oficialmente 549 muertes. 2. Torrey Canyon, Reino Unido, 1967 El 18 de marzo de 1967, el navío “Torrey Canyon”, que transportaba 119.000 toneladas de petróleo bruto, naufragó en Cornualia, Reino Unido, sobre los arrecifes de las Islas Scilly. Algunos días después, una explosión provocó la apertura de un agujero en el casco del navío, derramando así 50.000 toneladas de petróleo bruto sobre 1.800 km². La polución se expandió por la costa de Inglaterra y Francia. Cerca de 100 Km² de playa fueron contaminados y la flora y fauna marina de esta área destruidas. Después de un proceso llevado a cabo conjuntamente en el Reino Unido y en los Estados Unidos – ya que el navío había sido alquilado por los americanos y subalquilado por una sociedad británica – así como en las Bermudas – en donde el navío estaba matriculado – Francia pudo obtener una indemnización de un millón y medio de libras esterlinas. Una suma equivalente fue pagada en el Reino Unido y cerca de 25 000 libras fueron dadas a los particulares perjudicados, en concepto de reparación de daños. 3. Seveso, Italia, 1976 En la mañana del 10 de Julio de 1976, una nube cargada de dioxina escapó de una fábrica situada a los alrededores de Milán, en Italia, contaminando toda la región. La dioxina es un solvente orgánico, altamente tóxico, carcinogénico y teratogénico. Es uno de los Contaminantes Orgánicos Persistentes (COPs), sujetos a la Convención de Estocolmo. La población fue evacuada, sus casas destruidas, los establecimientos comerciales cerrados y el acceso al local clausurado. En la zona afectada fue necesario retirar cerca de 20 cm de tierra en la superficie, substituirla y replantarla. Cerca de 600 cabezas de ganado y 80.000 gallinas tuvieron que ser sacrificadas. Más de 37.000 personas sufrieron las consecuencias del accidente. |